La Guardia Blanca-Novela Histórica Escrita en Inglés by Arthur Conan Doyle - HTML preview

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GUARDIA BLANCA

NOVELA HISTÓRICA ESCRITA EN INGLÉS

POR

A. CONAN DOYLE

TRADUCIDA AL CASTELLANO

POR JUAN L. IRIBAS

NUEVA YORK

D. APPLETON Y COMPAÑÍA

EDITORES

1896

COPYRIGHT, 1896,

BY D. APPLETON AND COMPANY.

La propiedad de esta obra está protegida por la ley en varios países, donde se perseguirá á los que la

reproduzcan fraudulentamente.

LA GUARDIA BLANCA: Capítulo I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X, XI, XII,

XIII, XIV, XV, XVI, XVII, XVIII, XIX, XX, XXI, XXII, XXIII, XXIV, XXV,

XXVI, XXVII, XXVIII, XXIX, XXX, XXXI, XXXII, XXXIII, XXXIV

Á QUIEN LEYERE.

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EN la moderna literatura inglesa, menos quizás que en ninguna otra,espera encontrar el lector obras que por su carácter y forma lerecuerden las narraciones históricas de tipos caballerescos, empresasaventuradas y altas hazañas, que han inmortalizado los nombres deescritores españoles, franceses é italianos. Diríase que esas novelas decapa y espada, galanas y airosas, en las que palpita la vida entera dehidalga tierra y se refleja el espíritu de toda una raza, son patrimonioexclusivo de otros pueblos y otros autores que los nacidos en lanebulosa Albión.

De aquí la novedad y el buen éxito merecidísimo de la obra de ConanDoyle cuya traducción castellana ofrecemos al público en este volumen.Con erudición y exactitud sorprendentes reproduce el escritor inglés en La Guardia Blanca una serie de episodios fidelísimos de la época enque se desarrolla el argumento de su novela.

Época tan agitada como lofué para Inglaterra la segunda mitad del siglo XIV, en la que á pesar desus grandes y recientes victorias de Crécy y Poitiers y del tratado deBretigny, volvía á encenderse, más fiera y sañuda si cabe, aquella luchainterminable conocida en la historia con el nombre de Guerra de los CienAños.

Á imitación de las famosas Compañías Blancas de Duguesclín, personajeque también figura en esta obra de muy pintoresca manera, la GuardiaBlanca inglesa se lanza de lleno en la contienda y tras brevepermanencia en el Ducado de Aquitania, arrebatado por entonces á lacorona de Francia, entra en España á la vanguardia del poderoso ejércitoque Eduardo de Inglaterra pusiera á las órdenes del Príncipe Negro parareinstalar en el solio de Castilla á su aliado Don Pedro el Cruel, á lasazón destronado por su hermano Don Enrique de Trastamara.

Las proezas y aventuras de los expedicionarios ingleses y de suindomable capitán, las descripciones interesantísimas de tipos ycostumbres de la época, los múltiples incidentes de aquellas marcialesjornadas, ora sangrientos y heróicos ora altamente cómicos, todo ensuma, está ideado y referido con tal naturalidad, con exactitud y graciatantas, que hacen de este libro una obra acabada y uno de los máspreciados timbres de la fama literaria de su autor.

J. L. I.

HARTFORD, Abril de 1896.

LA GUARDIA BLANCA

CAPÍTULO I

DE CÓMO LA OVEJA DESCARRIADA ABANDONÓ EL REDIL

LA gran campana del monasterio de Belmonte dejaba oir sus sonorostañidos por todo el valle y aun más allá de la obscura línea formada porlos bosques. Los leñadores y carboneros que trabajaban por la parte deVernel y los pescadores del río Lande, suspendían momentáneamente sustareas para dirigirse interrogadoras miradas; pues aunque el sonido delas campanas de la abadía era tan familiar y conocido por aquelloscontornos como el canto de las alondras ó la charla de las urracas ensetos y bardales, los repiques tenían sus horas fijas, y aquella tardela de nona había sonado ya y faltaba no poco para la oración. ¿Quésuceso extraordinario lanzaba á vuelo, tan á deshora, la campana mayorde la abadía?

Por todas partes se veía llegar á los religiosos, cuyos blancos hábitosse destacaban vivamente sobre el césped que cubría las avenidas denudosos robles. Procedían unos de los viñedos y lagares pertenecientes ála comunidad, otros de la vaquería, de las margueras y salinas, yalgunos llegaban, apresurando el paso, de las lejanas fundiciones deSolent y la granja de San Bernardo. No les cogía de sorpresa elinusitado campaneo, porque ya la noche anterior había despachado el abadun mensajero especial á todas las dependencias exteriores delmonasterio, con orden de anunciar en ellas la proyectada reunión generaldel día siguiente. En cambio el hermano lego Atanasio, que durante uncuarto de siglo había limpiado y bruñido el pesado aldabón de bronce dela abadía, declaraba con asombro que jamás había presenciado convocacióntan extemporánea y urgente de todos los miembros de la comunidad.

Bastaba observar á éstos para comprender la gran variedad de ocupacionesá que se dedicaban y para formar idea, aunque incompleta, de losinmensos recursos de la abadía, centro de activísima vida. Veíase aquí ádos religiosos cuyas manos y antebrazos teñía de rojo el mosto; más alláotro, anciano y robusto, llevaba al hombro el hacha con que acababa decortar grandes haces de leña; seguíale el hermano esquilador, cuyaocupación denunciaban las enormes tijeras que llevaba colgadas al cintoy las vedijas de lana adheridas al sayal. Un numeroso grupo iba provistode azadas y layas, y los dos monjes que cerraban la marcha conducían contrabajo una pesada cesta llena de carpas, truchas y tencas, pues siendoel siguiente día de vigilia, había que proveer al sustento de cincuentareligiosos con un apetito á toda prueba.

Verdad es que trabajaban defirme, porque el venerable abad Fray Diego de Berguén era tan severo contodos ellos como consigo mismo, que es mucho decir, y en su convento nose toleraban holgazanes.

Mientras se reunían frailes y novicios el abad, cruzadas las manos ypreocupado el semblante, recorría de extremo á extremo la gran sala delmonasterio destinada á los actos solemnes. Sus delgadas facciones yhundidas mejillas revelaban al asceta que ha sabido triunfar de suspasiones, no sin cruel y larga lucha, hasta dominarlas por completo.Aunque de apariencia endeble, su mirada imperiosa y enérgica recordabaque por sus venas corría sangre de famosos guerreros y que su hermanomellizo,

el

capitán

Bartolomé

de

Berguén,

era

uno

de

los

esforzadoscampeones ingleses que habían plantado la cruz de San Jorge sobre losmuros de París. Apenas sonó la última campanada, se acercó el abad á unamesa y tocó el timbre que servía para llamar al hermano lego deservicio, al cual preguntó en el dialecto anglo-francés usado en losmonasterios ingleses durante casi todo el siglo catorce:

—¿Han llegado los hermanos?

—Reunidos están en el claustro mayor, reverendo padre, contestó ellego, que se hallaba en actitud humilde, cruzadas las manos sobre elpecho y fija en el suelo la vista.

—¿Todos?

—Treinta y dos profesos y quince novicios. Fray Marcos, postrado por lafiebre, es el único que falta. Dice que....

—No hace al caso lo que él diga. Enfermo ó no, importaba ante todoacatar mi mandato. Domeñaré su espíritu rebelde, como lo haré con otrosmiembros de esta abadía que necesitan severa disciplina. Y vos mismo,hermano Francisco, estáis en falta. Ha llegado á mis oídos que habéisalzado la voz en el refectorio, mientras el hermano lector comentaba lapalabra divina. ¿Qué contestáis á esa acusación?

El lego no chistó, ni se movió siquiera.

—Mil avemarías y otros tantos credos rezados con los brazos en cruzante el altar de la Virgen, servirán para recordaros que el SupremoCreador nos dió dos orejas y una sola lengua, para que oigamos mucho yhablemos poco. Enviadme aquí al hermano Maestro.

El atemorizado lego salió de puntillas, cerrando tras sí la puerta, quese abrió algunos momentos después para dar paso á un monje, corto deestatura, robusto de cuerpo y cuya imperiosa mirada acentuaba laexpresión severa del semblante.

—¿Me habéis llamado, reverendo padre?

—Sí, hermano Maestro. Deseo que el acto de hoy, que me impone un deberdurísimo, se verifique con el menor escándalo posible; y sin embargo, esfuerza dar al culpable una lección pública, para ejemplo de losrestantes.

Dijo el abad estas palabras en latín, lengua en que de ordinario hablabaá los religiosos á quienes por sus años ó por razón de su cargo ó de susméritos, juzgaba dignos de especial deferencia.

—Es mi parecer que los novicios no presencien el juicio, observó elhermano Maestro. En la acusación figura una mujer y temo que pérfidasimágenes empañen la pureza de sus pensamientos....

—¡Mujer, mujer! murmuró el abad. Radix malorum, que dijo el venerableCrisóstomo, definición exacta y aplicable desde Eva hasta nuestrosdías.

¿Quién denunciará al pecador?

—El hermano Ambrosio.

—Casto y piadoso mancebo.

—Y modelo de novicios.

—Procédase, pues, al juicio de acuerdo con las prácticas tradicionalesde la orden.

Ved que se admita y acomode á los profesos por orden deedad y que á su tiempo comparezca el maleado Tristán de Horla, cuyaconducta exige ya medidas severas.

—¿Y los novicios?

—Esperarán en el claustro de la capilla, donde convendrá que el lectorles refresque la memoria sobre el tema Gesta beati Benedicti. Así seevitará toda conversación ociosa y toda ocasión de liviandad.

Una vez solo el abad, volvió á fijar sus miradas en las páginascaprichosamente iluminadas de su breviario y permaneció en aquellaactitud basta que hubo entrado en la sala el último de los monjes.Tomaron éstos asiento en los dos bancos de tallado roble que iban desdeel estrado hasta el extremo opuesto de la estancia, donde el hermanoAmbrosio y el Maestro de novicios ocuparon sendos sitiales. Era elprimero un joven enteco, alto y pálido, que oprimía nerviosamente entresus manos un enrollado pergamino. El abad contempló desde su asiento enel estrado las dos hileras de monjes, cuyos rostros plácidos, rollizos ybronceados por el sol, con raras excepciones, y cuya expresiónsatisfecha, daban clara muestra de la vida tranquila y feliz que allíllevaban.

Fray Diego fijó después su penetrante mirada en el joven religiososentado frente á él y dijo:

—Sois el acusador, hermano Ambrosio. Quiera nuestro venerado patrón SanBenito concederos su gracia y dirigir nuestros juicios en esta ocasión,para el bien de la comunidad y para la mayor gloria de Dios. ¿Cuántosson los cargos dirigidos contra el novicio Tristán?

—Cuatro, reverendo padre, contestó el interpelado en voz baja y sumisa.

—¿Los habéis enumerado y expuesto conforme lo manda nuestra santaregla?

—Contenidos están en este pergamino....

—Que entregaréis al hermano relator para su lectura cuando llegue elmomento.

Introducid al acusado.

Al oir aquella orden, un lego situado junto á la puerta la abrió de paren par, dando entrada á un joven novicio y á otros dos legos que hastaentonces lo habían acompañado y vigilado en la antecámara. Era elnovicio Tristán de Horla mancebo de aventajada estatura y atléticasformas, cuyos ojos negros contrastaban con el rojo cabello y cuyasfacciones, nada desagradables, revelaban de ordinario la franqueza y elbuen humor, si bien en aquel momento se reflejaba en ellas una expresiónde reto y enojo. Caída sobre los hombros la capucha, desabrochado elhábito que mostraba el hercúleo cuello, desnudos hasta el codo losvelludos brazos que tenía cruzados sobre el pecho, saludó reverentementeal abad y se dirigió con toda calma al reclinatorio que le estabareservado en el centro de la sala. Sus negros ojos pasaron rápidarevista á los circunstantes y acabaron por fijarse, con expresión untanto irónica, en el hermano acusador.

Entregó éste el pergamino al relator de la orden, quien lo leyó con vozpausada y entonación solemne, escuchado atentamente por todos losreligiosos allí congregados.

El documento decía así:

"Cargos formulados el día de la Asunción, en el año de gracia de miltrescientos sesenta y seis, contra el hermano Tristán, antes llamadoTristán de Horla y al presente novicio de la santa orden monástica delCíster. Leídos el jueves siguiente á dicha fiesta de la Asunción, en laabadía de Belmonte, ante el reverendo abad Fray Diego de Berguén y lacomunidad reunida en capítulo. Los cargos aducidos son:

"Primero: Que habiéndose distribuido á los novicios determinada cantidadde cerveza floja, como concesión especial con motivo de la precitadafestividad y en la proporción de un azumbre por cada cuatro novicios, elacusado se apoderó violentamente del jarro y se bebió el azumbre de unasentada, en detrimento de sus compañeros de mesa Pablo, Porfirio yAmbrosio; quienes declararon que á duras penas pudieron comer losarenques salados que formaron la refacción de aquel día."

Al oir aquellos detalles el acusado se mordió los labios para disimularuna sonrisa y varios religiosos se miraron de soslayo; otros tosieron áfin de no soltar la carcajada.

Pero el abad permaneció impasible ysevero, mientras el relator continuaba su lectura:

"Segundo: Que como el Maestro de novicios castigase aquel desafueroponiendo al culpable á pan y agua por tres días, en honor de SantaTiburcia, aquel pecador impenitente declaró en presencia del novicioAmbrosio que quisiera ver á una legión de demonios llevándose por losaires al susodicho hermano Maestro.

"Tercero: Que amonestado por éste nuevamente, el acusado cogió á sudenunciador por el pescuezo y lo zabulló en el estanque de la huerta,por espacio suficiente para que la víctima de tamaño atropello pudieraacabar el credo que rezó mentalmente con objeto de encomendar su alma áDios, creyendo llegada la última hora."

Las exclamaciones de sorpresa y censura que se oyeron en ambos bancosindicaron que los miembros de la comunidad apreciaban la gravedad delúltimo cargo; pero el abad impuso silencio, levantando su huesuda mano.

—Continuad, dijo al lector.

—"Y cuarto: Que poco antes de vísperas, el día de Santiago Apóstol, sevió al citado Tristán en el camino de Vernel, en conversación con unamujer, la llamada María Soley, hija del guardabosque de este nombre. Yque después de muchas risas y resistencias por parte de la susodichadoncella, el acusado la tomó en brazos y la condujo al otro lado delriachuelo de Las Hayas, para evitar que aquella emisaria de Satán semojase los pies. Esta infracción inaudita de nuestra santa regla fuépresenciada por tres miembros de la comunidad, con gran escándalo suyo ycon indudable regocijo de todo el infierno, que así veía caer en mortalpecado á un novicio de nuestra orden."

El silencio profundo que siguió á aquellas palabras, aun más que losademanes y el aspecto horrorizado de algunos religiosos, reveló cuánprofunda y unánime era la reprobación de los oyentes.

—¿Quiénes son los testigos de tan enorme pecado? preguntó el abad convoz que delataba su indignación.

—Yo soy uno de ellos, dijo levantándose el hermano Ambrosio; y conmigolo presenciaron Porfirio y Marcos, el cual se afectó de tal manera quedesde entonces se halla en la enfermería.....

—¿Y la mujer? continuó Fray Diego. ¿No prorrumpió en acongojado llantoal presenciar aquella conducta de un hombre que vestía nuestro sagradohábito?

—No, reverendo abad. Antes bien sonrió dulcemente cuando él la depositóallende el vado y le dió las gracias y le tendió su mano. Lo ví con mispropios ojos, como lo vió Marcos....

—¡Lo visteis, desgraciados! gritó el abad. ¿Y acaso no sabíais que elcapítulo treinta y cinco de los reglamentos de esta orden os lo prohibíaterminantemente? ¿De cuándo acá habéis olvidado que en presencia de unamujer debemos todos bajar la vista y aun volver la cara? Y si hubieraistenido fija la mirada en vuestras sandalias, ¿cómo ver las sonrisas ymohines de aquel demonio disfrazado de mujer? ¡Á vuestras celdas, falsoshermanos, á pan y agua hasta el próximo domingo, con dobles laudes ymaitines para que aprendáis á obedecer las leyes que nos rigen!

Ambrosio y Porfirio, atemorizados ante aquella inesperada reprimenda,cayeron temblando en sus asientos. El abad apartó de ellos la vista parafijarla en el principal culpable, quien lejos de mostrar temor éinclinar la frente sostuvo con toda calma la mirada furibunda de FrayDiego.

—¿Qué alegáis en vuestra defensa, hermano Tristán?

—Poca cosa, padre mío, fué la contestación del joven, dada con elpronunciado acento sajón que por entonces caracterizaba á los campesinosingleses del Oeste. Por cierto que el inusitado acento llamó mucho laatención de los religiosos, ingleses de pura raza en su mayoría. Pero elabad sólo se fijó en la tranquilidad y la indiferencia que la respuestadel novicio revelaba y la indignación coloreó su rostro enjuto.

—¡Hablad! ordenó golpeando con el puño el brazo del sitial.

—Pues cuanto á lo de la cerveza, observó Tristán sin inmutarse lo másmínimo, téngase en cuenta que acababa yo de llegar del trabajo en elcampo y que apenas empiné el jarro ya le ví el fondo y sin saber cómo lodejé en seco. Grande debió de ser mi sed. Cierto es que perdí losestribos cuando el buen Maestro me mandó ayunar, pero bien se explicaeso recordando que pan y agua es triste dieta para un cuerpo y unapetito como los que Dios me ha dado. También es verdad que le senté lamano el cernícalo de Ambrosio, pero la zabullida de que se queja no pasóde un susto sin consecuencias. Y como no niego ninguno de los cargosanteriores, tampoco puedo negar, si tal cargo es, el de haber ayudado ála hija de Soley á pasar el vado de Las Hayas, en atención á que lapobre muchacha tenía puestos zapatos y medias y su saya de los domingos,al paso que yo iba descalzo y se me importaba un bledo remojarme lospies. Y tengo para mí que el no haberme portado cual entonces lo hicehubiera sido una vergüenza, para un novicio como para cualquier otrohombre que se respete y que respete á la mujer....

Aquellas palabras colmaron la exasperación del abad, sobre todopronunciadas como fueron con la sonrisa burlona que apenas habíadesaparecido un momento de los labios de Tristán desde el comienzo de superorata.

—¡Basta ya! exclamó Fray Diego. Lejos de defenderse el culpado confiesay agrava su falta con sus livianas palabras. Sólo me resta imponerle elcondigno castigo.

Al decir esto dejó el abad su asiento y todos los monjes le imitaron,dirigiendo temerosas miradas al irritado semblante de su superior.

—Tristán de Horla, continuó éste, en los dos meses de vuestro noviciadohabéis dado pruebas evidentes de perversidad y de que por ningúnconcepto merecéis vestir el blanco hábito símbolo de un espíritu sinmancha. Seréis, pues, despojado de ese hábito y despedido de estaabadía, de sus tierras y pertenencias, sin renta ni beneficio de ningunaclase y sin las gracias espirituales que gozan cuantos viven bajo latutela y especial protección de San Benito. Vuestro nombre será borradode los registros de la orden y os queda prohibido volver á pisar losumbrales de la abadía y entrar en ninguna de las granjas y posesiones deBelmonte.

Aquella primera parte de la sentencia pareció terrible á los monjes,especialmente á los más ancianos, acostumbrados como estaban á la vidasosegada de la abadía, fuera de la cual se hubieran visto tandesamparados y desvalidos como niños abandonados á sus propias fuerzas.Pero evidentemente la vida mundanal no tenía terrores para el novicio,antes le atraía y agradaba, á juzgar por la expresión regocijada con queoyó el anuncio de su expulsión. Su contento acrecentó la iracundia deFray Diego, quien continuó diciendo:

—Esto por lo que al castigo espiritual se refiere. Pero á los malosservidores de Dios, de corazón empedernido, poco les duelen tales penas.Yo sé cómo castigaros de manera que lo sintáis, ahora que vuestrasfechorías os han privado de la protección de la iglesia. ¡Á ver! ¡Treshermanos legos, Francisco, Atanasio y José, apoderaos del truhán, atadlelos brazos y decid al hermano portero que le aplique unas cuantasdocenas de azotes con un buen rebenque!

Al acercársele los robustos legos para obedecer las órdenes del abad,desapareció toda la placidez del novicio, que asió con ambas manos elpesado reclinatorio de roble y levantándolo en alto como una maza, gritócon voz potente:

—¡Teneos! ¡Juro por San Jorge que al primero de vosotros que osetocarme le rompo la cabeza en mil pedazos!

La advertencia no podía ser más clara ni más enérgica, y unida á laamenazadora actitud del novicio, cuyas fuerzas eran bien conocidas detodos, bastó para que los legos retrocedieran más que de prisa y paraespantar á los religiosos, que se precipitaron en tropel hacia lapuerta. Sólo el abad pareció pronto á lanzarse sobre el rebelde novicio,pero dos monjes que junto á él se hallaban lo asieron por los brazos ylograron ponerlo fuera de peligro.

—¡Está poseído del demonio! gritaban los fugitivos. ¡Pedid socorro! Quevenga el hortelano con su ballesta, y llamad también á los mozos decuadra. ¡Pronto, decidles que estamos en peligro de muerte! ¡Corred,hermanos! ¡Ved que ya nos alcanza!

Pero el victorioso Tristán de Horla no pensaba en perseguirlos. Estrellócontra el suelo el reclinatorio, derribó de un revés á su delatorAmbrosio, que puso el grito en el cielo, y atropellando á losaturrullados frailes que formaban la retaguardia, bajó á escape laescalera. El portero Atanasio vió pasar rápidamente una gigantesca formablanca y antes de enterarse de lo que aquello significaba y de la causadel tumulto que en la escalera se oía, ya el indómito Tristán estabalejos de la abadía y á grandes zancadas recorrió el polvoriento caminode Vernel.

CAPÍTULO II

DE CÓMO ROGER DE CLINTON EMPEZÓ Á VER EL MUNDO

LOS muros del antiguo convento no habían presenciado jamás escándalosemejante.

Pero Fray Diego de Berguén tenía en mucho la buena disciplinade la comunidad para permitir que ésta quedase bajo la impresión de larebeldía triunfante del novicio; así fué que convocando nuevamente á loshermanos les dirigió una filípica como pocas, comparando la expulsióndel iracundo Tristán á la de nuestros primeros padres del Paraíso,llamando sobre él los castigos del cielo y advirtiendo de paso á susoyentes que si algunos de ellos no mostraban más celo y obediencia quehasta entonces, la expulsión de aquel día no sería la última. Con estoquedó restablecida la calma y en buen lugar la autoridad de Fray Diego,quien ordenó á los religiosos que volvieran á sus faenas respectivas yse retiró á su celda.

Apenas comenzadas sus oraciones oyó que llamaban suavemente á la puerta.

—Entrad, dijo con voz en que se traslucía el mal humor; pero apenasfijó los ojos en el importuno que así le interrumpía, desapareció laexpresión ceñuda del semblante, reemplazándola bondadosa sonrisa.

El que llegaba era un esbelto doncel, de facciones algo delgadas, rubioscabellos, buena presencia y muy joven á juzgar por la expresión aniñadadel rostro. Sus claros y hermosos ojos revelaban también un candor casiinfantil; su mirada era la del adolescente cuyo espíritu se habíadesarrollado hasta entonces lejos de las emociones, de las penas y delos combates del mundo. Sin embargo, las líneas de la boca y lapronunciada forma de la barba indicaban un carácter enérgico yresuelto.

Aunque no vestía el hábito monástico, su ropilla, calzas y gruesasmedias eran de obscuro color, cual convenía á un morador de aquellasanta casa. De una ancha correa cruzada al hombro pendía henchido zurrónde los que por entonces usaban los viajeros; llevaba en la diestra ungrueso bastón herrado y en la otra mano su gorra de paño pardo, quetenía cosida al frente una gran medalla con la imagen de Nuestra Señorade Rocamador.

—Veo que estás ya pronto á ponerte en camino, hijo querido. Y no dejade ser coincidencia curiosa, continuó el abad con aire pensativo, la deque en un mismo día salgan de este monasterio el más perverso de susnovicios y el mancebo á quien todos consideramos como el más digno denuestros jóvenes discípulos y que es también el predilecto de micorazón.

—Sois demasiado bondadoso, padre mío, contestó el doncel. Por mi parte,si me fuese dado elegir, acabaría mis días en Belmonte. Aquí he tenidomi dulce hogar desde la infancia y al salir de esta casa lo hago converdadero pesar.

—Pruebas impuestas por Dios son esas penas, Roger, y cada cual tiene sucruz. Pero tu partida, que á todos nos contrista, es inevitable. Yoprometí á tu padre que al cumplir los veinte años saldrías de Belmonte,para ver algo del mundo y juzgar por tí mismo si preferías seguir en éló volver á este sagrado refugio. Acerca ese escabel y toma asiento.

Hízolo así Roger y el abad continuó diciendo, después de reflexionaralgunos momentos:

—Veinte años hace que tu padre, el arrendador de la granja de Munster,murió, dejando valiosos cortijos y terrenos á la abadía y dejándonostambién á su hijo menor, niño de pocos meses, á condición de criarlo yeducarlo en el monasterio. Hízolo así el buen hidalgo no sólo porquehabía muerto tu santa madre, sino porque Hugo de Clinton, su hijo mayory único hermano tuyo, había dado ya pruebas de su carácter díscolo yviolento, y hubiera sido absurdo dejarte encomendado á él. Pero comodije antes, tu padre no quería dedicarte irrevocablemente á la vidamonástica; la elección dependerá de tí, y no has de hacerla ahora, sinocuando tengas alguna experiencia de la vida, para resolver con acierto.

—¿Y no impedirán mi partida los cargos que he ejercido ya en lacomunidad, aparte de