La Montálvez by José María de Pereda - HTML preview

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XIV

Llegó sereno, llamó con brío, preguntó lo que es de costumbre; y sinaguardar la respuesta, para ganar tiempo y economizar trámites, dio sunombre y apellido antes que se los pidieran. Como si sonaran allí a muyconocidos, abriéronle la puerta de par en par; rogáronle que entrara; lecondujeron a un salón que estaba enfrente, y le pidieron el favor de queaguardara unos instantes.

El tal salón era un completo museo de riquezas de buen gusto; pero Ángelno tenía los suyos en disposición de entretenerse contemplando aquellaspompas de la vanidad mundana. Miraba sin ver lo que tenía delante de losojos, y sólo estaba atento a los minutos que corrían sin que saliera laseñora cuyos pareceres iba buscando él allí; porque hasta temía que conuna larga espera en tan extraño lugar se le fueran entibiando lospropósitos y acobardando los bríos.

Y minuto tras minuto, corrió más de media hora hasta que llegó, noLeticia, sino una doncella para rogar al guapo mozo que la siguiera adonde su señora tendría el gusto de recibirle.

Siguiola Ángel muy complacido en que de cualquier modo se pusieratérmino a sus impaciencias; y atravesando salas y pasadizos,detuviéronse ante una puerta medio oculta entre, los paños de un doblecortinaje, quiero decir uno por dentro y otro por fuera. Recogió másuna de las mitades de éste la doncella, y apareció Leticia haciendo lomismo por la parte de adentro. Avanzó Ángel, muy cortés, entre laselegantes angosturas del boquete, y en cuanto pasó al otro lado secorrieron de nuevo las cortinas, y hasta oyó que se cerraba la puerta.

Se quedó muy sorprendido delante de Leticia: parecía una sultana; y estaidea se la sugirió al gallardo visitante, no tan sólo el tipo de lavisitada, que adquiría mayor acento oriental con la caprichosa y ricabata que vestía y el estilo de todos sus restantes ornamentos, sinotambién el lugar en que se hallaba: un salón con anchos divanes, grandescojines, maderas olorosas, alfombras turcas, cueros marroquíes, espejosvenecianos, bronces desnudos, tibores japoneses y ¡qué sé yo! Aquelloera un harén preparado al gusto europeo: sólo faltaban los pebeteros ylas pipas de largos tubos de seda; y así y todo, trascendía el aposento,a molicie africana.

Leticia condujo a uno de los divanes al sorprendido mancebo, que tambiéntenía mucho de oriental entonces con lo lánguido y ojeroso que le habíandejado sus pesadumbres, y se sentó a su lado. Casualidad sería; pero alsentarse quedó fuera de la fimbria de su bata medio piececitoprimorosamente calzado con una babucha de raso, muy escotada, sobre unamedia de seda azul con rayas blancas.

Hubo en seguida lo de «yo no debía recibirle a usted, porque es usted uningrato», y lo de «usted me estima en mucho más de lo que yo merezco»;«usted no viene aquí por tal y cual cosa»; «pues sepa usted que no hevenido sino por esto y por lo otro»; «que sí», «que no», etcétera, etc.;porque, mutatis mutandis, en estos preludios de visita siempre se dicelo mismo y no se adelanta un paso, por más que muden los tiempos y seilustren los actores. Pero, en fin, hablando, hablando, Ángel sorteó conhabilidad los estorbos de la introducción, y llegó lo antes que pudo altema de sus angustias.

Tardó bastante, pero lo expuso bien, sin ocultar un ápice de cuantosabía. De todo habló, unas veces conmovido y otras veces animoso, perosiempre con buen arte; y Leticia, mientras le estaba oyendo, parecíadevorarle con los ojos.

Tanto le interesaba la relación.

—Y bien—le dijo, muy cariñosa, cuando ésta fue acabada—, ¿qué me tocahacer a mí en ese triste proceso?

¿De qué modo puedo yo tener la suertede hacer algo por la causa de usted?

—Por de pronto—respondió Ángel—, diciéndome (porque usted debesaberlo, o no lo sabe nadie) qué hay de cierto en lo que se refiere dela marquesa de Montálvez; si es o no tan... pecadora como se la pinta.

Leticia bajó algo la cabeza, sin dejar de sonreírse, y se rascó unpoquitín la sien derecha con un dedo, muy mono por cierto. Después seenderezó; y mirando valientemente a los ojos mismos, grandes, negros ymelancólicos, de su interlocutor, respondiole:

—En eso de rumores públicos, ¡es tan difícil saber a qué atenerse! ¡Seabusa tanto de ellos!... A Cristo le crucificaron, conque figúreseusted.

Y Ángel tuvo que sonreírse, porque a ello le obligaron esta salida y lasingular expresión de que fue acompañada.

—No es broma, aunque lo parezca—añadió Leticia—.

Las gentes son así:por natural inclinación, muy malas; y el resobado símil de la bola denieve, es la pura verdad a cada hora del día. No afirmaré que mi amigasea una santa;

¿quién lo es ya hoy, tal y como van las cosas en elmundo!

Pero entre no ser santa y lo que de ella se dice... El caso deGuzmán, por ejemplo..., ¿en qué le fundan? En amistades íntimas deltiempo de las mocedades de los dos,

¡como si Guzmán no hubiera sidoantes amigo de otras mujeres!, y en cierta semejanza de fisonomía, queyo no veo, entre Luz y él, y que, aunque exista, nada resuelve...

Luz separece a Guzmán por una casualidad, como pudo parecerse al Nuncio. ¿Ytambién en este caso íbamos a suponer...? ¡Pues decente estaría! En fin,que lo de Guzmán puede ser y puede no ser. Yo creo que no lo es. Lo desu marido... ¿Le eligió ella, por ventura? ¿No se le impusieron? Y ¿enqué se diferencia ese pobre hombre, tan difamado, de otros muchosladrones muy respetables que yo conozco? Pues únicamente en que fue mástorpe que éstos en el oficio de robar. De modo que, a juzgar por lo quese ve en estos y otros varios ejemplos que citar pudiera, la opiniónpública sólo castiga a los grandes bribones cuando no saben serlo. ¡Y aeste tribunal sin conciencia ha de someter usted los honrados consejosde la suya?

—Pues eso mismo pienso yo—exclamó Ángel, enardecido con aqueldictamen tan favorable a su causa.

—Y piensa usted como un sabio—añadió Leticia—y, además, como unvaliente; porque valor se necesita para seguir pensando bien entregentes que piensan y obran tan mal.

—Y de todo lo restante que se refiere de la marquesa—

dijo elimpresionable mozo, más impaciente por llegar a donde deseaba cuanto másllano le ponía el camino su amable interlocutora—, ¿puede presumirsetambién...?

—¿Que tiene escasos fundamentos de verdad?

—Eso mismo...

—Con grandísimas razones. ¿Quién lo ha visto? ¿Quién puede certificarde ello?... Mire usted: la mayor parte de lo que se dice en esesentido, procede de aspirantes desairados; el resto lo inventan los queni para ese triste papel sirven.

Los afortunados, cuando los hay, seguardan muy bien de decirlo; porque si los hubiera, lo publicaran,serían unos majaderos; y la marquesa tiene sobrado buen gusto para que,resuelta a perderse, se dejara caer en tales manos.

—Eso me parece a mí también.

—Y eso es lo que debe parecerle a usted, porque es de sentido común.Así sucede tan a menudo que de ciertas mujeres pecadoras todo se cuentamenos la verdad... Porque hay mujeres pecadoras, ¡y muy pecadoras, amigomío!

—¿Quién lo duda!

—Y las hay de todos los linajes: por pasión, por temperamento, porlujo, por moda..., hasta por necesidad; pero ninguna es tan necia quepublique sus propios pecados por el gusto de dar cebo a las lenguasmaldicientes, y la menos aprensiva trata, por egoísmo de viciosa, de noquitar al pecado el incentivo del secreto. De igual modo tienen queproceder sus cómplices; porque si la misma causa no les indujera a ello,les obligaría, como ya le dije a usted, la necesidad de ser reservadossi querían ser favorecidos.

También esto es de sentido común. Hayexcepciones en la regla, como en todas las demás; pero las excepcionessolas no dan bastante materia, en el caso de mi amiga, para formar unproceso tan voluminoso como el que el público le ha formado a ella..., ya otras amigas suyas también. De modo que, por el precepto establecido,si en la vida de la marquesa de Montálvez hay pecados de esa especie, oson muy pocos, o no los conoce el público.

—¿Y eso es lo que debo creer?—preguntó Ángel con el ansia de todos losque temen que no sea bastante cierto lo que se les asegura.

—Pues ¿para qué se lo estoy contando?—respondiole Leticia riéndose muyde veras.—¿O piensa usted que me divierto en engañarle?

—¡Eso no!—repuso el vehemente mozo, temiendo haber dicho unaimpertinencia—, porque es usted demasiado buena para hallar gusto entales entretenimientos.

—Gracias por la fineza.

—Lo digo como lo siento,... y, si no, ¿cómo la hablara yo de estascosas?

—Es la verdad. Pues adelante.

Ya estaba resuelto aquel punto, y muy a satisfacción del interesado.Faltaba otro de mayor entidad para él; porque el primero le daba apoyosen que fundar buenas esperanzas, pero no le sacaba del atolladero en quese veía, y de esto era necesario tratar inmediatamente.

Mientras en su casa se llegaba a juzgar a la marquesa de Montálvez conel mismo criterio bondadoso con que ellos dos acababan de juzgarla, ¡queya era esperar!, ¿qué hacía el novio de Luz? ¿Continuar acatarrado?¿Visitarla como antes? Y en este caso, ¿la hablaba o no del punto quequedó pendiente la última vez que se habían visto? Y si la hablaba deél, ¿qué la decía? ¿Con qué mentiras la engallaba?

Estos y otros parecidos fueron los nuevos puntos sometidos por Ángel aldictamen de su experta amiga.

La cual, después de enterada, tomó de pronto una actitud enteramentedistinta de las que había tomado hasta entonces; se acercó más a suembelesado interlocutor, y eso que ya estaban bien juntos, y le hablóasí:

—Vamos a ver eso con mucha serenidad. Lo primero que hay que hacer aquíes ponerle a usted en el peor de los casos; quiero decir, en el quellama usted peor.

—¿Y usted no?

—Allá veremos. No hay modo de convencer a sus padres de usted de que lamarquesa de Montálvez no sea la mujer más perdida y más escandalosa delmundo, o se convencen de que es una señora como otra cualquiera; pero seempeñan en que basta su mala fama para que usted no deba casarse, y nose case, con su hija, lo cual es lo mismo para usted. De todos modos seoponen, y hasta le amenazan con las iras del cielo si no son obedecidosen sus píos y honrados mandatos, y usted, que es buen hijo y, aunqueotra cosa piensa ahora, algo temeroso de la opinión pública, se encoge ytiembla y padece, porque no tiene resolución para atropellar losobstáculos devolviendo tesón por tesón y amenaza por amenaza... ¿No esesto?

—Cabalmente.

—Y usted padece, tiembla y se encoge, porque en la batalla se juega aLuz, que es hermosa y dulce y hasta santa, según dicen, y no se resignausted a perder ese tesoro...

Vamos a ver, ¿y qué que se pierda?

—¡Señora!...

—Lo dicho: ¿y qué que se pierda? Es usted muy joven todavía, y por esoignora lo que influye el punto de vista en el conocimiento de las cosas.El amor de Luz es el primero que usted siente, y cree imposible hasta lavida si ese amor se le malogra. Todos los hombres creen y sienten lomismo la primera vez que se enamoran; pero después, andando los años,van cambiando de parecer, y el obstáculo que de novicios se les antojódesventura sin ejemplo, ya con muchas barbas, le consideran como unadádiva de su buena suerte. No lo dude usted: hay algo de inhumano en esode amarrar a un mozo que comienza a vivir al macizo carro delmatrimonio, y decirle: «tira, y anda por ese camino áspero y obscuro quetienes delante, y por donde jamás has andado», porque se cree que elamor lo suple todo, y esto es una lamentable equivocación. En primerlugar, el amor del alma se confunde muy a menudo con los antojos delcuerpo; pero, aunque no se confunda, el amor, o lo que sea, se acabaluego, porque no duran más los incentivos que le producen; o si seconservan, pierden el encanto por la costumbre de verlos; el resultadoes el mismo; lo que se llama amor, desaparece, y la venda se cae; yentonces, cuando los ojos contemplan asombrados lo muchísimo desconocidoque tienen delante, la codicia de ello inflama los apetitos, y el hombremás sesudo y morigerado olvida sus deberes y se hace un glotón de cuantove. Es decir, cae, y de mala manera, que es mucho peor que caer...,porque también los vicios tienen su estética... ¿Se sorprende usted delo que digo?... Pues está usted en la obligación de resignarse, porqueyo no me comprometí a halagar sus ilusiones, sino a darle mi parecerdespués de examinar el punto por todas sus caras. Ahora estamos en lafea... Ya le veremos por otra mejor, si es que la tiene.

Ángel estaba, en efecto, sorprendido, y aun admirado, de ver por dóndetomaba la cuestión su consejera, y hasta de la cara que ésta poníacuando le hablaba, que no era cara de susto, ciertamente: ¿adóndediablos iría a parar por aquellos caminos, tan distantes de los deseosdel enamorado mozo?

Ya se vería. Y comenzó a verlo en el acto, porque enel acto le dijo Leticia, después de contemplarle en silencio unosinstantes, y como substancia y producto lógico de sus apuntadasreflexiones:

—Creo, pues, que no se halla usted en edad ni en condiciones decasarse.

El aludido brincó sobre el diván, y, sin poder contenerse, dijo conmarcado disgusto:

—¡Pero eso es peor aún que defender la causa de mis contrarios!...

—Esto es defender lealmente la causa de usted—

respondió Leticia conacento y mirar blandos y cariñosos—.

Y si no, a la prueba... Perodéjeme usted concluir sin enfadarse. Contando con que usted, si no me lodice, piensa, por sellarme la boca, que sin casarse con Luz, porque laama, no comprende la vida, me anticipo yo a sostener que un amor,aunque sea como el de usted, se cura con otro...

Esto, como reglageneral; pero concretándome al caso presente..., ¡usted, tan joven,tan... (no quiero que me llame lisonjera) tan bien dispuesto para elmundo, rico, independiente, con tan larga y risueña vida por delante!...

Aquí empezó Ángel a sentirse incómodo y desasosegado.

Quiso interrumpira Leticia sin acabar de comprenderla todavía; pero Leticia le contuvocon un ademán enérgico y estas nuevas palabras:

—¡Usted, repito, con todas esas ventajas, llorar como una desventura elrecelo de que se le malogren unos intentos como los que le preocupan! Yodoy hasta por indiscutible que el amor de Luz sea el más hechicero detodos los amores... de la misma clase; pero—y con esto vuelvo a lo quequedó pendiente—¿sabe usted todavía lo que son otros amores? ¿Sabeusted que no son los más sabrosos los que más lo parecen a la simplevista?

Ángel llegó a sentir latidos en las sienes y a cobrar cierto miedo alhablar incisivo y al mirar fulgurante de Leticia; la cual, como si seenvalentonara con los encogimientos de su interlocutor, se tiró más afondo, de esta suerte:

—Usted no sabe aún que los amores, como otras muchas cosas, se mejorancon la salsa de la experiencia; quiero decir que para un paladar de buengusto, son más sabrosos los más experimentados...

Y como al decir esto Leticia, su voz, su mirada, sus ademanes y elagitado ondular de su alto seno revelaran una emoción y un fuego que nopedía el punto que se había comenzado a tratar allí, Ángel receló ya detodo..., hasta de la bata y de las babuchas de Leticia; del motivo de sutardanza en recibirle, y de la ocurrencia de recibirle entre el aparatomoruno de aquella estancia misteriosa; y dejándose llevar de tan malospensamientos, también sospechó de los que pudo tener aquella dama parainsistir un día y otro en que él la visitara a menudo, y aun entreviólos motivos de que la marquesa de Montálvez no tratara a aquella amigacon la afabilidad que a otras suyas...

¿Quién sabe hasta dónde fueron aparar las sospechas del ingenuo mozo en brevísimos instantes!

Lo cierto es que los escozores le llegaron tan al alma, que, sin podercontenerse, se alzó del diván. Entonces Leticia, leyéndole en la actitudlo que le estaba pasando por dentro, quiso salvar su ociosa imprudencia,si es que la había cometido, que yo no lo sé, cambiando súbitamente deaspecto y diciéndole con la mayor serenidad y sin levantarse:

—¡Si no hemos concluido todavía!

A lo que respondió el otro con voz glacial:

—Ya lo veo; pero como el punto que usted toca no es el que yo deseabaventilar... Sin duda, me ha comprendido usted mal, o yo no he sabidoexplicarme bien. De cualquier modo, mil perdones por el tiempo que la herobado, y mil gracias por sus bondades.

Hízola una fría reverencia y se fue, estremecido de espanto alconsiderar que quizás había arrojado todo el rico tesoro de sus cuitasen un hediondo basurero.

Leticia le siguió con la vista; y si el pobre mozo hubiera vuelto lasuya entonces, más grandes habrían sido sus terrores al leer lo queexpresaban los ojos y el continente de su afectuosa consejera.