La Hermana San Sulpicio by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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LA HERMANA SAN SULPICIO

OBRAS COMPLETAS

DE

D. ARMANDO PALACIO VALDÉS

TOMO IV

LA HERMANA SAN

SULPICIO

MADRID

Librería general de Victoriano Suárez

PRECIADOS, NÚMERO 48

1906

ES PROPIEDAD DEL AUTOR

MADRID—hijos de M. G. Hernández, Libertad, 16 dup.º, bajo.

ÍNDICE

Capítulo I

A las aguas de Marmolejo

Capítulo II

Conozco a la hermana San Sulpicio

Capítulo III

Me enamoro de la hermana San Sulpicio

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Capítulo IV

Peteneras y seguidillas

Capítulo V

A Sevilla

Capítulo VI

El patio de las de Anguila

Capítulo VII

Preparativos para el bloqueo

Capítulo VIII Con perdón de ustedes, pelo la pava

Capítulo IX

Hago amistad con un bendito señor

Capítulo X

Tropiezo con un grave escollo

Capítulo XI

Me dedico a buscar a Paca

Capítulo XII

Paseo por el Guadalquivir

Capítulo XIII

Doy una bofetada que puede costarme cara

Capítulo XIV

Principio a ser un héroe de novela

Capítulo XV

Tropiezo de nuevo con el malagueño

Capítulo XVI

En qué paró la hermana San Sulpicio

I

A las aguas de Marmolejo.

UIERO contar la historia puntual de un episodio de mi vida que no dejade ofrecer algún interés; aunque mi impericia en el arte de escribirquizá llegue a quitárselo. Los sucesos que voy a confiar al papel sontan recientes, que el eco de sus vibraciones aún no se ha apagado en mialma. Esto hará seguramente más confusa la narración. No han tenidotiempo a depositarse los sedimentos y no es fácil sumergir en esta épocaimportante de mi vida la mirada y distinguir lo que debe tomarse ydejarse para hacer comprensivas y gratas estas confidencias. Pero, encambio, palpitará en ellas la verdad, y a su mágico influjo tal vez sedisipen y se borren las infinitas manchas que mi pluma habrá dejadocaer.

Ante todo, es bien que os informe de quién soy, cuál es mi patria y micondición.

Estadme atentos.

Confieso que soy gallego, del riñón mismo de Galicia, pues que nací enun pueblecillo de la provincia de Orense, llamado Bollo. Mi padre,boticario de este pueblo, no tiene más hijo que yo, y ha labrado para míuna fortuna que, si en Madrid significa poco, en Bollo nos constituyecasi en potentados. Cursé la segunda enseñanza en Orense, y la facultadde medicina en Santiago. Mi padre hubiera deseado que fuesefarmacéutico, pero nunca tuve afición a machacar y envolver drogas.Además, en el instituto de Orense observé que mis compañeros tenían pormás noble ejercicio el de la medicina, y esto me decidió enteramente adesviarme de la profesión de mi padre.

Así que hube terminado lacarrera, solicité y obtuve de él, no sin algún trabajo, la venia paracursar el año del doctorado en Madrid, y a la Corte me vine, donde envez de dar consistencia a mis conocimientos, no muy seguros por cierto,en las ciencias médicas, perdí bastante tiempo en los cafés, y lo que esaún peor, contraje la funesta manía de la literatura. Quiso mi suerteque fuese a dar con mis huesos a una casa de huéspedes donde alojabatambién un autor dramático al por menor, esto es, de los que fabricanpiezas para los teatros por horas, el cual me comunicó al punto suinmensa veneración por el arte de recrear al público durante trescuartos de hora, y un desprecio profundo por todo lo que respetaba yponía sobre la cabeza anteriormente, por las ciencias exactas ynaturales y por los hombres que las profesaban. Collantes, que así sellamaba el poeta, sonreía, no ya con desprecio, sino con verdaderalástima, cuando le hablaba de mis sabios maestros de Santiago, y hastauna vez tuvo la crueldad de tirarme de la lengua en el café delante deotros compañeros, literatos también, para que desahogase mi entusiasmopor Tejeiro y otros que a mí me parecían eminentes profesores. Dejáronmehablar cuanto quise, y cuando más acalorado estaba en el panegírico,soltaron a reír como locos, con lo cual quedé fuertemente avergonzado yconfuso. Después que se hartaron de reír, pasaron a tratar de susasuntos de teatro, pero todavía al despedirse me dijo uno de ellos:«Adiós, Sanjurjo, hasta la vista; otro día hablaremos con más espaciodel Sr. Tejeiro», lo que hizo estallar de nuevo en carcajadas a susamigos. La broma llegó al punto de que cuantas veces me encontraban enla calle, nunca dejaban de preguntarme por la salud de Tejeiro; y estoduró algunos meses.

No había que hablar a aquellos jóvenes, que se reunían todas las tardesy todas las noches del año en torno de una mesa del café Oriental, deotra cosa que de teatros y comediantes. Conocían cuantas obrasdramáticas se habían puesto en escena desde 1830 hasta la fecha, y unsabueso no rastreaba mejor la liebre que ellos las semejanzas ofiliación de las que se estrenaban en los teatros de la Corte. Eranperitísimos en el arte de hacer reír al público con pisotones en loscallos, derrumbamiento de sombreros, tropezones, baños de agua fría conun vaso que se derrama, y otros recursos análogos que jamás dejan deproducir dichoso resultado en el teatro. Sobre todo, algunos de elloseran habilísimos para formar un enredo, haciendo previamente tontos atodos los personajes por medio de una serie de equivocacioneschistosísimas, hasta que al final uno de ellos, iluminado súbitamente,exclamaba: «¡Ah! ¿Conque usted no es el guarda de consumos, sino elarcipreste de...? ¿Y usted no es el padre, sino el nieto de mi amigoPérez?... ¡Ahora lo comprendo todo!»

Poco a poco, y sin saber cómo, fue penetrando también en mi mente laidea de que todo en el mundo era despreciable, excepto los teatros porhoras. La astronomía, la química, la filosofía, la fisiología, cursilerías propias para ser cultivadas por los hombres inferiores, delos cuales mi amigo Collantes y sus compañeros se mofaban con muchodonaire, o como ellos decían, con muy buena sombra. Esto de tenerbuena sombra fue mi única ambición desde entonces, y me esforcé conahínco en alcanzar la ventura de poseerla. Pero mis chistes y equívocos,preparados con anticipación en la soledad de mi cuarto, no tenían éxitofeliz en el Oriental. Ni una comedia que también forjé y les leí,reuniéndolos al efecto en casa y regalándolos con cigarros y copas demanzanilla, logró su aprobación. Después de fumar y beber cuantoquisieron, comenzaron a saetear mi pobre obra lindamente, y como soyamigo de la verdad, reconozco que lo hicieron con gracia. Pero losgallegos somos casi tan tercos como los aragoneses. No me di porvencido. Escribí otra, y después otra, y logré que se pusieran enescena, y fui estrepitosamente pateado. Tampoco renuncié en absoluto ala literatura, como debía. Escribí algunos artículos de costumbres enlos periódicos, y aunque no me dieron un cuarto por ellos, tuve lasatisfacción de que Collantes declarase solemnemente, a la hora dealmorzar, que «dramático, lo que se llama dramático, no lo sería nunca,pero en el género descriptivo podría aún dar mucho juego». Con estefallo tan lisonjero, confirmado por los tertulios del Oriental, quisevolverme loco de alegría y me puse desde entonces con tanto afán adescribir cuanto se me ofrecía delante, como si Dios me hubiera mandadoal mundo exclusivamente con ese objeto. Las prensas de Madrid y deprovincias comenzaron a gemir bajo el peso de mis descripciones. Prontome convertí en especialista. Poco faltó para que pusiera en las tarjetas Ceferino Sanjurjo, poeta descriptivo. Fui al Ateneo y leí un poemadescribiendo la siega del trigo, que me valió el ser saludado con lospañuelos por las damas y calurosamente palmoteado por los caballeros.

En esto ¡quién se acordaba, por supuesto, de la medicina legal y de lasotras asignaturas del doctorado! Fui a pasar el verano a Bollo, yconvencí a mi buen padre de que yo no había nacido para tomar pulsos,sino para describir en verso todo lo creado, y me facilitó dinero paravolver al año siguiente a Madrid. Seguí haciendo la misma vida de antesy cultivando la misma especialidad con que casual y dichosamente habíaacertado. Mas, por efecto de la vida sedentaria y desarreglada quellevaba, o por ventura porque las descripciones cuando se abusa de ellasvan directamente al estómago y se sientan en él, es lo cierto que vine aenfermar de este órgano. Tan mal me puse que me resolví en la primaveraa ir a tomar las aguas de Marmolejo.

Aquí comienza el período de mi vida que he anunciado como interesante. Yen verdad que ya me pesa, pues nada es peor para obtener buen éxito enlas narraciones como despertar la curiosidad con promesas halagadoras.En fin, he cometido una torpeza, y es justo que la pague. Si os reís demí y de mi loca presunción, yo no estaré a vuestro lado, como la nochefunesta en que me silbaron en el teatro de Eslava, para oír vuestrascarcajadas. ¡Es horrible! Además, fío mucho en las descripciones.

Arreglados mis bártulos, y después de comer precipitadamente, tomé eltren correo de Sevilla el día 4 de Abril de 188... Cuando hubieroncesado las despedidas, y el pito del jefe dio la señal de marcha y elprolongado tren salió de la estación, dirigí una mirada de examen a losque me acompañaban. El viajero que tenía enfrente era un hombre pálido,de cuarenta a cincuenta años, bigote negro y manos flacas y velludas; elque se sentaba más allá era un caballero rechoncho, de ojos grandes ysaltones, con unas cortas patillas entrecanas que le bajaban poco de laoreja, fisonomía abierta y risueña, mientras el otro parecía, por laexpresión recelosa y sombría de sus ojos, hombre de carácter oscuro ymalhumorado. Así que salimos de la estación, quitose éste, lanzandoapagados gemidos, las botas y se puso las zapatillas, colocó el sombrerode castor sobre la rejilla y se encasquetó una gorra de paño.

—Padece usted de los callos, ¿verdad?—le preguntó el caballero gordocon palabra insinuante sonriendo con amabilidad.

—No señor—contestó el otro secamente.

—¡Ah!... Como usted se quejaba al sacarse las botas...

—Es que tengo sabañones—replicó con peor humor y acento catalán bienseñalado.

—¡Oh! Pues si usted padece de sabañones es porque quiere.

El catalán le echó una mirada mitad de indignación mitad de curiosidad.

—Sí, señor; porque usted quiere—insistió el otro con aire petulante ysatisfecho, mirándole a la cara risueño.

El catalán bajó los ojos, sacudió levemente la cabeza y se dispuso aencender un cigarro.

—Sí, señor; yo, aquí donde usted me ve, he padecido terriblemente desabañones.

Dijo esto con la misma entonación satisfecha y semblante risueño que sicontase que había llegado al polo Norte.

—Pero no tuve más que ponerme unos polvitos que yo tengo, de miexclusiva invención... y como con la mano.

—Pues hombre, si usted se ha inventado la medicina, ¿cómo quiere ustedque yo me haya curado con ella?—dijo el catalán.

—Es que yo puedo facilitárselos cuando usted quiera.

—Muchas gracias; no soy amigo de drogas.

—¿Drogas? Mis polvos no son drogas, señor mío; están hechosexclusivamente con vegetales.

El catalán le miró fijamente, y después volvió la vista a mí, haciendouna mueca expresiva.

—No entra una sola droga en su confección, y lo mismo curan lossabañones, que la calentura, que la tisis, cuando no está en el cuartogrado, se entiende. Las calenturas perniciosas que había en Simancas sehan desterrado, y la tisis no se conoce. Las chicas del pueblo losllaman «los polvos de D. Nemesio».

Aquí el catalán soltó una carcajada sonora y brutal que dejó avergonzadoal buen D.

Nemesio.

—Bueno, señor; si usted no cree en su eficacia, nada hay perdido.

Quedó un poco amoscado y tardó algún tiempo en hablar; pero al cabo dealgunos minutos no pudo contenerse y volvió a pegar la hebra asándonos apreguntas. A dónde íbamos, de dónde éramos, qué profesión teníamos, etc.El catalán le respondía con malos modos, cuando le respondía, que no erasiempre. Yo satisfice de buen grado su curiosidad. Quedó encantado alsaber que iba a Marmolejo. También él se dirigía a este punto, a curarseuna afección de la orina.

—Pero, hombre—exclamó el catalán groseramente,—¿no dice usted quetiene usted unos polvos que lo curan todo?

—Sí, señor; que curan casi todas las enfermedades—repuso D. Nemesioalgo incomodado;—pero obran mucho mejor ayudados por otras medicinas.

Gracias a sus preguntas supe pronto que el catalán era juez electo deprimera instancia en un pueblo de la provincia de Córdoba y que iba aSevilla a presentarse al presidente de la Audiencia. Se llamaba JerónimoPuig. Fue todo lo que pudo sacar de él D. Nemesio, quien por su partenos enteró prolijamente de su patria, condición, familia, carácter ycuantas circunstancias podían ser directa o indirectamente útiles parasu biografía. Era un propietario rico de Simancas, donde había nacido ycriádose, y tenía mujer y siete hijos, cuatro de ellos casados. Laexposición seria y concienzuda que nos hizo del carácter de cada uno desus yernos y nueras duró cerca de una hora.

El catalán, cuando lo juzgóconveniente, hizo de la capa almohada y se tendió a lo largo, y no tardóen roncar. Yo me vi obligado a escucharle largo rato aún, si bien a lapostre concluí por pensar en mis asuntos, dejándole despacharse a sugusto.

El tren corría ya por los campos de la Mancha, que se extendían porentrambos lados como una llanura negra interminable que cortaba laesfera brillante del firmamento poblado de estrellas. D. Nemesio,fatigado al cabo de tanto hablar, comenzó a dar cabezadas, pero sindecidirse a tumbarse, como si quisiera mantenerse siempre alerta paracoger el hilo del discurso en cuanto el sueño le dejase un momento derespiro.

Paró el tren.—«Argamasilla, cinco minutos de parada»—gritó unavoz.—Di un salto en el asiento y me apresuré a abrir la ventanilla,clavando mis ojos ansiosos en la oscuridad de la llanura. Aquel nombrehabía hecho dar un vuelco a mi corazón; era la patria del famoso DonQuijote de la Mancha; y aunque yo en mi calidad de poeta lírico hedespreciado siempre a los novelistas por falta de ideal, todavía elnombre de Cervantes fascinaba mi espíritu por la gran fama de que gozaen todo el universo. La negra silueta del pueblo dibujábase a la lejos,y una torrecilla alzábase sobre él destacando su espadaña con precisióndel fondo oscuro de la noche. ¡Pobre Cervantes!

¡Aquí fue preso ymaltratado como el último comisionado de apremio; en todas partesdespreciado y humillado, cual si no hubiese tropezado en el curso de suvida más que con poetas líricos!

—¿Sabe usted que entra un fresquecito regular?—dijo D. Nemesiodespertándose.

—¿Quiere usted que levante el cristal?

—Si usted no tiene inconveniente...

—Ninguno—repuse, apresurándome a hacerlo.—Estaba mirando al pueblo deArgamasilla, donde se dice que Cervantes fue preso y colocó la patria desu héroe.

—¡Ah, Cervantes!... ¡Ya!—exclamó D. Nemesio abriendo mucho los ojospara expresar que no era insensible a este nombre. Y luego, encarándoseconmigo, me preguntó con interés:

—Cervantes era un hombre muy despejado, ¿verdad?

—No, señor—respondí bruscamente, echándome a dormir y tapándome con lamanta.

Comenzó a clarear el día en Despeñaperros. Una banda rojiza y cárdenaque se extendía por el Oriente daba al cielo un aspecto fantástico depanorama de feria. La crestería de la sierra lejana teñíase de verde.Con los ojos hinchados por el sueño y sintiendo leves escalofríos en elcuerpo, miré por la ventanilla y vi el pueblecillo de Vilchespintorescamente colgado entre dos montañas no muy lejos de la vía:parece sentado en un columpio cuyos cabos invisibles están amarrados ala cima de aquéllas.

D. Nemesio se alzó del asiento restregándose los ojos, y apenas lo hizosoltó el chorro de nuevo, haciéndome sabedor de los lances curiosos quele habían pasado en los diferentes viajes que había corrido por aquellalínea. En Manzanares le habían dado en cierta ocasión un cafédetestable; la manteca rancia: otra vez el jefe de la estación deAlcázar no le había querido facturar el equipaje por llegar dos minutostarde: en otra ocasión, en la fonda de Menjíbar, no les dieron tiempo aalmorzar; pero él, que es un gran tunante, se burló del fondistaapoderándose de lo que había en la mesa y llevándoselo al coche.Mientras tanto yo envidiaba al catalán que, enteramente cubierto por lamanta, no rebullía. Pero como no es posible la felicidad en este mundo,cuando yo estaba pensando en ella, apareció el revisor y le despertóexigiéndole el billete. Se levantó de muy mal humor, por no variar.Llegamos a la estación de Baeza, donde el catalán se bajó del coche. DonNemesio y yo permanecimos en él. Sonó la campanilla, dio el mozo la voza los viajeros, se oyó el estrépito de las portezuelas al cerrarse, ynuestro catalán no parecía. D. Nemesio experimentó viva inquietud.

—¡Caramba, cómo se descuida el señor de Puig!

Pasó un momento: todos los viajeros estaban ya en sus coches.

—¡Caramba, caramba, ese hombre va a perder el tren!

Cuando sonó el pito del jefe y la máquina contestó con un formidableresoplido, D.

Nemesio, presa de indescriptible ansiedad, asomó su calvavenerable por la ventanilla gritando:

—¡Puig! ¡Puig!... Mozo, mire usted si en el retrete hay un caballerocatalán...

El mozo se encogió de hombros con indiferencia.

Arrancó el tren y comenzó majestuosamente a separarse de la estación, ymi compañero de viaje seguía gritando a la ventanilla:

—¡Puig! ¡Puig!

Al fin se dejó caer rendido en el asiento, con la consternación pintadaen el semblante.

—¡Válgame Dios! ¡Válgame Dios! ¡Pobre señor!...

Y principió a hacer comentarios tristísimos acerca de aquel lancedesgraciado. No me parecía a mí tan lamentable como a él, pero le seguíel humor, deplorándolo amargamente.

—¡Pobre señor!... ¡Y mañana tenía que presentarse sin falta alpresidente de la Audiencia! Yo no comprendo cómo estos hombres sedescuidan... Bien es verdad que si una necesidad apremiante... ¡Vayapor Dios! Y vea usted, vea usted, Sanjurjo, las botas y el sombrero allísobre la red...

D. Nemesio miraba con ojos enternecidos aquellas prendas.

—Se ha quedado el pobre señor con gorra y zapatillas, sin abrigoalguno, sin maleta... Se me ocurre una cosa. En la primera estacióndejamos estos efectos al jefe y le telegrafiamos, ¿no le parece a usted?

Encontré razonable la proposición, y como lo pensamos lo hicimos tanpronto como el tren se detuvo un instante. Cumplido este deber dehumanidad, volvimos de nuevo al coche con la satisfacción que seexperimenta siempre que se lleva a cabo una acción buena, y principiamosa departir alegremente, escuchando yo con más atención que antes lospormenores biográficos en que se anegaba el propietario de Simancas. Laluz matinal, esplendorosa ya, y la perspectiva de llegar pronto nosanimaban. Sacó D.

Nemesio una maquinita con espíritu de vino y se puso ahacer chocolate, que tomamos con increíble apetito y alegría.

Pasaron volando cuatro o cinco estaciones más. Llegamos a Andújar.

—¡Hola, señores! ¿Cómo se va?—dijo una voz, y al mismo tiempo asomópor la ventanilla el rostro cetrino del catalán, esta vez risueño ydesencogido, mirándonos con ojos benévolos.

D. Nemesio y yo quedamos petrificados y nos dirigimos una mirada deangustia sin contestar al saludo.

—Buen día, ¿eh?... ¿Se ha tomado chocolate, por lo que veo?... Nosotrosnos hemos desayunado a la catalana... Vienen ahí unos paisanos, delmismo Reus, ¿sabe? y vinimos de jarana y de broma... Tomamos unascopitas de ojén, y luego una butifarrita.

Puig se había puesto de un humor excelente con aquel encuentro.Nosotros, cada vez más confusos, le mirábamos con tan extraña fijeza yansiedad, que por milagro no se fijaba en nuestra rarísima actitud.Abrió la portezuela al fin, y se acomodó alegremente a nuestro lado,mientras a mí me corrían escalofríos por el cuerpo, y D. Nemesio sudabade angustia. No hacíamos otra cosa que dirigir vivas ojeadas a larejilla, esperando cuándo el catalán levantara la vista y echaba demenos los bártulos. Al cabo de algunos minutos, no pudiendo sufrir mástiempo tal congoja, decidí acabar de una vez.

—Señor Puig (mi voz salió un poco ronca. D. Nemesio me miró conterror). Señor Puig... nosotros, con la mejor intención del mundo, lehemos hecho un flaco servicio...

El catalán me miró con inquietud y me turbé un poco.

—Nosotros pensamos—dijo D. Nemesio—que usted había perdido el tren enBaeza.

—Que se había usted quedado en el retrete—añadí yo.

—Y comprendiendo que su situación debía ser muy fastidiosa—siguió D.Nemesio.

—Y que le vendría muy bien que su maleta no fuese a dar a Sevilla—dijeyo.

—Se la hemos dejado, con los demás bártulos, al jefe de la estación deJabalquinto—se apresuró a concluir D. Nemesio, clavando sus ojossaltones y suplicantes en el catalán.

—¡Pues es verdad, voto a Dios!—exclamó éste levantando los suyos a larejilla.

—Dispénsenos usted por favor...

—Ya comprenderá usted que nuestra intención...

—¡Qué intención ni que Cristo, ni qué mal rayo que los parta!—profirióPuig llevándose las manos a la cabeza.—¡La han hecho ustedes buena! ¿Ycómo me presento yo en gorra y zapatillas al presidente?

—¿Quiere usted mi sombrero y mis botas?—le preguntó D.Nemesio.—También le puedo facilitar alguna camisa.

—Déjeme usted en paz con sus botas y sus camisas... Lo que yo quiero esmi equipaje, ¿sabe?... ¿Qué rayos tenía usted que ver con él, ni por quése ha metido donde no le llamaban?

—Oiga usted, señor mío, me parece que no hay razón parafaltarme—exclamó D.

Nemesio encrespándose.

—La culpa ha sido de los dos, señor Puig, me apresuré yo a decir.

Cada vez más furioso, y tirándose de los pelos y revolviéndose en elasiento, Puig comenzó a desahogarse en catalán, lo que fue una granfortuna, pues no lo entendíamos. Sólo por la entonación y por lasfuriosas miradas que alguna vez nos dirigía, sabíamos que nos estabaponiendo como trapos.

En esto íbamos llegando ya a la estación de Arjonilla. Cuando paró eltren, nuestra víctima se apresuró a salir sin despedirse, dio un grangolpe a la portezuela y no volvimos a verle más.

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II

Conozco a la hermana San Sulpicio.

Lómnibus saltaba por encima de las piedras sacudiéndonos en todossentidos, haciéndonos a veces tocar con la cabeza en el techo; yo lleguéa besar, en más de una ocasión, con las narices el rostro mofletudo deD. Nemesio. El empedrado no es el género en que más se distingueMarmolejo. Por las ventanillas podíamos tocar con la mano las paredesenjalbegadas de las casas. El dueño de la Fonda Continental, hombre demediana edad y estatura, bigote grande y espeso, ojos negros y dulces,no apartaba la vista de nosotros, fijándola cuándo en uno, cuándo enotro, con expresión atenta y humilde, parecida a la de los perros deTerranova.

Cuando quiso Dios al fin que el coche parase, saltó a tierramuy ligero y nos dio la mano galantemente para bajar. Yo no acepté pormodestia.

La Fonda Continental era una casita de un solo piso, donde se veríanmuy apurados para alojarse europeos, africanos, americanos y oceánicos,aunque viniese un solo hombre por cada continente. En el patio, conpavimento de baldosín rojo y amarillo, había cuatro o cinco tiestos connaranjos enanos. La habitación en que me hospedaron era ancha por laboca, baja y cerrada por el fondo, en forma de ataúd, lo cual revelabaen el arquitecto que construyó la casa ciertos sentimientos ascéticosque no he podido comprobar. La cama igualmente parecía descender enlínea recta del lecho que usó San Bruno.

Cuando hube permanecido en aquel agujero el tiempo suficiente paralavarme y limpiar la ropa, salí como los grillos a tomar el solacompañado del patrón, que tuvo la amabilidad de llevarme al parajedonde las aguas salutíferas manaban. Propúsome ir en coche, masconsiderando la traza no muy apetitosa del vehículo que me ofrecía, ycon el deseo, propio de todo viajero, de ver y enterarme bien delaspecto y situación del pueblo en que me hallaba, decidí emprenderla apie. Mientras tanto D. Nemesio permanecía en su celda, entregado, quizá,a severas penitencias, por el pe