La Niña Robada by Hendrik Conscience - HTML preview

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—¿Quién soy? ¿Quién soy?...—repitió la viuda casi loca y con unavehemente imprudencia—. ¿Quién soy?... El secreto de mi amor, de mivida. Yo soy tu... ¡Oh! ¡Dios mío! ¡qué locura iba a hacer!

Y retrocedió temblando.

Elena, cuyo corazón hacía temblar el presentimiento de una revelaciónsuprema, tendió las manos en la obscuridad, haciendo un gestosuplicante; pero Marta había recuperado un poco de sangre fría ymurmuró, mientras depositaba otro beso más en la frente de su hija:

—No, no, no ha llegado todavía el momento de la revelación.

Cállate,luz de mis ojos, mi esperanza, mi felicidad, no me preguntes nada. No meconocerás hasta el momento de la liberación. Mañana, Laura; mañana,Elena; sabrás qué vínculos nos unen... Tengo que apartarme de ti, hijamía; podría sucumbir a una tentación que nos sería fatal a las dos.Duerme, duerme en paz... mañana un nuevo sol lucirá para ti y para mí.

Y huyó rápidamente del cuarto, cerrando la puerta tras sí.

VI

Las sombras eran intensas; los campos y los bosques estaban cubiertos detiniebla; pero ya una claridad dudosa temblaba en el horizonte; laaurora iba muy luego a aparecer y a llenar el espacio con la luz doradade una mañana espléndida.

En aquel momento, el follaje de las encinas verdes se abría detrás de lacasa de Andrés, el guardabosque. Una sombra de mujer surgió entre losarbustos espesos que flanqueaban el camino. Se detuvo, miró condesconfianza hacia todos los lados, trató de penetrar con la mirada laobscuridad gris y se deslizó lentamente hacia la casa del guarda.

Entró en el jardín por una abertura de la cerca, se aproximó a unapequeña ventana, golpeó en ella misteriosamente y dijo con la voz pegadaa los vidrios:

—¡Catalina! ¡Catalina!

Abrióse la puerta.

—¿Sois vos, Marta?—dijo la mujer del guardabosque, sorprendida—¡Diosmío! ¡y todavía es de noche! ¿Qué es lo que os pasa?

—Apresuraos, venid pronto; tengo que hablaros en seguida—

balbuceó elaya.

Al cabo de cinco minutos, Catalina abrió la puerta, y apareció junto consu marido en el jardín.

—¡Vos aquí, Marta, a estas horas!—dijo—. ¿Os han obligado a salir delcastillo antes que fuera de día?

La viuda le echó los brazos al cuello, la atrajo a su pecho y lemurmuró:

—¡Catalina! ¡ah, Catalina! ¡Dios me ha dado la victoria! Que me protejaaún durante algunas horas, y mi Laura será libre para siempre. ¡Hoypodrá llamarme madre, delante de todo el mundo!

—¡Cómo! ¿Qué queréis decir?

—Callaos, Catalina, vuestro marido podría oírnos. Quiero estar sola convos.

—Vamos, entrad, Andrés cuidará la puerta.

Catalina habló un momento a su marido y luego entró en la casa con laviuda. La condujo a una pieza aparte, cerró la puerta, y le tomó lasmanos diciendo:

—Aquí nadie puede oírnos, Marta. Satisfaced mi ardiente curiosidad.¡Vuestra Laura quedará hoy libre! ¡Quiera Dios que vuestra esperanza serealice!

La viuda le contó en pocas palabras y de prisa lo que había sucedido;cómo habían resuelto encerrar a su hija en una casa de sanidaddesconocida; lo que había sufrido ante ese peligro extremo; cómo,inspirada por la desesperación, había osado intentarlo todo, y cómo elintendente, después de una larga resistencia, le había entregado laprueba de su derecho de madre, y del rapto de su hija.

Más de una vez, durante aquel rápido relato, Catalina había lanzado, apesar suyo, un grito de admiración y de triunfo; pero luego, calmada yllamada a silencio por la viuda, se puso a llorar, y lágrimas defelicidad corrían por sus mejillas, en la obscuridad.

—Calmaos, Catalina, el tiempo para mí es precioso—dijo la viuda—.¿Comprenderéis ahora por qué vengo aquí? Estando en posesión de estedocumento, no me atrevo a permanecer en el castillo. Mathys y la condesame lo quitarían por la violencia y hasta cometerían un nuevo crimen, sifuera preciso. Yo sólo soy una mujer y necesito del auxilio de loshombres para defenderme de los enemigos de mi hija. Voy a la casa deFederico Bergams; su tío es notario y él conoce las leyes. Me dirán loque tengo que hacer, y vendrán conmigo a Orsdael a oponerse a la partidade Elena. Vive a dos leguas de aquí; es de noche, no conozco loscaminos, tengo miedo de que me suceda algo. Vuestro marido puedeacompañarme y conducirme... No temáis nada, Catalina; es el últimosacrificio que os pido, y sea cual fuere el resultado definitivo de lalucha, os recompensaré y aseguraré vuestra suerte, hasta el fin devuestros días...

—¡Vos recompensarme!—dijo Catalina con tristeza—. No está bien que mehabléis así. Mi mayor recompensa es vuestra felicidad.

—Ya lo sé, amiga mía; pero vuestro marido no puede ser víctima devuestra generosidad. No discutamos a ese respecto.

Yo tengo que partirde aquí; pueden notar mi ausencia, buscarme, perseguirme, ¡oh Dios mío!¡si me sorprendieran, podrían todavía arrancar la libreta de mi hija, mivida!

—Voy a confiaros a mi marido; fiad en él, Marta; llevará su fusil y osdefenderá si es necesario a costa de su sangre.

Cuando el guardabosque entró en el cuarto, su mujer le dijo:

—Andrés, es preciso que partas en seguida con el aya. Está encargada deuna misión importante, y como es de noche todavía, y los caminos no seanquizá seguros para una mujer, la condesa quiere que la acompañes.

—Está bien, mujer. En dos minutos me pongo la blusa y estoy listo.

—La señora va a casa de Federico Bergams. Eso te parecerá raro,¿verdad?

—Nada de eso. Poco me importa donde me mande la condesa—respondió elguardabosque, listo para partir.

—Un momento—dijo Catalina—. El mensaje que la señora va a cumplir, esun secreto. Nadie debe verla ni encontrarla, por lo menos hasta medialegua de distancia de Orsdael. La llevarás, pues, por caminos apartadosy por el bosque.

—Muy bien—dijo el guarda, subiendo una pequeña escalera para ir avestirse.

—Pero decidme, Marta—murmuró la campesina después de un momento desilencio—. ¿Quién os abrió la puerta del castillo?

—Nadie, Catalina; bajé por la ventana de mi cuarto.

—¡Cómo! ¿desde tan alto? ¡Pero eso es imposible!

—Pues creedme, Catalina—respondió el aya—; así que me encontré solaen mi cuarto, con la prueba inestimable sobre mi corazón, me fuéimposible tener un momento de reposo.

Temblaba, el sudor de la angustiacorría por mi cuerpo.

Hostigada por el miedo, por el mortalconvencimiento de que Mathys aparecería para que le devolviera eldocumento, calculé, inclinando la cabeza en la ventana, la altura delsalto que tendría que dar para escapar de aquel peligro inminente. Elmenor ruido me hacía temblar, el grito de un pájaro casi me hizodesvanecer de angustia. ¡Oh! tenía en mi pecho la salvación de mi hija yestaba todavía en poder de mis tiranos. No podía permanecer en aquelladolorosa perplejidad, y quizá, ofuscada hasta la locura, por un ruido enel corredor, iba a precipitarme hacia el vacío, cuando se me ocurrió unaidea salvadora. Uní las sábanas de la cama con un fuerte nudo, las até ala baranda de la ventana y traté de bajar al suelo. La vehemencia deldeseo me prestó una fuerza sobrenatural, y mi ángel bueno me protegiósin duda, porque las sábanas eran demasiado cortas y caí de una granaltura, sin herirme, sin embargo. Después, deslizándome a lo largo delas paredes, corrí hasta el puente. Lo atravesé, eché a andar entre losarbustos y las zarzas hasta que...

La llegada del guardabosque interrumpió su explicación.

Andrés descansódespacio la culata de su fusil en el suelo, y dijo:

—Señora, estoy pronto; cuando gustéis.

En la puerta las dos mujeres se abrazaron y cambiaron algunas palabrasmás; después Marta siguió al guarda a través del bosque.

Andrés condujo al aya por senderos cubiertos y dió muchos rodeos paraevitar las carreteras. Permanecía silencioso, y sólo hacía algunaadvertencia en voz baja, cuando algún paso o algún pozo interceptaba elpaso.

Después de media hora larga, condujo a la viuda por un camino ancho. Laprimera luz del alba empezaba a esparcirse en el espacio, y ya podíandistinguirse los objetos a través da la niebla.

—¿No corremos el riesgo de encontrar a alguien por aquí?—

preguntó laviuda.

—No me parece, señora. Todavía es muy temprano—

respondió el guarda.

—Si me viese alguien que fuera a Orsdael—suspiró Marta.

—El camino es recto, señora; miraré a lo lejos; si alguien viene nosinternaremos en el bosque.

—Este misterio tiene que sorprenderos, amigo mío; pero antes demediodía conoceréis la causa.

—No es necesario. Yo hago lo que me mandan y no me meto en lo demás.

—Están pasando cosas muy extrañas en Orsdael, y pronto se produciránallí sucesos extraordinarios que llenarán a todos de asombro. Vos soisun hombre bueno y fiel y seréis recompensado.

—¡Cosas extrañas! Sí, sí; pero no es cuenta mía... Camináis ligero,señora.

—El mensaje que llevo es urgente, amigo mío; pero si os sentíscansado...

—No, no; es una observación. Puesto que lo deseáis, apresuraré el paso.

El guarda, para demostrar que no se cansaba tan pronto, alargó el paso ycontinuó con tanta rapidez, que la viuda apenas podía seguirlo, aunqueaquella rapidez secundaba sus deseos.

Marta pronunciaba de tiempo en tiempo palabras para interrumpir elsilencio y mostrarse reconocida para con su guía; pero éste, creyendoque cumplía, en circunstancias importantes, una orden de la condesa, norespondía sino con un sí o un no y cortaba en seguida la conversación.

Entretanto el cielo se iba aclarando poco a poco, y cuando por fin sevió el campanario de la iglesia que les indicaba como un faro el términode su viaje, el sol, surgiendo del horizonte, circundaba toda lanaturaleza con su luz esplendorosa.

Se habían cruzado en el camino con algunos campesinos que, con la azadaal hombro, se dirigían al trabajo de los campos.

Cuanto más se acercabana la aldea, más gente encontraban; pero como Marta se consideraba yalibre del alcance de sus enemigos, no reparó en las miradas de sorpresade los campesinos y siguió su camino hasta que el guardabosque se detuvodelante de una gran casa y le dijo sonriendo:

—Señora, ésta es la casa del señor Bergams; ¿puedo volverme a Orsdael?

—Sí, volveos a vuestra casa, amigo mío—respondió la viuda.

Pero, cambiando de opinión, dijo en seguida:

—No, no, permaneced aquí; no podéis volveros a Orsdael.

—Pues entonces, señora, con vuestro permiso, cerca de aquí hay unmesón. Si me llegáis a necesitar, hacedme llamar allí.

Una vieja sirvienta abrió la puerta, y preguntó mirando al aya con ojosescrutadores:

—¡Ah! es para un testamento. ¿No es eso? Entrad, el notario todavíaduerme; voy a despertarlo.

Marta le dijo al entrar:

—Buena mujer, os equivocáis; deseo hablar al joven señor Bergams.

—¿Tan temprano?

—Y en seguida.

—Es que no sé, no me atrevo—dijo la sirvienta con desconfianza—. Elseñor está acostado todavía. ¿No podríais esperar una media horita?

—No, os ruego que vayáis en seguida y digáis al señor Federico que elaya del castillo de Orsdael ha venido a hablarle de cosas importantes.

—¡El aya de la señorita de Bruinsteen!—exclamó la sirvienta consorpresa—. ¡Oh, ya comprendo! Sí, sí, voy a llamarlo.

Sentaos, señora.Es preciso darle al menos tiempo para vestirse.

VII

Mathys había pasado una mala noche. Aunque estuviera muy agitado por losacontecimientos del día, la fatiga lo había sumido en un pesado sueño,que no fué turbado hasta el otro día a la mañana por espantosaspesadillas.

Cuando el sol se hubo alzado, cuando la campana del castillo llamó a losobreros al trabajo, Mathys despertó con la frente cubierta de sudor.Trató de volverse a dormir, pero el recuerdo de las imágenes horrorosasque había visto en sueño le asediaba aún el espíritu y hacía latir sucorazón con violencia. Saltó fuera del lecho y se vistió a la vez quemurmuraba entre dientes:

—¿Qué temor absurdo me agita? Era un sueño, un sueño espantoso,insensato. Marta me estima, sus intereses son los mismos que los míos.¿Por qué me engañaría? No, no, pues haría pedazos su felicidad sin razónni provecho para ella. En todo caso, he cometido una imprudencia.¡Entregarme así indefenso a una mujer! ¿Estaría embriagado o habríaperdido el juicio?... La condesa tiene la culpa de todo. El odio que metiene debe ser muy grande para que la haya impulsado a cometer un actotan perverso y estúpido. Revelarle a una persona extraña el secreto delque dependía su propia fortuna, su honor, su vida. Es incomprensible, ysi la duda fuera posible, diría que Marta me ha mentido descaradamente.Pero nadie en la tierra sabe de este desgraciado asunto más que lacondesa y yo. Es ella, pues, la que nos ha traicionado. ¿Cómo mevengaré? Quiero verla arrastrarse otra vez a mis pies antes de lapartida de la loca... Pero, ante todo, iré a pedirle a Marta que medevuelva la prueba; sin esa arma soy impotente. ¡Oh, vamos a verlo! Lacondesa me dará cuenta de su infame complot.

Al decir estas palabras, se dirigió al cuarto de la viuda y golpeó a lapuerta. Esperó un rato, volvió a golpear y dijo:

—Marta... Marta... soy yo. Esperaré que estéis vestida; pero os loruego, respondedme.

El silencio más completo siguió reinando en su derredor. Una raraansiedad lo dominó...

Llamó al aya en alta voz y golpeó con el puño contra la puerta; pero fuéen vano, el cuarto permaneció silencioso como una tumba.

Un grito de espanto se le escapó al intendente, que se puso lívidoaunque

tratara

de

tranquilizarse

diciéndose

que

probablemente Marta sehabía levantado temprano.

Estas últimas palabras hicieron renacer una sonrisa de alivio en loslabios del intendente.

Bajó la escalera corriendo y le preguntó al portero si no había vistoal aya. Este le respondió negativamente; le nombró todas las personas,obreros o no, que habían salido del castillo, y le aseguró que nadie máshabía salvado la puerta, puesto que él tenía la única llave y no sehabía movido de allí desde el llamado de la campana.

Estas últimas palabras hicieron reaparecer una sonrisa de alivio en loslabios de Mathys. El aya estaba, pues, en el castillo, porque no existíaotra salida que la portalada. Sin embargo, no estaba tranquilo y se pusoa recorrer la casa de arriba abajo, preguntando a todo el mundo si habíavisto bajar al aya. Recordó que Marta había expresado la intención de ira hablar temprano con la condesa; se disponía, pues, a subir la escaleraque conducía al departamento de la señora de Bruinsteen, cuando lacamarera le detuvo, diciéndole que acababa de ver a su señora, sumida enel más profundo sueño. Mathys recorrió todo el edificio hasta lasbuhardillas. La inutilidad de sus esfuerzos le llenaba de una inquietudinexplicable. Quizá Marta estuviera enferma, quizá las sacudidas de lavíspera habían perturbado violentamente su sistema nervioso. Alasaltarle esta idea, corrió tras la sirvienta y le dijo:

—Ve a ver a la señora, y pídele las llaves de las piezas del aya.

Lasnecesito en seguida, iré a buscarlas yo mismo. Corred, volad, es precisoque la señora se levante. ¡Puede que haya sucedido una desgracia!

La sirvienta trajo dos llaves; sin escuchar lo que quería decirle departe de la condesa, Mathys subió la escalera corriendo. Abrió la puertadel cuarto de Marta y echó una ojeada sobre el lecho.

Estaba vacío.

Pálido y trémulo, puso la llave en la cerradura, de la segunda puerta.Vió a la joven sentada en una silla en el fondo de su cuarto; ya estabalevantada y vestida, a pesar de la hora tan insólita. Tenía, pues, quesaber lo que había pasado.

Mathys se acercó a la joven, la miró con los ojos hechos ascuas yexclamó, apretándole las muñecas hasta deshacérselas:

—Ten cuidado, dime la verdad, porque si me engañaras, sería capaz detodo... ¿Dónde está el aya?

—No lo sé—balbuceó la joven, que temblaba de miedo.

—Imprudente, no me mientas o te aplasto bajo mis pies.

¿Dónde estáMarta?

—Tened compasión de mí; yo no lo sé, señor. Aunque me quitarais la vidayo no podría deciros otra cosa.

—¿Por qué estás levantada y vestida?

—Porque me despertó un ruido extraño, señor.

—¿Qué ruido?

—Un golpe, como si alguien hubiera caído...

Pero la joven se asustó, pensando que si decía la verdad podía exponera su benefactora a un peligro. Se puso a balbucear y dijo:

—Un ruido, un crujido...

—No me hagas hervir la sangre, ¡desgraciada!—dijo Mathys—. Vamos,¿qué es lo que has oído?

—Sin duda a los pájaros nocturnos en la torre.

El intendente estaba seguro de que la joven sabía las cosas, y no lasquería decir; conocía su inflexible tenacidad y la idea de quepermanecería indomable lo hizo arder en furor. Volviéndose hacia lapuerta, le gritó con acento atronador:

—¡Espérate un momento y ya verás si te hago hablar!

Iba a salir del cuarto, cuando notó en el suelo un papelito doblado quehabía sido empujado por la puerta cuando él la abrió.

Desdobló el papel y leyó estas líneas escritas en lápiz con manotrémula. «Elena, parto para salvarte. Suceda lo que suceda, no temasnada. Mi promesa será cumplida. Dentro de dos horas quedarás libre parasiempre.»

Mathys miró el papel durante algún tiempo con aire extraviado, despuéslanzó un grito de rabia y corrió al otro cuarto, buscando algún objetocon qué golpear a la pobre Elena; su mirada tropezó con la ventana y viólas sábanas atadas a los barrotes de hierro.

—¡Se ha ido! ¡Huyó esta noche!—exclamó—. ¡Ya está a varias horas deOrsdael! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Y se lleva mi vida! ¡Estoy perdido!¡Estoy perdido!

Ebrio de cólera, azorado por el terror, se precipitó sobre la joven, latomó de los hombros, la sacudió violentamente y le preguntó:

—¿Dónde está Marta?... ¿Qué es lo que te ha prometido?...

¿Qué es loque quiere hacer? ¡Habla o te mato!

Pero la joven volvió la cabeza, dobló la espalda y permaneció muda,aunque el intendente repitiera varias veces su amenaza; en su furor legolpeó con el puño la espalda y la cabeza y luego salió del cuarto,jurando y blasfemando. Se detuvo, sin embargo, en el corredor y se pusoa reflexionar sobre su crítica situación.

Estaba pálido como la muerte,vacilaba sobre sus piernas, las ideas se confundían en su cabeza. ¿Cuálpodía ser la intención de Marta? Quería sin duda vengarse de la condesaque la había maltratado; pero no se daba cuenta, la insensata, de queiba a perder al mismo tiempo a su amigo y protector.

Bajó la escalera y entró en la sala, donde encontró a la sirvienta, laque le dijo que la señora estaba ya levantada e iba a bajar en seguida.

Se dejó caer en una silla, angustiado de nuevo por sus terriblesperplejidades. Todavía quedaba cierta duda en su espíritu. El aya nopodía quererle mal, y sin duda no se había dado cuenta de lasconsecuencias de lo que iba a hacer. Quizá le fuera posible todavíaimpedir la revelación del secreto, porque Marta seguiría sus consejos,así que él pudiera hablarle. En esa certidumbre, resolvió no decirlenada a la condesa, que se había dejado arrancar por Marta la prueba dela substitución de criaturas. Estaba profundamente avergonzado deaquella imbecilidad, estando bien seguro, por otra parte, de que lacondesa no le temería ni le tendría la menor consideración, así quesupiera que aquella arma no estaba en sus manos.

Cuando la señora de Bruinsteen entró en la sala, vió que había lágrimasen los ojos del intendente.

—¿Estáis llorando, Mathys?—le preguntó asustada—. ¿Qué ha sucedido?La sirvienta me ha hablado de una desgracia; pero confío en que no os hasucedido nada, ¿verdad?

El intendente echó llave a las dos puertas y deteniéndose con los brazoscruzados y los ojos echando llamas ante la condesa:

—¡Sentaos, señora! ¡Sentaos, os lo ordeno! Habéis cometido una cobardetraición; quiero ser vuestro juez, vuestro juez inexorable. ¿Qué lehabéis dicho a Marta?

—Pero, ¿qué significa esto?—murmuró la condesa retrocediendo—. ¡Medais miedo!

—Respondedme, respondedme—bramó Mathys, mirándola en los ojos, con losdientes apretados y los labios contraídos—.

¿Qué le habéis dicho ayer aMarta?

—Pero, por Dios, ¿qué os pasa?—balbuceó la condesa de Bruinsteenasustada—. Se diría que queréis asesinarme. No deis un paso más porquegrito pidiendo auxilio.

—Si dais un sólo grito, os rompo la cabeza—gritó el intendente fuerade sí—. Respondedme en seguida.

—¿Qué le dije al aya? ¡Oh, poca cosa, Mathys! Es cierto que le dije queElena iba a ser llevada hoy a la casa de sanidad.

—No, no ha sido eso.

—Pero hasta le oculté el nombre del establecimiento a que va a serllevada.

—¡Despreciable, hipócrita!—exclamó Mathys—. ¡Queréis ahorraros laconfesión de vuestra falsía! Voy a arrancaros la careta, señora; lo sétodo.

—¿Qué sabéis? Os lo ruego, hablad más claro, me hacéis temblar.

—¿No le revelasteis a Marta el secreto del nacimiento de Elena?

—¡Yo! ¡Qué idea tan insensata! ¿Cómo se me podría ocurrir perderme a mímisma?

—¿No le habéis dicho que Elena es hija de un oficial de húsares y quefué robada a una nodriza cerca de Bruselas?

—¡Qué pregunta! A Dios gracias, no se me escapó una palabra a eserespecto.

—¡Qué impavidez y qué osadía! Pero la denegación es inútil.

Habéisquerido vengaros de mí y le habéis dicho a Marta que la niña fuéconducida al castillo sin que vos lo supierais. De ese modo, cobardementirosa, queréis hacer pesar sobre mí solo la falta; pero os habéisengañado. La cárcel...

—Callaos, callaos, ¡imprudente!—exclamó la condesa—.

Podrían oíros.¿Qué pesadilla os ha revuelto de ese modo la cabeza? Estáiscompletamente ofuscado. ¿Que yo le he revelado a Marta el secreto delnacimiento de Elena? ¿Que yo he vendido mi libertad y mi honor parasatisfacer mi venganza contra vos?

Pero, ¿no veis que eso es absurdo eimposible?

—¡Traidora!—bramó Mathys.

—No queréis creerme—prosiguió la señora de Bruinsteen—.

Si llegáis aprobarme que he dejado sospechar ese secreto por una sola palabra, osdoy la mitad de mi fortuna... ¿Os reís? ¿No os parece bastante? Si meconvencéis de esa estupidez tan cobarde, os doy el derecho ante Dios yante los hombres de vengaros de mí, aunque sea matándome.

Al oír estas palabras, pronunciadas con una energía que no dejaba lugara dudas, Mathys dejó caer la cabeza sobre el pecho.

Convencido al fin deque había acusado a la condesa sin razón, se sintió embargado por unadesesperación profunda; se estremeció de vergüenza al pensar que sehabía dejado arrastrar por un ciego amor, a hacer una revelación fatal,y que él era el único traidor para con su cómplice. Resolvió másfirmemente que nunca el no confesar que había confiado la prueba delcrimen a Marta. Aunque lo dominara el miedo tenía la confusa esperanzade que el aya no quería hacer nada contra él.

Pero, como esta esperanzaera muy dudosa, un sudor frío bañaba la frente del intendenteconsternado.

—Vamos, mi buen Mathys—dijo la condesa—, estáis enfermo. Tengo piedadde vuestros terrores inexplicables. Tratad de calmar vuestros sentidosagitados. Hay un medio infalible de convenceros de que vuestrassospechas eran infundadas. Voy a hacer llamar a Marta.

—¡Es inútil!—exclamó el intendente—. Marta ya no está en Orsdael.Esta noche ató las sábanas a las varas de su ventana, y huyó delcastillo. Sabe Dios si ya no está a cuatro o cinco leguas de aquí...¡Con nuestro secreto! ¡Ay de nosotros! ¿Qué nos irá a suceder?

La condesa lo miró un momento en silencio, como aturdida por la noticia.

—¿Huyó? ¿El aya ha huído durante la noche del castillo?—

murmuró—.¿Por qué? ¿Qué queréis decir?

Se aproximó a Mathys con expresión de cólera contenida y preguntó convoz severa:

—Ha huído con nuestro secreto, ¿habéis dicho, señor? ¿Qué significaesto? ¿Habéis sido lo bastante indiscreto para confiárselo?

—Era inútil; lo sabía todo.

—Pero, ¿por quién? ¿Quién se lo había dicho? Como no fuí yo, tenéis quehaber sido vos. ¡Ah! Cuántas veces temí que vuestro estúpido amor poresa mujer nos trajera una desgracia; pero nunca pensé que llegarais aencegueceros hasta ese exceso de locura y de crimen...

—Siento que se me va la cabeza. No sé lo que me pasa—dijo sollozandoel intendente, completamente anonadado—. Es un enigma que llena deespanto; yo no le dije nada; vos tampoco le hicisteis revelación alguna.¿Cómo se explica entonces que lo sepa todo? ¿Existe en el mundo algunaotra persona que sepa nuestros secretos?

—Nadie más que nosotros... Pero no os comprendo—dijo la condesa—.¡Estáis sombrío y espantado, como si vuestra condena resonara ya envuestros oídos! ¡Os creía más valiente, Mathys! ¿Qué importa lo que hasucedido? ¿Que Marta se pondrá, a propalar que Elena no es mi hija? Puesbien, yo sostendré que me calumnia, y en caso de necesidad la demandaré,para que repare ese ultraje a mi honor. Nada más sencillo; no quedan nipruebas ni testigos, y aunque le hubierais revelado el secreto, bastarádecirle que miente descaradamente.

El intendente exhaló un profundo suspiro, pero no dijo nada.

Después de unos instantes de silencio, la señora de Bruinsteen murmuró:

—¡Qué aventura tan sorprendente! Me torturo el espíritu para adivinarqué es lo que se propone Marta. ¡Huir de esa manera en medio de lanoche! Eso debe ser alguna otra tentativa de Federico Bergams. ¿Elenaestá en su cuarto?

—Sí, sí, la señorita está en su cuarto—respondió buscando algo en elbolsillo—. Mirad, le habían deslizado esta carta por debajo de lapuerta. Quizá esto os explique las intenciones de Marta.

La condesa tomó el billete y lo leyó. Al principio sus labios secontrajeron de rabia; pero en seguida una sonrisa irónica apareció ensus labios.

—«Parto para salvarte. Dentro de algunas horas serás libre parasiempre»... ¡Ah