La Novela de un Joven Pobre by Octave Feuillet - HTML preview

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—Me negaré redondamente—dijo.

—Sí, sí, usted dice eso, señorita; pero ¿qué significa esa guitarra,que se oye hace ya varias noches bajo sus ventanas?

—¡Vaya!

—¿Vaya? ¿Y ese español de capa y botas amarillas, que se ve rondar porlos alrededores y que suspira sin cesar?...

—Es usted un bromista—dijo la señorita de Porhoet, abriendotranquilamente su caja de rapé.—Ya que quiere usted saberlo, le diréque mi encargado me ha escrito de Madrid hace dos días que, con un pocode paciencia, veremos sin duda alguna, el fin de nuestros males.

—¡Pardiez, ya lo creo! ¿Sabe usted de dónde sale su agente de negocios?De la caverna de Gil Blas directamente. Le sacará á usted hasta elúltimo escudo y se burlará de usted en seguida.

¡Ah, qué discreta seríasi olvidase usted esa locura y viviera tranquila!... ¿Para qué leservirían esos millones, veamos? ¿No es usted dichosa y considerada?...¿qué más ambiciona? En cuanto á su catedral, no hablo de ella, porque esuna majadería.

—Mi catedral no es una majadería, sino á los ojos de los majaderos,doctor Desmarest; por otra parte yo defiendo mi derecho, combato por lajusticia: esos bienes me pertenecen; se lo he oído decir á mi padre másde cien veces, y jamás pertenecerán, por mi voluntad, á personas tanextrañas en definitiva á mi familia, como usted, mi querido amigo, ócomo el señor, agregó designándome con un signo de cabeza.

Cometí la torpeza de manifestarme tentado por estas palabras, y respondíal instante:

—En lo que á mí concierne, señorita, se engaña, porque mi familia hatenido el honor de haberse aliado con la suya, y recíprocamente.

Al oir estas enormes palabras, la señorita de Porhoet, aproximóvivamente á su barba puntiaguda las cartas desenvueltas en forma deabanico, que tenía en la mano, y enderezando su delgado talle, me miró ála cara para asegurarse primero del estado de mi razón; luego recobró sucalma, por medio de un esfuerzo sobrehumano, y llevando á su afiladanariz un poco de polvillo de España:

—Me probará usted eso, joven—me dijo.

Avergonzado de mi ridícula jactancia, y muy embarazado por las curiosasmiradas que sobre mí había atraído, me incliné torpemente sin responder.Nuestro whist se acabó en un silencio profundo. Eran las diez, y mepreparaba á retirarme, cuando la señorita de Porhoet me tocó el brazo.

—El señor intendente—dijo,—me hará el honor de acompañarme hasta laavenida.

La saludé y la seguí. Un instante después nos hallábamos en el parque.La sirvienta, vestida á la moda del país, marchaba delante, llevando unalinterna; luego iba la señorita de Porhoet, derecha y silenciosa,levantando con mano cuidadosa y decente los pocos pliegues de su angostasaya de seda; había rechazado secamente el ofrecimiento de mi brazo, yseguía á su lado, con la cabeza baja, muy poco satisfecho de mi papel.Al cabo de algunos minutos de esta fúnebre marcha:

—¡Y bien! señor—me dijo la vieja señorita: hable, pues, lo espero: hadicho usted que mi familia ha sido aliada á la suya, y como un punto dealianza de esa especie es enteramente nuevo para mí, le quedaríasumamente agradecida, si me lo aclarase.

Yo había decidido por mi parte, que debía guardar á todo precio elsecreto de mi incógnito.

—¡Dios mío! señorita—le dije,—me atrevo á esperar que excusará usteduna broma escapada al correr de la conversación...

—¡Una broma!—exclamó la señorita de Porhoet.—La materia en efecto sepresta mucho á la broma. ¿Y cómo llaman, señor, en este siglo las bromasque se dirigen valientemente á una mujer anciana y sin protección y queno se dirigirían seguramente á un hombre?

—Señorita, no me deja usted ninguna retirada posible; no me queda otrorecurso que confiarme á su discreción. No sé si el nombre de losChampcey d'Hauterive le es conocido.

—Conozco perfectamente, señor, á los Champcey d'Hauterive, que son unabuena y una excelente familia del Delfinado. ¿Qué conclusión saca ustedde eso?

—Yo soy hoy el representante de esa familia.

—¿Usted?—dijo la señorita de Porhoet, haciendo altosúbitamente,—¿usted es un Champcey d'Hauterive?

—Desgraciadamente, sí, señorita.

—Eso cambia la especie—dijo;—déme, primo, su brazo, y cuénteme suhistoria.

Creí que en el estado en que las cosas se hallaban, lo mejor era noocultarle nada. Terminaba el penoso relato de los infortunios de mifamilia, cuando nos hallamos al frente de una casita sumamente estrechay baja, con un palomar de techo puntiagudo y arruinado, en uno de susángulos.

—Entre, marqués—me dijo la hija de los reyes de Gaél, parada en elumbral de su pobre palacio,—entre, se lo suplico.

Un instante después, era introducido en un pequeño salón tristementeembaldosado; sobre la pálida tapicería que cubría las paredes, seoprimían una docena de retratos antiguos, blasonados con el armiñoducal; arriba de la chimenea vi relumbrar un magnífico reloj de conchaincrustada de cobre, coronado por un grupo que figuraba el carro delsol. Algunos sillones de espaldar ovalado, y un antiguo canapé dedelgadas patas, completaban la decoración de esta pieza, en que todoacusaba una rígida limpieza, y en que se respiraba un olor concentrado álirio, rapé de España, y vagos aromas.

—Siéntese—me dijo la anciana señorita, tomando un lugar en elcanapé;—siéntese, primo, pues aunque en realidad no seamos parientes,ni podamos serlo, pues que Juana de Porhoet y Hugo de Champceycometieron, sea dicho entre nosotros, la tontería de no tener unvástago, me será agradable, si me lo permite usted, tratarle de primo,en la conversación particular, á fin de engañar por un instante elsentimiento doloroso de mi soledad en este mundo. Así, pues, primo, veaá qué altura se halla; el pasado es rudo

seguramente.

Sin

embargo,

lesugeriré

algunos

pensamientos que me son habituales, y que me parece leproporcionarán muy serios consuelos. En primer lugar, mi queridomarqués, me digo yo á menudo que en medio de tantos modregos y antiguoscriados, que arrastran hoy carroza, hay en la pobreza un perfumesuperior de distinción y de buen gusto.

Además, no estoy lejos de creerque Dios ha querido reducir á algunos de nosotros á una vida estrecha,para que este siglo grosero, material y hambriento de oro, tenga siemprebajo sus ojos, en nuestras personas, un género de mérito, de dignidad yde brillo en que el oro y la materia no entran para nada, que con nadapueda comprarse, y que no es posible venderse. Tal es, primo, según laapariencia, la justificación providencial de su fortuna y de la mía.

Manifesté á la señorita de Porhoet, cuán orgulloso me sentía en habersido escogido con ella para dar al mundo la noble enseñanza que le estan necesaria, y de la que parece tan dispuesto á aprovecharse.

—Luego—continuó la señorita de Porhoet;—en cuanto á mí, señor, estoyacostumbrada á la indigencia, y me hace sufrir poco; cuando uno havisto en el curso de una vida demasiado larga, un padre digno de sunombre y cuatro hermanos dignos de su padre, sucumbir antes de tiempo,bajo el plomo ó el acero; cuando uno ha visto perecer sucesivamentetodos los objetos de su afección y de su culto, sería menester tener elalma muy pequeña para preocuparse de una mesa más ó menos abundante ó deun adorno más ó menos moderno. Por cierto, marqués, que si mi bienestarpersonal fuera la única causa, puede usted creerme, despreciaría mismillones de España; pero me parece conveniente y de buen ejemplo, queuna casa como la mía, no desaparezca de la tierra sin dejar tras ella,una traza durable, un monumento brillante de su grandeza y de suscreencias. Es por esto, que á imitación de algunos de nuestrosantepasados, he pensado, primo mío, y no renunciaré jamás, mientrastenga vida, á la piadosa fundación de que habrá oído hablar.

Habiéndose asegurado de mi asentimiento, la vieja y noble señoritapareció recogerse, y en tanto que paseaba una melancólica mirada por lasmedio borradas imágenes de sus abuelos, el tic-tac del reloj hereditariofué lo único que turbó, en el obscuro salón, el silencio de la medianoche.

—Habrá—dijo repentinamente la señorita de Porhoet con vozsolemne,—habrá un cabildo de canónigos regulares dedicados al serviciode esa iglesia. Todos los días á la hora de maitines se dirá, en lacapilla particular de mi familia, una misa rezada por el reposo de mialma y la de mis abuelos. Los pies del oficiante pisarán un mármol, sininscripción, que formará la grada del altar y cubrirá mis restos.

Yo me incliné con la emoción de un visible respeto. La señorita dePorhoet tomó mi mano y la apretó dulcemente.

—No estoy loca, primo—continuó,—aunque así se diga. Mi padre, que nomentía jamás, me ha asegurado siempre que extinguiéndose losdescendientes directos de nuestra rama española, sólo nosotrostendríamos derecho á la herencia. Su muerte súbita y violenta no lepermitió desgraciadamente darnos sobre este punto noticias precisas,pero no pudiendo dudar de su palabra, no dudo de mi derecho... Sinembargo—agregó después de una pausa y con un acento de grantristeza,—si no estoy loca, soy vieja, y esas gentes de allá bien losaben. Me arrastran hace quince años de demora en demora; esperan mimuerte, que lo acabará todo... Y créalo usted, no esperarán largotiempo: menester es hacer una de estas mañanas, demasiado lo siento, miúltimo sacrificio... Esa pobre catedral, mi único amor, que habíareemplazado en mi corazón tantas afecciones rotas... Ella no tendrájamás sino una piedra, y esa será la de mi tumba.

La vieja señorita calló. Enjugó con sus manos enflaquecidas dos lágrimasque corrían por su ajada fisonomía; luego agregó esforzándose porsonreir:

—Perdón, primo mío: bastante tiene usted con sus desgracias...Excúseme... Por otra parte es tarde; retírese. Usted me compromete.

Antes de partir recomendé de nuevo á la discreción de la señorita dePorhoet el secreto que me había visto obligado á confiarle. Me respondióde una manera un poco evasiva: que podía estar tranquilo, que ellasabría velar por mi reposo y mi dignidad. Sin embargo, algunos díasdespués he sospechado por el aumento de miramientos con que me honrabala señora de Laroque, que mi respetable amiga le había transmitido miconfidencia.

La

señorita

Porhoet

no

titubeó

en

confesármelo,asegurándome que le había sido imposible obrar de otro modo por el honorde su familia, y que por otra parte, la señora de Laroque era incapaz detraicionar ni para con su hija, un secreto confiado á su delicadeza.

Entretanto, mi confidencia con la anciana señorita me había infundidohacia ella un tierno respeto, del que trato de darle pruebas. Desde eldía siguiente por la noche, apliqué al ornamento interior y exterior desu querida catedral todos los recursos de mi lápiz. Esta atención á quetan sensible se ha mostrado, ha tomado poco á poco la regularidad de unacostumbre.

Casi todas las noches, después del whist, me pongo al trabajo, y elideal monumento se enriquece con una estatua, un púlpito ó unaclaraboya. La señorita Margarita, que parece profesar á su vecina unaespecie de culto, ha querido asociarse á mi obra de caridad, consagrandoá la basílica de los Porhoet un álbum especial que estoy encargado dellenar.

He ofrecido además á mi anciana confidente, tomar parte en lasdiligencias, indagaciones ó cuidados de cualquier naturaleza que puedanserle suscitados por su litigio. La pobre mujer confesó que le prestabaun verdadero servicio; que á la verdad aún podía llevar sucorrespondencia corrientemente, pero que sus ojos debilitados rehusabandescifrar los documentos manuscritos de su archivo, y que no habíaquerido hasta entonces, hacerse suplir en este trabajo, que tanimportante puede ser para su causa, á fin de no dar una nueva presa á laburla incivil de las gentes del país.

En breve me admitió en calidad de consejero y colaborador.

Desde

estetiempo

he

estudiado

concienzudamente

el

voluminoso legajo de su proceso,y he quedado convencido de que el pleito, que debe ser juzgado en últimaapelación, un día de estos, está completamente perdido de antemano. Elseñor Laubepin, á quien he consultado, es también de esta opinión, queme esforzaré en ocultar á mi anciana amiga, tanto como lascircunstancias lo permitan. Entretanto, le doy el placer de examinarpieza por pieza, sus archivos de familia, en los que espero siempredescubrir algún título decisivo en su favor.

Desgraciadamente, esosarchivos son muy ricos y el palomar está lleno de ellos desde el techohasta el sótano.

Ayer, había ido muy temprano á casa de la señorita Porhoet, con el finde acabar antes de la hora de almorzar el examen del legajo núm. 115,que había comenzado la víspera. No estando aún levantada el ama de lacasa, me instalé silenciosamente en el salón, mediante la complicidad dela sirvienta, y me entregué solitariamente á mi polvorienta tarea. Alcabo de cerca de una hora, recorría con extrema alegría la última hojadel legajo número 115, cuando vi entrar á la señorita de Porhoetarrastrando con trabajo un enorme paquete envuelto con bastantelimpieza en una tela blanca.

—Buenos días, amable primo—me dijo,—habiendo sabido que trabajabausted por mí esta mañana, yo he querido hacerlo por usted. Le traigo ellegajo número 116.

Hay, no recuerdo en qué cuento, una princesa desgraciada, á quien seencierra en una torre, y á la cual, una hada enemiga de su familiaimpone sucesivamente una serie de trabajos extraordinarios é imposibles;confieso que en aquel momento la señorita de Porhoet, á pesar de todassus virtudes me pareció ser parienta próxima de aquella hada.

—He soñado anoche—continuó,—que este legajo contiene la llave de mitesoro español. Me dejará usted, pues, muy agradecida, no difiriendo suexamen. Terminado este trabajo, me hará el honor de aceptar una comidamodesta que pretendo ofrecerle bajo la sombra del pabellón de mi jardín.

Me resigné, pues. Inútil es decir, que el bienaventurado legajo 116 nocontenía, como los precedentes, sino el vano polvo de los siglos. A lasdoce en punto, la anciana señorita vino á tomar mi brazo y me condujoceremoniosamente á un pequeño jardín festoneado de boj, que forma con unpedazo de la pradera contigua, todo el dominio actual de los Porhoet.La mesa estaba colocada bajo un soto redondo y abovedado, y el sol de unbello día de verano arrojaba, á través de las hojas, algunos rayos quejugueteaban sobre el brillante y perfumado mantel. Acababa de hacerhonor al dorado pollo, á la fresca ensalada y á la botella de viejoBurdeos que constituían el detalle del festín, cuando la señorita dePorhoet, que se hallaba al parecer encantada de mi apetito, hizo recaerla conversación sobre la familia Laroque.

—Le confieso—me dijo,—que el antiguo corsario no me gusta nada.Recuerdo que cuando llegó al país, tenía un gran mono doméstico, quevestía de criado, y con el que se entendía perfectamente. Este animalera una verdadera peste para la comarca, y sólo un hombre sin educacióny sin decencia podía ocuparse en disfrazarlo. Se decía que era un mono,y yo consentía en ello, pero en realidad lo que buenamente pienso, esque era un negro, tanto más, cuanto que siempre he sospechado que su amoha hecho el tráfico de esta mercancía en la costa de África. Por lodemás, el finado señor Laroque, hijo, era un hombre de bien, y excelentebajo todos conceptos. En cuanto á las señoras, hablando solamente de laseñora de Laroque y de su hija y de ningún modo de la viuda de Aubryque es una criatura de vil especie, en cuanto á esas damas no hay elogioalguno que no merezcan.

Estábamos en esto, cuando el paso acompasado de un caballo se hizo oiren el sendero que rodea exteriormente el muro del jardín. En el mismoinstante dieron algunos golpes secos en una puertecita vecina alpabellón.

—¿Quién es?—dijo la señorita de Porhoet.

Levanté los ojos y vi flotar una pluma negra por arriba del muro.

—Abra usted—dijo alegremente desde afuera una voz de timbre grave ymusical;—abra, ¡que es la gracia de la Francia!

—¡Cómo! ¿es usted monona?—exclamó la anciana señorita.—

Corra pronto,primo.

Abierta la puerta, estuve á punto de ser volteado por Mervyn que seprecipitó por entre mis piernas, y vi á la señorita Margarita que seocupaba en atar las riendas de su caballo á las barras de un cercado.

—Buenos días, señor—me dijo—sin mostrar la menor sorpresa porhallarme allí. Luego, levantando en su brazo los largos pliegues de susaya talar, entró en el jardín.

—Sea bien venida, en tan bello día, la linda niña, y abrázeme—dijo laseñorita de Porhoet.—Ha corrido usted mucho, loquilla, pues tiene lafisonomía sumamente encendida y de los ojos le brota materialmentefuego. ¿Qué podría ofrecerle, mi maravilla?

—¡Veamos!—dijo Margarita arrojando una mirada sobre la mesa—¿qué eslo que hay aquí? ¡El señor se lo ha comido todo!

Además, no tengo hambresino sed.

—Le prohibo beber en el estado en que se halla; pero espere...

aún hayalgunas fresas en este acirate...

—¡Fresas! o gioja—cantó la joven.—Tome pronto una de esas grandeshojas, y venga conmigo.

Mientras escogía yo la más ancha de las hojas de una higuera, laseñorita de Porhoet cerró á medias un ojo y siguió con el otro y concomplacida sonrisa la gallarda marcha de su favorita, á través delcamino lleno de sol.

—Mírela, primo—me dijo muy quedo—¿no sería digna de ser de losnuestros?

Entretanto la señorita Margarita, inclinada sobre el acirate ytropezando en su largo vestido, saludaba con un pequeño grito de alegríacada fresa que llegaba á descubrir. Yo me mantenía cerca de ella,llevando en mi mano la hoja de higuera sobre la que depositaba de tiempoen tiempo una fresa, contra dos que engullía para alentar su paciencia.Cuando la cosecha le pareció suficiente, volvimos en triunfo alpabellón; las fresas que quedaban fueron polvoreadas con azúcar, ydespués comidas por sus lindos y buenos dientes.

—¡Ah, qué bien me sienta esto!—dijo entonces la señorita Margarita,arrojando su sombrero sobre un banco y echándose de espaldas contra elcercado de olmedillas.—Y ahora para completar mi dicha, mi queridaseñorita, va usted á contarme algunas historias de los pasados tiempos,en que era usted una bella guerrera.

La señorita de Porhoet sonriendo y encantada, no se hizo rogar parasacar de su memoria los episodios más notables de sus intrépidascabalgatas en la comitiva de los Lescure, y de los Rochejacquelin. Tuveen esta ocasión una nueva prueba de la elevación del alma de mi viejaamiga, cuando la oí rendir igual homenaje, á todos los héroes de esalucha gigantesca, sin excepción de bandera. Hablaba en particular delgeneral Hoche, de quien había sido prisionera de guerra, con unaadmiración casi tierna. La señorita Margarita prestaba á su relato unaatención tan apasionada, que me asombró. Tan pronto, medio envuelta ensu nicho de olmedillas y un poco cerradas sus largas pestañas, guardabala inmovilidad de una estatua, ó ya, avivándose más el interés, se poníade codos en la pequeña mesa y sumergiendo su bella mano en las ondas desu suelta cabellera, hacía vibrar sobre la vieja señorita el relámpagocontinuo de sus grandes ojos.

Es preciso decirlo: contaré entre las más dulces horas de mi tristevida, las que pasé contemplando, sobre aquella noble fisonomía, losreflejos de un cielo radioso, mezclado á las impresiones de un corazónvaliente.

Agotados los recuerdos de la relatora, la señorita Margarita la abrazó,y despertando á Mervyn, que dormía á sus pies, anunció que se volvía alcastillo. No tuve escrúpulo alguno en partir al mismo tiempo que ella,convencido de que no podía causarle molestia. Porque en efecto, apartede la extrema insignificancia de mi persona y de mi compañía, á los ojosde la rica heredera, el tête-à-tête en general no tiene para ella nadade incómodo, habiéndole dado resueltamente, su madre, la educaciónliberal, que ella recibió en una de las colonias británicas: todos sabenque el método inglés otorga á la mujer, antes del matrimonio, toda laindependencia con que nosotros la recompensamos el día en que los abusosse hacen completamente irreparables.

Salimos, pues, juntos del jardín; le tuve el estribo mientras montaba ácaballo y nos pusimos en marcha hacia el castillo. Al cabo de algunospasos:

—¡Dios mío! señor—me dijo,—he venido á incomodarlo no muy á tiempo meparece. Estaba usted en buena compañía.

—Es verdad, señorita; pero como lo estaba hacía largo tiempo, leperdono, y aun le doy las gracias.

—Tiene usted muchas atenciones con nuestra pobre vecina.

Mi madre leestá muy reconocida á usted.

—¿Y la hija de su señora madre?—dije yo sonriendo.

—¡Oh! en cuanto á mí, yo me exalto menos fácilmente. Si tiene usted lapretensión de que le admire, es preciso tener la bondad de esperar aúnun poco de tiempo. No tengo el hábito de juzgar con ligereza lasacciones humanas, que tienen generalmente dos faces. Confieso que suconducta para con la señorita de Porhoet tiene una bella apariencia;pero...—hizo una pausa, movió la cabeza y continuó con un tono serio,amargo y verdaderamente ultrajante.—Pero no estoy bien segura de que nole haga la corte con la esperanza de heredarla.

Sentí que palidecía. Sin embargo, reflexionando el ridículo de respondercon una fanfarronada á aquella niña, me contuve y le respondí congravedad:—Permítame, señorita, compadecerla sinceramente.

Me pareció muy sorprendida.—¿Compadecerme, señor?

—Sí, señorita, perdone que le exprese la piedad respetuosa, á que meparece tiene usted derecho.

—¡La piedad!—dijo deteniendo su caballo y volviendo lentamente haciamí sus ojos medio cerrados por el desprecio.—

No tengo la dicha decomprenderle á usted.

—Y sin embargo, es bien sencillo, señorita; si la desilusión del bien,la duda y la sequedad del alma son los más amargos frutos de laexperiencia de una larga vida, nada merece más compasión en el mundo,que un corazón herido por la desconfianza, antes de haber vivido.

—Señor—replicó la señorita Laroque con una vivacidad muy extraña á suhabitual lenguaje:—¡no sabe usted lo que dice!—y agregó másseveramente:—olvida usted á quien habla.

—Es cierto, señorita—respondí con dulzura, inclinándome—

he habladosin saber, y he olvidado un poco con quien hablo; pero usted me ha dadoel ejemplo.

La señorita Margarita con los ojos fijos sobre la cima de los árbolesque bordaban el camino, me dijo entonces con irónica altivez:—¿Serámenester pedirle perdón?

—Ciertamente, señorita—respondí con firmeza—si alguno de los dostiene que pedir aquí perdón, sería usted seguramente: usted es rica y yosoy pobre; usted puede humillarse... ¡y yo no!

Hubo un momento de silencio. Sus labios apretados, sus narices abiertas,la palidez repentina de su frente atestiguaban el combate interior porque pasaba. Repentinamente bajando su látigo como para saludar.—¡Puesbien—dijo—perdón!—En el mismo instante castigó violentamente sucaballo, y partió al galope dejándome en medio del camino.

No la he vuelto á ver después.

30 de julio.

Nunca es tan vano el cálculo de las probabilidades, como cuando seejerce á propósito de las ideas y de los sentimientos de una mujer. Nodeseando hallarme muy pronto en presencia de la señorita Margarita,después de la penosa escena que había tenido lugar entre nosotros, habíapasado dos días sin mostrarme en el castillo: creía que este cortointervalo apenas bastara para calmar los resentimientos, que habíasublevado en aquel altivo corazón.

No obstante, anteayer á las siete dela mañana, trabajaba yo cerca de la ventana abierta de mi torreón,cuando repentinamente me oí llamar en el tono de una amigablejovialidad, por la persona misma á quien creía tener por enemiga.

—Señor Odiot, ¿está usted ahí?

Me presenté en la ventana, y noté en una barca, que se estacionaba cercadel puente, á la señorita Margarita, alzando con una mano el ala de sugran sombrero de paja bronceada y levantando los ojos hacia mi obscuratorre.

—Aquí me tiene, señorita—respondí con diligencia.

—Venga á pasear.

Después de las justas alarmas, que durante dos días me habíanatormentado, tanta condescendencia me hizo temer, como sucede siempre,ser el juguete de un sueño insensato.

—Perdón, señorita... ¿cómo decía usted?

—Que venga á dar un pequeño paseo con Alain, Mervyn y yo.

—Con mucho gusto, señorita.

—Entonces, tome su álbum.

Me apresuré á bajar y corrí á la orilla del río.—¡Ah, ah!—me dijo lajoven riendo;—á lo que parece, ¿está usted de buen humor esta mañana?

Murmuré torpemente algunas palabras confusas, cuyo fin era dar áentender que siempre lo estaba, de lo cual la señorita Margarita pareciómal convencida; después salté al bote y me senté á su lado.

—¡Vogue, Alain!—dijo al momento. Y el viejo Alain, que se jactaba deser un buen remero, púsose á mover metódicamente los remos, lo que ledaba el aire de un pájaro pesado que hace vanos esfuerzos para volar.

—Es necesario—continuó diciendo la señorita Margarita—que venga áarrancarlo á usted de su castillejo, pues van dos días que se encierraen él obstinadamente.

—Señorita, le aseguro que sólo la discreción... el respeto...

eltemor...

—¡Oh Dios mío! ¡el respeto... el temor... se chancea usted!Positivamente nosotros valemos menos que usted. Mi madre que pretende,yo no sé por qué, que debemos tratarle con una consideración muydistinguida, suplicóme, me inmolara en el altar de su orgullo, y comohija obediente me inmolo.

Expreséle viva y buenamente mi franco reconocimiento.

—Para no hacer las cosas á medias—respondió—he resuelto darle á usteduna fiesta arreglada á su gusto: así, he ahí una bella mañana de verano,bosques y claros con todos los efectos de luz deseables; pájaros quecantan bajo el follaje, una barca misteriosa, que sobre las ondas sedesliza... Usted que tanto ama esta especie de historias, deberá estarcontento.

—Encantado, señorita.

—¡Ah, es una felicidad!

Efectivamente, en aquel momento me hallaba bastante satisfecho de misuerte. Las dos riberas entre las cuales nos deslizábamos, estabancubiertas de heno recién cortado, que perfumaba el aire. Veía huir denuestro alrededor las sombrías avenidas del parque, que el sol de lamañana sembraba de brillantes regueros de luz; millones de insectos seembriagaban con el rocío en los cálices de las flores, zumbandoalegremente.

Frente á mí se hallaba el buen Alain, que me sonreía á cada golpe deremo, con aire de complacencia y protección: más próxima, la señoritaMargarita vestida de blanco contra su costumbre, bella, fresca y puracomo una azucena, sacudía con una mano las húmedas perlas que la mañanasuspendía en el encaje de su sombrero, y presentaba