La de Bringas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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calma.

Consolábase

acariciandomentalmente sus principios, en medio del general desconcierto.

Paracontemplar en su fantasía la regeneración de España, apartaba los ojosde la corrupción de las costumbres, de aquel desprecio de todas lasleyes que iba cundiendo... ¡Oh!, Pez se conceptuaba dichoso con eldepósito de principios que tenía en su cuerpo. Adoraba la moral pura, larectitud inflexible, y su conciencia le indemnizaba de las infamias queveía por doquier... Quisiera Dios que aquel ideal no se apartase de sualma... pues, que no se le desvaneciera al contacto de tanta pillería;quisiera Dios...

No sé el tiempo que trascurrió entre aquel segundo quisiera y undiscreto golpecito que me dio doña Cándida en la rodilla...

«¿Está usted distraído?»—me dijo.

—No, no, quia, señora... estaba oyendo a don Manuel, que...

—Si D. Manuel ha salido a la terraza. Es Serafinita de Lantigua quecuenta la muerte de su marido. Estoy horripilada...

—¡Ah!, yo también... horripiladísimo.

XXVIII

Vagaban indolentes por la terraza, como si hicieran tiempo, Pez, Rosalíay la hermana del intendente. Esta fue a la vivienda del sumiller, y laelegante pareja se quedó sola... El pobre D. Manuel era en verdad dignode lástima. La monomanía religiosa de su mujer llegaba ya a tan enfadosoextremo que no era posible soportarla...

«¿Qué cree usted?, meincocoraba tanto oír a Serafinita el cuento, ya tan viejo y resobado desus penalidades, que estaba deseando echar a correr... Aquella voz decanturria de coro y aquellos suspiros de funeral me atacan losnervios... Yo soy religioso y creo cuanto la Iglesia mandacreer; pero esta gente que se acuesta con Dios y con Dios se levanta se me sienta en la boca del estómago. Esa Serafinita es la que le hasorbido los sesos a mi pobre Carolina, es la autora de mi desgracia ydel aborrecimiento que tengo a mi propio domicilio... ¡Oh!, amiga mía,no sabe usted qué enfermedad tan triste es esa del horror a la casa...Felizmente no la conoce usted... Yo quisiera estar fuera todo el día, yno parecer por allí... Insensiblemente me acostumbro a considerar comocasa propia la casa de mi amigo, y ni un instante se me va delpensamiento la comparación entre el calor cordial de aquí y la frialdadseca de allá... Soy hombre que no puede vivir sin cariño. Es para mí tannecesario como el aire. Sin él me asfixio, me muero. Allí donde loencuentro, armo mi tienda y allí me quedo...».

Isabelita y Alfonsín pasaron corriendo. Iban sofocados, sudorosos, detanto como habían bregado en la galería del piso tercero con Irene y laschicas del jefe de cocinas.

«¡Hija, cómo estás!...—dijo Rosalía,deteniendo a la niña—. Tienes la cara como un cangrejo cocido... Ahoracorre aire... métete en casa; no te constipes... ¿Y este granuja...? ¿Veusted cómo viene?, todo roto y hecho un Adán. Mire usted qué rodillas...Si se le pusiera traje de hierro lo mismo lo rompería...».

«¡Qué gracioso barbián! Es de la piel del diablo... Este seráun hombre»—indicó Pez besándole, y besando también a la niña.

—Dame cuartos—dijo el pequeño con descaro.

—¿Ve usted qué pillete?... ¡chico!... ¿qué es eso?... No haga ustedcaso. Tiene la mala costumbre de pedir cuartos a todo el mundo. No sédónde habrá aprendido tales mañas. Es una risa... Una tarde que lesllevé a que les viera Su Majestad... ¡bochorno mayor no he pasado en mívida! No había medio de hacerles hablar una palabra: de repente, estebribón se planta, mira a la Reina con la mayor desvergüenza del mundo, yalargando su manocita... «dame cuartos». Su Majestad rompió a reír.

—Bien, señorito precoz, toma cuartos.

—¿Qué hace usted? Si los quiere para comprar porquerías... Esta tontano pide; pero cuando se los dan los toma. No crea usted que esgastadora. ¡Quia! Todo lo va guardando en su hucha y tiene ya uncapital. Esta sale...

—Sale a papá...

—Vaya, a casa, que os enfriáis aquí... ¡Cómo sudas, hija!... Allá voyen seguida.

De cuatro brincos se pusieron en la puerta de la escalera de Cáceres, ypor allí pasaron a su casa. Pez dio un suspiro. Rosalía llevaba en sumano una rosa medio estrujada, olorosísima, en cuyo cáliz introducía lanariz de rato en rato, cual si quisiera aspirar de una vez todo el aromacontenido en ella. Tal flor era digna funda de nariz tanbonita.

«Porque usted—dijo Pez volviendo a su tema quejumbrón—tendrá al finque echarme de su casa... tan pegajoso e impertinente soy».

Ella debió de contestar que no había para qué expulsar a nadie, y él,animándose, pidió perdón de su apego a la familia Bringas... Privarledel consuelo de tales afecciones habría sido una crueldad; y hablando enplata, el foco de atracción... sí, esta era la palabra, el foco deatracción... «no encuentro que esté tanto en mi buen amigo como en miamiga incomparable. Usted me comprende mejor que él y que nadie.

Esparticular; el día en que no puedo cambiar dos palabras con usted pareceque me falta algo, parece que no tienen jugo que beber las raíces de lavida, parece que se seca la savia del ser...». Tiraba Pez hacia lopoético y filosófico, y Rosalía, oyéndole con henchimiento de vanidad yde nariz, aplastaba contra esta la rosa, cuya fragancia les envolvía aentrambos.

«Esta simpatía irresistible es más fuerte que yo. Prohíbame usted venir,y verá cómo se extingue una vida consagrada en otro tiempo a la familia,y siempre al servicio del país...; hará usted el mayor daño que se puedehacer a un hombre... sin provecho de nadie...».

No debió ella de mostrarse muy arisca, porque el otro expresó su deseode que se vieran más a menudo... Cuando el pobrecito Bringasse curase, ¿por qué no habían de verse con frecuencia y de modo quepudieran hablar con alguna libertad...?

Aún había mucho que decir; pero no era posible prolongar el paseíto. Alllegar a la puerta de la casa, salió Isabelita al encuentro de su mamágritando con inocente júbilo:

«¡Papá ve, papá ve!». Entraronapresuradamente Rosalía y Pez, poseídos de gozo por tan buena nueva, yvieron a D. Francisco que se paseaba de largo a largo en Gasparini conla venda alzada, gesticulando, tan nervioso y excitado que parecíademente.

«Nada más que un poco de escozor, una penita... Pero todo lo veo... Austed, querido Pez, le encuentro más joven... Pues mi mujer se haquitado quince años... ¡Por vida del sayo de las once mil vírgenes...!Estoy loco de alegría... Nada más que un borde rojizo en los objetos,nada más... la claridad me ofende un poco... Cuestión de algunos días...Abrázame, mujer, abrazarme todos...».

—No cantes victoria, no cantes victoria tan pronto—indicó Rosalía,flechada súbitamente por un pensamiento triste en medio de su alegría—.Hay que temer la recaída... A ser tú, yo no me quitaría la venda.

—¿Qué es esto?—dijo el médico, que entró sin anunciarse—. ¿Jaranatenemos?

¿Qué correrías son esas, amigo Bringas? La venda...No hay que fiar todavía.

—Claro es que no conviene. Un poco más de paciencia, hombre. Luego losbaños...

—¿Qué baños?... yo no voy a baños—aseguró Thiers dejándose poner lavenda por las autorizadas manos del médico—. No los necesito. No mevengan con papas.

—Eso lo veremos—manifestó el doctor con bondad—. Ahora a la cárcelotra vez.

No se me escape usted antes de tiempo, que podría suceder quela prisión se alargase más de lo regular. Vamos muy bien, vamos muybien, y llegaremos si seguimos despacio.

La luz crepuscular con la cual nuestro querido Thiers había tenido elgusto inmenso de probar el restablecimiento de sus funciones ópticas, sedesvanecía lentamente. Por fin, la habitación se alumbraba sólo con elresplandor que el sol había dejado en el cielo detrás de la Casa deCampo, y aquel era tan fuerte como el llamear de un incendio. Rosalíaquiso encender luz, pero Bringas saltó vivamente con la observación deque la luz no hacía falta para nada... «Eso es, lamparita para que nosasemos de calor... Dispense usted, Sr. D. Manuel; pero me parece queestamos mejor a oscuras...

Paquito, abre toda la ventana. Que entre elaire, aire, aire...».

Poco después, Bringas, cansado de oír las anécdotasuniversitarias que su hijito le contaba, dijo en voz alta: «Sr. dePez... ¿No está?».

«No está»—observó Paquito.

—¡Rosalía!

—¡Mamá!—gritó el joven llamando.

Poco después apareció Rosalía. Su majestuosa figura, fantasma blanco enmedio de la sombra, traía como un misterio teatral a la solitariahabitación en que el padre y el hijo estaban, rodeados de tinieblas einvisibles.

«¿Se ha marchado D. Manuel?».

—No, está en el balcón de la Saleta, contemplando... siento que no lopuedas ver...

contemplando el resplandor que ha dejado el sol haciaPoniente... Es como si se estuviera quemando medio mundo.

—Ve, no le dejes solo... Hoy le hice una pequeña indicación acerca delascenso del niño, y me parece que no lo ha tomado mal. Dijo un veremos que me ha olido a ...

¡Ah!, no olvides que a las nueve menos cuartohemos de cenar.

A dicha hora despidiose Pez, y Rosalía, trocando su galana bata por otrade trapillo y sus zapatos bajos por unas zapatillas de suela de cáñamo,empezó a disponer la cena.

Quejábase de un fuerte dolor de cabeza y notomaría más que un poco de menestra. Su marido le rogaba que serecogiera; más ella «tenía harto que hacer para acostarse tantemprano...». ¡Ay!, la tertulia de doña Tula y aquel charla que techarla de Pez y Serafinita, habíanle puesto su cabeza como unbombo... Luego el D. Manuel era capaz de dar jaqueca al gallo de laPasión con la cantinela de sus lamentaciones. Ya eran tantas suscalamidades que Job se quedaba tamañito.

—En fin, hija, acuestate, para que descanses de toda esa monserga... Espreciso oír con paciencia todo lo que Pez nos quiera contar, porque...ya ves lo que dice. Somos su paño de lágrimas, y aquí viene el pobre adesahogar sus penas.

Hizo al fin Rosalía lo que su esposo le ordenaba. Levantados losmanteles, se apagaron las luces, y encargado Paquito de dar a su papálas medicinas que tomaba más tarde, la cabeza de la ilustre dama buscódescanso en las almohadas. El sueño, no obstante, vino tarde, tras unlargo rato de cavilación congestiva.

XXIX

Los candelabros de plata... el peligro de que su marido descubriesepronto que habían hecho un viaje a Peñaranda de Bracamonte... el mediode evitar esto... el señor de Pez, su ideal... ¡Oh, qué hombretan extraordinario y fascinador! ¡Qué elevación de miras, quésuperioridad!... Con decir que era capaz, si le dejaban, de organizar unsistema administrativo con ochenta y cuatro Direcciones generales, estádicho lo que podía dar de sí aquella soberana cabeza... ¡Y qué finura ydistinción de modales, qué generosidad caballeresca!... Seguramente, siella se veía en cualquier ahogo, acudiría Pez a auxiliarla con aquelladelicadeza galante que Bringas no conocía ni había mostrado jamás enningún tiempo, ni aun cuando fue su pretendiente, ni en los días de laluna de miel, pasados en Navalcarnero... ¡Qué tinte tan ordinario habíatenido siempre su vida toda! Hasta el pueblo elegido para lainauguración matrimonial era horriblemente inculto, antipático ycontrario a toda idea de buen tono... Bien se acordaba la dama de aquellugarón, de aquella posada en que no había ni una silla cómoda en quesentarse, de aquel olor a ganado y a paja, de aquel vino sabiendo a pezy aquellas chuletas sabiendo a cuero... Luego el pedestre Bringas no lehablaba más que de cosas vulgares. En Madrid, el día antes de casarse,no fue hombre para gastarse seis cuartos en un ramo de rositas deolor... En Navalcarnero le había regalado un botijito, y la llevaba apasear por los trigos, permitiéndose coger amapolas, que se deshojabanen seguida. A ella le gustaba muy poco el campo y lo único quese lo habría hecho tolerable era la caza; pero Bringas se asustaba delos tiros, y habiéndole llevado en cierta ocasión el alcalde a unacampaña venatoria, por poco mata al propio alcalde. Era hombre de tanmala puntería que no daba ni al viento... De vuelta en Madrid, habíaempezado aquella vida matrimonial reglamentada, oprimida, compuesta deestrecheces y fingimientos, una comedia doméstica de día y de noche,entre el metódico y rutinario correr de los ochavos y las horas. Ella,sometida a hombre tan vulgar, había llegado a aprender su frío papel ylo representaba como una máquina sin darse cuenta de lo que hacía. Aquelmuñeco hízola madre de cuatro hijos, uno de los cuales había muerto enla lactancia. Ella les quería entrañablemente, y gracias a esto, ibacreciendo el vivo aprecio que el muñeco había llegado a inspirarle...Deseaba que el tal viviese y tuviera salud; la esposa fiel seguiría a sulado, haciendo su papel con aquella destreza que le habían dado tantosaños de hipocresía. Pero para sí anhelaba ardientemente algo más quevida y salad; deseaba un poco, un poquito siquiera de lo que nunca habíatenido, libertad, y salir, aunque solo fuera por modo figurado, deaquella estrechez vergonzante. Porque, lo decía con sinceridad,envidiaba a los mendigos, pues estos, el ochavo que tienen lo gozan conlibertad, mientras que ella...

Venciola el sueño. Ni aun sintió el peso de Bringas inclinando elcolchón. Al despertar, el primer pensamiento de la ilustre dama fue paralos candelabros prisioneros.

—¿Qué tal te encuentras?

—Me parece—dijo el esposo dando un gran suspiro—, que no voy tan biencomo esperaba. Estoy desvelado desde las cuatro. He oído todas lashoras, las medias y los cuartos. Siento escozor, dolor, y la idea derecibir la luz en los ojos me horroriza.

Pasose la mañana en gran incertidumbre hasta que vino el doctor. Este semostró descorazonado y un tanto perplejo, titubeando en las razonesmédicas con que explicar el retroceso de la enfermedad del pobre Thiers.¿Era resultado de un poco de exceso en la comida...? ¿Era un efecto dela belladona y desaparecería atenuando la medicación?

¿Era...? En unapalabra, convenía volver al reposo, no impacientarse, resguardarabsolutamente los ojos de la luz, y ya que no se resignaba a permaneceren la cama, no debía moverse del sillón ni ocuparse de nada ni tenertertulia en el cuarto...

La tristeza con que mi buen amigo oyó estasprescripciones no es para dicha. ¿Ves, ves?—le dijo su esposa hinchandodesmedidamente la nariz—. Ahí tienes lo que sacas de hacer gracias, dequerer curarte en dos días. Te lo vengo diciendo, y tú... Si eres unchiquillo...

Abatidísimo, el desdichado señor no decía una palabra. Todo el díaestuvo en el sillón, con las manos cruzadas, volteando los pulgares unosobre otro. Su mujer y su hijo le confortaban con palabras cariñosas,más él no se daba a partido, y su dolor cómo que se exacerbaba con lospaliativos verbales. Por la tarde, el inteligente Pez, hablando conRosalía del asunto, dijo con mucho tino:

—Yo no sé cómo desde el primer día no llamaron ustedes a un oculista...Este buen señor (por el médico) me parece a mí que entiendo tanto deojos como un topo.

—Lo mismo he dicho yo—replicó la dama, queriendo expresar conelocuente mohín y alzamiento de hombros la sordidez de su marido—. Perováyale usted a Bringas con esas ideas. Dice que no, que los oculistas novan más que a coger dinero... Y no es que a él le falte. Tiene suseconomías... pero no se decidirá a gastarlas por su salud sino en elúltimo trance, cuando ya la enfermedad le diga: «La bolsa o la vista».

Mucha gracia le hizo a D. Manuel esta interpretación pintoresca de laavaricia de su amigo, y hablando con él después, le insinuó la idea deconsultar a un especialista en enfermedades de los ojos. Esta vez norecibió mal el enfermo la indicación.

Descorazonado e impaciente,consideraba que sus economías valían bien un rayo de luz, y sólo dijo:«Hágase lo que ustedes quieran».

Por la noche, Milagros fue a acompañar a su correligionaria en trapos.Esta, como no se habían visto desde la semana anterior, creía resueltoya el problema financiero que puso a la marquesa tan angustiada en losúltimos días de Junio. Francamente, yo también lo creí. Pero tantoRosalía como el que tiene el honor de escribir estos renglones,advertíamos con sorpresa que en el rostro de la aristócrata no brillabanaquellos resplandores de contento que son segura expresión de recientevictoria. En efecto, la Tellería no tardó en declarar que su asuntillono estaba resuelto sino aplazado. A fuerza de ruegos había conseguidouna prórroga hasta el día 10. Corría el 7 de Julio, y sólo faltabantres días. ¡Por todos los Santos del cielo, por lo que más amase suamiga, le rogaba que...!

Rosalía se puso el dedo en la boca, recomendando la discreción. Andabapor allí Isabelita, y esta niña tenía la fea maña de contar todo lo queoía. Era un reloj de repetición, y en su presencia era forzoso andar conmucho cuidado, porque en seguida le faltaba tiempo para ir con el cuentoa su papá. Días antes había hecho reír al buen señor con esta delacióninocente: «Papá, dice D. Manuel que yo salgo a ti... en que guardo todoslos cuartos que me dan».

XXX

Lo que le valió un cariñoso estrujón y un beso de su papá querido.

Y aquella noche, sintiéndola entrar en su cuarto, llamola y la sentó ensus rodillas.

«¿Tu mamá...?».

—Está en la Saleta con la marquesa—replicó la niña, que hablaba conclaridad y rapidez—. Me dijo que me viniera para acá. La marquesaestaba llorando porque estamos a 7.

«Estamos a 7—había dicho Milagros a la Pipaón, cruzando las manos yhecha una lástima—, ¡y si para el día 10 no he podido reunir...! A míme va a dar un ataque cerebral... Usted no sabe cómo está mi cabeza».

Se habían encerrado, y en la soledad de la habitación, sin luz, porqueel amo de la casa era partidario frenético del oscurantismo en todas susmanifestaciones, la dolorida señora se explayaba y derrochaba a susanchas el tesoro de su dolor, manifestándolo de mil modos con floridainspiración elegíaca... El día le era antipático. Gustaba dela noche para cebarse en la contemplación de su pena. Mirando a lasestrellas, creía sentir inexplicable consuelo... Las estrellas como quele prometían algo lisonjero, o bien lanzaban a lo interior de su alma uncierto destello metálico... Es muy peregrino el parentesco de los astroscon el oro acuñado... La infeliz no tenía ya esperanza en nada ni ennadie más que en su amiguita... Había contado con que ella lasalvaría... ¿Cómo?

Eso sí que no sabía decirlo. Se le había aparecido ensueños con aquella su sonrisa angélica y aquel aire distinguidísimo...

«Por María Santísima—dijo Rosalía—, no se haga usted ilusiones,querida, yo no puedo, no puedo, no puedo...».

—Que sí puede, que sí puede—replicó Milagros, con una insistencia queejercía cierta fascinación en el ánimo de la otra—. Basta querer... Lacosa no es desmesurada.

He podido reunir cinco mil reales: me faltansólo otros cinco mil. Bringas...

—No sé con qué palabras he de decir a usted que es más fácil que nosbebamos toda el agua del mar.

—Olvidaba decirle que traigo aquí la carta de mi administrador,asegurando que del 15 al 20... No sé qué mejor garantía podría dar.Además, no faltará una obligación formal... Si esto no se arregla, nopodré soportar la vergüenza que me aguarda... De seguro que me van abuscar y me encuentran muerta. A veces digo: «¿No habrá uncataclismo, un terremoto o cosa así antes del día 10?. Pienso en larevolución, y créalo usted... desearía que hubiese algo... Me basta conuna semana de jarana y tiros, durante la cual no pueda salir la gente ala calle... Pero ni eso, querida. ¿Sabe usted que a los generalesSerrano, Dulce y Caballero de Rodas les han puesto presos, y dicen queles mandarán a Canarias y que también destierran al duque deMontpensier? Con estas precauciones ¡ay!, no habrá quien levante elgallo».

—¿A Canarias? ¡A los quintos infiernos!—exclamó la Pipaón conjúbilo—. Eso me gusta; que los pongan lejos, y se acabaron los sustos.Que conspiren ahora. ¿Y también al infante me le dan aire...? Voy adecírselo a Bringas, que esto para él es oro molido.

Corrió la dama allevar a su esposo las felices nuevas, y este se regocijó como si lecayera la lotería (tanto no, pero sí un poquito menos), celebrando elhecho con las expresiones más ardientes.

«Bien, bien, bien. Eso es gobernar. Luego dicen que Ibrahim Clarete estáido; lo que está es más despabilado que nunca, grandísimos pillos. Ea,conspirad ahora contra la mejor de las Reinas... ¿Con que a la sombra?¡Hombre más bravo que ese presidente del Consejo...! Le daría yo dosabrazos bien apretados... ¡A Canarias con ellos, como si dijéramos, aUltramar! Y si se pierde el barco que los lleva, mejor... Nolo puedo remediar, me dan ganas de salir a la terraza y dar un ¡viva laReina! muy fuerte, muy fuerte».

Poco faltó para que lo hiciera como lo decía. Un rato después, Milagroslisonjeaba con charla pintoresca la pasión dinástica de Bringas, y pedíapara los generales, no una muerte, sino cien muertes, y para todos losque conspirasen el cadalso. Con estas cosas se animaba mucho el enfermo;pero ¡ay!, que el día siguiente había de ser de los más negros de suvida. ¡Pobre señor!, después de haber pasado la noche muy inquieto,observó por la mañana una pérdida casi absoluta de la facultad de ver.El médico estaba tan aturdido, que ni aun acertó con las fórmulasescurridizas que ellos emplean cuando no quieren confesarse vencidos.Pero hombre de conciencia, supo al fin abdicar su autoridad antes deproducir mayores males, diciendo: «Es preciso que le vea a usted unoculista. Que le vea a usted Golfín».

D. Francisco creyó que se le caía el cielo encima. Sin duda su mal eragrave.

Vencida por el temor la avaricia, no pensó en poner reparo aldictamen de su médico y de toda la familia. Consternados todos, fiabanen la prodigiosa ciencia del más afamado curador de ojos que teníaEspaña. Acordose no dilatar la consulta ni un solo día, ni una hora.

¡Ah, Golfín!... Bringas le conocía. Era hombre del cual se contabanmaravillas. A muchos ciegos desahuciados había dado vista. En Américasdel Sur y del Norte había ganado dinerales, y en España no se descuidabatampoco en esto. ¡Vaya una hormiga!

Por batir unas cataratas al marquésde Castro había llevado diez y ocho mil reales, y por la cura de unaconjuntivitis del niño de Cucúrbitas, había puesto una cuenta tal, quelos Cucúrbitas, para pagarla, se empeñaron por seis años. «Pero, en fin,Dios nos asista, y salgamos con bien de esta. Cúreme el tal Golfín, yque me deje en los puros cueros...». Discurriose luego sobre si iría elenfermo a la consulta o harían venir a casa al oculista, decidiéndoseBringas por lo primero, que era lo más barato.

«Paquito y yo nos metemos en un coche, y allá...».

—No, que no estás para salir a la calle. Él vendrá.

—Que no viene, mujer. Estos potentados de la ciencia no se mueven de sucasa más que para visitar a príncipes o gente de muchísimo dinero.

—Te digo que vendrá. Voy abajo. Su Majestad le pondrá cuatro letras...

—Eso me parece acertadísimo. Y si la Señora quiere añadir que se tratade un pobre... mejor que mejor. Dios te bendiga, hijita.

Y vino Golfín y le vio, y con su ruda bondad infundiole ánimos y laesperanza que comenzaba a perder. La dolencia no era grave; pero lacuración sería lenta. «Paciencia, muchísima paciencia, y cumplimientoexacto, escrupulosísimo de lo que yo prescriba.

Hay un poco deconjuntivitis, que es preciso combatir con prontitud y energía».

¡Pobre, desgraciado Bringas! Por de pronto, cama, dieta, quietud,atropina.

Inaugurose con esto una vida tristísima para el infeliz Thiers. Ya no levalió quitarse la venda, pues apenas veía gota, y le daba tanta pena,que se volvió a las tinieblas, en las cuales su único consuelo erarecordar las palabras de Golfín y aquella promesa celestial con que sedespedía: «Usted verá, usted verá lo que nunca ha visto», queriendoponderar así la plenitud de la facultad preciosa que estimamos sobretodas las demás de nuestro cuerpo. ¡Ver!... ¿Pero cuándo, Dios poderoso;cuándo, Santa Lucía bendita? Paciencia no le faltaba al pobre hombre,que en aquella situación inclinó con ardor su espíritu hacia lacontemplación religiosa, y se pasaba parte de las solitarias horasrezando. Su mujer no se separaba de él sino cuando alguna visitaimportuna lo obligaba a ello, cuando Milagros entraba con aire afligido,y llamándola aparte, me la obsequiaba con un par de lágrimas o dezalameras caricias...

Ya no había que pensar en baños, a menosque no se restableciese Bringas para los primeros días de Agosto, locual no parecía probable.

Pez era de los amigos más constantes en aquella tribulación de lahonrada familia.

Una tarde que pudo hablar a solas con Rosalía enGasparini, esta le dijo: «Entramos ahora en una época de dificultades,de la cual no sé cómo vamos a salir». A lo que D.

Manuel contestó con unarranque quijotesco, ofreciéndose a ayudarla en todas aquellasdificultades, de cualquier clase que fuesen. Este noble pensamientopenetraba en el espíritu de la dama como un rayo de luz celestial. Yapodía contar con algún sostén en las borrascas que su vida ulterior letrajese. Ya había tras ella un lugar de retirada, una reserva paracualquier caso crítico... Ya veía cerca de sí un brazo, un escudo... Lavida se le ofrecía más llana, más abierta... «Yo cuidaré—pensaba—, deque esta amistad y mi honradez no sean incompatibles».

XXXI

Viendo a su esposo tan decaído y maltrecho se reverdeció en Rosalía elcariño de otros tiempos; y el aprecio en que siempre le tenía depurábasede caprichosas malquerencias para resurgir grande y cordial,tocando en veneración. Agasajaba en su pensamiento la vanidosa dama albuen compañero de su vida durante tantos años, el cual, si no le habíaproporcionado satisfacciones muy vivas del amor propio, tampoco le habíadado disgustos. Recordaba entonces aquella existencia matrimonialprosaica y tranquila, llena de escaseces y de goces sencillos, que siaisladamente parecían de poco valor, apreciados en total ofrecían a lamemoria un conjunto agradable. Al lado de Bringas no había gozado ellani comodidades, ni representación, ni placeres, ni grandeza, ni lujo,nada de lo que le correspondía por derecho de su hermosura y de su sergenuinamente aristocrático; pero en cambio, ¡qué sosiego y qué dulcecorrer de los días, sin ahogos ni trampas, ni acreedores! No deber nadaa nadie era el gran principio de aquel hombre pedestre, y con él fuerontan cursis como honrados y tan pobretes como felices. Seguramente, si aella le hubiera tocado un hombre como Pez, estaría en posición másbrillante... «Pero Dios sabe—pensó muy cuerdamente—, las agonías quese pasan en esas casas donde se gasta siempre más de lo que se tiene.Eso hay que verlo de cerca y pasarlo y sentirlo para conocerlo bien».

Ello es que Rosalía, con la agravación del mal de su marido se acercabamoral y mentalmente a él, apretando los lazos matrimoniales.La atracción de la desgracia obraba este prodigio, y el hábito decompartir todo el contingente de la vida, así en lo adverso como en loventuroso. ¡Y con qué celo le cuidaba! ¡Qué manos las suyas tan sutilespara curar! ¡Con qué gracia y arte derramaba el bálsamo de palabrastiernas sobre el espíritu del enfermo! Él estaba tan agradecido, que nocesaba de alabar a Dios por el bien que le concedía, inspirando a sucompañera aquel admirable sentimiento del deber conyugal. Alegríasíntimas endulzaban su pena y penetrado de religioso ardor, considerabaque los cuidados de su mujer eran fiel expresión de la asistenciadivina. Sólo estaba abatido cuando ella, por razón de sus quehaceres, seapartaba de su lado; y a cada instante la llamaba para la menor cosa,rogándo