La de Bringas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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«¿Y la familia?»—le preguntó Torquemada al saludarla.

—No tiene novedad; gracias...—replicó la dama sentándose en la sillaque se le ofreció.

Al instante expuso su pretensión de prórroga, empleando sonrisas amablesy los términos más dulces que podía imaginar. Pero Torquemada oyó laproposición con fría seriedad, y luego, ofreciendo a las miradas deRosalía la rosca formada con sus dedos, como se ofrece la hostia a laadoración de los fieles, le dijo estas palabras fatídicas.

«Señora, ya dije a usted que no... puedo, no puedo de ninguna manera. Esde todo punto im...posible».

Y viendo que la víctima se negaba a creer tanta crueldad, echó el últimoargumento en esta forma:

«Si mi padre me pidiera... esa prórroga, no se la concedería. Usted nosabe lo apurado que estoy. Tengo forzosamente que hacer... un depósito.Va en ello mi honor».

La repetición de la súplica, hasta llegar a la pesadez, no quebrantabaaquella roca.

«Diez días nada más»—decía ella con el pagaré atravesado en lagarganta.

—Ni diez minutos, señora; no puede... ser. Mucho... lo siento; pero siel día 2...

—Por Dios, hombre, por su madre...

—Me veré obligado a presentar... el pagaré al señor de Bringas, quetiene dinero...

me consta...

A pesar de esto, la pobre señora, que pasó aquella noche atormentada porel insomnio y la zozobra, volvió al día siguiente a visitar a suacreedor.

«¿Y la familia?»—le preguntó él después del saludo.

Rosalía suplicó con más vehemencia que el día anterior, y Torquemadanegaba y negaba y negaba, acentuando su crueldad con la pavorosaaparición de la rosquilla en el espacio comprendido entre las miradas delos dos interlocutores.

La Pipaón confió a las lágrimas lo que no habían podido conseguir lossuspiros. El prestamista, creyendo que se desmayaba, hizo traer un vasode agua, que ella no quiso probar, porque le daba asco. El poder de unamujer que llora se vio en aquel caso; pues la peña de Torquemada seablandó al fin, y la prórroga fue otorgada.

«Pero le juro a usted, señora, que si el día 7...».

—El 7 no, el 10...

—El 8. Verdad es que el 8 es fiesta, la Virgen de... Setiembre. Paraque vea usted que la quiero complacer, pongo el 9. Pero si el 9 no serealiza el pago, me veré en la precisión... el Sr. don Francisco tienedinero... me consta.

—¡Ay, gracias a Dios!, hasta el 10.

Rosalía se conceptuaba dichosa al ver delante de sí aquellos días derespiro. En este tiempo vendría Pez quizás. Trajérale Dios pronto.

Desde el primero de Setiembre, Bringas empezó a ir a la oficina, aunquetrabajaba muy poco, y se pasaba todo el tiempo hablando con el segundojefe. Era una picardía que le hubieran cercenado el sueldo en el mes deAgosto, y en cuanto la Señora viniera, pensaba él interesarla en sufavor para subsanar un despropósito tan sin gracia.

Mientras Thiersestaba en su oficina, su mujer pasaba las horas casi sola. Rara vez ibanvisitas a la casa; pues la mayor parte de sus amigas, aexcepción de las de Cucúrbitas, no habían vuelto aún de baños. Dos otres veces fue a verla Refugio, y charlaron de modas y de los artículosque había recibido de Burdeos. La Pipaón no la trataba ya con tantaaltivez, aunque cuidando siempre de establecer la diferencia que existeentre una señora honrada y una mujer de conducta misteriosa y equívoca.

Desde que aquellos ahogos financieros empezaron a sofocarla, Rosalíahabía adquirido la costumbre de calcular, siempre que hablaba concualquier persona, el dinero que la tal persona podía tener. «Esta perratiene dinero—se dijo cierto día mirando a la de Sánchez y oyendo ladescripción ampulosa del comercio que iba a establecer».

Al verla salir de la casa, ocurriole a Rosalía la atrevidísima idea deacudir a ella...

¡Qué horror! Esta idea fue al punto rechazada porignominiosa. No, antes de humillarse tanto y perder tan en absoluto sudignidad, la Bringas prefería que su marido le diera el gran escándalo yle dijese cuanto había que decir... ¡Buena pieza era la tal Refugio!Roja de vergüenza se ponía nuestra amiga sólo de pensar que se rebajabaa pedirle favores de cierta clase. Precisamente el día antes le habíacontado Torres que la dichosa niña era el escándalo de la vecindad, yestaba enredada con tres o cuatro hombres a la vez.

El día 5 un dependiente de Sobrino Hermanos fue a avisar aRosalía que empezaba a llegar de París el género nuevo de la estación.Eran maravillas. Quería Sobrino que su distinguida parroquiana viesetodo y diera su parecer sobre algunas telas de una novedad algoestrepitosa. Acudió ella al reclamo; pero lo mucho y nuevo y rico quevio no fue parte a distraerla de la pena que llenaba su alma. Habríadeseado comprar todo o siquiera algo; pero ¿cómo, ¡Santo Dios!, en lasituación apuradísima en que estaba, amenazada de un grave cataclismodoméstico? «Esto lo he traído para usted»,—le decía Sobrino coninfernal amabilidad. Pero ella, poniendo una cara desconsoladísima yquejándose de dolor de cabeza, negábase a comprar, aunque los ojos se leiban tras de las originales telas, y más aún tras de los admirablesmodelos colocados en los maniquís. En fichús, encajes, manteletas,camisetas, pellizas, estaban allí las Mil y una noches de los trapos.El día 6, ya con el dogal al cuello, triste y apenas sin esperanza, conganas de echarse a llorar y sintiendo en su alma como un secreto anhelode confesarse a su marido, Rosalía volvió a casa de Sobrino Hermanos.Iba por distraerse nada más y arrancar de su cerebro, durante un rato,la temerosa imagen de Torquemada. Por la calle del Arenal encontró aJoaquinito Pez, el cual, muy gozoso, le dijo: «Hemos tenido parte,mañana llegan». Oír esto Rosalía, y ver el cielo abierto, la cerrazón desu alma despejada, la cuestión del día 9 resuelta, y el mundomejorado, y la humanidad redimida de sus añejos dolores, fue todo uno.Siguió por la calle adelante despidiendo alegría de su rostro fresco; yentrando en la tienda de Sobrino, empezó a ver cosas y a dar sobre todasellas su parecer, encareciendo unas, desdeñando otras, no harta nunca dever y de comentar. «Que me lleven esto a casa... Vaya, Sr. Sobrino, alfin se sale usted con la suya; me quedo con el fichú». Estas y otrasfrases, todas referentes a adquisiciones, matizaban el charlar loco deaquel día.

XLIII

Llegó el grande hombre. Rosalía no se equivocaba al suponer que laprimera visita de él, y después de quitarse el polvo del camino, seríapara sus amigos de Palacio. Y

desde que Bringas se fue a la oficina,emperejilose para recibir al que, mientras estuvo ausente, había llenadosu pensamiento en las horas de mayor tristeza. Porque de fijo D.

Manuelvendría de los baños más avispado, más caballeresco y más liberalque antes lo fuera, y lo fue mucho. La dama conoció sus pasoscuando se acercaba a la puerta, y le entró un temblor... luego unavergüenza... ¡Ánimo, mujer! Echó un vistazo en el espejo a su aspectopersonal, que era inmejorable, y después de hacerle aguardar un poquito,salió a Embajadores... La emoción debió entorpecerla un poco alsaludarle.

Apenas se dio cuenta de que confundía unas palabras con otrasy de que se embarullaba un poco al hablar de la completa mejoría deBringas. ¡Y qué bueno estaba Pez! Parecía que se había quitado diez añosmás de encima, y que se hallaba en la plenitud de los tiempospisciformes. Su amabilidad, su distinción no habían cambiado nada; peroalgo observó Rosalía desde el principio de la visita, que le hubo deparecer tan extraño como desconsolador. Ella había creído que Pez, desdeel primer momento, se mostraría tan vivo de genio como el día de marras,y en esto se llevó un solemne chasco. Mi amigo se presentaba juicioso,reservadísimo, y no tenía para ella sino las consideraciones discretas ycomedidas que se deben a una señora. ¿Era que se había verificado uncambio radical en sus sentimientos? Pues no sería porque ella noestuviera bien guapa, que en realidad había echado el resto aquel día...Pasaba tiempo y la Bringas no volvía de su asombro, el cual se ibaresolviendo en despecho a medida que Pez agotaba todos los temas deconversación, el tiempo, el calor de Madrid, la salud detodos, las conspiraciones, sin tocar, ni por incidencia, el que ellaestimaba más oportuno. El laconismo de las respuestas de ella y elénfasis nervioso con que se abanicaba, eran indicios de su contrariedad.Y Pez, cada vez más frío, con un cierto airecillo de persona superior alas miserias humanas, continuaba hablando de cosas indiferentes conadmirable seso, sin perder la brújula, sin decir nada que anunciase unaconciencia vacilante o una virtud en peligro. Habíase convertido, porgracia de los aires del Norte, en un varón ejemplar, modelo de rectitudy templanza. Su parecido con el Santo Patriarca antojósele a Rosalía másvivo que nunca; pero consideró aquella belleza rubia como la más sosaperfección del mundo.

No le faltaba más que la vara de azucenas parapasar a figurar en la cartulina de los cromos de a peseta que se vendenpor las calles. A Rosalía empezó a repugnarle tanta circunspección, y yaestaba reuniendo todo su desprecio para dedicárselo por entero, cuandola idea de los compromisos del día 9 la acometió con furia. Pez, leyendoen su cara, le dijo: «Está usted pálida».

Rosalía no le contestó. Estaba embebecida en su pena, diciendo: «Pecar,llámote necesidad y digo la mayor verdad del mundo... Pues nonecesitando, ¿qué mujer habrá tan tonta que no desprecie a toda estacanalla de hombres?».

Pez, un poco más tierno, díjole que notaba en ella algo de extraño,tristeza, quizás preocupaciones graves. Esta indicación la consideróella como una feliz coyuntura para decir algo. Iba a probar si Pez erael mismo caballero vivaracho y rumboso de antes, o si se había trocadoen un empedernido egoísta. La dama, haciendo también graciosos alardesde reserva, replicó: «Cosas mías. Lo que a mí me pasa, ¿a quién interesamás que a mí sola?».

Lentamente mi amigo descendía de aquellas cimas de virtud en que sehabía encaramado. Inclinose más hacia ella y le habló de ingratitud entono de queja amorosa. Rosalía vislumbró horizontes de salvación quealumbraban con débil luz las tinieblas de aquel funesto día 9, ya tanpróximo. Como llamaron de súbito a la puerta y entraron los pequeños, nopudo la de Bringas ser más explícita, ni Pez tampoco; únicamente tuvoella tiempo de hacer constar una cosa: «Deseaba mucho que ustedvolviese. Tengo que hablarle...».

Los besuqueos de los niños interrumpieron esta grata conferencia, queiba tan conforme al plan de la Pipaón. Pero más tarde, después delregreso de Bringas y del largo párrafo que él y Pez echaron sobre lascosas políticas, Rosalía tuvo ocasión de cambiar con su amigo más de unapalabra en la Saleta, secretamente, con lo que él puso punto a la visitay se retiró.

Más bien triste que alegre estuvo la Pipaón toda aquella tarde y noche.Su esposo advirtió en ella una sobriedad verbal que rayaba en mutismo; ysegún su costumbre, no hizo esfuerzo alguno por corregirla. En toda casaes preferible siempre la concisión de una mujer a su locuacidad, yThiers no tenía gran empeño en alterar esta regla. En la mañana del día8, Rosalía, vestida con pulcra sencillez, se despidió de su marido. Ibaa misa, como lo demostraba el devocionario con tapas de nácar quellevara en la mano...

Su marido no debía extrañar que tardase algo, puesiba a ver a la de Cucúrbitas que estaba en peligro de muerte.

«Oí que le daban hoy los Sacramentos»—dijo Bringas con verdadera pena.

Salió después de dar sus disposiciones para el almuerzo, en lapresunción de tardar algo, y Thiers se quedó en manos del barbero, puesdesde la enfermedad no confiaba en su vista lo bastante para afeitarsesolo. A su lado estaba Paquito de Asís, a quien el papá echaba unareprimenda amistosa por varios motivos; era el uno que mi niño, nopudiendo sustraerse a la influencia que sobre la juventud ejerce todaidea expansiva, se había dejado contaminar en la Universidad del mal desimpatías por la llamada revolución. Entre sus compañeros tremolaba elestandarte del oscurantismo; pero de poco acá había en su pensamientoreservas, condescendencias, debilidades...; en fin, que elangelito estaba algo tocado del virus... «Del virusrevolucionario—repitió Bringas dos o tres veces mientras le rapaban—,y es preciso que eso se te cure de raíz.

Ya verás, ya verás la que searma si triunfa esa canalla. Los horrores de la Revolución francesa vana ser sainetes en comparación de las tragedias que aquí tendremos».

Otra maña del mozalbete traía muy quemado a D. Francisco, y era queempezaba a dañar su espíritu el maleficio de una perversa doctrinatitulada krausista. Bringas la había oído calificar de pestilente aun sabio capellán amigo suyo. De algún tiempo acá, Paquito de Asísandaba con unas enredosas monsergas del yo, el no yo, el otro y elde más allá, que sacaban de quicio al buen D. Francisco. Este le dijo,en resumidas cuentas, que si no echaba de su cabeza aquellas filosofías,le iba a quitar de la Universidad y a ponerle de hortera en una tienda.

Trascurrió toda la mañana, y cansados de esperar a Rosalía, almorzaron.La señora llegó a eso de la una, un poco sofocada. «Muy malita lapobre»—dijo adelantándose a su marido, que ya tenía la boca abiertapara preguntarlo por la hermana de Cucúrbitas.

Y se encerró en el Camónpara quitarse el velo y cambiar de vestido. Por la tarde salieron todosa paseo con los trapitos de cristianar, en correcta formación, lospequeños muy compuestitos, mamá y papá tan graves yapersonados como siempre.

Bueno será decir que nunca, en tiempo alguno,había la Pipaón de la Barca tenido a su esposo por más respetable queaquel día... Le miraba y le oía con cierta veneración y se conceptuabaextraordinariamente inferior a él, pero tan inferior que casi casi nomerecía fijar sus ojos en él. Atontada y distraída estuvo en el paseo, yen su casa, por la noche, más aún. Su espíritu, apartado de lassencillas escenas domésticas y de cuanto allí se hizo y se dijo, vivíaen región distinta, atento a cosas remotas y desconocidas absolutamentepara los demás. «Vaya que estás en babia esta noche—

dijo Bringas algoenojado—, al notar la tercera o cuarta de sus equivocaciones».

Y ella no se atrevió a chistar. Después, mientras el padre y lospequeños jugaban a la lotería, encerrose ella en el Camón, y allí,sentada, cruzados los brazos, la barba sobre el pecho, se entregó a lasmeditaciones que querían devorar su entendimiento como la llama devorala arista seca.

XLIV

«¡Qué cara puso!... Aunque lo disimulaba, conocí que le había sabidomal... Este viaje me ha arruinado... A las niñas se les antojaba todolo que veían en Bayona... He gastado la renta de un año... Apesar de eso, veremos, yo lo arreglaré... lo buscaré...

¡Oh, Virgen!Venderse y no cobrar nuestro precio, es tremenda cosa... Pero no; élhará un esfuerzo por no quedar conmigo en una situación desairada yridícula... (Exhalando tres suspiros seguidos, que formaban como unrosario de congoja.) Mañana lo veremos. Mañana a las diez recibiré lacontestación definitiva de lo que puede hacer...

¡Oh!, él reventaráantes que ponerse en ridículo... Si no lo tiene, que lo busque. Es sudeber. ¿No valgo yo más, muchísimo más? ¿No le doy un tesoro por unamiseria?

¿Qué es esto en comparación de las fortunas que han consumidootras? Vergüenza da nombrar tal cantidad delante de un caballero...Tengo en mi boca todas las hieles que una boca puede sentir...».

En dolorosa incertidumbre pasó la noche, despertando a cada instante alaguijonazo de su idea candente y aguda. El cuerpo dormía y la ideavelaba. No podía la esposa mirar sin envidia la dulce paz de aquellaconciencia que a su lado yacía. El dormir de D. Francisco era como el deun mozo de cuerda que ha tenido mucho trabajo durante el día y que alcerrar los ojos se quita de encima también todas las cargas delespíritu.

¡Dichoso hombre! Él no tenía necesidades y era feliz con sutraje mahón. No veía más allá de su corbata cursi y barata, de aquellasque venden los tenderos al aire libre instalados en la esquinade la Casa de Correos. «Dime tus necesidades y te diré si eres honrado ono». Este refrán le salía a Rosalía del cerebro sin que ella se dieracuenta de ser maestra en filosofía popular.

«Porque los santos, ¿qué fueron?—decía—; personas a quienes no se lesimportaba nada salir a la calle hechos unos adefesios. Indudablemente notengo yo esta despreocupación, que es la base de la virtud. Digan lo quequieran, el santo nace. No se adquiere este mérito con la voluntad, nihay quien lo posea si no lo ha traído consigo del otro mundo. Mi maridonació para cursi y morirá en olor de santidad».

Esto no quitaba que leenvidiase, pues iba viendo los sinsabores que trae y lo caro que cuestael no querer ser cursi. La infeliz estaba rodeada de peligros, llena dezozobras y remordimientos, mientras su esposo dormía tranquilo al ladodel abismo.

Dormía como si tuviera muy lejos la vergüenza que tan próxima estabarealmente. Y

por más que la vanidosa quisiera aplacar su conciencia consofismas, la conciencia no se dejaba embaucar y se revolvía inquieta. Suaspecto, horriblemente acusador, no podía ser visto por Rosalía mientrasa esta no se le quitaran de delante de los ojos, primero, el conflictodel día 9, cuya solución exigía sacrificios grandes, sin exceptuar el dela honra; segundo, ciertas telarañas de seda que le envolvían la cara,pues en la inquietud febril de aquella noche, todas sus ideas,sus remordimientos mismos, pasaban, como la luz por un tamiz, al travésde un confuso imaginar de galas y perendengues de otoño.

Por la mañana, cuando llevó el chocolate a Bringas, hallole alegre ydecidor, tarareando canciones. Ella, por el contrario, se acobardabaconsiderablemente. Más tarde, Cándida, que era la encargada de traerlede casa de Sobrino las compras, para no infundir sospechas al ratoncitoPérez, le llevó varias cosas. Tan abstraída estaba la dama, considerandolos peligros de aquel día, que no tuvo espíritu más que para contemplarel organdí y la felpilla durante breves minutos, y lo guardó todoprecipitadamente en una de las cómodas... A las once recibiría lo queesperaba de Pez. Sobre las diez y media iba Bringas invariablemente a suoficina. Aquel día fue menos puntual que de costumbre, y mientrasalmorzaba, todo aquel regocijo con que despertara se desvaneció, porquePaquito le leyó unos papeles clandestinos que corrían por Madrid,amenazando a la Reina y asegurando la proximidad de su caída. «Si mevuelves a traer aquí esas asquerosidades—dijo Thiers bufando de ira—,te quito de la Universidad y te pongo de hortera en una tienda de lacalle de Toledo».

Se fue trinando, y al poco rato recibió Rosalía el papel que esperabacon tanta ansia.

«Abulta poco—pensó, con el alma en un hilo,metiéndose en el Camón para abrir el sobre a solas, pues andaba por allíCándida con cada ojo como una saeta—. Abulta poco—repitió sacando delsobre un papel—; aquí no viene nada». Y en efecto, no era más que unacarta, escrita con la limpia y correcta letra del director de Hacienda.La cólera que invadió el alma de la Pipaón al ver que la carta no traíaconsigo compañía de otros papeles, le impedía leer. En su mano temblabael pliego, escrito por tres carillas. Leía a saltos, buscando lascláusulas terminantes y positivas. En pocos segundos recorrió la dichosaepístola... Cada frase de ella le desgarraba las entrañas como si laspalabras fueran garfios... «Estaba afligidísimo, desolado, por no podercomplacerla aquel día...». «Érale imposible de todo punto...». «Se habíaencontrado la casa en un atraso lamentable, con un cúmulo enorme decuentas por pagar...». «Su situación era angustiosa y muy otra de lo queal exterior parecía...».

«Declaraba sin rebozo, en el seno de laconfianza, que todo el boato de su casa no era más que apariencia...».«A pesar de esto, él hubiera acudido presurosísimo en auxilio de

suamiga,

si

casualmente

en

aquel

mismo

día

no

tuviera

un

vencimientoineludible...». «Pero más adelante...».

Rosalía no pudo acabar de leer. La ira, la vergüenza la cegaron...Rompió la carta y estrujó los pedazos. ¡Si pudiera hacer lomismo con el vil!... Sí, era un vil, pues bien le había dicho ella quese trataba de una cuestión de honra y de la paz de su casa...

¡Quéhombres! Ella había tenido la ilusión de figurarse a algunos conproporciones caballerescas... ¡Qué error y qué desilusión! ¡Y para esose había envilecido como se envileció! Merecía que alguien le diera debofetadas y que su marido la echara de aquel honrado hogar... Ignominiagrande era venderse, pero darse de balde...! Al llegar a esto, lágrimasde ira y dolor corrieron por sus mejillas. Eran las primeras quederramaba después de casada, pues las que había vertido cuando sus hijostenían alguna enfermedad grave eran lágrimas de otra clase.

Y lo peor de todo era que estaba perdida... Si a las tres de la tarde noentraba en casa del inquisidor, dinero en mano... El tal la esperaríahasta las tres, hasta las tres, ni un minuto más. Pensando esto, Rosalíasentía un volcán en su cabeza. ¿Y a quién, Virgen del Carmen, volveríasus ojos, a quién?... Ni para encomendarse a todos los Santos y a todaslas Vírgenes tenía ya serenidad su espíritu. En él no cabía más que ladesesperación... Pero cuando se entregaba a ella, sin defensa, un rayode esperanza cruzó por la atmósfera tempestuosa de aquel cerebro...Refugio...

Sí, Torres le dijo pocos días antes que Refugio había cobradoen casa de Trujillo diez mil reales que su hermana le mandaba para ponerel establecimiento.

XLV

El tiempo ahogaba; la situación no admitía espera. Sin detenerse ameditar la conveniencia de aquel paso, se aventuró a darlo. Eran lasdoce. «Antes que Bringas me descubra—decía poniéndose precipitadamentela mantilla—, prefiero pasar por todo, prefiero rebajarme a pedir estefavor a una...».

Refugio vivía en la calle de Bordadores, frente a la plazoleta de SanGinés, en una casa de buena apariencia. Sorprendió a Rosalía el aspectodecente de la escalera. Creía encontrar una entrada inmunda y vecindadmalísima, y era todo lo contrario. La vecindad no podía ser másrespetable: en el bajo una tienda de objetos de bronce para el cultoeclesiástico; en el entresuelo un gran almacén de paños de Béjar, conplaca de cobre en la mampara; en el principal, la redacción de unperiódico religioso. Esto dio a la de Bringas muchos ánimos, ybien los necesitaba la infeliz, pues iba como al matadero, considerandolo que aquel paso la degradaba. «¡Lo que puede la necesidad!—pensó altirar de la campanilla del segundo—. Y quién me había de decir que yobebería de esta agua. Ahora sólo falta que me eche a cajas destempladas,para que sea mayor mi vergüenza y mi castigo completo».

La misma Refugio le abrió la puerta, y sorprendiose mucho de verla.Rosalía, turbadísima, vacilaba entre la risa y la seriedad, no sabía siaplicar a la de Sánchez el trato familiar o el trato fino. El caso eramuy extraño y encerraba un problema de sociabilidad de muy difícilsolución. Desde la puerta a la sala no hubo más que medias palabras,frases cortadas, monosílabos.

«Pase usted por aquí—dijo Refugio a la señora de Bringas indicándole lapuerta del gabinete—. Celestina, ayúdame a desocupar estos sillones».

La que respondía al nombre de Celestina debla de ser criada. Así lopensó nuestra amiga en los primeros momentos, mas luego hubo derectificar este juicio. El aspecto de Celestina era tan extraño como elde Refugio, y al mismo tiempo tan semejante al de esta, que no se podríafácilmente decir cuál de las dos era la señora. «Lo probable—

pensó laBringas sentándose en el primer sillón que se desocupó—, esque ninguna de las dos lo sea».

La de Sánchez tenía su hermoso cabello en el mayor desorden. No se habíapeinado aún. Cubría su busto ligera chambra, tan mal cerrada, queenseñaba parte del seno ubérrimo. Arrastraba unos zapatos de presillaspuestos en chancleta, y los tacones iban marcando sobre el piso debaldosín un compás de pasos harto estrepitoso.

«Iba a echarme la bata—dijo Refugio, después de revolver en un montónde ropas que estaba sobre el sofá—, pero como usted es deconfianza...».

—Sí, hija, no te molestes—replicó la de Bringas afirmándose en lanecesidad de ser amable—. Con este calor...

Mientras esto decía, observó la pieza en que estaba. Nunca había vistodesbarajuste semejante ni tan estrafalaria mezcla de cosas buenas ymalas. La sala, cuya puerta de comunicación con el gabinete estabaabierta, parecía una trastienda, y encima de todas las sillas no se veíaotra cosa que sombreros armados y por armar, piezas de cinta, recortes,hilachas. Destapadas cajas de cartón mostraban manojos de flores detrapo, finísimas, todas revueltas, ajadas en lo que cabe, tratándose deflores contrahechas.

Algunas, aunque parezca mentira, pedían que lasrociaran con un poco de agua.

También había fichús de azabachey felpilla, camisetas de hilo y algunas piezas de encaje. Esta masacaótica de objetos de moda extendíase hasta el gabinete, invadiendoalgunas de las sillas y parte del sofá, confundiéndose con las ropas deuso, como si una mano revolucionaria se hubiera empeñado en evitar allíhasta las probabilidades de arreglo. Dos o tres vestidos de la Sánchez,enseñando el forro, con el cuerpo al revés y las mangas estiradas,bostezaban sobre los sillones. Una bota de piel bronceada andaba pordebajo de la mesa, mientras su pareja se había subido a la consola. Unlibro de cuenta de lavandera estaba abierto sobre el velador mostrandoapuntes de letra de mujer: Chambras 6; enaguas 14, etc... El veladorera de hierro con barniz negro y flores pintadas. Sobre la chimenea, unreloj de bronce muy elegante alternaba indignamente con dos perros deporcelana dorados, de malísimo gusto, con las orejas rotas. Las láminasde las paredes estaban torcidas, y una de las cortinas desgarrada; elpiso lleno de manchas; la lámpara colgante con el tubo ahumadísimo. Porla mal entornada puerta de la alcoba se veía un lecho grande, dorado, dearmadura imperial, sin deshacer y con las ropas en desorden, como sialguien hubiera acabado de levantarse.

Refugio creía que la señora de Bringas la visitaba, cediendo al fin asus instancias, para ver los artículos de su industria.

«Ha venido usted un poco tarde—le dijo—. ¿Sabe usted que estoyvendiendo todo?

Yo no sirvo para esto. No sé en qué estaba pensando mihermana cuando se le ocurrió que yo podía meterme a comerciante... Paraque usted se haga cargo... desde que estoy en esto, no he hecho más queperder dinero: pocos pagan, y yo no tengo genio para importunar... Así,cuanto más pronto salga de estos pingajos, mejor. Muchas señoras hanvenido, y se van llevando lo poco que me queda».

—Sin embargo—dijo Rosalía, sacando de una caja varios marabouts y aigrettes y de otra lazos y cordones—, aún hay aquí cosas muybonitas.

—¿Le gustan a usted esas aigrettes?...—manifestó Refugio, gozosa depoder ser rumbosa con ella—. Puede llevárselas... se las regalo.

—¡Oh!, no... no faltaba más...

—Sí, sí, que tengo mucho gusto en ello.

Para que alguna me lo compre y no lo pague, vale más... Mireusted—añadió pasando a la sala—, también le doy este sombrero: estásin arreglar, pero puede usted llevarse la cinta que quiera.

Rosalía, asombrada de esta generosidad, y un tanto dispuesta a mirar aRefugio con ojos más benévolos, insistía en rechazar los obsequios.

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