La de Bringas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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La de Bringas

Benito Pérez Galdós

I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X, XI, XII, XIII, XIV, XV, XVI, XVII, XVIII,

XIX, XX, XXI, XXII, XXIII, XXIV, XXV, XXVI, XXVII, XXVIII, XXIX, XXX,

XXXI, XXXII, XXXIII, XXXIV, XXXV, XXXVI, XXXVII, XXXVIII, XXXIX,

XL, XLI, XLII, XLIII, XLIV, XLV, XLVI, XLVII, XLVIII, XLIX, L

I

Era aquello... ¿cómo lo diré yo?... un gallardo artificio sepulcral deatrevidísima arquitectura, grandioso de traza, en ornamentos rico, poruna parte severo y rectilíneo a la manera viñolesca, por otra movido,ondulante y quebradizo a la usanza gótica, con ciertos atisbosplaterescos donde menos se pensaba; y por fin cresterías semejantes alas del estilo tirolés que prevalece en los kioskos. Tenía piramidalescalinata, zócalos greco-romanos, y luego machones y paramentosojivales, con pináculos, gárgolas y doseletes. Por arriba y por abajo, aizquierda y derecha, cantidad de antorchas, urnas, murciélagos, ánforas,búhos, coronas de siemprevivas, aladas clepsidras, guadañas, palmas,anguilas enroscadas y otros emblemas del morir y del vivir eterno.

Estosobjetos se encaramaban unos sobre otros, cual si se disputasen,pulgada a pulgada, el sitio que habían de ocupar. En el centro delmausoleo, un angelón de buen tallo y mejores carnes se inclinaba sobrauna lápida, en actitud atribulada y luctuosa, tapándose los ojos con lamano como avergonzado de llorar; de cuya vergüenza se podía colegir queera varón. Tenía este caballerito ala y media de rizadas y finísimasplumas, que le caían por la trasera con desmayada gentileza, y calzabasus pies de mujer con botitos, coturnos o alpargatas; que de todo habíaun poco en aquella elegantísima interpretación de la zapateríaangelical. Por la cabeza le corría una como guirnalda con cintas, que seenredaban después en su brazo derecho. Si a primera vista se podíasospechar que el tal gimoteaba por la molestia de llevar tanta cosasobre sí, alas, flores, cintajos, y plumas, amén de un relojito dearena, bien pronto se caía en la cuenta de que el motivo de su duelo erala triste memoria de las virginales criaturas encerradas dentro delsarcófago. Publicaban desconsoladamente sus nombres diversas letrascompungidas, de cuyos trazos inferiores salían unos lagrimones quefiguraban resbalar por el mármol al modo de babas escurridizas. Por talmodo de expresión las afligidas letras contribuían al melancólico efectodel monumento.

Pero lo más bonito era quizás el sauce, ese arbolito sentimentalque de antiguo nombran llorón, y que desde la llegada de la Retóricaal mundo viene teniendo una participación más o menos criminal en todaelegía que se comete. Su ondulado tronco elevábase junto al cenotafio, yde las altas esparcidas ramas caía la lluvia, de hojitas tenues,desmayadas, agonizantes. Daban ganas de hacerle oler algún fuertealcaloide para que se despabilase y volviera en sí de su poéticosíncope. El tal sauce era irremplazable en una época en que aún no sehacía leña de los árboles del romanticismo. El suelo estaba sembrado degraciosas plantas y flores, que se erguían sobre tallos de diversostamaños. Había margaritas, pensamientos, pasionarias, girasoles, liriosy tulipanes enormes, todos respetuosamente inclinados en señal detristeza... El fondo o perspectiva consistía en el progresivoalejamiento de otros sauces de menos talla, que se iban a llorar a mocoy baba camino del horizonte. Más allá veíanse suaves contornos demontañas, que ondulaban cayéndose como si estuvieran bebidas; luegohabía un poco de mar, otro poco de río, el confuso perfil de una ciudadcon góticas torres y almenas; y arriba, en el espacio destinado alcielo, una oblea que debía de ser la Luna a juzgar por los blancosreflejos de ella que esmaltaban las aguas y los montes.

El color de esta bella obra de arte era castaño, negro y rubio. Lagradación del oscuro al claro servía para producir ilusiones deperspectiva aérea. Estaba encerrada en un óvalo que podría tener mediavara en su diámetro mayor, y el aspecto de ella no era de mancha sino dedibujo, hallándose expresado todo por medio de trazos o puntos.

¿Eratalla dulce, agua fuerte, plancha de acero, boj o pacienzuda obraejecutada a punta de lápiz duro o con pluma a la tinta china?... Reparaden lo nimio, escrupuloso y firme de tan difícil trabajo. Las hojas delsauce se podrían contar una por una. El artista había querido expresarel conjunto, no por el conjunto mismo sino por la suma de pormenores,copiando indoctamente a la Naturaleza; y para obtener el follaje, tuvola santa calma de calzarse las hojitas todas una después de otra.Habíalas tan diminutas, que no se podían ver sino con microscopio. Todoel claro-oscuro del sepulcro consistía en menudos órdenes de bienagrupadas líneas, formando peine y enrejados más o menos ligeros segúnla diferente intensidad de los valores. En el modelado del angelotehabía tintas tan delicadas, que sólo se formaban de una nebulosa depuntos pequeñísimos. Parecía que había caído arenilla sobre el fondoblanco. Los tales puntos, imitando el estilo de la talla dulce, seespesaban en los oscuros, se rarificaban y desvanecían en los claros,dando de sí, con esta alterna y bien distribuida masa, la ilusión delrelieve... Era, en fin, el tal cenotafio un trabajo de pelo o enpelo, género de arte que tuvo cierta boga, y su autor D. FranciscoBringas demostraba en él habilidad benedictina, una limpieza de manos yuna seguridad de vista que rayaban en lo maravilloso, si no un poquitomás allá.

II

Era un delicado obsequio con el cual quería nuestro buen Thiers pagardiferentes deudas de gratitud a su insigne amigo D. Manuel María Josédel Pez. Este próvido sujeto administrativo había dado a la familiaBringas en Marzo de aquel año (1868) nuevas pruebas de su generosidad.Sin aguardar a que Paquito se hiciera licenciado en dos o tres Derechos,habíale adjudicado un empleíllo en Hacienda con cinco mil realetes, loque no es mal principio de carrera burocrática a los diez y seis añosmal cumplidos. Toda la sal de este nombramiento, que por lo tempranoparecía el agua del bautismo, estaba en que mi niño, atareado con susclases de la Universidad y con aquellas lecturas de Filosofía de la Historia y de Derecho de Gentes a que se entregaba con furor, noponía los pies en la oficina más que para cobrar los cuatrocientos diezy seis reales y pico que le regalábamos cada mes por su linda cara.

Aunque en el engreído meollo de Rosalía Bringas se había incrustrado laidea de que la credencial aquella no era favor sino el cumplimiento deun deber del Estado para con los españolitos precoces, estabaagradecidísima a la diligencia con que Pez hizo entender y cumplir a lapatria sus obligaciones. El reconocimiento de D. Francisco, mucho

másfervoroso,

no

acertaba

a

encontrar

para

manifestarse

mediosproporcionados a su intensidad. Un regalo, si había de sercorrespondiente a la magnitud del favor, no cabía dentro de losestrechos posibles de la familia. Había que pensar en algo original,admirable y valioso que al bendito señor no le costara dinero, algo quebrotase de su fecunda cabeza y tomara cuerpo y vida en sus plasmantesmanos de artista. Dios, que a todo atiende, arregló la cosa conforme alos nobles deseos de mi amigo. Un año antes se había llevado de estemundo, para adornar con ella su gloria, a la mayor de las hijas de Pez,interesante señorita de quince años. La desconsolada madre conservabalos hermosos cabellos de Juanita y andaba buscando un habilidoso quehiciera con ellos una obra conmemorativa y ornamental de esas queya sólo se ven, marchitas y sucias, en el escaparate de anticuadospeluqueros o en algunos nichos de Camposanto. Lo que la señora de Pezquería era... algo como poner en verso una cosa poética que está enprosa. No tenía ella, sin duda por bastante elocuentes las espesasguedejas, olorosas aún, entre cuya maraña creyérase escondida parte delalma de la pobre niña. Quería la madre que aquello fuera bonito y quehablara lenguaje semejante al que hablan los versos comunes, laescayola, las flores de trapo, la purpurina y los Nocturnos fácilespara piano. Enterado Bringas de este antojo de Carolina, lanzó con todoel vigor de su espíritu el grito de un eureka. Él iba a ser elversificador.

«Yo, señora, yo...»—tartamudeó, conteniendo a duras penas el fervorartístico que llenaba su alma.

—Es verdad... Usted sabrá hacer eso como otras muchas cosas. Es ustedtan hábil...

—¿De qué color es el cabello?

—Ahora mismo lo verá usted—dijo la mamá abriendo, no sin emoción, unacajita que había sido de dulces, y era ya depósito azul y rosa defúnebres memorias—. Vea usted qué trenza... es de un castañohermosísimo.

—¡Oh!, sí, ¡soberbio!—profirió Bringas temblando de gozo—. Pero noshacía falta un poco de rubio.

—¿Rubio?... Yo tengo de todos colores. Vea usted estos rizosde mi Arturín que se me murió a los tres años.

—Delicioso tono. Es oro puro... ¿Y este rubio claro?

—¡Ah!, la cabellera de Joaquín. Se la cortamos a los diez años. ¡Quélástima!

Parecía una pintura. Fue un dolor meter la tijera en aquellacabeza incomparable...

pero el médico no quiso transigir. Joaquín estabaconvaleciente de un tabardillo, y su cara ahilada apenas se veía dentrode aquel sol de pelos.

—Bien, bien; tenemos castaño y dos tonos de rubio. Para entonar novendría mal un poco de negro...

—Utilizaremos el pelo de Rosa. Hija, tráeme uno de tus añadidos.

D. Francisco tomó, no ya entusiasmado, sino extático, la guedeja que sele ofreció.

«Ahora...—dijo algo balbuciente—. Porque verá usted, Carolina... tengouna idea...

la estoy viendo. Es un cenotafio en campo funeral, consauces, muchas flores... Es de noche».

—¿De noche?

—Quiero decir, que para dar melancolía al paisaje del fondo, convieneponerlo todo en cierta penumbra... Habrá agua, allá, allá, muy lejos,una superficie tranquiiiila, un bruñido espeeeejo... ¿me comprendeusted?...

—¿Qué es ello?, ¿agua, cristal...?

—Un lago, señora, una, especie de bahía. Fíjese usted: lossauces extienden las ramas así... como si gotearan. Por entre el follajese alcanza a ver el disco de la luna, cuya luz pálida platea las cumbresde los cerros lejanos, y produce un temblorcito...

¿está usted?, untemblorcito sobre la superficie...

—¡Oh!, sí... del agua. Comprendido, comprendido. ¡Lo que a usted se leocurre...!

—Pues bien, señora, para este bonito efecto me harían falta algunascanas.

—¡Jesús!, ¡canas!... Me río tontamente del apuro de usted por una cosaque tenemos tan de sobra... Vea usted mi cosecha, Sr. D. Francisco. Noquisiera yo poder proporcionar a usted en tanta abundancia esos rayos deluna que le hacen falta... Con este añadido (Sacando uno largo ycopioso.) no llorará usted por canas...

Tomó Bringas el blanco mechón, y juntándolo a los demás, oprimiolo todocontra su pecho con espasmo de artista. Tenía, ¡oh dicha!, oro de dostonos, nítida y reluciente plata, ébano y aquel castaño sienoso yromántico que había de ser la nota dominante.

«Lo que sí espero de la rectitud de usted—dijo Carolina, disimulando ladesconfianza con la cortesía—, es que por ningún caso introduzca en laobra cabello que no sea nuestro. Todo se ha de hacer con pelo de lafamilia».

—Señora, ¡por los clavos de Cristo!... ¿Me cree usted capaz deadulterar...?

—No... no, si no digo... Es que los artistas, cuando se dejan llevar dela inspiración (Riendo.) pierden toda idea de moralidad, y con tal delograr un efecto...

—¡Carolina!...

Salió de la casa el buen amigo, febril y tembliqueante. Tenía laenfermedad epiléptica de la gestación artística. La obra, reciénencarnada en su mente, anunciaba ya con íntimos rebullicios que era unser vivo, y se desarrollaba potentísima oprimiendo las paredes delcerebro y excitando los pares nerviosos, que llevaban inexplicablessensaciones de ahogo a la respiración, a la epidermis hormiguilla, a lasextremidades desasosiego, y al ser todo impaciencia, temores, no sé quémás... Al mismo tiempo su fantasía se regalaba de antemano con la imagende la obra, figurándosela ya parida y palpitante, completa, acabada, conla forma del molde en que estuviera. Otras veces veíala nacer porpartes, asomando ahora un miembro, luego otro, hasta que toda enteraaparecía en el reino de la luz. Veía mi enfermo idealista el cenotafiode entremezclados órdenes de arquitectura, el ángel llorón, el saucecompungido con sus ramas colgantes, como babas que se le caen al cielo,las flores que por todas partes esmaltaban el piso, los términos lejanoscon toda aquella tristeza lacustre y lunática... Interrumpiendo estahermosa visión de la obra non-nata, llameaban en el cerebro delartista, al modo de fuegos fatuos (natural complemento de una cosa tanfuneraria), ciertas ideas atañederas al presupuesto de la obra. Bringaslas acariciaba, prestándoles aquella atención de hombre práctico que noexcluía en él las desazones espasmódicas de la creación genial. Contandomentalmente, decía: III

«Goma laca: dos reales y medio. A todo tirar gastaré cinco reales...Unas tenacillas de florista, pues las que tengo son un poco gruesas: tres reales. Un cristal bien limpio: real y medio. Cuatro docenas depistilos muy menudos, a no ser que pueda hacerlos de pelo, que lo he deintentar: dos y medio. Total: quince reales. Luego viene lo máscostoso, que es el cristal convexo y el marco; pero pienso utilizar eldel perrito bordado de mi prima Josefa, dándole una mano de purpurina.En fin, con purpurina, cristal convexo, colgadero e imprevistos...vendrá a importar todo unos veintiocho a treinta reales».

Al día siguiente, que era domingo, puso manos a la obra. Nogustándole ninguno de los dibujos de monumento fúnebre que en sucolección tenía, resolvió hacer uno; mas como no la daba el naipe por lainvención, compuso, con partes tomadas de obras diferentes, el bientrabado conjunto que antes describí. Procedía el sauce de La tumba deNapoleón en Santa Elena; el ángel que hacía pucheros había venido deltúmulo que pusieron en el Escorial para los funerales de una de lasmujeres de Fernando VII, y la lontananza fue tomada de un grabadito deno sé qué librote Lamartinesco que era todo un puro jarabe. Finalmente,las flores las cosechó Bringas en el jardín de un libro ilustrado sobreel Lenguaje de las tales, que provenía de la biblioteca de doñaCándida.

Este trabajo previo del dibujo ocupó al artista como media semana, yquedó tan satisfecho de él, que hubo de otorgarse a sí mismo, en elsilencio de la falsa modestia, ardientes plácemes. «Está todo tanpropio—decía la Pipaón con entusiasmo inteligente—, que parece se estáviendo el agua mansa y los rayos de la luna haciendo en ella como unascosquillas de luz...».

Pegó Bringas su dibujo sobre un tablero, y puso encima el cristal,adaptándolo y fijándolo de tal modo que no se pudiese mover. Hecho esto,lo demás era puro trabajo de habilidad, paciencia y pulcritud. Consistíaen ir expresando con pelos pegados en la superficie superior delcristal todas las líneas del dibujo que debajo estaba, tareaverdaderamente peliaguda, por la dificultad de manejar cosa tan sutil yescurridiza como es el humano cabello. En las grandes líneas menos mal;pero cuando había que representar sombras, por medio de rayados más omenos finos, el artista empleaba series de pelos cortados del tamañonecesario, los cuales iba pegando cuidadosamente con goma laca, encaliente, hasta imitar el rayado del buril en la plancha de acero o enel boj. En las tintas muy finas, Bringas había extremado y sutilizado suarte hasta llegar a lo microscópico. Era un innovador. Ningún capilíficehabía discurrido hasta entonces hacer puntos de pelo, picando este contijeras hasta obtener cuerpecillos que parecían moléculas, y pegar luegoestos puntos uno cerca de otro, jamás unidos, de modo que imitasen elpunteado de la talla dulce. Usaba para esto finísimos pinceles, y aunplumas de pajaritos afiladas con saliva; y después de bien picado elcabello sobre un cristal, iba cogiendo cada punto para ponerlo en susitio, previamente untado de laca. La combinación de tonos aumentaba laenredosa prolijidad de esta obra, pues para que resultase armónica,convenía poner aquí castaño, allá negro, por esta otra parte rubio, oroen los cabellos del ángel, plata en todo lo que estuviera debajo delfuero de la claridad lunar. Pero de todo triunfaba aquel bendito.

¿Ycómo no, si sus manos parecía que no tocaban las cosas; si suvista era como la de un lince, y sus dedos debían de ser dedos delcéfiro que acaricia las flores sin ajarlas?... ¡Qué diablo de hombre!Habría sido capaz de hacer un rosario de granos de arena, si se pone aello, o de reproducir la catedral de Toledo en una cáscara de avellana.

Todo el mes de Marzo se lo llevó en el cenotafio y en el sauce, cuyashojas fueron brotando una por una, y a mediados de Abril tenía el ángelbrazos y cabeza. Cuantos veían esta maravilla quedábanse prendados de laoriginalidad y hermosura de ella y ponían a D. Francisco entre los máseximios artistas, asegurando que si viese tal obra algún extranjerazo,algún inglesote rico de esos que suelen venir a España en busca de cosasbuenas, darían por ella una porrada de dinero y se la llevarían a lospaíses que saben apreciar las obras del ingenio. Tenía Bringas su talleren el enorme hueco de una ventana que daba al Campo del Moro...

Porque la familia vivía en Palacio en una de las habitaciones del pisosegundo que sirven de albergue a los empleados de la Casa Real.

Embelesado con la obra de pelo, se me olvidó decir que allá por Febrerodel 68 D.

Francisco fue nombrado oficial primero de la Intendencia delReal Patrimonio con treinta mil reales de sueldo, casal médico, botica,agua, leña y demás ventajas inherentes a la vecindad regia. Talcanonjía realizaba las aspiraciones de toda su vida, y no cambiaraThiers aquel su puesto tan alto, seguro y respetuoso por la silla delPrimado de las Españas. Amargaban su contento las voces que corrían enaquel condenado año 68 sobre si habría o no trastornos horrorosos, y eltemor de que la llamada revolución estallara al fin con estruendo.Aunque la idea del acabamiento de la monarquía sonaba siempre en elcerebro del buen hombre como una idea absurda, algo así como eldesequilibrio de los orbes planetarios, siempre que en un café otertulia oía vaticinios de jarana, anuncios de la gorda, o comentarioslúgubres de lo mal que iban el Gobierno y la Reina, le entraba un ciertocalofrío, y el corazón se le contraía hasta ponérsele, a su parecer, deltamaño de una bellota.

Ciento veinte y cuatro escalones tenía que subir D. Francisco por laescalera de Damas para llegar desde el patio al piso segundo de Palacio,piso que constituye con el tercero una verdadera ciudad, asentada sobrelos espléndidos techos de la regia morada. Esta ciudad, donde alternanpacíficamente aristocracia, clase media y pueblo, es una real repúblicaque los monarcas se han puesto por corona, y engarzadas en su inmensocircuito, guarda muestras diversas de toda clase de personas. La primeravez que D. Manuel Pez y yo fuimos a visitar a Bringas en sunuevo domicilio, nos perdimos en aquel dédalo donde ni él ni yo habíamosentrado nunca. Al pisar su primer recinto, entrando por la escalera deDamas, un cancerbero con sombrero de tres picos, después de tomarnos lafiliación, indiconos el camino que habíamos de seguir para dar con lacasa de nuestro amigo. «Tuercen ustedes a la izquierda, después a laderecha... Hay una escalerita. Después se baja otra vez... Número 67».

IV

¡Que si quieres!... Echamos a andar por aquel pasillo de baldosinesrojos, al cual yo llamaría calle o callejón por su magnitud, por estaralumbrado en algunas partes con mecheros de gas y por los ángulos yvueltas que hace. De trecho en trecho encontrábamos espacios, que nodudo en llamar plazoletas, inundados de luz solar, la cual entraba porgrandes huecos abiertos al patio. La claridad del día, reflejada por lasparedes blancas, penetraba a lo largo de los pasadizos, callejones,túneles o como quiera llamárseles, se perdía y se desmayaba enellos, hasta morir completamente a la vista de las rojizos abanicos delgas, que se agitaban temblando dentro de un ahumado círculo y bajo undoselete de latón.

En

todas

partes

hallábamos

puertas

de

cuarterones,

unas

recién

pintadas,descoloridas

y

apolilladas

otras,

numeradas

todas;

mas

en

ningunadescubrimos el guarismo que buscábamos. En esta veíamos pendiente unlujoso cordón de seda, despojo de la tapicería palaciega; en aquella undeshilachado cordel. Con tal signo algunas viviendas acusaban arreglo ylimpieza, otras desorden o escasez, y los trozos de estera de alfombraque asomaban por bajo de las puertas también nos decían algo de laespecial aposentación de cada interior. Hallábamos domiciliosdeshabitados, con puertas telarañosas, rejas enmohecidas, y por algunoshuecos tapados con rotas alambreras soplaba el aire trayéndonos el vahofrío de estancias solitarias. Por ciertos lugares anduvimos que parecíanbarrios abandonados, y las bóvedas de desigual altura devolvían con ecotriste el sonar de nuestros pasos. Subimos una escalera, bajamos otra, ycreo que tornamos a subir, pues resueltos a buscar por nosotros mismosel dichoso número, no preguntábamos a ningún transeúnte, prefiriendo elgrato afán de la exploración por lugares tan misteriosos. La idea deperdernos no nos contrariaba mucho, porque saboreábamos de antemanomano el gusto de salir al fin a puerto sin auxilio de práctico y porvirtud de nuestro propio instinto topográfico. El laberinto nos atraía,y adelante, adelante siempre, seguíamos tan pronto alumbrados por el solcomo por el gas, describiendo ángulos y más ángulos. De trecho en trechoalgún ventanón abierto sobre la terraza nos corregía los defectos denuestra derrota, y mirando a la cúpula de la capilla, nos orientábamos yfijábamos nuestra verdadera posición.

«Aquí—dijo Pez algo impaciente—, no se puede venir sin un plano yaguja de marear. Esto debe de ser el ala del Mediodía. Mire usted lostechos del Salón de Columnas y de la escalera... ¡Qué moles!».

En efecto, grandes formas piramidales forradas de plomo nos indicabanlas grandes techumbres en cuya superficie inferior hacen volatines losangelones de Bayeu.

A lo mejor, andando siempre, nos encontrábamos en un espacio cerrado querecibía la luz de claraboyas abiertas en el techo, y teníamos queregresar en busca de salida.

Viendo por fuera la correcta mole delalcázar, no se comprenden las irregularidades de aquel pueblo fabricadoen sus pisos altos. Es que durante un siglo no se ha hecho allí más quemodificar a troche y moche la distribución primitiva, tapiando por aquí,abriendo por allá, condenando escaleras, ensanchando unas habitaciones acosta de otras, convirtiendo la calle en vivienda y la viviendaen calle, agujerando paredes y cerrando huecos. Hay escaleras queempiezan y no acaban; vestíbulos o plazoletas en que se ven blanqueadastechumbres que fueron de habitaciones inferiores. Hay palomares dondeantes hubo salones, y salas que un tiempo fueron caja de una gallardaescalera. Las de caracol se encuentran en varios puntos, sin que se sepaa dónde van a parar, y puertas tabicadas, huecos con alambrera, tras loscuales no se ve más que soledad, polvo y tinieblas.

A un sitio llegamos donde Pez dijo: «esto es un barrio popular». Vimosmedia docenas de chicos que jugaban a los soldados con gorros de papel,espadas y fusiles de caña. Más allá, en un espacio ancho y alumbrado porenorme ventana con reja, las cuerdas de ropa puesta a secar nosobligaban a bajar la cabeza para seguir andando. En las paredes nofaltaban muñecos pintados ni inscripciones indecorosas. No pocas puertasde las viviendas estaban abiertas, y por ellas veíamos cocinas con suspucheros humeantes y los vasares orlados de cenefas de papel. Algunasmujeres lavaban ropa en grandes artesones, otras se estaban peinandofuera de las puertas, como si dijéramos, en medio de la calle.

«Van ustedes perdidos»—nos dijo una que tenía en brazos un muchachónforrado en bayetas amarillas.

—Buscamos la casa de D. Francisco Bringas.

—¿Bringas?... ya, ya sé—dijo una anciana que estaba sentada junto a lagran reja—.

Aquí cerca. No tienen ustedes más que bajar por la primeraescalera de caracol y luego dar media vuelta... Bringas, sí, es elsacristán de la Capilla.

—¿Qué está usted diciendo, señora? Buscamos al oficial primero de laIntendencia.

—Entonces será abajo, en la terraza. ¿Saben ustedes ir a la fuente?

—No.

—¿Saben la escalera de Cáceres?

—Tampoco.

—¿Saben el oratorio?

—No sabemos nada.

—¿Y el coro del oratorio? ¿Y los palomares?

Resultado: que no conocíamos ninguna parte de aquel laberíntico puebloformado de recovecos, burladeros y sorpresas, capricho de laarquitectura y mofa de la simetría.

Pero nuestra impericia no se dabapor vencida, y rechazamos las ofertas de un muchacho que quiso sernuestro guía.

«Estamos en el ala de la Plaza de Oriente, es a saber, en el hemisferioopuesto al que habita nuestro amigo—dijo Pez con cierto énfasisgeográfico de personaje de Julio Verne—. Propongámonos trasladarnos alala de Poniente, para lo cual nos ofrecen seguro medio de orientación lacúpula de la Capilla y los techos de la escalera. Una vezposesionados del cuerpo de Occidente, hemos de ser tontos si no damoscon la casa de Bringas. Yo no vuelvo más aquí sin un buen plano,brújula... y provisiones de boca».

Antes de partir para aquella segunda etapa de nuestro viaje, miramos porel ventanón el hermoso panorama de la Plaza de Oriente y la parte deMadrid que desde allí se descubre, con más de cincuenta cúpulas,