La Montaña by Élisée Reclus - HTML preview

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No se transforma únicamente la montaña en llanura por las erosiones quele hacen sufrir lluvias, heladas, nieves resbaladizas y aludes; tambiénconsiderables fragmentos se desgarran violentamente para hundirse depronto. Es frecuente semejante catástrofe en las partes del monte dondelos estratos, enderezados ó inclinados, están muy separados unos deotros por materias de diferente naturaleza que el agua puede ablandar ódisolver. Si estas substancias intermedias llegan á desaparecer, lashiladas, desprovistas de apoyo, se derrumbarán en el valle tarde ótemprano. Al lado de los grandes tajos, forman, después de caídos estosrestos, un cerro, un montecillo ó hasta una montaña secundaria.

Una cima elevada, á la cual gustaba yo de trepar por su aislamiento y laaltiva belleza de sus aristas, me había parecido siempre (como la cumbreprincipal) una roca independiente, sujeta por sus profundos cimientos ála tierra subyacente, y no era, sin embargo, más que un desprendimientode la montaña vecina.

Lo conocí un día en la posición de las capas y enel aspecto de los planos de fractura visibles aún en las dos paredescorrespondientes. La masa derrumbada que llevaba consigo aldeas, campos,bosques y pastos, no había hecho, después de la rotura, más que girarsobre su base y dar vuelta sobre si misma. Una de sus caras estabahundida en el suelo, y por el otro lado se había desarraigado en parte.Al caer había cerrado la salida de un valle, y el torrente, que en otrotiempo corría pacíficamente por su fondo, había tenido que transformarseen lago para cegar la hoya en que estaba encerrado y de donde vuelve ábajar hoy en corrientes y cascadas sucesivas. Sin duda ocurrieron estoscambios antes de estar habitado el país, porque la tradición no haconservado el acontecimiento. El geólogo es quien cuenta al aldeano lahistoria de su propia montaña.

Cuanto á los desmoronamientos de menor importancia, á esas caídas derocas que, sin transformar aparentemente el aspecto de la comarca, nodejan de destruir los pastos, ni de aplastar á los pueblos con sushabitantes, no necesitan los montañeses que se los describan;desgraciadamente, hartas veces han presenciado tan terribles sucesos.Generalmente lo suelen conocer por anticipado. El impulso interior de lamontaña que trabaja, hace vibrar incesantemente á las piedras en todala pared; guijarros medio arrancados se separan primeramente y ruedansaltando á lo largo de las pendientes; masas de mayor peso, arrastradasá su vez, siguen á las piedras, dibujando como ellas poderosas curvas enlos espacios; después les toca á lienzos enteros de roca; todo lo quedebe derrumbarse rompe los lazos que lo unían al sistema interior de lamontaña, y de pronto espantoso granizo de peñascos cae sobre la llanuraestremecida. El estrépito es inenarrable; parece la lucha de cienhuracanes. Hasta en mitad del día, los trozos de roca, mezclados conpolvo, tierra vegetal y fragmentos de plantas, obscurecen completamenteel cielo. Y á veces, siniestros relámpagos producidos por peñascos quedan unos contra otros, brotan de la tiniebla. Después de la tempestad,cuando la montaña no desprende ya sobre la llanura rocas quebradas,cuando la atmósfera ha aclarado otra vez, los habitantes de los camposrespetados se acercan á contemplar el desastre. Casas y jardines,cercados y pastos han desaparecido bajo el horroroso caos de piedras:allí duermen también el sueño eterno amigos y parientes. Unos montañesesme contaron que, en su valle, una aldea destruída dos veces por esosaludes de piedras, ha sido edificada por tercera vez en el mismo sitio.Los habitantes habrían querido huir de allí y elegir ancho valle para sumorada; pero ningún pueblo vecino quiso acogerlos ni cederlos tierras;han tenido que permanecer bajo la amenaza de las rocas suspendidas.Todas las noches algunas campanadas les recuerdan los pasados terrores yles advierten la suerte que quizá les cabrá durante la noche.

Muchas rocas desplomadas que se ven en medio de los campos tienenleyendas terribles; otras hay cuya presa se les escapó. Uno de esosenormes peñascos, inclinado, y con la base arraigada por todas partes enel suelo, se yergue junto al camino. Al admirar sus soberbiasproporciones, su potente masa, la finura de su grano, experimentaba yocierto espanto. Una veredilla que se apartaba del camino, iba derechahasta el pie de una piedra formidable. Allí cerca estaban amontonadosrestos de vajilla y de carbón; la valla de un jardín se parababruscamente en la roca, y acirates de legumbres, medio invadidos por lahierba, rodeaban un lado de la enorme masa.

¿Quién había escogido tan caprichoso lugar para establecer allí unjardín y para abandonarlo luego? Poco á poco fuí comprendiéndolo. Elsendero, la pila de carbón, el jardín habían pertenecido á una casucaaplastada entonces bajo la roca. Supe más tarde que durante la noche delderrumbamiento dormía un hombre solo en aquella casa; despertólesobresaltadamente el estrépito del peñasco, bajando de punta en puntapor la montaña, y salió escapado por la ventana para buscar abrigodetrás del ribazo del torrente; apenas había dejado su habitación,cuando el enorme proyectil se desplomaba sobre la cabaña y la hundíaalgunos metros en el terreno, bajo su peso. Desde su afortunada fuga,reconstruyó el hombre su choza, cobijándola confiadamente en la base deotra roca desprendida del muro formidable.

En más de un valle hay hacinamientos de piedras, las cuales formandesfiladeros por donde difícilmente se abren paso senderos y torrentes.Nada más curioso que el desorden de esas masas mezcladas en laberintosin fin. Arriba, en la ladera del monte, se conoce todavía, por el colory forma de las rocas, el lugar donde se produjo el desprendimiento; peroresulta inexplicable que un espacio de tan corta dimensión aparente hayapodido vomitar en el valle semejante diluvio de piedras. En medio deesos caprichosos y formidables peñascos, al viajero se le antoja aquelloun mundo extraño, en nada semejante al planeta que conocemos, á lasuperficie lisa ó regularmente sinuosa. Alzanse aquí y allá rocassemejantes á fantásticos monumentos, que figuran torres, obeliscos,pórticos almenados, fustes de columnas, tumbas erigidas ó derribadas.Puentes de una sola pieza ocultan el torrente; vénse abismarse ydesaparecer las aguas bajo el enorme arco y hasta su ruido deja deoirse. Entre los monstruosos edificios aparecen formas gigantescas, comolas de los animales fósiles, cuyas osamentas dislocadas se hallanalgunas veces en las capas terrestres. Megaterios, mastodontes, tortugasgigantescas, cocodrilos alados, todos esos seres quiméricos se hacinanen el caos espantoso. Hay millares de piedras amontonadas en eldesfiladero, y cualquiera de ellas podría servir de cantera y bastarpara la construcción de pueblos enteros.

Esos conjuntos caóticos, que miro con tanta admiración, y en cuyaentraña penetro no sin titubear, son poca cosa comparados con algunasmontañas derrumbadas, cuyos restos cubren distritos de gran extensión.Hay masas montañosas cuyos vértices se componen de compacta y pesadaroca que descansan sobre capas fáciles de desmenuzar por las aguas. Ensemejantes masas, las caídas de piedras son un fenómeno normal, como losaludes y la lluvia, y siempre debe mirarse á la cima por si se preparael desprendimiento. En una región no muy lejana, llamada el país de lasruinas, hay dos montañas que, según cuentan los habitantes, combatieronen otro tiempo una contra otra. Ambos gigantes de piedra, animados porun soplo vital, se armaron con sus propias rocas para destrozarse ydemolerse mutuamente. No lo consiguieron, porque aún siguen en pie, peroes fácil de imaginar el prodigioso hacinamiento de peñas que, desdeaquel combate, cubren á lo lejos las llanuras.

A veces el hombre, á pesar de su debilidad, ha querido imitar á lamontaña, con el único fin de aplastar al prójimo. Especialmente en losdesfiladeros, en los sitios en que al estrecho alfoz dominan tajosescarpados, era donde se reunían los montañeses para hacer rodar lospeñascos sobre las cabezas de sus enemigos. De esa manera, ocultos losvascongados detrás de las malezas en las pendientes de las montañas deAltabiscar, esperaban al ejército francés del paladín Roldán, que debíapenetrar en el estrecho paso de Roncesvalles.

Cuando las columnas desoldados extranjeros, semejantes á larga serpiente que se escurre poruna rendija, llenaron el desfiladero, oyóse un grito y desplomóse undiluvio de peñascos sobre la muchedumbre que pasaba por debajo. Elarroyo del valle se aumentó con la sangre que salía de las aplastadascarnes, como el vino del lagar, y arrastró humanos cuerpos y miembrostriturados como arrastraba los guijarros en tiempo de tormenta.Perecieron todos los guerreros francos, confundidos unos con otros ensangrienta masa. Todavía se enseña al pie del Altabiscar el sitio en quemurió el paladín Roldán con sus compañeros, pero las piedras queaplastaron á su ejército tiempo ha que están cubiertas bajo una alfombrade brezos y de juncos.

El resultado de nuestra diminuta labor humana, es poca cosa comparadocon los desprendimientos naturales producidos por la acción de losmeteoros ó á consecuencia del impulso interior del monte. Aun pasadoslargos siglos, los grandes aludes de piedras ofrecen tan revueltoaspecto, que dejan en el espíritu una impresión de horror y de espanto.Pero cuando la naturaleza ha acabado por separar el desastre, los sitiosmás agradables de la montaña son precisamente aquellos en que loescarpado se ha sacudido para llenar de rocas su base. Durante el cursode los siglos trabajaron las aguas, llevando arcilla y leve arena parareconstituir su cauce y formar en las cercanías una capa de tierravegetal; los torrentes han limpiado poco á poco su lecho, royendo óseparando las piedras que les molestaban; el monstruoso pavimentoformado por las rocas más pequeñas se ha cubierto de hierbas,convirtiéndose en pasto montuoso, erizado de puntas; los grandespeñascos se han vestido de musgo y se agrupan acá y allá en pintorescoscollados; grupos de árboles crecen al lado de cada reborde roquizo ysiembran de encantadoras manchas de verdura el grato paisaje. Como elrostro del hombre, cambia de expresión la faz de la naturaleza; á lamueca ha sucedido la sonrisa.

CAPÍTULO VIII

#Las nubes#

Comparada con el tamaño del globo, la montaña, por alta que parezca, esuna simple arruga, menos gruesa en proporción, que una verruga en elcuerpo de un elefante: es un punto, un grano de arena. Y sin embargo,ese relieve, tan mínimo en relación con el gran planeta, baña susladeras y su crestería en regiones aéreas muy distintas de las que en lallanura sirven de residencia á los pueblos. El peatón que en eltranscurso de algunas horas sube desde la base del monte hasta las peñasde la cima, hace en realidad un viaje más grande, más fecundo encontrastes que si empleara años en dar la vuelta al mundo, á través delos mares y de las regiones bajas de los continentes.

Gravita el aire en pesada masa sobre el Océano y las comarcas que tienenpoca altura sobre el nivel del mar, y en las alturas se enrarece yadquiere cada vez mayor ligereza. Centenares y millares de montes elevanen la tierra sus cumbres á una atmósfera cuyas moléculas están dosveces más separadas que las del aire en llanuras inferiores. Cambianallí arriba los fenómenos de la luz, del calor, del clima y de lavegetación; el aire más enrarecido deja pasar más fácilmente los rayoscalóricos, ya desciendan del sol, ya suban desde la tierra. Cuandobrilla el astro en su cielo claro, elévase rápidamente la temperatura enlas pendientes superiores. Pero en cuanto desaparecen, se enfría enseguida la montaña; pierde velozmente con la radiación el calor quehabía recibido. Por eso reina el frió casi siempre en las alturas; ennuestras montañas, hace por término medio un grado más de frió por cadaespacio vertical de doscientos metros.

A los que habitamos en ciudades, estamos condenados á sucia atmósfera,recibimos en los pulmones aire ponzoñoso, respirado ya por otros muchospechos, lo que más nos asombra y nos regocija, cuando recorremos lasaltas cimas, es la maravillosa pureza del aire. Respiramos alegremente,bebemos el hálito que pasa, nos embriagamos con él. Nos parece laambrosía de la cual hablan las mitologías antiguas. Extiéndese ánuestros pies, en la llanura, allá lejos, muy lejos, un espacio brumosoy sucio donde nada puede distinguir la mirada: aquella es la granciudad. Y pensamos con repugnancia en los años que hemos tenido quevivir bajo aquella nube de humo, de polvo y de alientos impuros.

¡Qué contraste entre esa apariencia de la llanura y el aspecto de lamontaña, cuando su cumbre está libre de vapores, y podemos contemplarlaen lontananza á través de la pesada atmósfera que gravita sobre lastierras bajas! Hermoso es el espectáculo, sobre todo cuando la lluvia haarrojado al suelo el polvo flotante y el aire está, digámoslo así,rejuvenecido. El perfil de rocas y nieves resalta con limpidez en elcielo azul; á pesar de la distancia enorme, el monte, azulado tambiéncomo las profundidades aéreas, se dibuja con todos sus relieves dearistas y promontorios; distinguimos los valles, las quebradas, losprecipicios; á veces, al ver un punto negro que se mueve lentamente enla nieve, hasta podemos, con auxilio de un catalejo, conocer á un amigoque trepa á la cima. Después del ocaso, la pirámide aparece con unabelleza espléndida y purísima á un tiempo. El resto de la tierra está enla sombra, el crepúsculo gris vela los horizontes del llano; la tinieblaennegrece ya la entrada de los alfoces, pero arriba todo es alegría yluz; las nieves, contempladas por el sol, reflejan todavía sussonrosados rayos; deslumbran, y parece tanto más viva la claridad cuantoque sube poco á poco la sombra, invadiendo sucesivamente las pendientes,cubriéndolas como con un paño negro. Finalmente, sólo el vértice esbastante alto para ver el sol, dominando la curva de la tierra; seilumina como con una chispa: parece uno de esos prodigiosos diamantesque, según las leyendas del Indostán, fulguraban en la cumbre de lasmontañas divinas. Súbitamente desapareció la llama; desvanecióse en elespacio. Pero no dejéis de mirar; al reflejo del sol sucede el de lospurpúreos vapores del horizonte.

Ilumínase de nuevo la montaña, pero conmás suave brillar. Parece que no existe la roca dura bajo su vestidurade rayos: sólo queda un espejismo; una luz aérea: parece que el soberbiomonte se desprendió de la tierra y flota en la pureza del cielo.

Así contribuye el enrarecimiento del aire en las altas regiones á labelleza de las cimas, impidiendo á la suciedad de la atmósfera bajallegar hasta las cumbres, pero también obliga á los invisibles vaporessalidos del mar y las llanuras á condensarse y á engancharse como nubesen las laderas de la montaña.

Generalmente, el vapor de agua suspendidoen las capas inferiores del aire no se encuentra en cantidad bastanteconsiderable para convertirse en nube y caer trocada en lluvia: laatmósfera en que flota la sostiene en estado de gas invisible. Pero encuanto la capa de aire suba al cielo, llevando consigo el vapor, seenfriará gradualmente, y pronto se revelará el agua, condensada enmoléculas distintas. Parece al principio nubecilla casi imperceptible,un copo blanco en el cielo azul, pero luego á este copo se añaden otros,y constituyen un velo cuyos desgarrones permiten á la mirada que penetreen las profundidades del espacio, y por fin se presentan como espesamasa, arrollándose en cilindros ó hacinándose en pirámides. Algunas deestas nubes se yerguen en el horizonte bajo la forma de verdaderasmontañas. Sus crestas y sus cúpulas, sus nieves y sus hielosresplandecientes, sus sombríos barrancos, sus precipicios dibujan todosu relieve con perfecta limpieza. Lo que hay es que los montes de vaporson flotantes y fugitivos; formólos una corriente de aire, y otracorriente puede destrozarlos y disolverlos. Apenas duran algunas horas,cuando los montes de piedra duran millones de años; pero en realidad ladiferencia no es grande. Con relación á la vida del globo, nubes ymontañas son fenómenos de un día. Minutos y siglos se confunden, cuandose han sumergido en el abismo de los tiempos.

Las nubes gustan de amontonarse alrededor de las rocas que se alzan aldescubierto: á unas las atrae hacia la roca una electricidad contraria ála suya; otras, impulsadas en el espacio por el viento, van á chocarcontra la pendiente del monte, barrera enorme colocada como paraimpedirles el paso; otras, invisibles en el aire tibio, aparecen alcontacto de la piedra fría ó de la nieve. La montaña condensa el vapor ylo exprime del aire. Muchas veces, contemplando un pico ó un promontoriosaliente, he visto las nubecillas nacientes hacinarse en torno á lahelada punta. Elévase una humareda semejante á la que brota de uncráter; pronto envuelve todos los salientes y el monte acaba porcoronarse con un turbante dé nubes tejido por él mismo en el airetransparente. Parece que invisibles manos trabajan en la formación delas tempestades y en la caída de las lluvias. Cuando los habitantes delllano ven á la montaña desaparecer bajo un montón de nubes, presumen, alobservar el tocado del gigante, la fiesta que se les prepara. Cuandochocan en el vértice dos corrientes de aire, ardiente una y fría otra,la nube súbitamente formada se endereza y se arremolina en el cielo: lamontaña es un volcán, y el vapor se escapa incesantemente de ella conuna especie de furor para ir á replegarse en la lontananza celeste,formando inmensa curva.

Nubes desprendidas se esparcen libremente por el espacio, se juntan, sedesgarran ó se deshilachan en el viento, se ensanchan y vuelan ó subenhasta la atmósfera superior, muy por encima de las más elevadas cumbresterrestres. La diversidad de sus formas es mucho mayor que la de lasnubes que ciñen los picos de la montaña, á pesar de que éstos presentanasimismo gran movilidad en sus aspectos. Ora son nubes aisladas á lasque la corriente de aire frío hace cambiar de sitio; y entonces se lasve serpentear por los barrancos ó andar á lo largo de las aristasdesgarrándose en las rocas agudas; ora son nubes grandes que tapan deuna vez toda una pendiente, mientras á través de su masa espesa queaumenta ó disminuye, viaja ó se rompe, se ve de cuando en cuando unacima conocida, tanto más soberbia en apariencia, cuanto que parecevivir y moverse entre los vapores giratorios. Otras veces, las brumasaéreas, superpuestas y de diferente temperatura, aparecen perfectamentehorizontales y distintas, como estratos geológicos, y dan análoga formaá los nubarrones que nacen de ellas, disponiéndolas en fajas regulares yparalelas que ocultan bosques y pastos, nieves y rocas, ó la velan ámedias, como una gasa transparente. Otras veces, la pesada masa de lasnubes borra las cimas, las pendientes superiores, toda la alta montaña,como si el cielo ceniciento ú obscuro descendiera hasta la tierra: elmonte se aleja y se aproxima según el juego de los vapores que seadelgazan y se espesan. De pronto, todo desaparece desde la base hastael vértice; la montaña se ha perdido enteramente entre las brumas,después baja la tormenta desde las cimas, fustiga aquel mar de pesadosvapores y aparece de nuevo el gigante, «negro y triste, entre el vueloeterno de las nubes.»

CAPÍTULO IX

#La niebla y la tormenta#

Nos encontramos como en un mundo nuevo, temible y fantástico á untiempo, cuando recorremos la montaña entre la niebla. Hasta subiendo unsendero trillado, de fácil pendiente, experimentamos cierto miedo alcontemplar las formas que nos rodean, cuyo incierto perfil pareceoscilar en la bruma, que se va espesando y aclarando alternativamente.

Hay que tener mucha intimidad con la naturaleza para no sentir inquietudal verse cautivo de la niebla; el objeto más chico adquiere proporcionesinmensas, infinitas. Algo vago y obscuro parece venir á nuestroencuentro para apoderarse de nosotros. Parece una rama y hasta un árbollo que no es más que un tallo de hierba. Creemos que un círculo decuerdas nos cierra el camino, y luego es una mísera tela de araña.

Undía que la niebla tenía poco espesor, me detuve lleno de admiración anteun árbol gigantesco, que se retorcía los brazos como un atleta en lomas alto de un promontorio. Nunca había yo tenido el gusto de ver árbolmás fuerte y mejor colocado para luchar heroicamente con la borrasca:largo tiempo lo estuve contemplando, pero poco á poco lo ví acercarse ámí y achicarse al propio tiempo. Cuando el sol vencedor disipó laniebla, el soberbio tronco quedó reducido á débil arbolillo nacido enuna cercana hendidura de roca.

El viajero perdido, descarriado entro la niebla, en medio de precipiciosy torrentes, se encuentra en situación realmente terrible; acéchanle portodas partes el peligro y la muerte. Tiene que andar, y andar de prisa,para alcanzar lo antes posible el terreno llano del valle ó laspendientes fáciles de los montes y encontrar algún camino de salvación;pero en la vaguedad de las cosas nada puede servir de indicio y todoparece un obstáculo. A la derecha huye la tierra: se cree estar al bordede un abismo; á la izquierda se yergue un peñasco: su pared pareceinaccesible. Para apartarse del precipicio, se intenta escalar laabrupta roca, se pone el pie en una aspereza de la piedra y se sube dereborde en reborde. Pronto se está como suspendido entre el cielo y latierra. Por fin, se alcanza á la arista; pero detrás de la primera rocase endereza otra de perfil movedizo, indeciso. Los árboles y las malezasque crecen en las fragosidades apuntan en las ramas á través de laniebla de un modo amenazador; á veces, sólo vemos serpentear una masanegruzca en la sombra cenicienta, y es una rama cuyo tronco permaneceinvisible. Nos baña el rostro una tenue lluvia: matas de hierba ymalezas son otros tantos depósitos de agua helada que nos mojan como siatravesáramos un lago.

Entumécense nuestros miembros: nuestro pasopierde la seguridad; estamos expuestos á resbalar en la hierba ó en laroca húmeda y á caer en él precipicio. Terribles rumores suben de lohondo y parecen predecirnos mala suerte: oimos la caída de las piedrasque se desmoronan, el ruido de las ramas cargadas de lluvia que rechinanen el tronco, el sordo trueno de la cascada, y el chapoteo de las aguasdel lago contra la orilla. Vemos á la niebla con espanto cargarse con lasombra del crepúsculo y pensamos en la terrible alternativa de morir defrió ó despeñados.

En muchos climas, la impresión de asombro y hasta de horror que dejanlas montañas en el espíritu, proviene de casi siempre, estar rodeadas denieblas. Hay montaña en Escocia ó Noruega que parece formidable, aunquesea en realidad menos alta que otras muchas cimas terrestres. Se las vecon frecuencia veladas por vapores, revelarse en parte, volverse áocultar, como si viajaran por el seno de la nube, alejarse aparentementepara acercarse de pronto, achicarse cuando el sol ilumina con limpiezasus contornos, crecer después cuando éstos se cargan de nieblas. Todosesos aspectos variables, esas lentas ó rápidas transfiguraciones de lamontaña, la hacen asemejarse vagamente á un gigante prodigioso quemeneara la cabeza por encima de las nubes. Bien diferentes son lasinmutables cimas de fijos perfiles que baña la luz pura del cielo deEgipto, de estas montañas cantadas por los poemas de Ossián. Estas nosmiran; sonríen unas veces, amenazan otras, pero viven nuestra vida,sienten con nosotros, ó por lo menos así se cree, y el poeta que lascanta les da alma humana.

Hermosa por los vapores que la rodean, cuando se la ve desde abajo átravés de una atmósfera pura, no lo es menos la montaña para quien lamira desde lo alto, sobre todo por la mañana, cuando la misma cimaresalta en el cielo, mientras envuelve su base un mar de nubes, que esun verdadero Océano extendido por todas partes hasta donde alcanza lavista. Las olas blancas de la niebla ruedan por la superficie de aquelmar, no con la regularidad de las líquidas, sino con majestuoso desordenen que se pierde la mirada. Aquí se las ve hervir, hincharse en trombasde humo y desparramarse después en copos como la nieve y desaparecer enel espacio; allá se abren como valles llenos de sombras. Acullá haycontinuo remolino, movimiento de olas que se persiguen y se alcanzan encaprichosos círculos. A veces es bastante lisa la faja de vapores; elnivel de las ondas de bruma se sostiene á altura casi uniforme en todoel contorno de rocas que sobresalen como promontorios, y en muchossitios cimas de colinas aisladas se yerguen encima de la niebla comoislas ó escollos. En otras ocasiones, el Océano brumoso se reparte enmares distintos y deja ver por sus desgarraduras el fondo de los vallescomo un mundo inferior que nada tiene de la suave serenidad de lascimas. El sol ilumina oblicuamente todas las volutas de bruma que seelevan en aquel mar: los matices dorados, purpurinos y sonrosados que semezclan con el blanco puro, varían hasta lo infinito la apariencia de laniebla flotante. Proyéctase á lo lejos sobre los vapores la sombra delos montes y varía incesantemente con la marcha del sol. El espectadorobserva con asombro su propia sombra reproducida en el lago de vapor,algunas veces con gigantescas proporciones. Parécele ver un monstruoespectoral, al cual hace mover á su gusto, inclinándose, andando,moviendo los brazos.

Ciertas montañas que se yerguen en el seno del mar azul de los vientosalíseos están casi siempre rodeadas, hacia la mitad de su altura, de unafaja de niebla que oculta casi siempre al viajero, que llegó á la cima,la vista de la llanura cerúlea; pero alrededor de la cima cuyascercanías recorro, las nieblas suben y bajan, cambian, se disuelven alazar, sin que sus fenómenos sean constantes. Después de horas ó días deobscuridad, acaba el sol por perforar la masa brumosa, la desgarra,dispersa sus jirones, los evapora en el aire y pronto se ilumina denuevo bajo la luz vivificante la tierra de abajo que estaba privada dela suave claridad. Pero también sucede que se espesan y se acumulan lasnieblas en nubes apretadas y arremolinadas: se atraen y se rechazan;amontónase electricidad en los vapores acrecentados; estalla la tormentay el mundo inferior se pierde bajo el tumulto tempestuoso.

Ya desencadenada, no siempre sube la tormenta á escalar las alturas quela dominan: permanece frecuentemente en las zonas bajas de la atmósferaen que se formó, y el espectador tranquilamente sentado en la hierbaseca de los altos prados iluminados puede ver á sus plantas á las nubescontrarias batallar enfurecidas. ¡Cuadro tan magnífico como terrible!Lívida claridad exhalan las hirvientes masas; reflejos cobrizos, maticesviolados dan al hacinamiento de nubes el aspecto de un horno inmenso demetal en fusión; parece que se ha abierto la tierra, dejando brotar desu seno un Océano de lavas. Los relámpagos que brotan en lasprofundidades del caos, vibran como serpientes de fuego. La rasgaduradel aire, repercutida por los ecos de la montaña, se prolonga eninacabables tableteos. Todas las rocas parecen lanzar su trueno á untiempo. Oyese al mismo tiempo un murmullo sordo que sube de los camposinferiores á través de las nubes arremolinadas; es el ruido de la lluviaó del granizo, el estrépito de los árboles que se rompen, de las rocasque se hienden, de los aludes de piedra que se desploman, de lostorrentes que se hinchan y mugen, destruyendo los ribazos, pero todosesos estruendos diversos se confunden al subir hacia la serena montaña.Allá arriba no llega más que una queja, un gemido que asciende desde lallanura donde viven los hombres.

Un día que, sentado en una tranquila cima, con hermoso cielo, veía youna tormenta que se agitaba con furor en la base de la montaña, no puderesistir al llamamiento que parecía dirigirseme desde el mundo de loshumanos. Bajé para penetrar en la masa negra de los vapores giratorios;me metí (digámoslo así) en medio de los rayos, bajo la sucesión de losrelámpagos, entre los torbellinos de granizo y de lluvia. Bajando poruna vereda convertida en arroyo, saltaba de piedra en piedra. Exaltadopor el furor de los elementos, por el estampido del trueno, por elcorrer de las aguas, por el mugir de los árboles sacudidos, corría conalegría frenética.

Cuando recobré la calma y encontré lumbre, pan, vestido seco, todas lasdulzuras de la buena hospitalidad montañesa, casi echaba de menos lapoderosa voluptuosidad que acababa de disfrutar allá fuera. Me parecíaque arriba, entre la lluvia y el viento, habla yo formado parte de laborrasca, reuniendo durante algunas horas mi consciente individualidad álos ciegos elementos.

CAPÍTULO X

#Las nieves#

«Blanco, brillante, nevado», tal es el significado primitivo de casitodos los nombres dados á las altas montañas por los pueblos que en subase se sucedieron. Alzando los ojos hacia las cumbres ven por encima delas nubes la centelleante blancura de nieves y de hielos, y suadmiración es tanto más grande, cuanto que los campos inferiorespresentan, por el tono uniforme y obscuro de los terrenos, extrañocontraste con los picos blancos. En lo más riguroso del estío, cuando sealza polvo ardiente de los caminos y el viajero fatigado se para á lasombra, es cuando gusta mirar hacia las heladas masas, que los rayossolares hacen resplandecer como placas argentinas. De noche, un suavereflejo, como el de un mundo lejano, revela las altas nieves de lamontaña. Las pendientes medias, los promontorios inferiores estáncubiertos con frecuencia de capas nevadas. Ya hacia el fin del verano,cuando los torrentes han arrastrado á las llanuras el agua de losaludes fundidos, y los árboles han soltado el peso de la nieve que haciadoblarse á sus ramas, y las mismas matas, calentando el espacio que lasrodea, han conseguido deshacer los copos de nieve que las rodeaban,súbito enfriamiento de la atmósfera convierte en nieve los vapores de lamontaña. La víspera, las estribaciones de los montes y los pastosalpestres estaban completamente libres de escarcha; bien se distinguíael color pardo ó amarillento en las desnudas rocas, del verde en bosquesy prados y del rojo en los brezos. Por la mañana, al despertar, elblanco manto nevado ha cubierto hasta los promontorios salientes.

Sinembargo, ese vestido níveo de que hablan los poetas, está agujereado ydesgarrado por mil partes. Los salientes de la montaña atraviesan esaenvoltura, y los matices sombríos de las rocas, contrastando con lablancura de la nieve, acusan con más claridad los relieves de lasfragosidades. En las hondonadas profundas se han acumulado los copos engruesas capas; en las pendientes rápidas bordan ligeramente lashendiduras como tenue velo de encaje; en los abruptos tajos sóloaparecen de cuando en cuando, como manchas brillantes. Cada arruga de lamontaña puede reconocerse desde lejos en su verdadera forma por laespléndida corriente de nieve que la ocupa; cada roca saliente revelasus protuberancias en las capas nevadas de distinto espesor, quealternan con la roca desnuda. Donde la peña está formada por estratosregulares, la nieve dibuja limpiamente las líneas de separación. Se posasobre las cornisas y cae por las paredes de los derrumbaderos. A travésde toda clase de fragosidades salientes y entrantes se ve alargarse conasombrosa regularidad la línea de las hiladas por espacio de muchasleguas: parecen haber sido superpuestas por manos de un arquitectogigantesco. <