La de Bringas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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Procuraba apaciguarle con sutiles explicaciones de todo; massu ingenio no llegaba a alcanzar por completo el deseado fin, por serextraordinaria la suspicacia del buen economista y muy grande su saberen cosas y artes domésticas. A solas desahogaba la dama su oprimidocorazón, pronunciando mudamente alguna frase iracunda, rencorosa:«Maldito cominero, ¿cuándo te probaré yo que no me mereces?...

¿Nocomprenderás nunca que una mujer como yo ha de costar algo más que unama de llaves?... ¿No lo comprendes, bobito, ñoñito, ratoncito Pérez?Pues yo te lo haré comprender».

Hacía planes de emancipación gradual, y estudiaba frases con que prontodebía manifestar su firme intento de romper aquella tonta y ridículaesclavitud; pero todos sus ánimos venían a tierra cuando consideraba elgran bochorno que caería sobre ella, si el bobito descubría laexploración hecha en el doble fondo del arca del tesoro.

¡Cristo Padre,cómo se iba a poner!... Grandísima falta había ella cometido al sustraeraquella porción de la fortuna conyugal, pues aunque la conceptuaba muysuya, no debió tomarla sin consentimiento del propio ratoncito Pérez...Pero mayor había sido su yerro al creer que con semejante hombre sepodían tener bromas de tal naturaleza. Las disculpas que en la ocasióndel acto había conceptuado tan razonables, parecíanle ya vanas eimpropias de una persona seria. Los móviles a que obedeció antojáronselesin fundamento alguno, y su conciencia le arguyó poderosamente. No, nopodía esperar a que su marido advirtiese la falta. Dábale una fuertecongoja sólo de pensar que la descubría; y era indispensable reponer ensu sitio la malhadada cantidad, seis mil reales, pues había tomado cincomil para Milagros y mil para desempeñar los candelabros y otrasmenudencias.

La necesidad de esta devolución se impuso de tal modo a su espíritu, queya no pensaba en otra cosa. Contaba con la fuerza del pagaré ycon la palabra de la marquesa. Esta la tranquilizó el día 22,diciéndole: «Todo está arreglado. Puede usted descuidar». Pero entretanto, Rosalía pasaba la pena negra, temiendo a cada instante unacatástrofe y discurriendo toda clase de industrias y maquinaciones paraevitarla.

Hasta entonces el bobito persistía en la buena costumbre dedar a su mujer las llaves para que ella sacase de la arqueta el dinero.Pero una tarde antójasele volver a las andadas y sacar el funestocajoncillo, y lo abre y empieza a manosear lo que dentro había... ¡Ay,Dios, mío qué trance, qué momento! A la Pipaón un color se le iba y otrose le venía. Estaba lela y su terror impedíale tomar una resolución.

«Tú... siempre enredando... No haces caso de lo que dice D. Teodoro...¡Qué hombre!... Dame acá la caja».

—Quita allá, calamidad—dijo Bringas defendiendo su tesoro con ademánenérgico.

Contó los centenes de oro uno por uno; tocó las dos onzas, el relojviejo que había sido de su padre, una cadena y medallón antiquísimos...Como no faltaba nada, no había peligro mientras no fuese alzado el doblefondo... Rosalía sintió impulsos de gritar «¡que se quema la casa!», uotra barbaridad semejante; pero no se atrevió porque estaba presentePaquito. Ya las flexibles manos del cominero acariciaban la parte pordonde la tapa del doble fondo se levantaba. Rosalía invocó atodos los santos, a todas las Vírgenes, a la Santísima Trinidad, y aunse cree que hizo alguna promesa a Santa Rita si la sacaba en bien deaquel apuro. Pero cuando ya D. Francisco metía la uña en el huequecillode la madera, hubo en su espíritu un cambio de intención que debió deser milagroso... Retirando sus dedos cerró la arqueta. A Rosalía levolvió el alma al cuerpo, y sus pulmones respiraron de nuevo. Habíaestado en un tris... Sin duda no le pasaba por la imaginación a sumarido la idea ni aun la sospecha del desfalco, y aunque solía repasarlos billetes sólo por gusto, en aquella ocasión no lo hizo sabe Dios porqué. Quizás todas aquellas invocaciones que la señora hizo a los santosobtuvieron buena acogida, y algún ángel inspiró al ratoncito Pérez laidea de dejar para otra vez el recuento de sus ahorros.

XXXIV

Pero la Pipaón no las tuvo todas consigo hasta que no le vio guardar laarqueta, ponerla en su sitio cuidadosamente, como se pone en lacuna un niño dormido, y echar la llave a la gaveta. Sólo entonceselevó su mente al Cielo en acción de gracias por el gran favor queacababa de otorgarle. Pero lo que no sucedió aquel día por especialintervención de la divinidad, podía muy bien ocurrir en otro. No siempreestán los santos del mismo humor. Por si segunda vez se le antojabaregistrar el doble fondo, discurrió la industriosa señora un arbitrioque, a su parecer, aplazaría el conflicto mientras llegaba el momento deconjurarlo resueltamente reponiendo el dinero.

Imaginó, pues, colocar enla caja unos pedacitos de papel del tamaño de los billetes, y si lograbaencontrar papel igual en la calidad de la pasta, de modo que noresultase diferencia al tacto, el engaño era fácil, porque su marido nohabía de verlos sino con los dedos... Púsose a la obra, y rebuscó yexaminó cuanto papel había en la casa. Por fin, en la mesa de Paquitohalló uno que pareciole muy semejante, por su flexibilidad yconsistencia, al que empleaba el Banco en sus billetes. Obtuvo estacertidumbre después de un detenido trabajo de comparación entra lasdistintas clases de papel y un billete de doscientos reales queconservaba. Para refinar la imitación, faltaba darle la pátina del uso,aquella suavidad pegajosa que resulta del paso por tantas manos decajeros y cobradores, por las de los pródigos así como por las de losavaros. Rosalía sometió los trozos a una serie de operacionesequivalentes al traqueteo de los billetes en la circulación pública.

—¿Qué buscas aquí, niña?—dijo con enfado a Isabelita que iba, como decostumbre, a meter su hocico en todo—. Vete a acompañar a papá, queestá solito.

Encerrose en el Camón para evitar indiscreciones, y allí arrugaba elpapel, dejándolo como una bola. Luego lo estiraba, lo planchaba con lapalma de la mano, hasta que los repetidos estrujones le daban la deseadaflexibilidad. Echaba de menos aquella epidermis pringosa que losverdaderos billetes tienen; ¿pero cómo obtener esto?

Parecioleimposible, aunque sus manos estaban muy bien preparadas para el objeto.Acababa de hacer unas croquetas en la cocina, y había tenido cuidado deno lavarse las manos para que pudieran imprimir sobre el papel algo deaquella suciedad a la cual ningún idealista, que yo sepa, ha hecho ascostodavía.

Cuando creyó haber trabajado bastante, quiso hacer prueba de su obra.Entrábale desconfianza y decía: «No sé qué tiene este papel que ningúnotro se le iguala. Me parece que no le engaño». Y sus dedos hacían unestudio de tacto sobre el billete verdadero y los fingidos. «Supongamosque no veo... Supongamos que me ponen este delante y que trato dediferenciar el legítimo de los... ¡Oh!, no hay duda posible. Se conoceen seguida...». Y dando un suspiro se desanimaba tanto, quecasi casi hubo de renunciar a la superchería... «No, no—pensódespués—. Cuando se está en el secreto, se nota más la diferencia; perono estando en el secreto... Los pondré en el doble fondo, y Dios dirá.Allá veremos».

Al anochecer de aquel día, cuando Bringas sacó la arqueta, la dama teníasus papeles preparados para hacerlos actuar convenientemente en caso deque el cominero abriese el doble fondo. Pero no lo abrió. EntoncesRosalía, como para impedirle la molestia de ir a la mesa, le quitó delas manos el cajoncillo, y en el breve tiempo que empleara paracolocarlo en su sitio, supo introducir los papeluchos que, cuando sepasase revista de presente, debían responder por los que se habían ido aotra parte. Por supuesto, aquella solución provisional era muypeligrosa, y convenía acelerar la definitiva exigiendo de Milagros elpago del préstamo.

Al día siguiente, que fue el 25 de Julio, día de Santiago, apretó elcalor de una manera horrible. Bringas estaba en mangas de camisa yRosalía, con una bata de percal muy ligero, no cesaba de abanicarse,renegando a cada instante del clima de Madrid y de aquella exposición aPoniente que había elegido Bringas para su vivienda.

¡Y el cominerotenía la desfachatez de decir que el calor le gustaba, que era muy sanoy que compadecía a los tontos que se iban fuera! Aquel mismodía de Santiago el gran economista había anunciado solemne ydecididamente a toda la familia que no irían a baños, con lo cual estabaRosalía más sulfurada que con el calor. ¡Prisionera en Madrid durante lacanícula, cuando todas sus relaciones habían emigrado! La alta ciudadpalatina estaba ya casi desierta. La Reina se había ido a Lequeitio, ycon ella doña Tula, doña Antonia, la mayor y más lucida parte de la altaservidumbre. Milagros y el señor de Pez también estaban preparando suviaje. Se quedaría, pues, sola la pobrecita, sin más amistad que Torres,Cándida y los empleadillos y gente menuda que vivían en el pisotercero... Su excitación era tal, que en todo el día no dijo una palabrasosegada, y todas las que de su augusta boca salían eran ásperas,desapacibles, amenazadoras. Paquito estaba tendido sobre una esteraleyendo novelas y periódicos.

Alfonsín enredaba como de costumbre,insensible al calor, mas con los calzones abiertos por delante y pordetrás, mostrando la carne sonrosada y sacando al fresco todo lo quequisiera salir. Isabelita no soportaba la temperatura tan bien como suhermano. Pálida, ojerosa y sin fuerzas para nada, se arrojaba sobre lassillas y en el suelo, con una modorra calenturienta, desperezándose sincesar buscando los cuerpos duros y fríos para restregarse contra ellos.Olvidada de sus muñecas, no tenía gusto para nada; no hacíamás que observar lo que en su casa pasaba, que fue bastante singularaquel día. Don Francisco dispuso que se hiciera un gazpacho para lacena. Él lo sabía hacer mejor que nadie, y en otros tiempos se personabaen la cocina con las mangas de la camisa recogidas, y hacía un gazpachotal que era cosa de chuparse los dedos. Mas no pudiendo en aquellaocasión ir a la cocina, daba sus disposiciones desde el gabinete.Isabelita era el telégrafo que las trasmitía, perezosa, y a cadainstante iba y venía con estos partes culinarios: «Dice que piquéis doscebollas en la ensaladera... que no pongáis más que un tomate, bienlimpio de sus pepitas... Dice que cortéis bien los pedacitos de pan... yque pongáis poco ajo... Dice que no echéis mucha agua y que haya másvinagre que aceite... Que pongáis dos pepinos si son pequeños, y que leechéis también pimienta... así como medio dedal».

Por la noche la pobre niña tenía un apetito voraz, y aunque su papádecía que el gazpacho no había quedado bien, a ella le gustó mucho, ytomose la ración más grande que pudo. Cuando se acostó, la pesadez delsueño infantil impedíale sentir las dificultades de la digestión deaquel fárrago que había introducido en su estómago. Sus nervios seinsubordinaron y su cerebro, cual si estuviera comprimido entre dosfuerzas, la acción congestiva del sueño y la acción nerviosa,empezó a funcionar con extravagante viveza, reproduciendo todo lo quedurante el día había actuado en él por conducto directo de los sentidos.En su horrorosa pesadilla, Isabel vio entrar a Milagros y hablar ensecreto con su mamá. Las dos se metieron en el Camón, y allí estuvieronun ratito contando dinero y charlando. Después vino el Sr. de Pez, queera un señor antipático, así como un diablo, con patillas de azafrán yunos calzones verdes. Él y su papá hablaron de política diciendo queunos pícaros muy grandes iban a cortarles la cabeza a todas laspersonas, y que correría por Madrid un río de sangre.

El mismo río desangre envolvía poco después en ondas rojas, a su mamá y al propio Sr.de Pez, cuando hablaban en la Saleta, ella diciendo que no iban ya a losbaños, y él:

«yo no puedo ya detenerme más, porque mis chicas están muyimpacientes». Después el Sr. de Pez se ponía todo azul y echaba llamaspor los ojos, y al darle a la niña un beso la quemaba. Luego habíacogido a Alfonsín y puéstole sobre sus rodillas diciéndole: «Perohombre, no te da vergüenza de ir enseñando...». A lo que Alfonsíncontestara pidiendo cuartos según su costumbre... Más tarde, cuandoningún extraño quedaba en la casa, su papá se había puesto furioso porunas cosas que le contestó su mamá. Su papá le había dicho: «eres unagastadora», y ella, muy enfadada se había metido en elCamón... Después había entrado otra visita. Era el Sr. de Vargas, elcajero de la Intendencia, la oficina de su papá. Hablando, hablando,Vargas había dicho a su papá: «Mi querido D. Francisco, el intendente hamandado que desde el mes que entra no se le abone a usted más que lamitad del sueldo». Al oír esto, su papaíto se había quedado más blancoque el papel, más blanco que la leche, más blanco todavía, ¡y daba unossuspiros...! Hablando hablando, Vargas y su papá dijeron también queiban a correr ríos de sangre, y que la llamada revolución venía sinremedio. Su mamá entró en el gabinete cuando se despedía el tal Vargas,que era un señor pequeño, tan pequeño como una pulga, y parecía queandaba a saltitos. Su mamá y su papá habían vuelto a decirse cosas asícomo de enfado y a ponerse de vuelta media... Él daba golpes en losbrazos del sillón, y ella daba vueltas por Gasparini.

Nunca había vistoella a sus papás tan enfurruñados. «Eres una gastadora...». «Y tú unmezquino». «Contigo no es posible la economía ni el orden...». «Puescontigo no se puede vivir...». «Qué sería de ti sin mí...». «Pues a míno me mereces tú...». ¡Válganos Dios! Su mamá se había metido en elCamón llorando. Ella fue detrás y entró también para consolarla; queríasubírsele a las rodillas, pero no podía. Su mamá era tan grande comotodo el Palacio Real, más grande aún. Su mamá le había dadobesos. Después, desenfadándose, había sacado un vestido, y luego otro, yotro, y muchas telas y cintas.

En esto entra su papá de repente en elCamón, sin venda, y su mamá da un grito de miedo.

«Ya veo, señora, ya veo—dice su papá muy atufado—, que me ha traídousted aquí una tienda de trapos...». Y su mamá, azorada con la cara muyencendida, no decía más que: «yo... yo... verás...».

En esto, la pobre niña, llegando al período culminante de su delirio,sintió que dentro de su cuerpo se oprimían extraños objetos y personas.Todo lo tenía ella en sí misma, cual si se hubiera tragado medio mundo.En su estómago chiquito se asentaban, teñidos de repugnantes y espesoscolores, obstruyéndola y apretándole horriblemente las entrañas, supapá, su mamá, los vestidos de su mamá, el Camón, el Palacio, el Sr. dePez, Milagros, Alfonsito, Vargas, Torres... Retorciose doloridamente sucuerpo para desocuparse de aquella carga de cosas y personas que looprimía, y

¡bruumm...!, allá fue todo fuera como un torrente.

XXXV

Se sintió aliviada... libre de aquel espantoso hervor de su cerebro. Sumamá le limpiaba el sudor de su frente, llamándola con palabrascariñosas. Había sentido Rosalía sus quejidos, síntoma indudable de lapesadilla, y saltó de la cama para correr en su socorro. Eran las doce.Hízole después una taza de té, y ayudada de Prudencia le mudó lassábanas. A la media hora la pobre niña descansaba tranquila, y su mamáse fue a dormir al sofá del gabinete, porque la cama despedía fuego.Antes quiso dar parte a su marido de la desazón de la niña.

—¿Lo de siempre?—preguntó él desde el embozo de la única sábana conque se cubría.

—Sí, lo de siempre, pesadilla, convulsiones; ha sido de los ataques másfuertes. Por fin se ha tranquilizado. ¡Pobre ángel! Tú te empeñas en quea nuestra niña se le arraigue esta propensión a la epilepsia...¡sabiendo que se corrige con los baños de mar...!

—Lo mismo son los de los Jerónimos... digo, son mejores.

La voz de Rosalía, objetando algo, se perdió en los aposentosinmediatos. Bringas, después de toser un poco, envolvió en las nubes delsueño su opinión sobre la superioridad de los baños del Manzanares antetodos los baños del mundo.

La mejoría de nuestro amigo se acentuaba tanto, que Golfín desdemediados de Julio dejó de ir a la casa. D. Francisco, acompañado dePaquito, iba a la consulta dos veces por semana. Como el doctor tenía sucasa en la calle del Arenal, poco trecho había que recorrer. Los oscuroscristales de unas gafas oftálmicas, amén de una gran visera verde,resguardaban sus ojos de la luz, Golfín, siempre amabilísimo con elrecomendado de Su Majestad, le despachaba pronto. Estaba muy satisfechode su cura, y elogiaba la excelente naturaleza del enfermo, vencedoradel mal en pocas semanas. En la última de Julio anunció el oculista a sucliente que se marchaba a principios de Agosto a dar una vuelta porAlemania. «Pero ya no necesita usted que yo lo vea. Le doy de alta, ypor lo que pueda ocurrir, uno de mis ayudantes pasará por aquí tres ocuatro veces mientras yo esté fuera». Bringas oyó con júbilo estadespedida del concienzudo médico, indicio cierto de que el mal estabavencido. Llevado de su honradez y delicadeza, rogó al doctor que antesde partir le pasase... «Ya usted me entiende... la cuentecitade sus honorarios». Golfín se deshizo en cumplidos. «Tiempo habrá...¿qué prisa tiene usted?... En fin, como usted quiera...». Y el graneconomista, al salir con su hijo, pesaba en la balanza de su mente lostérminos de aquel enigma aritmético que pronto se había de revelar. ¿Quétipo regulador o qué tarifa le aplicaría?

¿Le consideraría como pobre desolemnidad, como empleado alto, como rentista bajo o como burguésvergonzante y pordiosero? A todas horas del día y de la noche pensabaThiers en esto, y deseaba que la cuenta llegase para salir de suangustiosa duda.

Desde que D. Francisco anunció a su esposa, que a principios de Agostoera necesario pagar al médico, la pobre señora creyó más urgente lareposición de los billetes sustraídos de la arqueta. Felizmente,Milagros le había dado poco más de la mitad de lo que su deudaimportaba, con promesa de entregar el resto antes de marcharse aBiarritz. «Las cosas se me van arreglando bien—le dijo—.

Seguramentetendré lo bastante para los compromisos de estos días, y aun creo poderdejar a usted algo si lo necesita... No, no hay que agradecer... Es queno me hace falta, y más seguro está en esas manos que en las mías». Conestas promesas y ofrecimientos, la Pipaón veía próximo el término de suahogo. Contentas ambas, aunque la de Thiers tenía los espíritusalgo abatidos por no poder ir a baños, pasaban ratos deliciososhablando de modas. La Tellería, con aquel arte tan admirable y tan suyo,se las compuso muy bien para volver a tomar algunas de las cosillas queregaló a Rosalía en aquellos raptos de cariño precursores delempréstito. «Puesto que usted no sale, maldita la falta que le hará esta pamela... ni esta forma de paja... Veré cómo la arreglo yo para mí...Aquí no podrá usted usar el pelo de cabra. Es tela muy impropia deestos calores. Como allá se siente fresco algunos días, me la llevo. Yohe de traerle a usted cosas mejores... ¡Ah!, le dejaré unas varas decrudillo para vestidos de los pequeñuelos, y unos pedazos de crespón queme han sobrado». Con todo se conformaba la Bringas. No pudiendo ellalucirse en las provincias del Norte, quería vengarse de su destinoengalanando a su prole; ya se había provisto de figurines, y proyectabacosas no vistas para que Isabelita y Alfonso publicaran en la Plaza deOriente, entre la festiva república de niños, el buen gusto de suopulenta mamá.

«Tiene Sobrino unos abrigos de verano—decía Milagros—, que meentusiasman.

No me voy sin tomar uno. Ya sabe usted... medios pañuelosde imitación a Chantilly, con guipure».

—Los he visto, hija; los he visto ayer—replicó la otra dando un gransuspiro.

—No se desconsuele usted, querida—dijo Milagrosacariciándola—. En Bayona se compran estas cosas por la mitad, y luegose introducen sin pagar derechos. Yo le traeré a usted uno de estosmedios pañuelos, más bonito que los que tiene Sobrino...

¿Quiere ustedpara los niños un poco de piel del diablo, a cuadritos, que no me hacefalta? Se la mandaré. En cambio me llevo estos fichús que no sonpropios para Madrid... ¿Irá usted al Prado? Allí, con el velito y lacamiseta basta. Los sombreros parece que se despegan de la cabeza en elverano de Madrid. Esta armadura de linó que mandé a usted para nada leservirá. Usarela yo. Se la devolveré en el otoño adornada con algo, demucha novedad, que no se conozca todavía por aquí... ¡Ah!, le recomiendopara los niños unos sombreros marineros que ha traído Sempere y unascomo gorras o boinas. Son monísimas... Y no haga usted más compras: lemandaré un par de medias azules para cada uno, y creo tener un buenpedazo de piqué que podrá usted utilizar.

En cambio de las cosas que con tanta zandunga iba recuperando, envioleun lío compuesto de informes retazos, cintas y recortes que, en puridad,no servían para nada. Gracias que saliese de allí una corbata paraPaquito y otra para el excelso pescuezo del ratoncito Pérez.

Una mañana que la Pipaón estaba sola, pues Thiers había ido a laconsulta, presentose inopinadamente Pez. Vestido de verano, con elligero y elegante traje de alpaca de color, parecía un pollo.Veíale siempre Rosalía con gusto, y en aquella ocasión le vio con mayoragrado, por lo terso y remozado que estaba. Cada vez se crecía más en elespíritu de la noble señora la imagen de aquel sujeto, y se afianzabamás en los dominios de su pensamiento. Y antes que los atractivosexteriores de él, antes que sus modales y su señorío, la cautivaban lospropósitos que hizo de protegerla en cualquier circunstancia aflictiva.Hubiérase rendido al protector antes que al amante; quiero decir que siPez no hubiera puesto aquellas paralelas del ofrecimiento positivo, elterreno ganado habría sido mucho menos grande. Él, no obstante ser muyexperto, contaba más con la fuerza de sus gracias personales que conaquel otro medio de combate. Pero a muy pocos es dado conocer todas lasvariedades de la flaqueza humana. Aquel bélico artificio, usadosimplemente como auxiliar, resultó más eficaz que los disparos deCupido.

Y aquel día estuvo Pez tan expresivo desde los primeros momentos, tanatrevidillo y despabilado, que Rosalía, considerándose sola con él en lacasa (pues también los niños y Prudencia habían salido) se vio engrandísima turbación. Cuanto en su alma había de recto y pudoroso, asílo ingénito como lo educado por Bringas en tantos años de intachablevida conyugal, se sublevó y se puso en guardia. Pez resultaba ser unmuchacho casquivano en aquella hora crítica; transfigurose enun romántico de los que se decoran con desesperación, y se engalanan conun bonito anhelo de morirse. Su lenguaje y sus modos, perfectamenteadaptados al ardoroso temple de la canícula, aterraron a Rosalía,primeriza en aquella desazón de las amistades culpables. Dígase yrepítase en honor suyo. Halló mi calaverón una virtuosa resistencia queno esperaba, pues según su frase, que le oí más de una vez, había creídoque, por su excesiva madurez, aquella fruta se caía del árbol por sísola.

XXXVI

El análisis de la virtud de la Pipaón arroja un singularísimo resultado.Pez no había tenido la habilidad o la suerte de sorprenderla en uno deaquellos infelices momentos en que la satisfacción de un capricho o lasapreturas de un compromiso movían en su alma poderosos apetitos deposeer cantidades, que variaban según las circunstancias.

En talesmomentos, su pasión de los perifollos o el anhelo de cubrir lasapariencias y de tapar sus trampas, la cegaban hasta el puntode que no vacilara en comprar el triunfo con la moneda de su honor...Así se explica el enigma de la derrota de Pez. Cuando quiso expugnar laplaza, esta se hallaba bien abastecida. La Bringas tenía dinero enaquellos días. Milagros habíale pagado más de la mitad de su deuda, y elresto se lo daría seguramente el domingo próximo, con más algo quedeseaba dejar en su poder como reserva. Segura de salir bien delcompromiso más urgente, aquella señora tan frescota y lozana se creía enel caso de hacer gala de su entereza, de una virtud menos sensible alautor que al interés. Con una frase que conservo en la memoria, calificóPez aquel carácter vanidoso, aquel temperamento inaccesible a todapasión que no fuera la de vestir bien. Dijo este gran observador que eracomo los toros, que acuden más al trapo que al hombre.

Insistía en sus románticas vehemencias mi amigo, y quién sabe si al finhabría tenido la contienda un término funesto... Pero la entrada de losniños fue como intervención de la divina Providencia en el asunto. Pocodespués llegó D. Francisco, y ambos señores hablaron un poco depolítica, de aquella obcecada política de González Bravo, que en boca dePez, por especial disposición de su ánimo, tomaba un tinte muypesimista. D. Francisco se espeluznaba oyéndole. La prisión de losgenerales y del duque de Montpensier era una torpeza. Losrevolucionarios habían dicho su Última palabra en La Iberia deaquellos días, y el Gobierno había lanzado su último reto. El Ejércitosimpatizaba con la revolución, y hasta se decía que la Marina... «¡PorDios, señor de Pez, no hable usted barbaridad semejante!»—exclamabaThiers llevándose ambas manos a la cabeza y olvidándose de retirarlasdurante un rato.

«Yo me lavo las manos—dijo el otro—. Yo estoy viendo venir uncataclismo, y francamente, cuando he sabido que la Unión liberal, que esun partido de gobierno, que es un partido de orden, que es un partidoserio, ayuda a los revolucionarios, qué quiere usted... no veo la cosatan negra...».

A punto estuvo Thiers de incomodarse, pues la benevolencia de su amigocomo que parecía preludio de una defección. Siguió Bringas desfogando suira contra los progresistas, la Milicia Nacional, Espartero, sin olvidarel chas-cás; contra el titulado Himno de Riego, contra los llamados demócratas y todo bicho viviente, hasta que Pez, hastiado,llevó la conversación al asunto de su viaje. Él no tenía impaciencia nicreía que fuese absolutamente necesario para su salud abandonar losMadriles; pero sus niñas le acosaban tanto para que las llevase pronto aSan Sebastián, que ya no podía dilatar más la expedición. Querían laspobrecillas lucir en la Concha y en la Zurriola losperendengues de la estación, y tal era su entusiasmo por esto, que si nolas llevaba pronto, reventarían de tristeza. Su mamá se quedaba aquí,prosternada delante del altar de las Ánimas y comadreando en lassacristías con otras beatonas de su misma estofa.

Descanso y libertadera para las pobres niñas el viaje al Norte, y en este concepto no podíamenos de ser provechoso a la endeble salud de ambas. Para el papá másera molestia que esparcimiento el tal viajecito, porque sus hijas lemareaban con las frecuentes excursiones a Bayona para comprar trapos ypasarlos de contrabando. Y no necesitaban Josefita y Rosita hacer lo quehacen otras, que se visten lo comprado y meten en los baúles lo de uso;ni necesitaban ponerse dos abrigos de invierno, uno sobre otro, y seispares de medias y dos faldas y cuatro manteletas. La circunstancia felizde ser su papá Director en Hacienda las eximía de aquella sofocantemanera de contrabandear. El administrador de la Aduana de Irún debía elpuesto que ocupaba a nuestro Pez, y también él era Pez por el costadomaterno, con lo cual, dicho se está que las niñas se traían a Españamedia Francia. «Es para mí una ocasión de infinitos compromisos esteviaje—agregaba don Manuel finalmente—, porque no puedo asomar la narizen Bayona y en Biarritz sin que me vea acosado por las señoras de alta ymedia categoría, pidiendo la consabida tarjeta o volantitopara el primo de Irún... Las más de las veces no puedo negarlo... Estáya en nuestras costumbres y parece una quijotería el mirar por la Renta.Es genuinamente español esto de ver en el Estado el ladrón legal, elladrón permanente, el ladrón histórico... Entre otros adagios de inmoralfilosofía, hay aquel de tiene cien años de perdón, etcétera... Es mitema; esto es un país perdido... Y vaya usted a echársela de moralista.El año pasado, una marquesa bastante acomodada, a qu