La Montálvez by José María de Pereda - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

XIV

Si el marqués pudo darse cuenta de que se moría cuando se estabamuriendo de veras, y si, penetrado de esta idea, se conceptuabarelativamente dichoso, porque le sorprendía la muerte en la más alta yesplendorosa ocasión de todas las ocasiones de su larga y aprovechadavida (muerte de guerrero ilustre, sobre el campo de batalla y bajo unabalumba de gloriosos laureles), cosas son muy difíciles de averiguar;pero que si, después de muerto, se le hubiera permitido recobrar la vidapara contemplar la despedida que le hicieron sus deudos y amigos, otraexplosión de su vanidad hubiera vuelto a quitársela de repente, desdeluego puede afirmarse, conociendo, como conocimos nosotros, aquellanaturaleza que se nutría de oropeles y se emborrachaba con relumbrones.¡Tales y tantos fueron los que se consagraron a honrar su memoria entrelos vivos!

No cupo mayor pompa en el escenario en que se representan esas farsas enhonor de las notabilidades de alquimia, y todo se hizo ajustado al mássolemne y ostentoso ceremonial: la exposición del cadáver en la capillaardiente, entre largos blandones y negras colgaduras de tosca bayeta;el triste clamóreo de la prensa periódica rindiendo «el último tributode justicia al prócer insigne, al varón íntegro, al padre amoroso, alciudadano ejemplar, al celoso representante de la patria, al protectorgeneroso de las artes y de las letras, al orador de honrada palabra»,etc., etc., y haciendo la pintura de su muerte inesperada, condescripciones minuciosas de lugares y accesorios, y con glosas ycomentarios de los elogios que momentos antes del triste suceso habíandedicado al aún vivo personaje los hombres más «conspicuos» de lapolítica, de las armas, de las letras y de la banca; el simbólicocatafalco, cargado de emblemas y atributos, tocando casi en las bóvedasdel templo, entre una hoguera de luces sobre ricos y enormescandelabros; las naves atestadas de «mundo»: allí los vistosos uniformesde las más altas jerarquías políticas y militares; allí la severaetiqueta civil, las gentes de la aristocracia y de los «saloneselegantes», y allí, en fin, en apretados grupos, las matronas del «granmundo» ricamente ataviadas de negro, con la mirada repartida entre eldevocionario y la concurrencia, agitando maquinalmente los abanicosmientras, desde el coro, llenaba de resonantes armonías los ámbitos dela iglesia, la mejor capilla de Madrid.

El entierro no había sido menos ostentoso. Detrás del carro fúnebre,teatral y ridículo artefacto, también el duelo, a pie, salpicado degrandes uniformes; después, la interminable fila de carruajes, con casiotras tantas libreas diferentes, desde las de los «cuerposcolegisladores», hasta la de don Mauricio el Solemne; y, por último, auno y otro lado de la fila, otras filas más espesas y compactas decuriosos desocupados, y en todos los balcones de la carrera másespectadores y espectadoras en apiñados racimos.

En el Senado, la obligada declaración de «profundó sentimiento», tras unpomposo elogio de los méritos y virtudes del difunto, hecho por elpresidente. En el Congreso de Diputados, poco menos; y tomando motivo deestos actos, nuevos ditirambos de la prensa periódica al

«lloradoprócer». Por último, su retrato en la primera plana de La Ilustración,con la correspondiente biografía un poco más adentro... y una elegíaelegantemente triste del poeta Aljófar.

Tenía razón el buen marqués, creyendo que «a los hombres públicos losforman las circunstancias, el hado, un momento de la vida». Lo malopara él fue que ese momento no le llegó hasta la hora de su muerte.Pero del mal el menos: sí vivió sin levantar un punto sobre la talla delos hombres vulgares, por morir a tiempo logró asociar a las vanidadesde su familia el esfuerzo de la cosa pública, para merecer los honorespóstumos tributados a los grandes hombres.

Por eso dije al principio que si el marqués hubiera resucitado para veresto, hubiera vuelto a morirse de una explosión de vanidad satisfecha; yañado ahora, que sin que alcanzara a evitarlo la reflexión (si porventura se la hacía, aunque bien a la vista estaba el hecho) de queentre las grandes conquistas de su muerte no había una sola lágrima conque humedecer la efímera hojarasca de su tumba.

No hay para qué hablar del fúnebre aparato escénico a que obligaba, depuertas adentro, la mal fingida pesadumbre de la familia. Lo que importapara nuestro sencillo relato es saber que el ajetreo, más que la pena,agravó por unos días la enfermedad de la marquesa, y que, pasado elnovenario y vuelta la vida a regularizarse, aunque dentro del nuevoorden de cosas, los tertulianos de confianza quedaron reducidos, ennúmero, a los más íntimos de entre los íntimos, por expreso deseo de laviuda, que debía quitar toda ocasión de profanar la santidad de sustristezas con recreos demasiado alegres... mientras no los autorizara lacostumbre; pero que, entre tanto, no quería verse sola.

Entre los electos quedaron todos nuestros conocidos de la antiguatertulia. En las primeras noches no se trataron en la reducidísimaasamblea congregada en el gabinete de la dolorida viuda, otros asuntosque los que tuvieran alguna relación, por remota que fuese, con «elinolvidable suceso»; verbigracia, su resonancia en la opinión pública;este dicho o el otro comentario, en son de alabanza, por supuesto; losfunerales, el entierro, la estadística de los concurrentes, de loscarruajes y de las libreas; los pésames oficiales recibidos... ¡hasta dePalacio!, los telegramas, las cartas, las tarjetas, los recados; cuántosy cuántas, de quiénes y de dónde; las visitas, en cuerpo y alma, de esteGrande y de aquel senador, del ministro X y del general Z, de la duquesaH y de la princesa J..., y así hasta el infinito; pues como «todoMadrid» anduvo metido en el ajo, según resultó de la cuenta, ya hubopaño en que cortar para entretenimiento de la viuda y no desagrado de lahija; en modo alguno por honrar más la memoria del muerto, que les teníasin cuidado, sino porque con todo ello se halagaba la vanidad de sufamilia, en lo cual estaban perfectamente acordes ésta y lostertulianos, aunque no lo declaraban por derecho.

Cuando se agotaron estos temas por cansancio, y porque se agotarontambién muy pronto afuera y adentro los motivos que les daban color deactualidad, es decir, cuando la persona y la muerte y los pompososfunerales del marqués se borraron, para siempre, de la memoria de losvivos, la tertulia fue invadiendo poco a poco el terreno mundano; ysaqueando en él una noticia ahora y un escandalillo después, repartíasetodo como pan bendito entre los tertulianos, que hincaban los dientes enla respectiva tajada, con el aguzado apetito de quien no le hasatisfecho en quince días. La primera vez que se habló allí deimpresiones y aventuras del reciente veraneo, tuvo Verónica lacuriosidad de preguntar en crudo al banquero que cómo le habían sentadolas aguas de Interlacken para su dolencia, «cogida de repente en loalto de la calle de Alcalá». El hombre se puso verde y amarillo con lapregunta; y ya se tiraba de la patilla para sacar la respuesta, cuandoLeticia acabó de atolondrarle afirmando muy seria que los aires de Spále habían sentado mucho mejor que aquellas aguas.

Oír el general Ponce nombrar a Spá y no traer a cuento el desafío delsubsecretario con el príncipe ruso, era cosa imposible. Como que ese yel de Peñas Pardas eran los únicos encuentros en que se había halladoen toda su vida.

Describió el lance con gran lujo de pormenores; yjúzguese de la impresión que causarla en la tertulia el relato de unsuceso que era popularísimo en Madrid, con todos sus precedentes ymotivos. Leticia aguantó el golpe con la serenidad de una estatua depiedra, con gran asombro del banquero, que se gozaba en el castigo quehallaba su injustificada mordacidad con él, en la imprudente alusión desu propio marido.

En cuanto a Verónica, ofendido y todo por ella don Mauricio, no pudoéste menos de admirar la destreza con que estuvo al quite de aquellaferoz embestida del general, y sacó del angustioso apuro a su mujer,llevando la conversación a otro terreno. En el cual se mencionaron lossesenta mil duros perdidos en Baden-Baden por Gonzalo Quiroga, y los triunfos de Sagrario en las mismas aguas, y se discurrió largamentesobre lo que acontecería después al elegante matrimonio, cuyo paraderose ignoraba a la sazón, aunque se sabía que había estado también enConstantinopla por exigencia terminante de Sagrario.

De este aire y de este corte fueron los asuntos que ocuparon a loscontadísimos tertulianos de la marquesa durante muchas noches; y comoéstos eran pocos y rara vez asistían juntos, porque había que atender atodo, y los modos de entretenerse allí tan limitados, el tedio llegó ainvadirlos y tuvo la marquesa que templar un tantico la rigidez de suprograma fúnebre, echando otra leva entre sus íntimos y tolerando encasa ciertos recreos de poca baraúnda.

En esto del tedio, hay algo que advertir por lo que toca al banquero,por de pronto. No se divertía don Mauricio gran cosa que digamos; perode aquella misma insubstancialidad de conversaciones, de aquellapequeñez de concurrencia, sacaba él atrevimientos y familiaridades deque estaba muy necesitado para contrarrestar los invencibles titubeos desu naturaleza. El haber sido testigo presencial de la muerte delmarqués, y hasta «la casualidad» de haberle

«precedido», inmediatamente«en el uso de la palabra», le proporcionaron motivos para entretenerlargamente a aquellas señoras con minuciosos pormenores sobre ellamentable acontecimiento, cuando no se hablaba en la casa de otroasunto. Esto solo le envalentonó mucho y le despejó el camino por dondefue aproximándose poco a poco al trato casi familiar con la viuda y consu hija.

Pensaba que tenía una gran «misión de consuelo» y hasta deamparo que cumplir allí, desde que vio el buen éxito de sus fúnebresnarraciones, y ya se movía con desembarazo delante de Verónica, hablabacon ella sin que se le atravesaran las palabras en el gaznate, ydedicaba largos ratos a conversar con la marquesa en voz baja y, alparecer, en la mayor intimidad. Por este lado, pues, el banquero notenía motivos para lamentarse de la insipidez de la tertulia.

Harto más arraigado estaba e invencible parecía el tedio de Verónica.Desde la muerte de su padre, o mejor dicho, desde que pasaron con losprimeros días siguientes a ella los estrépitos del ceremonial del dueloy los trámites minuciosos de la preparación de los lutos, que letuvieron cautiva la atención, había vuelto a caer en aquellas tristezasque le asaltaron de pronto al volver de su viaje de verano. Las causas,según su propio discurso, eran las mismas de entonces, en lo fundamental del fenómeno; pero, según mi desapasionado entender y conlos autos a la vista, puede

haber

un

error

muy

considerable

en

aqueldiagnóstico, por lo que toca a las fuentes mediatas de la enfermedad.En la primera invasión de ella declaraba la enferma que podía habercontribuido mucho a su alivio la presencia del único hombre de fuste yde consejo que conocía entre los amigos de su casa. En la recaída tienea este hombre a su lado, que se afana por entretenerla, que la aconsejabien y lleva sus miramientos y delicadezas al extremo de olvidar, o deaparentar que olvida, que hay entre ambos un duelo galante convenido yaun comenzado.

Nunca la conversación de Guzmán ha sido tan varia, ni sele ha visto tan decidido a utilizar las provisiones de su memoria deartista y los recursos de su juicio de filósofo práctico, para que nodecaiga el interés de sus relatos y comentos... Porque es indudable quePepe Guzmán está convencido, o parece estarlo, de que las preocupacionesy tristezas de Verónica tienen el arraigo en el pasado suceso, en eltemor de otro semejante y en algo que se relaciona inmediatamente contodo esto, que es lo mismo que la propia enferma acepta como fundamentoy origen de su enfermedad; y sin embargo, y mientras él la habla y entanto discurre por aquellas alturas, ella, con una impaciencia y undisgusto que disfraza con síntomas de su desconcierto nervioso, vapasando: «¡no es eso!..., ¡no es eso!» Y cuando él se despide, muyufano, ella se queda más contrariada; no porque vuelve a verse sola,sino porque tampoco entonces se la ha hablado de algo de que debiera hablársela; «porque Pepe Guzmán tiene que convencerse de queen la situación de ánimo en que ella se encuentra, no pueden interesarlarelaciones de casos extraños, por bien hechas que estén». Y PepeGuzmán suele responder a estas anhelaciones faltando dos y tres nochesseguidas a la tertulia.

Con lo cual se exacerban los males de Verónica, que tienen su asiento enla desarreglada máquina nerviosa, y recuerda, es decir, vuelve apensar que hay entre ambos un grave asunto pendiente, del que parecehaberse olvidado él, o lo que es peor, que trata de olvidarse; yentonces juzga que su conducta es muy poco galante, quizás desleal, sibien se mira. Hay en el caso hasta señales de menosprecio y desdén haciaella, y esto, esto solo, es lo que la desazona, en el estado deirritabilidad en que se halla por un capricho de su naturaleza. Que sereanude el litigio, que se ventile entre los dos, o que no se ventilepor completo; pero que se ponga en tramitación de nuevo, y eso esparcirámuchos de sus nublados

y

dará

alguna

entonación

al

cordaje

destempladode su máquina... Todo eso la debe el desertor, hasta por obra demisericordia. ¿Llegará a pagárselo? Y si no se lo paga por buenas, ¿debereclamárselo ella... de cierto modo? ¿Autoriza esta conducta laimportancia de lo tramitado hasta allí? Y en caso negativo, ¿no seencuentra ella en condiciones excepcionales que justificarían eso ymucho más?... Se miraba al espejo, y veía las huellas de sus extrañasmelancolías en la palidez de su rostro, destacándose con dobladaintensidad sobre el fondo negro mate de su luto rigoroso; y como nadiela oía, se confesaba a sí propia que valía más así, con su palidezinteresante, sin haber perdido la corrección y turgencia de sus formas,que con la peste de salud y bienestar que se reflejaba antes en su cara.Esto no podía desconocerlo Pepe Guzmán, que era hombre de buen gusto.Además, a una mujer agobiada, como ella, por las tristezas, le erasumamente fácil ir eslabonando, en la larga cadena de suspreocupaciones, esbozados

sentimientos

de

todas

castas;

apuntarinsinuaciones, conmover hasta con el acento y la actitud... Pero ¿noresultaría esto ridículamente sentimental, impropio de una mujer de sucarácter y de sus precedentes, y no produciría, por tanto, el efectocontrario al que se buscaba? ¡Tendría que ver un resultado así!¡Cabalmente era Pepe Guzmán el hombre cortado para tomar en serio esasfarsas de los galanteos románticos del año treinta y siete!

Pero algo había que hacer, si el otro no lo hacía espontáneamente;porque aquello no podía quedar así, en la situación de ánimo en queella se encontraba. Antes lo necesitaba para satisfacción de su femenilcuriosidad; entonces

le

era

indispensable

para

curarse

de

aquellainquietud nerviosa que no admitía otra medicina y era un simple fenómenode su ridícula enfermedad.

Tales son los hechos que arrojan los autos, en virtud de los cuales biencabe deducir, como antes afirmé, sin gran temor de equivocarse, que sepudo engañar la enferma en el diagnóstico de su recaída, hasta el puntode ver las cosas enteramente al revés de como pasaban.

Y continúo ahora diciendo que Pepe Guzmán volvía a la tertulia tan fino,tan cortés, tan elegante y tan buen mozo como siempre; tan atento,deferente y cariñoso con Verónica; pero que del litigio pendiente conella, ni una palabra; y que Verónica, en quien se aumentaban lasimpaciencias con las dificultades, llena de heroicos propósitos detirarle de la lengua cuanto más él la escondía, nunca hallaba ocasión depracticarlos, por sus invencibles temores a salirse de la raya.

Así fueron corriendo los días y las semanas y aun los meses; llegó aajustarse la tertulia, aunque siempre de confianza, a otro ceremonialmenos insípido, y casi bastó para ello la vuelta de Sagrario, que traíaimpresiones que relatar, hasta de entrevistas con el Gran Turco,mientras su marido, más gangoso que nunca, y alicorto y desvaído, comogallo desplumado, apenas daba señales de lo poco que antes fue, parasacar algunas veces de sus centros al solemne don Mauricio, que no sedesconcertaba allí tan fácilmente como solía; jugaban ya las cotorronasal tresillo, y, con excepción de la música y del baile, se hacía allí atodo lo del año pasado entre los íntimos, siendo la enfermedad gravísimade la marquesa obstáculo que no estorbaba para nada, porque, de purosabido, nadie reparaba en él.

Una noche, conversando Pepe Guzmán con su amiga, y cuando ya éstacomenzaba a curarse de sus impaciencias mortificantes con la cuerdareflexión de que no hay tesoro que merezca este nombre si cuestaadquirirle más de lo que vale, con la serenidad y el aplomo de quiencumple así lo establecido en un programa, hizo él malicioso y expertogalán punto redondo en los temas vagos que hasta allí le habían servidodesde algunos meses antes para entretener las displicencias de Verónica,y la condujo de repente al terreno que tanto ambicionaba ella; quierodecir, volviendo al símil tan repetido, que la retó de nuevo y que hastase puso en guardia.

La retada sintió entonces una fuerte sacudida en lo más hondo y sensiblede su pecho, y algo como reacción de todo su organismo físico y moral;chispeáronle los ojos, asomó la sonrisa a sus labios, y con la decisiónde un valiente avezado a jugarse la vida en esos lances, aceptó el retosin excusa y ocupó su terreno sin tardanza. Llegaron a cruzarse losaceros; pero en el instante en que parecía que iba a empeñarse la luchacon todo encarnizamiento, suspendió Pepe Guzmán sus acometidas, miró elreló, tendió la diestra a Verónica, puesto en actitud de marcharse, y ladijo con singular expresión de acento y de mirada:

—Tenemos que hablar de estas cosas muy despacio.

Hasta mañana.

Y se marchó, tan fino, tan elegante y tan «correcto» como había entrado.