La de Bringas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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Animábase mucho, porque cuando se alzaba un poquito la venda,contraviniendo las órdenes del médico, percibía la luz, aunque conimpresión turbada y dolorosa. Como quiera que fuese, tenía elconvencimiento de que el órgano no estaba perdido y de que más tarde otemprano recobraría el uso de aquella función preciosísima. Elcosquilleo le molestaba mucho y también la visión calenturienta demillares de puntos luminosos o de tenues rayos metálicos, movibles,fugaces, imágenes de los malditos y nunca bien execrados pelos queconservaba la enferma retina. Con todo, llevaba mi hombre su malresignadamente, y lo que pedía por Dios era que le sacaran del lecho;pues era para él grandísimo suplicio estar tendido boca arriba, revueltoentre las sábanas ardientes.

Permitiole el médico levantarse de la camaa los tres días, mas con orden terminante de no moverse de un sillón yestarse quieto y mudo, indiferente a todo y sin recibir visitas niocuparse de cosa alguna, siempre vendado rigurosamente. Levantose, y leinstalaron en Gasparini, en cómodo sillón con almohadas. No se permitíaque nadie entrara a darle conversación, ni se le obedecía cuandosuplicaba a Paquito por las noches que le leyese algún diario. Respectoa su apartamiento de los asuntos domésticos, poco pudo lograr Rosalía,pues aunque él se preciaba de dejar al cuidado de ella todas las cosas,no podía contener su anhelo de autoridad, de aquella autoridad tan bienejercida durante largos años; y a cada momento se acordaba del buen usoque había hecho de sus funciones.

—Rosalía...

—¿Qué quieres, hijito?

—¿Qué principio has puesto hoy?

—¿Para qué te ocupas...?

—Me ha olido a estofado de vaca... No me lo niegues... Ahora, más quenunca, hay que apelar a las tortillas de patatas, a las alcachofasrellenas, a la longaniza, y si me apuras, a asadura de carnero, sinolvidar las carrilladas. Si te fías de Cándida y le encargas la compra,pronto nos dejará por puertas. Ya sabes que esa señora derrochó dosfortunas en comistrajos... Di una cosa: ayer pusiste para almorzarmerluza frita.

—Es que creí que el médico te mandaría tomarla. Por eso se trajo.Después resultó que no.

—Oye una cosa... ¿Dónde está ahora Cándida?

—Está en la Furriela. No temas que te oiga.

—¿Por qué no haces, con buen modo, que se vaya a comer a su casa? No megustan convidados perpetuos. Un día, dos, pase...

—Pero hombre... ¡Si supieras cuánto me ha ayudado la pobre...! Mañanaveremos.

No puedo decirle de buenas a primeras que se vaya...

—¿Qué te ha traído Prudencia de la plaza de la Cebada?

—Las tres arrobas de patatas.

—¿A cómo?

—A seis reales.

—Mira, hijita, no olvides de apuntar todo, para que cuando yo estébueno, pueda seguir llevando la cuenta del mes. ¿Has traído aceite?No traigas vino, pues ya sabes que yo no lo gasto por ahora. Elmédico me dice que tome un dedito de Jerez; pero no lo compres. Si doñaTula te manda las dos botellas que te prometió, lo tomaré; si no, no. SiCandidita sigue viniendo por las mañanas y es forzoso darle la jicaritade chocolate... ¿Me podrá oír?

—No, no hay nadie.

—Pues digo que traigas para ella del de a cuatro reales, que sin dudale sabrá a gloria: yo dudo que en su casa cate ella otra cosa que el detres... Estoy pensando en el regalo que tenemos que hacer al médico, yen eso se nos van a ir todos nuestros ahorros. Y gracias que no metraiga acá un oculista, que si lo llega a traer, apaga y vámonos. Diosquerrá no sea preciso... Ayer habló de tomar baños. Tiemblo de pensarlo.Esto de los baños es una monserga que los médicos han inventado ahorapara acabar de exprimir el jugo a los pobres enfermos. En mi tiempo nohabía tales baños, y por eso no había más enfermedades. Al contrario,creo que moría menos gente. Si habla de baños, te lo recomiendo, hija,ponle mala cara, como se la pongo yo.

Lo más singular era que ni en aquel estado mísero hubo de abandonar mibuen Thiers la contabilidad de su casa. Mientras estuvo en el lecho, dioa su mujer las llaves de la gaveta donde tenía el dinero; pero desde quese levantó quiso empuñar de nuevo las riendas del gobierno yejercer aquella soberana función, que es el atributo más claro de laautoridad doméstica. No acobardado por su ceguera y sobreponiendo suactivo espíritu a la dolencia corporal, levantábase de su asiento,acercábase a la mesa, palpaba los muebles para no tropezar, y abría lagaveta para sacar el cajoncito donde estaba el dinero. Había adquiridoya su tacto, en tan corto período educativo, la finura que poseen en elsuyo los privados de la vista, y conocía las monedas sólo con sopesarlasy sobarlas un poco. Con la arqueta sobre las rodillas, iba sacando ycontando hasta poner la regateada cantidad en las manos de su mujer.Esta hacía alguna observación tímida: «Ya ves, hijito, el gasto es mayoren estos días».

—Pues que no lo sea. Arréglate... ¡Ah! Hoy es sábado: los veinticuatroreales del carbonero... En cuanto al maestro de baile, si insiste ensubir más cubas, que yo no pago más que lo de costumbre; lo demás es porsu cuenta. No me pongas más caldo de gallina, a no ser que el cocinerojefe te mande alguna. Suprimido el cuarto de gallina o el medio pollo.Felizmente me he acostumbrado a no ser hombre de melindres. El caldo delcocido con su buen hueso y tuétano vale más que nada.

Rosalía, por no contrariarle, a todo decía amén. Después de sacar eldinero del gasto cuotidiano, quedábase Bringas un rato con la arquetasobre las rodillas; y levantando un falso fondo que elmueblecillo tenía, sacaba una vieja y sobada cartera, entre cuyosdobleces iban apareciendo algunos billetes del Banco. Con exquisitotacto los repasaba, los desdoblaba, los volvía a doblar cuidadosamente,diciendo: «Este es el de quinientos, éstos dos de cuatro mil...etcétera». Conocíalos por el orden en que estaban colocados... Luegoponía todo en su sitio con respetuosa pausa, guardaba el arca, y echandola llave, depositaba esta en el bolsillo izquierdo de su chaleco. Laseñora le guiaba hasta volverle a poner en el sillón. Esto se hacíasiempre a puerta cerrada; pues antes de escudriñar su tesoro mandaba aRosalía que echase el pasador a la puerta para que no entrara nadie.

Una semana trascurrió desde el día de San Antonio, tristísima fecha enla casa, sin que el enfermo adelantara gran cosa. No estaba mejor, bienes verdad que tampoco había empeorado, lo cual al fin y al cabo, siemprees un consuelo. No había duda alguna de que las funciones ópticas seconservaban intactas, es decir, que D. Francisco veía; mas era tanpenosa la impresión de la luz en sus ojos, que si por un instante selevantaba la venda, los crueles dolores y el ardor vivísimo que sentíaobligábanle a ponérsela otra vez. Su mujer le cuidaba con un esmero yatención dignos del mayor elogio. Ella le ponía las compresas debelladona sobre los párpados cuando los dolores eran grandes,y le frotaba las sienes con belladona y láudano. Dábale todas las nochesel calomelano con ligera dosis de opio cuando había insomnio; pero ennada ponía tanto cuidado la solícita esposa como en amonestarle para queno se levantase nunca la venda; pues era el pobre señor tan vivo degenio, que desde que se sentía un poquito mejor ya le faltaba tiempopara echar una miradita al mundo, como decía.

—Por Dios, hombre, no seas así... Mira que te perjudicas. Eres como loschiquillos.

No sé de qué te valen la razón y los años. Te dice el médicoque por nada del mundo te descubras, y tú empeñado en que sí... De esemodo no adelantas nada. Ten paciencia, que día llegará en que te quitesese trapajo negro y puedas mirar directamente al sol.

Pero ahora, poralgún tiempo, cieguecito y nada más que cieguecito. Con que muchaformalidad, que si das en abrir la ventanita, como dices, te amarrarélas manos.

—Es que esta maldita venda—dijo Bringas dando un suspiro—, me agobia,me pesa como si fuera el bastión de una muralla... Es verdad que padezcomucho cuando me hiere la luz; pero también la impaciencia, y sobre todola oscuridad me mortifican horriblemente... Es un consuelo ver de ratoen rato alguna cosilla, aunque sólo sea la cavidad de la habitación, conlos objetos confusos y como borrados; es consuelo verte, y porcierto que si no me engaña esta pícara retina enferma, tienes puesta unabata de seda... La que te dio Agustín ¿no la habías deshecho para cortarun vestido a la niña?

Ainda mais, la que llevas ahora es de un colorasí como grosella...

XXIII

Rosalía oyó esto desde la puerta. Desconcertada al pronto, no tardó enrecobrar su serenidad, y dijo riendo:

—¿Pues no dice que llevo bata de seda?... Sí, para batas de sedaestamos... Ahí tienes lo que te vale asomarte a la ventanita. Todo loves cambiado, todo lo ves equivocado; el tartán se te antoja seda, yeste color pardo sucio te parece grosella...

—Pues yo juraría...

—No jures, hijito, que es pecado... ¡Batas de seda...!, qué másquisiera yo...

Y salió prontamente. En el Camón mudó la bata que tenía puesta por otramuy vieja, que era la que generalmente usaba...

—¿Estás aquí?—preguntó Bringas después de aguardar un rato,durante el cual hubo de dudar si su esposa estaba presente o no.

—Aquí estoy... sí—respondió Rosalía contestando apresurada—. Elpanadero... hoy no he tomado más que tres libras...

—Pues yo juraría... ¿Será que todo lo veo trastornado?

—¿Todavía estás con lo de la bata?...—dijo Rosalía acercándose a él yhaciéndole caricias...

El ciego tocó la tela, estrujándola entre sus dedos.

«Lo que es al tacto, lana es, y muy señora lana».

Y después de otra pausa, durante la cual ella no dijo nada, Bringas,azuzado por su ingénita suspicacia, añadió:

—Como no te la mudaras en el ratito que estuviste fuera... Me parecióhaber sentido ruido y frotamiento de tela...

—¡Jesús!... Oír es. Puede que sí. Está ahí la modista arreglando losvestidos de Milagros...

Paquito, que acababa de entrar de la calle, se sentó junto a su padrepara contarle algunas anécdotas de las que corrían y leerle sueltos deperiódico. Aquella tarde fue Milagros, que también había ido lasanteriores, demostrando por la salud del Sr. D.

Francisco un interésverdaderamente fraternal. Algunos ratitos le acompañaba; pero pronto sedirigían ella y su colega al aposento más lejano, que era la Furriela.

Nunca explicó claramente la marquesa a su amiga cómo había sido aquelfeliz arreglo de la famosa apretura del día 14; pero ello debió de serun préstamo a cortísimo plazo, por lo que se verá más adelante. Locierto es que la cena fue esplendidísima, y un célebre cronista desalones, con aquel estilo eunuco que les es peculiar, la ponderó yensalzó hasta las nubes, usando frases entre españolas y francesas queno repito por temor a que, leyéndolas, sientan mis buenos lectores en suestómago efectos parecidos a los del tártaro emético. Cuando le leyerona don Francisco la relación de la lucida fiesta, el buen señor no cesabade repetir: «¡Quién sería el bobo, quién sería el bobo...!».

Los

primeros

días

después

del

sarao,

Milagros

parecía

muy

satisfecha.Paulatinamente su contento amenguaba, y hacia el 20 podríais notar enella súbitos ataques de tristeza. No pasó el 22 sin que a ratos revelaracon hondos suspiros una aprensión muy grave. Por San Juan ya los ratosde tranquilidad eran los menos, y la marquesa anunció a su amiga,confidencias muy desagradables. Esta se asustaba oyendo tales augurios,y veía venir una nube más negra y tempestuosa que la pasada.

Entretanto, los cariños de Milagros eran tan extremados, que Rosalía no sabíacómo agradecerlos. A menudo hablaban de trajes y modas, aunque la deBringas no tenía gusto para nada, mientras su esposo estuvieseenfermo. Por fortuna, el médico anunciaba una curación pronta, y coneste pronóstico feliz tomaba tales alientos la dama, que su espírituempezó a reservar un hueco no pequeño para todo lo concerniente al ordende la indumentaria elegante. Los regalitos de Milagros en aquellaocasión triste le llegaban al alma. Y cuenta que no eran bicoca estosobsequios.

Una tarde, al despedirse, le dijo: «¿Sabe usted que elsombrero Florián no me va bien?

A usted le caería perfectamente. Se lovoy a mandar».

Y se lo mandó. Otro día hablaron de vestidos, con más calor. «El de pelode cabra, que tengo a medio hacer no me gusta. Se lo enviaré mañana...Como usted ha de ir forzosamente a baños con su marido, puede usarloallá... No, no me lo agradezca usted. Si no me sirve... También letraeré el fichú con cinta de terciopelo verde y un casquete de fieltropara que usted se lo arregle fácilmente. Para baños, delicioso.

Lemandaré igualmente flores, plumas, aigrettes... Tengo seis cajonesllenos de estas cosas... Hoy me llevó la modista la bata grosella...¿Sabe usted que no me va muy bien? Ese color sólo sienta bien a lasgruesas, a las caras frescas... ¿La quiere usted?

Puede hacerle algunasvariaciones, ensancharla un poquito, y le servirá... La tela esriquísima».

He aquí cómo entraron en la casa todas estas ricas prendas.Rosalía, como hemos dicho, no tenía gusto para nada, y las ibaalmacenando en el Camón. Alguna vez, cuando su espíritu estaba sosegado,por las buenas esperanzas que daba el médico, solía encerrarse en lacitada pieza para probarse la bata, el vestido, el sombrero... Sin poderresistir la tentación, dispuso con Emilia varios arreglos, alargandounas cosas, reformando completamente otras. A veces, dejándose llevar desu apasionado afán, salía del Camón y daba dos o tres vueltas por lacasa con todos aquellos arreos sobre su cuerpo. Para esto esperaba a quela criada y los niños estuviesen fuera y D.

Francisco encerrado enGasparini con Paquito. Más de una vez se mostró engalanada a laadmiración de Cándida, solicitando del criterio de esta una aprobación ocensura juiciosas. La viuda siempre se sentía tocada del furor delaplauso, y para que no lo diese con aspavientos ruidosos, Rosalía sellegaba a ella con el dedo en la boca, incitándola a reprimir todamanifestación de pasmo y sorpresa, no fuera que algún sutil oídopercibiese lo que en la Saleta ocurría. Luego tornaba melancólica alrecatado Camón, y allí se despojaba de aquellas galas, diciendo conpena: «No tengo gusto para nada, no está mi espíritu para estas bromas».

El 26 fue cuando la de Tellería, no pudiendo ya contener la ola detristeza que se desbordaba en su afligido pecho, la vertió sobre el desu buena amiga, previo este exordio patético que nos haconservado la historia:

«También le mandaré a usted el vestido de muselina con visos violeta...y todos mis encajes de Valenciennes, punto de Alenzon y guipure. ¿Paraqué quiero nada ya? Las pocas joyas que me quedan tal vez sean algún díapara usted... Yo estoy perdida; no tengo más remedio que esconderme,entrar en un convento, huir, o qué sé yo... Si pudiera entrar en unconvento, sería lo mejor... Y si Dios me quisiera llevar, ¡qué serviciome haría!... Pero no sé lo que me digo... Se pasmará usted de verme tanaturdida, tan trastornada, que no parezco la misma... ¡Cuándo ustedsepa...! Es que llueven sobre mí las calamidades, como si el Señorquisiera probarme. Dicen que así se hacen méritos para la otra vida, ytiene que ser, tiene que ser, porque si no, amiga mía, ¿qué cosa mástriste que penar aquí y penar allá?... Yo nací con mala estrella...Hasta ahora, los conflictos en que me ha puesto mi mariducho han sidotales, que los he ido sorteando con maña... Dios sabe el mérito grande,¿qué digo mérito?, el heroísmo de estos últimos años. ¡Qué sofocacionespara sostener la dignidad de la casa, para que a los hijos no lesfaltase nada!... ¡Y algunos días, qué afán horroroso para que loscriados pudieran decir: «La sopa está en la mesa!...» ¡Cuántahumillación, cuánto padecer, y qué lucha, amiguita, qué lucha conacreedores, con gente ordinaria y con toda clase depedigüeños!... Pero cuando se van acumulando las dificultades, cuando seprolonga mucho el sistema de abrir un hueco para tapar otro y prorrogary aplazar, llega un día en que todo se va de través; es como un barco yamuy viejo y remendado que de repente se abre... ¡plum!... y...».

Al llegar a esto del barco averiado, el lenguaje de la pobre señora, másque lenguaje, era un sollozo continuo. Rosalía, casi tan apenada comoella, la incitó a que explicara el motivo de tanta desdicha, para versi, conocido de una manera clara y concreta, era fácil buscarle remedio.Mas la marquesa no supo o no quiso exponer su conflicto en términoscategóricos. Ello era cosa de reunir para fin de mes una cantidad nopequeña.

Si no la tenía, veríase en el mayor y más grave compromiso desu vida, y quizás, o sin quizás, expuesta al vilipendio de ser llevada alos tribunales de justicia. Pero ¿qué era...? ¿Tal vez que un amigo sehabía comprometido por sacarla del difícil paso y ella había puesto sumalhadada firma...? ¡La muy tonta!, ¿por qué no se cortó la manoantes...? Es verdad que si se hubiera cortado la manecita, no habríatenido cena en la mil veces malhadada noche del 14.

Rosalía, que sabía de lógica más que la marquesa, díjole que por qué noescribía a su administrador de Almendralejo para que le anticipasela renta del trimestre, aunque fuera con descuento. A lo queMilagros contestó entre suspiros que ya esta probable solución se habíatanteado y no podía contar con la renta hasta el 15 de Julio... Eso sí,la renta era segura, y a la persona que le hiciera el anticipo, lepagaría puntualmente en dicha fecha.

—Pero ¿no puede usted aplazar...?

—Imposible, hija, imposible... Tan imposible como que vuelen los bueyeso que mi marido tenga sentido común.

—¿Y su hermana de usted, Tula...?

—Más absurdo aún...

Rosalía alzó los hombros. No veía salvación. Pero Milagros, que iba trasel quid de que su amiga la sacase de aquel profundo atolladero en queestaba, echole los brazos al cuello y con ahogada voz le deletreó en eloído estas palabras, más lacrimosas que el cenotafio en que D. Franciscohabía trabajado con tan mala fortuna: «Usted... usted, amiga del alma,puede salvarme...».

Dicho esto, le entró una congoja y una convulsioncilla de estas que lasmujeres llaman ataque de nervios, por llamarlo de alguna manera, seguidade un espasmo de los que reciben el bonito nombre de síncope.

XXIV

Fue preciso traerle un vasito de agua, desabrocharle el corsé, y no séqué más.

—Pero yo... ¿cómo...?—exclamaba Rosalía, mucho después, espantada—,¿cómo puedo yo...?

—Pidiéndolo a D. Francisco. Le daré interés, el rédito que quiera y unpagaré en toda regla... Traerá la carta de mi administrador para que lavea. Dice que cuente con la renta para el 15. No es mi administradorcomo el de doña Cándida, un vano fantasma, sino un ser de carne y hueso.Bien se conoce eso en que sus anticipos son siempre al veinte porciento.

Rosalía denegaba enérgicamente con la cabeza y con la voz... «Hija mía,usted se hace ilusiones. Mi marido no tiene un cuarto. Y si lo tuviera,no lo daría. Usted no le conoce...».

A esta razón terminante opuso la angustiada señora otras que denotabansu perspicacia y los infinitos recursos de su ingenio. Que D. Franciscotenía era un punto inconcuso, superior a todas las dudas. Sentado esteprincipio, la cuestión quedaba reducida a ver cómo se vaciabael misterioso tesoro en las necesitadas manos de Milagros. Si una esposafiel tomaba a su cargo esta empresa, que no era un arco de iglesia, bienpodía efectuarse la trasferencia sin contar con Bringas para nada. Lafiel esposa no debía tener escrúpulos de conciencia por esta acción untanto incorrecta y temeraria, porque la cantidad sería repuesta antes deque el buen señor se hallara en estado de advertir la falta.

—Pues qué, ¿cree usted que D. Francisco verá antes del día 15 de Julio?

Esta pregunta, hecha por Milagros en el calor de la improvisación,lastimó bastante a Rosalía.

—Yo espero que sí, y si así no fuera, como lo deseo tanto, quierosuponer que no tardará en recobrar la vista.

—Perdóneme usted, amiga querida, si soy poco delicada. A veces digounos disparates... Usted no sabe lo que es una situación como esta enque yo me veo. Vive usted en la gloria y no comprende cómo nosretorcemos y nos achicharramos y aun blasfemamos los condenados en esteinfierno de Madrid... ¡Las cosas que a mí se me ocurren...! En un casocomo este, no se asuste usted y créame lo que le digo... en un caso comoeste, me figuro que sería capaz hasta de apropiarme lo ajeno... seentiende con propósito de devolver. ¡Ay! Cuando entro en mi casa y veoal portero en su cuartito bajo, comiéndose unas sopas de ajocon la portera, ¡me da una envidia...!

Quisiera mandarle a mi principaly quedarme yo en la portería, aunque tuviera que barrer el portal todaslas mañanas, limpiar los metales y lavar la escalera de arriba abajo...Si es lo que digo, me vendría bien encerrarme en un convento y noacordarme más del mundo. Pero mis hijos, mis pobres hijos... ¿Qué seríade ellos entonces?...

Cuando case a María, ¡quién sabe...!, puede ser,puede ser que me decida a buscar descanso en la vida religiosa... Por lomenos, renunciaré al mundo y haré vida recogida en mi propia casa; notendré más vestido que un hábito del Carmen, y aquí paz... Por lasmañanas mi misa, por las tardes visitar a alguna amiga, y por la noche acasa...

Acostarme tempranito, que es lo más saludable y... ¡Ay, qué ricavida!...

Después que volvió a insinuar su pretensión, no obteniendo de Rosalíasino frías negativas, dijo súbitamente:

«A ver cómo nos arreglamos para ir juntas a baños. Yo siento muchoretrasarme, pero antes de principios de Agosto creo que no podrá ser.¿No ha dicho el médico aún qué aguas va a tomar Bringas? Yo iré a dondeusted vaya, pues para mis males lo mismo son unas aguas que obras...Todo está en zarandearse un poco y salir de este horno».

En esto del viajecito a baños era Rosalía más comunicativa que en elanterior tema.

Bien deseaba veranear pero aún no había dicho el médiconada terminante. Bringas no quería ir por no hacer gastos; pero si elmédico se lo mandaba, ¿cómo negarse a ello...?

A la señora misma no lesentaría mal un poco de expansión y movimiento, pues estaba delicadita yalgo desmejorada... De este palique de los baños pasaron a los vestidos,y tras las observaciones vinieron las probaturas... Rosalía se puso elde mozambique, ya casi concluido, y su amiga la felicitó tancalurosamente por el buen aire que con él tenía, que a poco más revientade vanidad la hija de cien Pipaones.

«Si es usted elegantísima... si cuanto usted se pone resultamaravilloso. La verdad, no es porque sea usted mi amiga... A todo elmundo lo digo: si usted quisiera, no tendría rival. ¡Qué cuerpo!, ¡quécaída de hombros! Francamente, usted, siempre que se quiere vestir,oscurece cuanto se le pone al lado».

—Que a Rosalía se le caía la baba con esta adulación, no hay para quédecirlo. Era una estupidez que persona de tal mérito tuviera queesconder su buena ropa, ponérsela a hurtadillas e inventar mil mentiraspara justificar el uso de diversas prendas que parecían ajustadas a suhermoso cuerpo por los mismos ángeles de la moda. Al quitarse aquellasgalas delante de su amiga, pensaba en el tremendo problema deexplicar al marido la adquisición de ellas, cuando no tuviera másremedio que lucirlas ante sus ojos o no lucirlas.

Milagros no se despidió sin repetir con amaneramiento compungido susahogos y el remedio que solicitaba. Por fin, Rosalía confortó suespíritu con un veremos, y el rostro de la Tellería iluminose con unchispazo de alegría.

«Mañana—dijo ya en la puerta—, le mandaré aquella blonda que legustaba a usted tanto... No, no me lo agradezca... Yo soy la que tieneque agradecer, y si usted me saca del pantano... (Estampándole dossonoros y sentimentales besos.) gratitud eterna...

Adiós».

Por aquellos días volvió de Archena D. Manuel Pez, contento de lo bienque le habían sentado las aguas, con buen color, mejor apetito y ánimospara todo. Su primera visita fue para Bringas, de cuya enfermedad habíatenido noticia en los baños, y le animó mucho y se brindó a acompañarlepor mañana, tarde y noche, dedicándole todo el tiempo que sus quehaceresle dejaban libre. Cumplió esto al pie de la letra, y su presencia en lacasa llegó a ser tan reglamentaria, que cuando no iba parecía quefaltaba algo. A ratos entretenía al enfermo con los sucesos políticos,contándole mil chuscadas; pero tenía cuidado de no ponderar los peligrosdel Trono ni el mal curso que tomaban las cosas, pues mi D.Francisco, en cuanto oía hablar de la llamada revolución, se poníatristísimo y daba unos suspiros que partían el alma. Cuando había otrosacompañantes en Gasparini, o cuando se consideraba perjudicial laconversación muy prolongada, Pez se iba a la Saleta o a Embajadores,donde Rosalía, hallándole al paso, cambiaba algunas palabras con él.Notaba la dama en su amigo un mudo y ceremonioso respeto, y lasgalanterías con que la obsequiaba eran siempre caballerescas y de estiloun tanto rebuscado. Ella le correspondía con sentimientos de admiración,de una pureza intachable, porque Pez se agigantaba más cada día a susojos, como tipo del personaje oficial, del alto empleado, fastuoso ycortesano. En la mente de la Pipaón, ningún ideal de hombre podía sercompleto sin estar bañado en la dorada atmósfera de una nómina. Si Pezno hubiera sido empleado, habría perdido mucho a sus ojos, acostumbradosa ver el mundo como si todo él fuera una oficina y no se conocieranotros medios de vivir que los del presupuesto. Luego aquel aireelegante, aquella levita negra cerrada, sin una mota, planchada,estirada, cual si hubiera nacido en la misma piel del sujeto; aquelloscuellos como el ampo de la nieve, altos, tiesos; aquel pantalón queparecía estrenado el mismo día; ¡aquellas manos de mujer cuidadas conesmero...!

XXV

¡Y aquel modo de peinarse tan sencillo y tan señor al mismo tiempo,aquel discreto uso de finos perfumes, aquella olorosa cartera de cuerode Rusia, aquellos modales finos y aquel hablar pomposo, diciendo lascosas de dos o tres maneras para que fueran mejor comprendidas...! Niuna sola vez, siempre que le decía algo, dejaba de emplear alguna frasede sentido ingenioso y un poco doble. Rosalía no las hubiera oído quizáscon gusto si no le inspirara indulgencia la consideración de que lasmerecía muy bien y de que en cierto modo la sociedad tenía con elladeudas de homenaje, que hasta entonces no le habían sido pagadas enninguna forma. Venía a ser Pez, en buena ley, el desagraviador de ella,el que en nombre de la sociedad le pagaba olvidados tributos.

Como apretaba bastante el calor, principalmente por la tarde, a causa deestar la casa al Poniente, la familia buscaba desahogo en la terraza.Una tarde, con permiso del médico, salió el mismo D.Francisco, apoyado en el brazo de Pez, y dio un par de vueltas; mas nole sentó bien, y se dejaron los paseos hasta que el enfermo se hallaseen mejores condiciones. Pero por verso privado de aquel esparcimiento,no gustaba que los demás se privasen, y con frecuencia instaba a sumujer para que saliese a tomar el aire. «Hijita, no sé qué me da deverte encerrada en esta cazuela. Yo no siento el calor; pero tú que nocesas de andar de aquí para allí, estarás abrasada. Salte a la terraza».Las más de las veces negábase Rosalía. «No estoy yo para paseos...déjame». Pero algunas tardes salía. El señor de Pez la acompañaba. Undía que él salió primero, porque verdaderamente