La de Bringas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

Rosalía también sepersonó en la regia morada, juzgando que era indispensable su presenciapara

que

las

ceremonias

tuviesen

todo

el

brillo

y

pompa

convenientes.Cándida no bajó, aparentemente «porque estaba cansada de ceremoniales»,en realidad porque no tenía vestido. Las chicas de Lantigua y la Sudreinvadieron desde muy temprano la habitación de doña Tula, que por razónde su cargo bajó muy emperejilada, dejando el gracioso rebaño a cargode una señora que la acompañaba. ¡Cuánto de divirtieron aqueldía, y cuánto hicieron rabiar a los pollos Leoncito, FederiquitoCimarra, el de Horro y otros no menos guapos y bien aprovechados! Lesinvitaron a subir con engaño a un palomar alto diciéndoles que desdeallí se veía el interior de la capilla, y luego me les encerraron hastamedia tarde.

Como eran amigas del sacristán, vecino de Cándida, pudieron colocarse enla escalera de la capilla hasta vislumbrar, por entre puertasentornadas, la mitra del patriarca y dos velas apagadas del tenebrario,un altar cubierto de tela morada, algunas calvas de capellanes y algunospechos de gentiles hombres cargados de cruces y bandas; pero nada más.Poco más tarde lograron ver algo de la hermosa ceremonia de dar lacomida a los pobres después del lavatorio. Hay en el ala meridional dela terraza unas grandes claraboyas de cristales, protegidos por redes dealambre. Corresponden a la escalera principal, al Salón de Guardias y alde Columnas. Asomándose por ellas, se ve tan de cerca el curvo techo,que resultan monstruosas y groseramente pintadas las figuras que lodecoran. Angelones y ninfas extienden por la escocia sus piernasenormes, cabalgando sobre nubes que semejan pacas de algodón gris. Deotras figuras creeríase que con el esfuerzo de su colosal musculaturalevantan en vilo la armazón del techo. En cambio, las flores dela alfombra, que se ve en lo profundo, tomaríanse por miniaturas.

Multitud de personas de todas clases, habitantes en la ciudad, acudierontempranito a coger puesto en las claraboyas del Salón de Columnas paraver la comida de los pobres. Se enracimaban las mujeres junto a losgrandes círculos de cristales, y como no faltaban agujeros, las quepodían colocarse en la delantera, aunque fuera repartiendo codazos,gozaban de aquel pomposo acto de humildad regia que cada cualinterpretará como quiera. No faltaba quien cortara el vidrio con eldiamante de una sortija para practicar huequecillos allí donde no loshabía. ¡Qué desorden, qué rumor de gentío impaciente y dicharachero! Laspersonas extrañas, que habían ido en calidad de invitadas, eran tanimpertinentes que querían para si todos los miraderos. Mas Cándida, conaquella autoridad de que sabía revestirse en toda ocasión grave, mandódespejar una de las claraboyas para que tomaran libre posesión de ellalas niñas de Tellería, Lantigua y Bringas. ¡Demontre de señora! Amenazócon poner en la calle a toda la gente forastera si no se la obedecía.

Curioso espectáculo era el del Salón de Columnas visto desde el techo.La mesa de los doce pobres no se veía muy bien; pero la de las doceancianas estaba enfrente y ni un detalle se perdía. ¡Qué avergonzadaslas infelices con sus vestidos de merino, sus mantones nuevos ysus pañuelos por la cabeza! ¡Verse entre tanta pompa, servidas por lamisma Reina, ellas que el día antes pedían un triste ochavo en la puertade una iglesia!... No alzaban sus ojos de la mesa más que para miraratónitas a las personas que les servían. Algunas derramaban lágrimas deazoramiento más que de gratitud, porque su situación entre los poderososde la tierra y ante la caridad de etiqueta que las favorecía, más erapara humillar que para engreír. Si todos los esfuerzos de la imaginaciónno bastarían a representarnos a Cristo de frac, tampoco hay razonamientoque nos pueda convencer de que esta comedia palaciega tiene nada que vercon el Evangelio.

Los platos eran tomados en la puerta, de manos de los criados, por lasestiradas personas que hacían de camareros en tan piadosa ocasión.Formando cadena, las damas y gentiles hombres los iban pasando hasta laspropias manos de los Reyes, quienes los presentaban a los pobres concierto aire de benevolencia y cortesía, única nota simpática en la farsade aquel cuadro teatral. Pero los infelices no comían, que si de comerse tratara muy apurados se habían de ver. Seguramente sus torpes manosno recordaban cómo se lleva la comida a la boca. Puestas las racionessobre la mesa, un criado las cogía y las iba poniendo en sendos cestosque tenía cada pobre detrás de su asiento. Poco después, cuandolas personas reales y la grandeza abandonaron el Salón, salieronaquellos con su canasto, y en los aposentos de la repostería lesesperaban los fondistas de Madrid o bien otros singulares negociantespara comprarles todo por unos cuantos duros.

Mientras duró la comida, las graciosas espectadoras no cesaban en sucharla picotera. María Egipciaca, habría deseado estar abajo, con granvestido de cola, pasando bandejas. Una de las de Lantigua se aventurabaa sostener que aquello era una comedia mal representada, y otra sólo sefijaba en el lujo de los trajes y uniformes.

—Mira, mira mi mamá. ¿La ves con su vestido melocotón? Está junto alseñor de Pez, conversando con él.

—Sí... ahora miran al techo... Bien sabe que estamos aquí. Y a D.Francisco también le veo, allí... junto al mayordomo de semana. A sulado mi mamá...

—¡Qué hermosa está la marquesa con su falda de color malva y sumanto!... ¡Ah!, doña Tula, doña Tula... si mirara para arriba, si nosviera... Aquí estamos...

—Cada ceremonia de estas le cuesta a mi tía muchas jaquecas y muchosdisgustos, porque no sabéis las recomendaciones que recibe... Paraveinticuatro pobres, hay unas trescientas recomendaciones. Todos losdías cartas y recaditos de la marquesa o la condesa. ¡Hija...!,parece que les van a dar un destino gordo.

—Dímelo a mi, niña—manifestó con soberano hastío Cándida—, que ayer yhoy no me han dejado vivir. Tomasa, la moza de cámara, vecina mía, fuela encargada de lavar a las tales doce ancianas pobres y cambiarles suspingajos por los olorosos vestidos que se han puesto hoy. ¡Pobresmujeres! Es la segunda agua que les cae en su vida, y sería la primerasi no se hubieran bautizado. ¡Ay, hijas!... ¡qué escena la de estamañana! Créanlo, han gastado una tinaja de agua de colonia... Yo quiseayudar un poco, porque así me parecía cumplir algo de lo que nos ordenaNuestro Señor Jesucristo. Si no es por mí, el fregado no se acaba entoda la mañana... Hablando con verdad, si yo fuera pobre y me trajeran aesta ceremonia no lo había de agradecer nada, porque francamente, elsusto que pasan y la molestia de verse tan lavados, no se compensan conlo que les dan.

Las graciosas pollas, en cuya tierna edad tanto valor tenían loespiritual e imaginativo, no comprendían estas razones prácticas de laexperimentada doña Cándida, y todo lo encontraban propio, bonito yadecuado a la doble majestad de la Religión y del Trono...

Isabelita Bringas era una niña raquítica, débil, espiritada, y seobservaban en ella predisposiciones epilépticas. Su sueño era muy amenudo turbado por angustiosas pesadillas, seguidas de vómito yconvulsiones, y a veces, faltando este síntoma, el precoz mal semanifestaba de un modo más alarmante. Se ponía como lela y tardaba muchoen comprender las cosas, perdiendo completamente la vivacidad infantil.No se la podía regañar, y en el colegio la maestra tenía orden de noimponerle ningún castigo ni exigir de ella aplicación y trabajo. Sidurante el día presenciaba algo que excitase su sensibilidad o secontaban delante de ella casos lastimosos, por la noche lo reproducíatodo en su agitado sueño. Esto se agravaba cuando por exceso en lascomidas o por malas condiciones de esta, el trabajo digestivo delestómago de la pobre niña era superior a sus escasas fuerzas. Aqueljueves doña Tula dio de comer espléndidamente a sus amiguitas. La niñade Bringas se atracó de un plato de leche, que le gustaba mucho; perobien caro lo pagó la pobre, pues no hacía un cuarto de hora que se habíaacostado, cuando fue acometida de fiebre y delirio, y empezó a ver ysentir entre horribles disparates todos los incidentes, personas y cosasde aquel día tan bullicioso en que se había divertido tanto. Repetía losjuegos por la terraza; veía a las chicas todas, enormementedesfiguradas, y a Cándida como una gran pastora negra que guardaba elrebaño; asistía nuevamente a la ceremonia de la comida de los pobres,asomada por un hueco de la claraboya, y las figuras del techose animaban, sacando fuera sus manazas para asustar a los curiosos...Después oyó tocar la marcha real. ¿Era que la Reina subía a la terraza?No; aparecían por la puerta de la escalera de Damas su mamá, asida albrazo de Pez, y su papá dando el suyo a la marquesa de Tellería. ¡Quéguapas venían arrastrando aquellas colas que sin duda tenían más de unalegua!... Y ellos, ¡qué bien empaquetados y qué tiesos!... Venían adescansar y tomar un refrigerio en casa de doña Tula, para acompañar mástarde a la Señora y a toda la Corte en la visita de Sagrarios... Portodas las puertas de la parte alta de Palacio aparecían libreas varias,mucho trapo azul y rojo, mucho galón de oro y plata, infinitostricornios... Delirando más, veía la ciudad resplandeciente y esmaltadade mil colorines. Seguramente era una ciudad de muñecas; ¡pero quémuñecas!... Por diversos lados salían blancas pelucas, y ninguna puertase abría en los huecos del piso segundo, sin dar paso a una bonitafigura de cera, estopa o porcelana; y todas corrían por los pasadizosgritando: «ya es la hora...». En las escaleras se cruzaban galones quesubían con galones que bajaban... Todos los muñecos tenían prisa. A estese le olvidaba una cosa, a aquel otra, una hebilla, una pluma, uncordón. Unos llamaban a sus mujeres para que les alcanzasen algo, ytodos repetían: «¡la hora...!». Después se arremolinaban abajo, en laescalera principal. En el patio, los alabarderos se revolvíancon los cocheros y lacayos, y era como una gran cazuela en que hirvieranmiembros humanos de muchos colores, retorciéndose a la acción delcalor...

Su mamá y su papá volvieron a aparecer... ¡Vaya, que ibanhermosotes! Pero mucho más bonito estaría su papá cuando se hiciesecaballero del Santo Sepulcro. El Rey tenía empeño en ello, y le habíaprometido regalarle el uniforme con todos los accesorios de espada,espuelas y demás. ¡Qué guapín estaría su papá con su casaca blanca, todablanca!... Al llegar aquí, la pobre niña sentía empapado enteramente suser en una idea de blancura; al propio tiempo una obstrucción horriblela embarazaba, cual si las cosas que reproducía su cerebro, muñecos yPalacio, estuvieran contenidas dentro de su estómago chiquito. Conangustiosas convulsiones lo arrojaba todo fuera y se contenía eldelirar, y ¡sentía un alivio...! Su mamá había saltado del lecho paraacudir a socorrerla. Isabelita oía claramente, ya despierta, la cariñosavoz que le decía: «Ya pasó, alma mía; eso no es nada».

IX

La belleza de Milagros no había llegado aún al ocaso en que se nosaparece en la triste historia de su yerno por los años de 75 a 78; perose alejaba ya bastante del meridiano de la vida. El procedimiento derestauración que empleaba con rara habilidad no se denunciaba aún a símismo, como esos revocos deslucidos por las malas condiciones deledificio a que se aplican. La defendían del tiempo su ingenio, suelegancia, su refinado gusto en artes de vestimenta y la simpatía quesabía inspirar a cuantos no la trataban de cerca.

Todas estas cualidades subyugaban por igual el espíritu de RosalíaBringas; pero la que descollaba entre ellas como la más tiránica era elexquisito gusto en materia de trapos y modas. Este don de su amiga erapara la Bringas como un sol resplandeciente al cual no se podía mirarcara a cara sin deslumbrarse. Porque en tal estimación tenía laautoridad de la marquesa en estos tratados, que no se atrevía a teneropinión que no fuera un reflejo de las augustas verdadesproclamadas por ella. Todas las dudas sobre un color o forma de vestidoquedaban cortadas con una palabra de Milagros. Lo que esta decía era yacuerpo jurídico para toda cuestión que ocurriera después, y como no sólolegislaba sino que autorizaba su doctrina con el buen ejemplo,vistiéndose de una manera intachable, la de Bringas, que en esta épocade nuestra historia se había apasionado grandemente por los vestidos,elevó a Milagros en su alma un verdadero altar. La viuda de GarcíaGrande cautivaba a Rosalía con su prestigio de figura histórica.Respetábala esta como a los dioses de una religión muerta; mas aMilagros la tenía en el predicamento de los dogmas vivos y de los diosesen ejercicio. Nadie en el mundo, ni aun Bringas, tenía sobre la Pipaónascendiente tan grande como Milagros.

Aquella mujer, autoritaria y algodescortés con los iguales e inferiores, se volvía tímida en presencia desu ídolo, que era también su maestro.

Los regalitos de Agustín Caballero y la cesión de todas las galas quehabía comprado para su boda, despertaron en Rosalía aquella pasión delvestir. Su antigua modestia, que más tenía de necesidad que de virtud,fue sometida a una prueba de la que no salió victoriosa. En otro tiempo,la prudencia de Thiers pudo poner un freno a los apetitos de lujo,haciéndonos creer a todos que no existían, cuando lo únicopositivo en esto era la imposibilidad de satisfacerlos. Es el incidenteprimordial de la historia humana, y el caso eterno, el caso de los casosen orden de fragilidad. Mientras no se probó la fruta, prohibida poraquel Dios doméstico, todo marchaba muy bien. Pero la manzana fuemordida, sin que el Demonio tomara aquí forma de serpiente ni de otroanimal ruin, y adiós mi modestia. Después de haber estrenado tantos ytan hermosos trajes, ¿cómo resignarse a volver a los trapitos antiguos ya no variar nunca de moda? Esto no podía ser. Aquel bendito Agustínhabía sido, generosamente y sin pensarlo, el corruptor de su prima;había sido la serpiente de buena fe que le metió en la cabeza las máspeligrosas vanidades que pueden ahuecar el cerebro de una mujer.

Losregalitos fueron la fruta cuya dulzura le quitó la inocencia, y porculpa de ellos un ángel con espada de raso me la echó de aquel paraísoen que su Bringas la tenía tan sujeta. Nada, nada... cuesta trabajocreer que aquello de Doña Eva sea tan remoto.

Digan lo que quieran,debió pasar ayer, según está de fresquito y palpitante el tal suceso.Parece que lo han traído los periódicos de anoche.

Como Bringas reprobaba que su mujer variase de vestidos y gastase engalas y adornos, ella afectaba despreciar las novedades; pero acencerros tapados estaba siempre haciendo reformas, combinandotrapos e interpretando más o menos libremente lo que traían losfigurines. Cuando Milagros iba a pasar un rato con ella, si Bringasestaba en la oficina, charlaban a sus anchas, desahogando cada cual a sumodo la pasión que a entrambas dominaba.

X

Pero si el santo varón estaba en su hueco de ventana, zambullido en elmicrocosmos de la obra de pelo, las dos damas se encerraban en el Camón,y allí se despachaban a su gusto sin testigos. Tiraba Rosalía de loscajones de la cómoda suavemente para no hacer ruido; sacaba faldas,cuerpos pendientes de reforma, pedazos de tela cortada o por cortar,tiras de terciopelo y seda; y poniéndolo todo sobre un sofá, sobresillas, baúles o en el suelo si era necesario; empezaba un febrilconsejo sobre lo que se debía hacer para lograr el efecto mejor y másllamativo dentro de la distinción. Estos consejos no tenían término, ysi se tomara acta de ellos, ofrecerían un curioso registro enciclopédicode esta pasión mujeril que hace en el mundo más estragos quelas revoluciones. Las dos hablaban en voz baja para que no se enteraseBringas, y era su cuchicheo rápido, ahogado, vehemente, a vecesindicando indecisión y sobresalto, a veces el entusiasmo de una ideafeliz. Los términos franceses que matizaban este coloquio se despegabandel tejido de nuestra lengua; pero aunque sea clavándolos con alfileres,los he de sujetar para que el exótico idioma de los trapos no pierda sugenialidad castiza.

ROSALÍA.—(Mirando un figurín.) Si he de decir la verdad, yo no entiendoesto.

No sé cómo se han de unir atrás los faldones de la casaca deguardia francesa.

MILAGROS.—(Con cierto aturdimiento, al cual se sobrepone poco a poco sugran juicio.) Dejemos a un lado los figurines. Seguirlos servilmentelleva a lo afectado y estrepitoso. Empecemos por la elección de tela.¿Elige usted la muselina blanca con viso de foulard? Pues entonces nopuede adoptarse la casaca.

ROSALÍA.—(Con decisión.) No; escojo resueltamente el gros glasé,color cenizas de rosa. Sobrino me ha dicho que le devuelva el que mesobre. El gros glasé me lo pone a veinticuatro reales.

MILAGROS.—(Meditando.) Bueno: pues si nos fijamos en el gros glasé,yo haría la falda adornada con cuatro volantes de unas cuatro pulgas;¿a ver?, no; de cinco o seis, poniéndolo al borde un bies estrecho de glasé verde naciente... ¿Eh?

ROSALÍA.—(Contemplando en éxtasis lo que aún no es más que unaabstracción.)Muy bien... ¿Y el cuerpo?

MILAGROS.—(Tomando un cuerpo a medio hacer y modelando con sus hábilesmanos en la tela las solapas y los faldones.) La casaca guardiafrancesa va abierta en corazón, con solapas, y se cierra al costadosobre el tallo con tres o cuatro botones verdes... aquí. Los faldones...¿me comprende usted?, se abren por delante...

así... mostrando el forro,que es verde como la solapa; y esas vueltas se unen atrás conahuecador... (La dama, echando atrás sus manos, ahueca su propio vestidoen aquella parte prominentísima, donde se han de reunir las vueltas delos faldones de la casaca.) ¿Se entera usted?... Resulta monísimo. Ya hedicho que el forro de esta casaca es de gros verde y lleva al borde delas vueltas un ruche de cinta igual a la de los volantes... ¿qué tal?¡Ah!, no olvide usted que para este traje hace falta camiseta de batistabien plegadita, con encaje valenciennes plegado en el cuello... lospuños holgaditos, holgaditos; que caigan sobre las muñecas.

ROSALÍA.—¡Oh!... camisetas tengo de dos o tres clases...

MILAGROS.—He visto la que le ha venido de París a Pilar SanSalomó con el traje para comida y teatro... (Con emoción estética,poniendo los ojos en blanco.)¡Qué traje! ¡Cosa más divina...!

ROSALÍA.—(Con ansioso interés.) ¿Cómo es?

MILAGROS.—Falda de raso rosa, tocando al suelo, adornada con un volantecubierto de encaje. ¡Qué cosa más chic! Sobre el mismo van ocho cintasde terciopelo negro.

ROSALÍA.—¿Y bullones?

MILAGROS.—Cuatro órdenes. Luego, sobre la falda, se ajusta a la cintura(Uniendo a la palabra la mímica descriptiva de las manos en su propiotalle.) ¿comprende usted?... se ajusta a la cintura un manto de corte...Viene así, y cae por acá, formando atrás un cogido, un gran pouff. (Con entusiasmo.) ¡Qué original! Por debajo del cogido se prolongan engran cola los mismos bullones que en la falda; ¡pero qué bien ideado!¡Es de lo sublime!... Vea usted... así... por aquí... en semejanteforma... correspondiendo con ellos solamente por un retroussé... Esdecir, que el manto tiene una solapa cuyos picos vienen aquí... bajo el pouff... ¿entiende usted, querida?

ROSALÍA.—(Embebecida.) Sí... entiendo... lo veo... Será precioso...

MILAGROS.—(Expresando soberbiamente con un gesto la acertada colocaciónde lo que describe.) Lazo grande de raso sobre los bullones... Es de unefecto maravilloso.

ROSALÍA.—(Asimilándose todo lo que oye.) ¿Y el cuerpo?

MILAGROS.—Muy bajo, con tirantes sujetos a los hombros por medio delazos...

Pero cuidado: estos lazos no tienen caídas... ¡La camiseta esde una novedad...!, de seda bullonada con cintas estrechitas deterciopelo pasadas entre puntos. Las mangas largas...

ROSALÍA.—(Quitando y poniendo telas y retazos para comparar mejor.) Seme ocurre una idea para la camiseta de este traje. Si escojo al fin elcolor cenizas de rosa... (Deteniéndose meditabunda.) ¡Qué torpe soypara decidirme! El figurín...

(Recogiendo todo con susto y rapidez.) Meparece que siento a Bringas. Son un suplicio estos tapujos...

MILAGROS.—(Ayudándola a guardar todo atropelladamente.) Sí; siento sutosecilla. Ay, amiga, su marido de usted parece la Aduana, por lo quepersigue los trapos... Escondamos el contrabando.

Ratos felices eran para Rosalía estos que pasaba con la marquesadiscutiendo la forma y manera de arreglar sus vestidos. Pero el gozomayor de ella era acompañar a su amiga a las tiendas, aunque pasabadesconsuelos por no poder comprar las muchísimas cosas buenas que veía.El tiempo se les iba sin sentirlo. Milagros se hacía mostrar todo lo dela tienda, revolvía, comparando; pasaba del brusco antojo al fríodesdén; regateaba, y concluía por adquirir diferentes cosas,cuyo importe cargábanle en su cuenta. Rosalía, si algo compraba, despuésde pensarlo mucho y dar mil vueltas al dinero, pagaba siempre atocateja. Sus compras no eran generalmente más que de retales, pedacitoso alguna tela anticuada, para hacer combinaciones con lo bueno que ellatenía en su casa, y refundir lo viejo dándole viso y representación denovedad.

Pero un día vio en casa de Sobrino Hermanos una manteleta... ¡quépieza, qué manzana de Eva! La pasión del coleccionista en presencia deun ejemplar raro, el entusiasmo del cazador a la vista de una brava ycorpulenta res no nos dan idea de esta formidable querencia del trapo enciertas mujeres. A Rosalía se le iban los ojos tras la soberbia prenda,cuando el amable dependiente del comercio enseñaba un surtido de ellas,amontonándolas sobre el mostrador como si fueran sacos vacíos. Preguntócon timidez el precio y no se atrevió a regatearla. La enormidad delcoste la aterraba casi tanto como la seducía lo espléndido de la pieza,en la cual el terciopelo, el paño y la brillante cordonería secombinaban peregrinamente. En su casa no pudo apartar de la imaginación,todo aquel día y toda la noche, la dichosa manteleta, y de tal modoarrebataba su sangre el ardor del deseo, que temió un ataquillo deerisipela si no lo saciaba. Volvió con Milagros a tiendas al díasiguiente, con ánimo de no entrar en la de Sobrino, donde lagran tentación estaba; pero el Demonio arregló las cosas para quefueran, y he aquí que aparecen otra vez sobre el mostrador las cajasblancas, aquellas arcas de satinado cartón donde se archivan los sueñosde las damas. El dependiente las sacaba una por una, formando negrapila. La preferida apareció con su forma elegante y su lujosapasamanería, en la cual las centellicas negras del abalorio, temblandoentre felpas, confirmaban todo lo que los poetas han dicho del manto dela noche. Rosalía hubo de sentir frío en el pecho, ardor en las sienes,y en sus hombros los nervios le sugirieron tan al vivo la sensación delcontacto y peso de la manteleta, que creyó llevarla ya puesta.

—¡Cómprela usted... por Dios!—dijo Milagros a su amiga de un modo taninsinuante que los dependientes y el mismo Sobrino no pudieron menos deapoyar un concepto tan juicioso. ¿Por qué ha de privarse de una prendaque le cae tan bien?

Y cuando los tenderos se alejaron un poco en dirección a otro grupo deparroquianas, la marquesa siguió catequizando a su amiga con estesusurro:

—No se prive usted de comprarla si le gusta... y en verdad, es muybarata... Basta que venga usted conmigo para que no tenga necesidad depagarla ahora. Yo tengo aquí mucho crédito. No le pasarán austed la cuenta hasta dentro de algunos meses, a la entrada del verano,y quizás a fin de año.

La idea del largo plazo hizo titubear a Rosalía, inclinando todo suespíritu del lado de la compra... La verdad, mil setecientos reales noeran suma exorbitante para ella, y fácil le sería reunirlos, si laprendera le vendía algunas cosas que ya no quería ponerse; si ademáseconomizaba, escatimando con paciencia y tesón el gasto diario de lacasa.

Lo peor era que Bringas no había de autorizar un gasto tanconsiderable en cosa que no era de necesidad absoluta.

Otras veces había hecho ella misma sus polkas y manteletas, pidiendoprestada una para modelo. Comprando los avíos en la subida de SantaCruz, empalmando pedazos, disimulando remiendos, obtenía un resultadosatisfactorio con mucho trabajo y poco dinero. ¿Pero cómo podíancompararse las pobreterías hechas por ella con aquel brillante modelovenido de París?... Bringas no autorizaría aquel lujo que sin duda lehabía de parecer asiático, y para que la cosa pasara, era necesarioengañarle... No, no; no se determinaba. El hecho era grave, y aqueldespilfarro rompería de un modo harto brusco las tradiciones de lafamilia. Mas ¡era tan hermosa la manteleta...! Los parisienses la habíanhecho para ella... Se determinaba, ¿sí o no?

XI

Se determinó, sí, y para explicar la posesión de tan soberbia gala, tuvoque apelar al recursillo, un tanto gastado ya, de la munificencia de SuMajestad. Aquí de las casualidades. Hallábase Rosalía en la Cámara Realen el momento que destapaban unas cajas recién llegadas de París. LaReina se probó un canesú que le venía estrecho, un cuerpo que leestaba ancho. La real modista, allí presente, hacía observaciones sobrela manera de arreglar aquellas prendas. Luego, de una caja preciosaforrada de cretona por dentro y por fuera... una tela que parecíarasete... sacaron tres manteletas.

Una de ellas le caía maravillosamentea Su Majestad; las otras dos no. «Ponte esa, Rosaliíta... ¿Qué tal? Nipintada». En efecto, ni con medida estuviera mejor. «¡Qué bien, québien!... A ver, vuélvete... ¿Sabes que me da no sé qué de quitártela?No, no te la quites...». «Pero Señora, por amor de Dios...». «No,déjala. Es tuya por derecho de conquista. ¡Es que tienes un cuerpo...!Úsala en mi nombre, y no se hable más de ello». De esta maneratan gallarda obsequiaba a sus amigas la graciosa soberana...

Faltó pocopara que a mi buen Thiers se le saltaran las lágrimas oyendo el biencontado relato.

Si no estoy equivocado, la deglución de esta gran bola por el anchotragadero de D.

Francisco acaeció en Abril. Tranquila descansaba Rosalíaen la idea de lo remoto del pago, creyendo poder reunir la suma en unpar de meses, cuando allá por los primeros días de Mayo... ¡zas!, lacuenta. Por entonces fue el casamiento de la Infanta Isabel, y estaba laPipaón muy entretenida, sin acordarse de su compromiso ni de la cuentade Sobrino. Quedose yerta al recibirla, y miraba con alelados ojos elpapel sin acertar a salir del paso con una respuesta u observacióncualquiera, porque pensar que saldría con dinero era pensar loimposible... Nunca se había visto en trance igual, porque Bringas teníapor sistema no comprar nada sin el dinero por delante. Al fin,tartamudeando, dijo al condenado hombre de la cuenta que ella pasaría apagarla

«mañana... no, al otro día; en fin, un día de estos».

Por fortuna, Bringas no estaba en casa. Dos o tres días vivió Rosalía engrande incertidumbre. Cada vez que sonaba la campanilla, parecíale quellegaba otra vez el dichoso hombre aquel con el antipático papelito...¡Si Bringas se enteraba...! Pensando esto, su zozobra era verdaderoterror, y empezó a discurrir el modo de salir del paso.

Pocosdías antes había