La Hermana San Sulpicio by Armando Palacio Valdés - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

La animación, en tanto, iba creciendo entre los barbianes. Llegó elperíodo de las salvajadas. Uno de ellos se puso sobre la mesa a perorar,y los demás, para aplaudirle, le arrojaban jerez y manzanilla a la cara.Otro se empeñó en levantar con los dientes a un compañero que laborrachera había tendido en el suelo, y no lo consiguió; pero le rasgóla chaqueta. Otro quiso que la tía pescueza nos enseñase algo que debeocultarse, y entre los dos se trabó una lucha y rodaron por el suelo.

El conde permanecía grave, silencioso, apurando, una tras otra, lascopas de jerez.

Pero su mirada ya no era la misma, opaca y distraída,del hombre hastiado. Brillaban ahora sus pupilas con un fuego feroz ymaligno que imponía temor. Sus labios estaban contraídos siempre con unasonrisa despreciativa.

Sin hablar ni moverse, parecía otro hombre distinto.

El inglés se había despojado de la americana y el chaleco y,remangándose la camisa, enseñaba los bíceps de sus brazos, que eran enverdad poderosos, entreteniéndose en dar sobre ellos con las botellasvacías hasta partirlas. Se había hecho sangre una vez, pero continuabasin hacer caso. Luego pidió al mozo que le trajese una botella de ron yun vaso grande. Llenolo hasta los bordes de este licor, y lentamente,sin hacer el menor gesto ni pestañear siquiera, lo bebió todo.

Luegocolocolo sobre la mesa frente al conde, y dijo gravemente:

—Usté no haser esto.

Pasó por los ojos del magnate calavera una chispa de furor. Suporeponerse, no obstante, y vertiendo en el vaso el resto de la botella,mandó tranquilamente al mozo traer pimienta. Echó un puñado de ella;echó luego ceniza de su cigarro, que tenía amontonada delante de sí, ysin decir palabra, con la misma sonrisa despreciativa, apuró el vaso, yno contento con esto, lo rompió con los dientes. Vimos sus labiosmanchados de sangre. La reunión acogió con olés y gritos de triunfo estaprueba de gran estómago, en que, al parecer, se hallaba interesada lahonra nacional.

Estaba oscureciendo. Dentro del cenador la luz era ya muy escasa. Comomi cabeza no estaba al unísono con las demás, porque, según he dicho, elpaso con el Naranjero había tenido la virtud de despejármela, lasgrotescas y bárbaras escenas que presenciaba me infundían profundomalestar. Deseaba irme; pero, como cualquiera comprenderá, no se me pasósiquiera por la imaginación el hacerlo. Nuestros vecinos de los demáscenadores debían de haber alcanzado el mismo grado feliz de temperatura.No se oían más que gritos descompasados, campanilleo de copas,carcajadas groseras y blasfemias.

El conde no se había dado por satisfecho con la victoria alcanzada sobreel inglés.

Mientras seguía paladeando, con aparente sosiego, las cañasque le ofrecían, no dejaba de comérselo con los ojos, embargado por unarabia sorda que no tardó en estallar. Sus ojos, que eran lo único móvilen su fisonomía impasible, brillaban cada vez más feroces, semejando losde un loco cuando le han puesto la camisa de fuerza.

El inglés seguía haciendo alardes de fuerza, completamente ebrio ycausando bastante molestia a los demás, que no tenían una borrachera tanbrutal.

—Usted es muy valiente, ¿verdad?—le dijo el conde, sin dejar desonreír con desdén.

—Más que usted—respondió el inglés.

Don Jenaro fue a lanzarse sobre él, pero le sujetaron. Calmándose depronto, dijo:

—Ya que es usted tan bravo, ¿a qué no pone la mano sobre la mesa?

—¿Para qué?

—Para clavársela con la mía.

El inglés, sin vacilar, extendió su grande y membruda mano. El condesacó del bolsillo un puñalito damasquinado, y puso la suya, fina, decaballero, sobre la del inglés. Y, sin vacilar, con arranque feroz, alzóel puñal con la otra y clavó de un golpe ambas sobre la mesa.

Las mujeres lanzaron un grito de terror. Los hombres nos precipitamos asocorrerlos. Algunos salieron en busca de auxilio. En un instantellenose nuestro cenador de gente. De las heridas brotaban abundanteschorros de sangre, que manchaban los pañuelos que les aplicábamos. Unmédico, que por casualidad había entre los circunstantes, les hizo laprimera cura provisional con los pocos elementos de que pudo disponer.El conde sonreía mientras le curaban. El inglés se había abatido como unbuey, vomitando. No tardó aquél en hacer lo mismo. A ambos se les subióa los cuartos que el establecimiento tiene, y se los acostó. Todo elmundo se dispersó, comentando la barbarie del acto.

Pero el horror que me había producido aquella escena no bastó paracurarme del que sentía ante la que se preparaba para mí, cien veces máscruenta. Porque si tanta sangre salía de las manos atravesadas por unestrecho puñalito, ¿qué cantidad no saldría del boquete abierto en miestómago por una faca de siete muelles o por una lengua de vaca?¡Cielos, una lengua de vaca! Se me erizaba hasta el vello de la nuca.Viendo a todo el mundo montar en los carruajes y partir, se me ocurrióque era necesario, a todo trance, buscar vehículo para trasladarme aSevilla, porque pensar en que iba a hacer el viaje a pie a aquellashoras era un delirio. Miré con ansia a todas partes, a ver si tropezabacon alguno de los barbianes del cenador. No hallé ninguno. Se habíanevaporado no sé por dónde. Me entró un gran abatimiento, y pensé enpedir a cualquier desconocido un puesto en su carruaje, pues no habíaninguno por alquilar, cuando se acercó a mí la tía pescueza, que tantohabía desdeñado.

—¿Te vienes con nosotras? Matilde y yo traemos una berlina; perocabemos los tres si te avienes a ir en la bigotera.

Vi el cielo abierto. Con tanto júbilo acepté, que la prójima me miró concuriosidad.

Me puse colorado, pensando en que había adivinado micongoja. Fui con ellas, y creo que estuve todo el camino amabilísimo.

index-237_1.png

index-237_2.jpg

¡Qué no se hace por conservar íntegra esta preciosa piel que nosenvuelve!

XIV

PRINCIPIO A SER UN HÉROE DE NOVELA

Edejaron a la puerta de mi casa. Quise pagar al cochero, pero ellas loimpidieron, y no insistí. Prometiles ir más tarde al café de Silverio,engolosinándolas con empalmar la juerga a mis expensas. Por supuesto,que lo hice. ¡Buena gana tenía de gastarme las pesetas neciamente!

Era ya noche cerrada, pero no habían sonado las nueve. Fui a mi cuarto,y para esperar la hora de la cita con Gloria, me tendí un poco sobre lacama a reposar, que harto lo necesitaba. Ello es que eché un sueño, ycuando me desperté sobresaltado y miré el reloj eran más de las nueve ymedia. Me puse el sombrero y salí corriendo; pero cuando puse el pie enla calle y se me ofreció repentinamente a la imaginación la bofetada del Naranjero y el peligro que corría, volvime y a toda prisa cambié detraje y de sombrero. Después, caminando con grandes precauciones,mirando a todos lados y procurando ir siempre pegado a algún transeúnte,me dirigí a casa de mi novia. Eran cerca de las diez cuando llegé. Laventana estaba ya cerrada, mas al aproximarme a ella se abrió conestrépito y apareció Gloria con semblante hosco.

—¡Hijo, me has dao el rato! Creí que ya hasías rabona.

Procuré desenojarla, explicándole cómo había ido a ver a su tío Jenaro,en cumplimiento de lo acordado, y lo que con él me había sucedido,aunque ocultándole el incidente del Naranjero. No había para quéinquietarla. Habíamos llegado tarde porque el asunto de las manosatravesadas nos había retenido mucho tiempo. El relato de esto últimole causó sensación, aunque menos de lo que yo pensaba. Hasta no tardó enenvanecerse.

—Qué sangre tiene mi tío, ¿verdá, tú?

Compartí su admiración, aunque en el fondo me reservé el derecho dejuzgar al conde como merecía. Contome otras cuantas atrocidades de él eneste género, que no hicieron más que confirmar mi opinión. Al ver cómole gustaba la gente cruda, estuve tentando a darle cuenta de mi hazaña;pero me detuve, considerando que podía traslucir el miedo que ahorasentía. Porque demasiado a menudo volvía la cabeza, explorando de unlado y de otro de la calle. Siempre veía aparecer al terrible Juan Ruiz¡con la horrenda lengua de vaca!

También me distraía, a lo mejor, no diciendo cosa con cosa.

—¡Niño, tú parese que estás ajumao!... Y sí que lo estarás: ¡echas unapeste a bebía!

¡Puf, quita allá, gorrino!

No me dejó acercar la cara a la reja.

Antes de irme le hice presente cómo al otro día me era imposible pelarla pava, a causa de la velada poética que daba en el Casino Español.Estuvimos a punto de reñir, no por la supresión de la pava, sino porque,al saber que asistirían señoras, se le antojó que se iban a enamorartodas de mí. La sospecha no era verosímil. Le expuse, razonablemente,que mi figura, por esto y lo otro, no merecía tanto honor. Sin embargo,debí de estar blando en la argumentación, porque ella insistía cada vezcon más fuerza, y por un momento creí ser derrotado. Entonces capitulé.Le dije que, aun suponiendo, lo cual no era probable, que las señoritasque allí asistieran se enamoraran de mí, nada malo podía redundar paraella, puesto que yo estaba ya perdidamente enamorado, y en mi corazón nocabía otro amor. Todavía se defendió, pero en retirada, negando micariño, para verme afirmarlo cada vez con más brío. ¡Si ella pudiese ir!¡Qué feliz sería asistiendo a mi triunfo! Pero no había que pensar enello siquiera.

Persistía en creer que nuestros asuntos marchaban mal,que era necesaria, de todo punto, la intervención del tío Jenaro porquetenía la seguridad de que su madre no consentiría buenamente en nuestrocasamiento.

—Por supuesto—exclamó—, es igual que quiera o no quiera... Yo me casocontigo así tenga que escaparme por la alcantarilla.

Vi sus hermosos ojos brillar con una expresión de orgullo y bravura queme conmovió hondamente.

El alma vehemente, apasionada, de aquella mujer despertaba en la míaenergía que no sospechaba existiesen. Le apreté la mano con fuerza. Enaquel instante no temía a nadie en el mundo, incluso al Naranjero.

Luego que me separé de la reja y entré en mi casa, ya fue otra cosa. Laidea de la lengua de vaca comenzó a hacerme cosquillas nuevamente.Reflexioné largo rato acerca de los medios oportunos para no trabarconocimiento con este precioso artefacto de la industria nacional. Alfin, di con uno. Se me ocurrió que lo mejor era desagraviar al Naranjero con un acto que mostrase que la escena de la tarde anteriorhabía sido ocasionada por la borrachera. Tenía en mi poder unas cuantastarjetas de invitación para la velada del Español. ¡Si le enviaseuna!.... Supongo que no sería tan bruto que... Nada, nada, se laenvío.... Pero ¿cómo?... No conocía su domicilio. Pero el guitarristaPrimo debía de conocerlo.

A la mañana siguiente tomé un coche y me fui al café de Silverio;pregunté allí dónde vivía Primo, y me dijeron que en el Real de laFeria, número... Acto continuo me dirigí allí, siempre en coche, porqueaunque había convenido conmigo mismo, al separarme de Gloria, en quenada en el mundo podía asustarme, durante la noche había hecho algunaligera rectificación a este juicio. El artista flamenco aún estaba en lacasa.

Insistí en querer verlo. Una mujer del pueblo, pobremente vestida,su esposa, según dijo, me introdujo en el dormitorio, que era, porcierto, un cuartucho bien oscuro y estrecho. Primo, despertadoviolentamente por su mujer, no me conoció al pronto; no tardó en caer.Le expliqué el asunto con alguna timidez. Se trataba de hacer llegar amanos de Juan Ruiz la presente tarjeta que le entregaba. Sentado sobrela cama y dándole vueltas entre las manos, el guitarrista sonrió antesde contestarme. Aquella sonrisa me hirió profundamente. Cualquieradiría: «¿Qué importa la sonrisa de un flamenco?» Sin embargo, cuando elflamenco tiene razón para sonreír y lo hace del modo espontáneo ysencillo que Primo, puede muy bien sentirse uno humillado.

—Juan Ruiz vive aquí serquita, en la Alameda de Hércules...

—Bueno; pero si usted pudiera...

—¿Pregunta su mersé por er Naranjero?—interrumpió la solícitaesposa—. Pues no tiene más que torser a la derecha, saliendo de aquí;toma la callesita primera...

El guitarrista la atajó de mal humor, mandándola callar. No se tratabade ir yo en persona a casa del Naranjero, sino de enviarle unatarjeta...

Todo aquello me humillaba cada vez más. Después de que ambos cónyuges,con excesiva cuanto inmerecida amabilidad, me prometieron cumplir elencargo, apresureme a salir, dándoles las gracias. Y como la vecindad demi enemigo hacía peligrosos aquellos sitios, ordené al cochero que mellevase de prisa a mi casa, donde me entretuve en escribir los sobres yenviar las tarjetas que me quedaban a las personas que conocía, y enleer por centésima vez los versos que por la noche había de presentar ala admiración de los sevillanos. En los pasajes que me parecían másenérgicos procuraba ahuecar la voz y hacerla sonora, campanuda; en losmás tiernos me conmovía, pero de verdad, y llegaba hasta derramarlágrimas, aunque me los sabía mejor que el padrenuestro.

Por la tarde estuve en el palacio de Padul. Encontré al conde sentado enuna butaca, con el brazo en cabestrillo. Tenía alguna fiebre. En lamirada que me dirigió al entrar comprendí que debía sorprenderme de laherida, y así lo hice. Me contó, con la mayor sangre fría, que la nocheanterior, tratando de separar a dos hombres que reñían en una calle, lehabían herido, o, por mejor decir, se había herido él mismo. Isabelrecriminaba a su padre por tanto celo. ¡Cómo se iba a meter entre doshombres que tenían la navaja abierta! Dejarlos que se maten. Más valíala vida de su padre que la de aquellos chisperos. El conde escuchó sinruborizarse las calurosas expresiones de su hija, cosa que me parecíaimposible.

Llegó, por fin, la hora crítica de las nueve de la noche. Había comidomuy poco.

Estaba nervioso, como si fuera a batirme. En la casa todosestaban revueltos, como si el amor propio de la fonda de la calle de lasÁguilas estuviese comprometido en aquella jornada. Eduardito se empeñóen ir conmigo, lo mismo que Villa y Olóriz.

Matildita había ofrecido uncirio a la Virgen de la Esperanza si me aplaudían, y Fernanda, el dueñoadorado cuanto maduro de su hermanito, oír una misa en día que no fuesefestivo. Todos me recomendaban el ánimo.

—¡Mucho ánimo, ¿eh?, don Seferino!

Me mimaban, me festejaban, andaban todos solícitos para traermecualquier cosa que me apeteciese; pero siempre con una expresión entredolorida y afectuosa, como si se tratase de un reo en capilla. Matilditaconcluyó por declarar que dudaba mucho de mi serenidad, y que desearíaencontrarse en mi lugar, «porque ella era capaz de leer versos delantede la misma reina de España.»

Después de tomar té en la Británica los cuatro, viendo que llegaban lasnueve, me levanté con arranque diciendo:

—Vamos, Señores.

Y nos dirigimos a la acera de enfrente, donde estaba el casino. Me habíapuesto de frac y sombrero de copa. Cuando entramos, el Círculo hervía yade gente, lo cual me causó una emoción de placer y de miedo difícil deexplicar. Mi entrada produjo cierta sensación. En aquel momento seríabien difícil convencerme de que yo no era un personaje importantísimo, yque el acto que allí se iba a ejecutar no tenía una gran significaciónen el curso de los acontecimientos de este siglo. Rodeáronme unoscuantos socios de la Junta directiva, hablándome con deferencia. Yorespondía con pocas palabras, pero mostrando gran amabilidad y unaestudiada modestia, que debía de realzarme mucho. Afectaba hablar detodo menos de la solemnidad que iba a efectuarse, porque los hombresverdaderamente superiores y avezados al aplauso del público miran laexhibición como un acto natural y corriente. En fin, me estaba dando untono horroroso.

El salón estaba ya mediado de señoras. Levanté un portiercautelosamente, y vi sentadas en las primeras filas a las de Anguita.Isabel y las de Enríquez estaban un poco más allá. Dejé que se llenasepor completo, para que mi aparición hiciese más efecto. Poco a poco, losconcurrentes habían ido desapareciendo de los corredores y acomodándoseen las sillas del salón, detrás de las señoras. Al fin, quedé solo conla Junta directiva, porque Villa, Olóriz y Eduardito, mis fielesacompañantes, se habían ido también a coger sitio.

—Cuando usted guste, señor Sanjurjo—me dijo, al fin, el presidente,sacando el reloj.

Despojeme del paletó, que entregué a no sé quién, como un torero quetira la capa al tendido; hice lo mismo con el sombrero; metí los dedospor el cabello, a guisa de escarpidor, levantándolo y ahuecándololindamente, y, por último, aparecí en la plataforma alzada al efecto enel salón. Y fui saludado por una salva de aplausos.

Durante la lectura de La mancha roja me bebí dos vasos de agua conazucarillo.

Pero sucedió un percance, que no puedo pasar en silencio porlas fatales consecuencias que pudo tener. En vez de los treinta y sieteminutos que tenía calculados, la lectura de la leyenda no duró más queveintidós. Se aplaudió muchísimo; las señoras se conmovieron y agitaronlos pañuelos con entusiasmo, esparciendo por el ambiente caldeado milperfumes de opoponax, fleur d'Italie, reseda, etc.

Era una leyenda altamente patética. No me sorprendió nada que sehubieran impresionado vivamente. No lejos de mí, hacia la derecha, habíaun señor que cuatro o cinco veces, durante la lectura, dio un fuerteporrazo con el bastón en el suelo, gritando:

—¡Olé! ¡Viva tu mare!

El aplauso no era muy oportuno a la sazón, y me escamé un poco. Ledirigí alguna que otra mirada exploradora; pero no vi en su rostro nadaque pudiera indicar intención de burlarse. Era un señor de mediana edad,con patillas que le llegaban hasta la nariz, de continente grave, y queparecía prestar gran atención.

El diálogo político entre Solón y González Bravo gustó menos, y en vezde durar quince minutos, no duró más que ocho, casi la mitad de localculado. Sin embargo, bebí un vaso de agua azucarada. Los criados delCírculo no cesaban de ir y venir con bandejas en las manos. En cambio,la descripción de las cataratas del río Piedra produjo un escándalo depalmadas y vítores y me la hicieron repetir tres veces, con lo cual ganélo menos veinte minutos de los perdidos. Gracias a esta oportunísimacompensación no pasé la vergüenza de suspender la lectura antes de lahora y media, mínimum, como ya he dicho, de estas solemnidades. Lasseñoras volvieron a agitar los pañuelos con entusiasmo. Observé, sinembargo, que Joaquinita Anguita se estaba queda, lo cual me pareció unaruin venganza y me irritó más de lo que el asunto merecía. Durante estaspoesías y las otras que siguieron, el caballero de las patillas nodejaba de gritar de cuando en cuando, al final de las estrofas:

«¡Olé!¡Viva tu mare!», dando el consabido porrazo en el suelo con el enormeroten que empuñaba. Yo cada vez estaba más escamado de él, y por encimade las cuartillas que tenía en la mano le echaba miradas, ora de temor,ora de recriminación. Ningún efecto le hacían. Seguía atento,imperturbable, sin mirar a los lados, y eso que observé con cólera quesus vecinos reían cada vez que lanzaba el «¡Olé!» No pude saberentonces, ni a estas horas sé aun, si aquel individuo me admirabasinceramente o era todo guasa viva, por más que me inclino a lo segundo.

Ello es que fui aplaudido a rabiar, que la Directiva me abrazó conefusión al concluir; las señoras, al marcharse, me dirigían miradas decuriosidad, y que sudé como un caballo de carrera y me bebí una cantidadprodigiosa de agua azucarada. Al salir a los corredores me tropecé defrente con el Naranjero, de quien ya no me acordaba más que de lamuerte; bien es cierto que el Naranjero y la muerte eran para mítérminos idénticos. Me parece que los colores que el calor y losaplausos habían puesto en mis mejillas debieron de bajar mucho derepente. Sin embargo, fue por poco tiempo. Juan Ruiz vino a mí con elsemblante risueño y me dio un cordial apretón de manos. Comprendí que sesentía muy honrado con la amistad de un hombre tan eminente y lleno degratitud por mi galante invitación. Respiré con un placer como no volvía respirar en mi vida, y le invité a beber con mis amigos Villa, Olórizy Eduardito un chato en casa de Juanito, allí cerca.

Noche feliz fue aquella para mí. Sólo otra podía comparársele: laprimera en que pelé la pava con Gloria. Después de estar un rato en casade Juanito, tomando un tentempié, nos fuimos a casa. El Naranjero nosacompañó, y al dejarme a la puerta se me ofreció por amigo, con un calory efusión que me conmovieron; verdad es que estaba yo muy predispuestoen aquel instante a las emociones tiernas. Aprovechando la ocasión enque los demás hablaban entre sí, me dijo en voz baja:

—Don Seferino, si alguna vez le hase farta un hombre..., ya sabeusté..., ¡un hombre!..., cuente usté conmigo.

Aunque había cierta vaguedad en él, acaso por esto mismo me hizoprofunda impresión el ofrecimiento. Eso de necesitar un hombre ¡era tanenérgico!

Dormí aquella noche bastante agitado. La felicidad también produceinsomnio. No faltaba para completar la mía sino que Gloria hubieseasistido a mi triunfo. Pero me consolaba la idea de que los periódicosdarían cuenta de él, y aun lo abultarían, como suelen, proponiéndomellevarle recortados los sueltos o los artículos, si a tanto llegaban.Matildita, llorando de emoción, me pidió permiso para darme un abrazo,el cual le otorgué generosamente. Tuvo que subirse a una silla parahacerlo. La verdad es que, a pesar de su petulancia, que nada tenía deofensiva, era una buena chica la hija de mi huéspeda. Llegó a decirme,en el calor de su entusiasmo, que se le figuraba que era yo mejor poetaque Pepe Ruiz, el autor de Hojas del árbol caídas—juguete del vientoson. En su boca era mejor elogio que si me hubiera colocado por encimade Homero.

Pero, como «la roca Tarpeya está muy cerca del Capitolio», como dice, unnúmero sí y otro no, cierto periódico de mi pueblo titulado ElCentinela del Bollo, estaba de Dios que no había de gozar muchas horasde la dicha con que amor y gloria me inundaban. Compré todos losperiódicos de la mañana, y en la mayor parte se daba cuenta de milectura con frases muy laudatorias, aunque no tanto como yo hubieraapetecido. Un poeta, en materia de elogios, jamás dice en su fuerointerno:

«Basta.» Pero, en fin, esto era natural que sucediese, y no fuelo que turbó mi felicidad. Recorté los sueltos más calurosos y losguardé en un sobre para dárselos a Gloria aquella noche. ¡Qué ajenoestaba, cuando los metía en el bolsillo, de lo que iba a suceder!Durante el almuerzo, la conversación, claro está, versó sobre la velada.Eduardito y Olóriz daban pormenores a otros huéspedes recientes, que,enterados ya por los periódicos, me miraban con una curiosidad y respetoque contribuían a inflarme.

Antes de concluir, Matildita vino a decirme al oído:

—Don Seferino, hay ahí una mujer que pregunta por usté con mucha prisa.

Preguntele si la conocía, y me dijo que se le figuraba que era la mismaque alguna que otra vez me traía recaditos. «Paca», dije para mí, y salídel comedor apresuradamente. En efecto, hallé en el patio a lacigarrera, quien avanzó precipitadamente a mi encuentro, con lafisonomía pálida y descompuesta, diciendo:

—¡Señorito, se la yevan!

—¿Se la llevan? ¿A quién?

—¿A quién ha de ser? ¡A mi señorita!

Quedé clavado al suelo.

—¿Adonde?—pregunté con un vago terror de algo extraordinario,maravilloso, que la palidez de Paca me infundía.

—No sé..., al convento me parese.

Mi terror disminuyó al saber el caso concreto, y recobré la acción. Nadanos deja tan paralizados como el miedo de lo que se ignora.

—¿Y cuándo se la llevan?

—Ahora mismito. Hase poco fui a casa, como otras veses, y no vi a laseñorita. Me dijeron que estaba malita; pero yo, que guipo de lejos, nolo creí. «¡Aquí hay gato enserrao!», me dihe. La casa andaba un pocorevuelta, y oí voses en el piso de arriba; pongo la oreja, y oigo gritara la señorita Gloria, isiendo: «¡No voy, no voy así me hagan ustedespeasos!» «Sierto son los toro», me dihe. Veo entrar a don Manuel, elteneor de libros de la fábrica de la señora; luego salí..., ¡vamo, queno quise ver más!

Y salí escapá a contárselo a su mersé.

Me lancé a mi cuarto sin responderle, me puse el sombrero, cogí elrevólver y lo metí en el bolsillo, y salí a la calle, resuelto a impedirel rapto de Gloria, aunque no sabía por qué medio. Noté que Paca corríadetrás de mí. En un instante alcancé la calle de Argote de Molina. Aldivisar la casa de Gloria vi que un coche, parado delante de ella,arrancaba hacia abajo, y que don Oscar, a la puerta, gesticulabaviolentamente haciendo señas al cochero. No me cupo duda alguna de quedentro del coche iba Gloria prisionera.

Lanceme a toda carrera de mis piernas en su seguimiento. Al pasar pordelante, enseñé con rabia los puños, sin detenerme, al perverso enano,que aún seguía a la puerta, como guardián misterioso de algún cuento de Las mil y una noches. Como las calles son tan estrechas, los carruajesno pueden correr en Sevilla, so pena de atropellar a los transeúntes.

Gracias a esto pude alcanzar pronto al que conducía a mi novia, y aun lohubiera pasado si me lo propusiera. Pero no me convenía. Mientrascaminaba, mi cerebro reflexionaba acerca de aquel lance y combinaba elplan de ataque único a la sazón factible. Pensé en coger las riendas alcaballo y detenerlo. Pero sobre ser esto un poco aventurado, porque elcochero podía arrear y volcarme, se adelantaba poco en ello. Sin poderofrecer las pruebas, no era fácil que hiciese creer a la gente quellevaban a una joven secuestrada. Imaginé que sería mejor esperar a quese detuviese a la puerta del convento y, al tiempo de apearse, impedirla entrada en él y dar un escándalo, reunir gente en torno de nosotros yllamar la atención de la Policía.

Así que el coche salió de la calle de Alemanes, como hay mayor espacio,se puso al galope y le vi alejarse con dolor. Pero no me desanimé.Emprendí otra vez la carrera furiosa, y cuando entró en la calle de laBorceguinería tuvo que acortar el paso y le alcancé.

Seguile de cerca, y al entrar en la calle de San José me adelanté y fuia situarme delante del convento. No tardó en llegar y pararse. Observéque un individuo que estaba en el portal del colegio tiró de lacampanilla y que la puerta se abrió instantáneamente. Del carruaje salióun hombre que no conocí y cogió por las manos a mi Gloria, que viclaramente hacía esfuerzos por desasirse. De dentro la empujaron, ysaltó también a la calle, y detrás de ella, don Manuel, el tenedor delibros. No faltaba más que un paso para meterla en el portal. Pero aquelpaso no pudieron darlo.

Con el coraje que cualquiera puede suponer me lancé a ellos, diciendo envoz alta, casi a gritos:

—¡Alto! ¿Adonde llevan ustedes a esa señorita?

—¡Seferino, sálvame!—gritó Gloria, tratando de acercarse a mí y siendoretenida fuertemente de un brazo por don Manuel.

—¿Y a usted qué le importa?—dijo éste con mirada y actitud agresi