La Gran Aldea - Costumbres Bonaerenses by Lucio V. López - HTML preview

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Me acerqué a Blanca; la cumplimenté; me tendió la mano sonriendo, y medijo:

—Seremos grandes amigos... Soy su tía...—agregó con una sonrisa.

—Lo seremos—le contesté con afecto.

Mi tío me abrazó, pero al sentir su pecho sobre el mío, yo hubieradeseado que no lo hubiera hecho. Sentía vergüenza de mí mismo; deseos dedesprenderme de él, de no verlo, de no haberlo conocido. ¿Amaba aBlanca? No: ¡qué diablo! no la amaba, no la había amado nunca, no habríapodido amarla y menos desde aquel día. Ese casamiento era unaexplotación, y yo le había cobrado una innata repugnancia; porque, alfin, aquella mujer era una mujer de mármol, una mujer sin alma, sinsentimiento, sin poesía siquiera.

Casada con un truhán, con un libertino, pero joven y con el prestigiopropio de un hombre, yo la habría comprendido; pero venderse a un viejovaletudinario, a un hombre sin talento, sin espíritu, sin fuerzas...¡cómo justificarla! ¡cómo creerla digna de ser sentida y amada!

En el bullicio del baile, los novios desaparecieron; bajaronprecipitadamente la grande escalera, ganaron el cupé que los esperaba enla puerta de calle y muy pronto estuvieron en la morada que mi tío habíapreparado para que Blanca pasara su luna de miel con sus sesenta ytantos años.

Aquella noche, cuando los pesados y ricos cortinados de la cámaranupcial cayeron sobre los misterios de himeneo, el Dios del amor debiócerrar sus pliegues con vergüenza, como si se sintiese deshonrado deservir de guardián a los desposorios del Tiempo con la diosa más jovendel Olimpo.

Mi amigo don Benito, correctamente vestido, charlaba aquella noche en unrincón del gran comedor de la casa de Montifiori con varios muchachosalegres que comentaban el enlace de Blanca.

—Lo único que le hace falta al novio, es que Montifiori le consiga unpedacito de cinta para el ojal, como la que él usa—decía riendo uno delos jóvenes de la rueda.

—¡Eh! no es tan fácil eso...—decía otro.

—¡Qué no! mire usted aquel tipo que está allí, aquel narigón. Ha sidovendedor de trapos toda su vida; se dio importancia, se hizo amigo dealgunos diplomáticos, y al poco tiempo la mujer le puso un moño en la boutonniére y ahí lo tienen ustedes. ¡Vean con qué garbo muestra suescarapela!

—Y cómo goza Montifiori con esas cosas... ¿eh?

—En fin, esperemos que don Ramón vaya a Europa mañana, compre untítulo, y que Blanca sea Baronesa de algo...—dijo don Benito después dehaber apurado una copa de champagne.

—¡Diablo con Montifiori! qué vino nos hace beber! ¿Pero quién losurte?...—

agregaba don Benito;—este champagne es abominable... ¿si noscreerá tontos este gran pieza de Montifiori?

—El cristal de las copas es de primer orden, pero los vinos deMontifiori están a la altura de la mayor parte de sus invitados. Hombrepráctico al fin, él sabe que a su casa viene de toda clase de gente. Esabsurdo, pues, dar buen vino a todo el mundo. ¿Para qué? quién lo sabríaapreciar.

Yo me mantenía retirado de aquel grupo de maldicientes. Me faltaba micompañera de vals, pasaba por mi memoria el recuerdo de lo que me habíasucedido el año anterior. Iba a vivir en la misma casa... ¿qué importa?Yo estaba seguro de mí mismo,

¿qué podía temer? En estas reflexionesestaba abstraído, cuando don Benito vino a golpearme en el hombro.

—Julio—me dijo,—¿vamos a cenar al club?

—Vamos—le respondí maquinalmente, después de haber saludado aMontifiori y a Fernanda y tomamos nuestro carruaje.

—Sabes—me dijo, ya en el coche don Benito,—que Fernanda me ha ganado5000

duros... ayer.

—¡Fernanda! ¡qué! ¿juega Fernanda?

—¡Bah!...

—Y...

—Y... se los he tenido que pagar...—agregó riendo,—vale la pena deperderlos con ella—añadió.—Si tu honor te lo permitiera, yo teaconsejaría que te los dejaras ganar por Blanca.

—Vamos—le dije, poniéndome serio,—don Benito, eso no es correcto...Blanca es la mujer de mi tío... respétemonos, respetémosla.

—Vaya, niño... no se incomode; respetemos a la señora de su tío deusted... pero tenga cuidado con ella para poderla respetar.

En aquel momento mismo llegábamos al club.

Cenamos y nos dieron las tres de la mañana. En todo el club no sehablaba de otra cosa que de la boda, y, como era natural, la crítica serecreaba en morder el argumento por todas sus faces.

—¿Vienes a casa?—me dijo don Benito;—tu cuarto está pronto.

Acepté. A las cuatro de la mañana entrábamos en la casa de mi viejoamigo.

Charlamos largo rato y en medio de la charla de don Benito, meadormecí. Entonces, un sueño espantoso pasó por mis ojos. Me vitrasladado a los tiempos del colegio. En la puerta de calle vi aValentina que parecía esperarme. Era el día de su santo. Llegué a sucasa, le di el ramo de jazmines que llevaba para ella: me inquietó lapresencia de don Camilo en la mesa. Por la noche, Valentina se acercó ami lado en el jardín, juntos miramos al cielo; veía su cara risueña yespiritual, sonriendo, llena de luz, de vida y de sentimiento; oí en elpiano las notas graves de Beethoven, me despedí de ella... La volví aver otro día por la última vez... no pude, no supe decirle que laquería... Mi sueño se fue complicando poco a poco... apareció primeroentre sus imágenes, la figura escuálida de un clérigo, después mi tío...a su lado, una mujer joven le estrechaba la mano... ¡esa mujer eraValentina!... Sentí una terrible opresión en el pecho; quise correr parasepararlos, no pude: tenía ligados los pies; quise gritar para que meoyesen, tampoco pude, la emoción cerraba mis labios. Las fuerzas mefaltaban; entonces vi caer la mano del clérigo sobre la pareja querecibía su bendición y caí desmayado. Todo había concluido para mí!...¡Valentina no me pertenecía ya... la había perdido!

¡Ah! pero entonces el terrible sueño que me oprimía como una piedra, sedeshizo como un vapor sutil y desperté... ¡Oh! ¡qué íntima, qué inmensaalegría inundó mi ser, cuando pensé que Valentina era libre!

XV

Mi vida no cambió mucho por cierto con el casamiento de mi tío Ramón.

Blanca, con un tren de lujo extraordinario, vivía en el mundo, en losteatros, en los bailes, en todas las fiestas y paseos más concurridos.Dominado su marido desde el primer momento, el pobre viejo iba siempre aremolque de su mujer, sin oposición, sin protesta de ningún género. Yolos acompañaba poco; vivía aislado en un departamento independiente dela casa, porque me mortificaba el trato de aquella mujer fría y ligeraque no podía vivir sino en una atmósfera de lujo y de pompa. El círculode los amigos solteros de mi tío Ramón, se había extendidoconsiderablemente, con motivo de su casamiento. Montifiori le habíatraído a todos sus camaradas del gran mundo; dos o tres diplomáticos,aves de paso, chismosos y murmuradores, como todas las mediocridadesdel género; uno o dos banqueros; no faltaba nunca algún personajepolítico de más o menos importancia, ni un grupo de muchachos alegres ycalaveras, que solían comer allí y alegrar la tertulia de Blanca, en laque Fernanda gozaba de una influencia suprema. Por la noche se tocaba,se cantaba, se saboreaban los escándalos sociales, se criticaba, semordía en grande y se jugaba... se jugaba grueso. Era la única malapasión del gentil don Benito; superior en él a todas las otras, lodominaba y lo consumía.

Caballero a carta cabal, un gentilhombre a toda prueba, solo, sin hijosni parientes, había tomado la vida con una suprema frialdad y se leimportaba muy poco del mundo en todo aquello que no fuera para élmateria de honra. El sabía y conocía su situación; encontraba alegre lavida en el salón de Fernanda y de Blanca, hacía en él sus campañasamorosas y perdía como todo hombre feliz en amores, sus buenos billetesde banco. En el punto de honor, era un caballero antiguo, abierto,desprendido, pródigo hasta el exceso con las mujeres; calavera sinescrúpulos en materias parvas; burlón de los avaros y de los necios,lengua libre y corazón de oro en medio de los terribles defectosmundanos que le atribuían ciertas mamás consternadas por su mala fama.

Una tarde que don Benito y otros amigos comían en lo de Blancaalegremente, como de costumbre, mi linda tía se sintió indispuesta. Mitío se alarmó profundamente; todo el círculo de invitados procurómanifestar igual alarma. Se llamó al doctor de la familia, un médicojoven y sagaz, fino conocedor de aquel centro social y mundano.

Vio aBlanca, la sometió a todas las añagazas y a todo el procedimientoaparatoso del arte, y en medio de la aflicción sincera de mi tío y delos invitados, sacó al marido aparte y le dijo sonriendo:

—Bien, amigo don Ramón... le felicito...

—Doctor, no entiendo... perdone usted...—le contestó mi tío.

—Pues dígale a Blanca que se lo explique... ¿no le ha dicho nada?

—¡Ah!—exclamó mi tío golpeándose en la frente.—¡Pobrecita! ¿Quién lohubiera creído?... ¿Será posible? ¡Ya me lo había sospechado!

—¿Y por qué no? Cualquiera, conociéndolo a usted... ¿o pensaba usted...que, casándose con una muchacha como esa, no?...

—¡Oh! no, no—contestó mi tío con cierto orgullo reconcentrado, comoun hombre que está persuadido de haber cumplido con su deber.

La novedad se contó en voz baja a los

contertulianos. Blanca,

echadanegligentemente en un canapé, la oía comentar y circular por el salón, ypasada la primera crisis y bebida la fórmula anodina que había recetadoel médico, dejaba caer sus miradas frías y distraídas sobre las páginasde un periódico ilustrado que apenas podía sostener en sus manos. Mi tíoRamón hacía pucheros de alegría y de íntima satisfacción. ¡El, sinsospecharlo, él, a sus sesenta y tantos años, había producido aquelverdadero atentado contra la regularidad del equilibrio lunar!

Blanca,pálida como de costumbre, lo llamaba a ratos a su lado, le pasaba lamano por la cara, le daba en ella cariñosas palmaditas con una fisonomíafingidamente huraña y resentida, ante la cual el viejo comenzaba poraflojar las rodillas, y por estirar los labios, y concluía por caerrendido como un criminal arrepentido, sobre un muelle y riquísimo puf que la enferma había hecho acercar a su lado. El cuadro era digno delsatírico pincel de Hogarth; los mimos de mi tío con su joven esposa,llena de caprichosos antojos, de manías y veleidades, tenían ese sellocaracterístico de los devaneos seniles, que rebajan la energía delhombre y deprimen tanto la dignidad de los ancianos.

Pero aquella criatura de alma viciosa sabía representar su papel comouna gran artista, y hasta el mismo don Benito, que no comulgabafácilmente con ruedas de molino, estaba rendido aquella noche ante ella,al verla desfallecida sobre un sofá, con la pollera de su riquísimovestido de surah ligeramente recogida, dejando ver su pie,admirablemente calzado, y la garganta de su pierna cubierta por unamedia de seda bordada.

—Tengo un antojo—le decía a mi tío, tirándole de la pera,—y me voy amorir sino me lo satisfaces, sabes... ¡un gran antojo!

Mi tío ponía cara de bandido sorprendido infraganti.

—Un antojo... pero que nadie sepa lo qué es... ni lo digas tú anadie... Ven, acércate, yo te lo diré al oído...

Y el viejo, con movimiento de palomo, acercaba el oído a sus gruesos yprovocativos labios.

—Valen muy poco, mira, y son espléndidas... quiero lucirlas en elprimer baile...

con el vestido de velours frappé que espero...

Prométeme traérmelas mañana... Te adoraré; te perdonaré todo lo quesufro.

Y, al día siguiente, el pobre viejo satisfacía los antojos de aquellainsaciable criatura, trayéndole el collar de perlas que se exhibía enuna de las joyerías más famosas de la calle de Florida, y ella, mimosacomo una gata, se arrellanaba en su victoria, se cubría de pieles y sehacía arrastrar a Palermo para deslumbrar y humillar con su hermosura ysu lujo a todas las mujeres de mundo que encontraba en su camino.

XVI

Un día, tarde ya, casi a la hora de comer, encontré a Blanca, sola, enla salita donde acostumbraba a pasar el día, cuando no salía. Al vermeentrar por la pieza inmediata, dio un grito de sobresalto, se pusopálida y dejó caer el libro que leía.

La saludé y me incliné para recogerlo; al dárselo, abrió los brazos.Comprendí el movimiento y le dejé caer el libro suavemente sobre lasfaldas.

—¡Qué susto me ha dado!—me dijo,—estoy tan nerviosa, que todo me damiedo...

—¿Y su marido?—le pregunté, aparentando no interesarme por susobresalto.

—No sé—respondió.—¿Conoce este libro?—agregó, indicando con unsimple gesto el libro que mantenía sobre sus faldas.

—No; ¿qué libro es?

—Lea su título...

—No puedo leerlo...—y en efecto, no era posible leerlo, porque ellibro había caído dado vuelta.

—Pero dele vuelta—me respondió, siempre con los brazos levantados...

Me levanté, y con la punta de los dedos, volví el libro para leer eltítulo.

—Lea—me dijo.

—Leí; Monsieur, Madame et Bebé.

—¿Conoce?—me preguntó, con una muequita llena de coquetería.

—¡Oh! sí, es un poco antiguo ya—le dije. Blanca se mordió los labios;pero, dominándose y con un semblante lleno de aparente placidez, tomó alfin el libro y lo puso sobre una pequeña mesa de felpa que tenía allado.

—Sabe que usted es el más orgulloso de mis amigos—me dijo, con un tonoresuelto.

—Yo, ¿por qué?

—¡Ah! sí—continuó;—usted no es el mismo que antes para mí, y mire,todos los hombres que vienen a esta casa, me contemplan, me adulan y mecortejan; pero usted es un indiferente en casa.

—Señora—le contesté, riendo,—usted está bajo la influencia de lalectura de Droz.

—No se ría. ¿Se acuerda usted ahora dos años? Yo soy la misma mujer deentonces.

¿Cree usted que me he casado con el hombre que es mi marido,queriéndolo?...

—No... yo sé que usted no lo ha querido nunca—le repuse resueltamente.

—Y bien...—me contestó,—yo sé que usted me ha amado un día... ¿seacuerda usted?... Yo he llegado a un momento supremo de la vida, en quenecesito amar y ser amada por un hombre digno de mí. ¡Soy unadesgraciada!... ¿qué pasión puede inspirarme ese hombre que es mimarido?

—Julio—agregó, levantándose de improviso y corriendo como una lobahacia la puerta abierta de la habitación inmediata, que cerró conprecipitación;—Julio—me repitió,—yo he desairado a todos los hombresque vienen a esta casa, todos me son odiosos... Yo necesito un hombrejoven, que me quiera, que me dé su alma, su corazón, en cambio de todo,de todo mi amor.

Yo permanecía frío e imperturbable en mi asiento.

—Señora—le dije,—¿qué diría el mundo, si oyera sus palabras?

—¿El mundo? ¿qué me importa del mundo? No me impone ni lo temo. Yo hesido su víctima. Yo quiero vengarme de él. Pero necesito de usted. Alfin, ¿qué he sido yo hasta ahora como mujer? Una máquina para eseanciano débil y enfermo a quien arrastro por los salones, por las callesy por el mundo entre las burlas y las sonrisas de todos los que nosmiran y nos encuentran.

—¡Blanca!

—¡Ah! Julio—prosiguió arrastrando junto a mi el pequeño sillón querodó suavemente al impulso de su cuerpo.—¡Yo le amo, le amo con locura!¡Yo se lo había dicho a usted; mi corazón no lo daría sino a un hombre,aun cuando tuviera que vender mi cuerpo a otro, como ha sucedido!

Y tomándome las manos, aquella singular criatura, me clavaba las uñascomo una pantera, y me irritaba con sus palabras ardientes y resueltas.El momento era crítico; la Naturaleza rugió con toda su indómitafiereza; sentía el calor de su rostro sobre el mío, su cuerpo tibiosobre mi pecho; sus lágrimas de fuego caían sobre mis labios, su pielcandente me quemaba, perdí la razón por un momento, abrí los brazos, seme nublaron los ojos y en un segundo de locura, bramando de cólera y depasión, me iba a arrojar sobre aquella mujer como en un precipicio,cuando un relámpago de la razón iluminó mi frente y pude detenerme en elborde del abismo a que me había arrastrado un instante la fuerzaestúpida de la carne.

XVII

Los pronósticos del médico se cumplieron.

Pocos meses después mi tío era padre.

La suerte había sido prodigiosa. Difícilmente podría existir unacriatura más encantadora que la hijita de Blanca. El mundo, según donBenito, había puesto sus puntos interrogantes; pero el mundo es malo yes necio. Nada más hermoso que aquella niñita que, según todos los quela conocieron, era un trasunto de su padre.

Blanca, sin embargo, despuésde los primeros meses, parecía hastiada ya de los cuidados maternos.Hacía tres meses que no iba a bailes y que no hacía su partida de whist con los amigos de su padre.

¡Era triste la vida así! Esa vida de familia, el bebé que llora denoche, que pide inconsideradamente el sacrificio de las mejores horas desueño: ¡Oh, qué vida tan insoportable!

Era necesario una nodriza. Por falta de una, Blanca había perdido unbaile del club y otro baile particular y hacía semanas que se limitaba asus excursiones íntimas con la madre.

Estaba desolada y con un humor irascible. El pobre tío pagaba aquellasintemperancias que le eran tan propias. No era capaz aquella mujer decomprender el amor de madre en toda su sublime expresión. Mi tío poníaseachacoso... los catarros comenzaban a minar su naturaleza; y Blanca, unavez aliviada de sus incomodidades maternales, quería indemnizarse de suausencia de la sociedad y exigía que su pobre marido expusiese susconstipados a las corrientes de aire de los teatros y a las salidas delos bailes.

Era necesario obedecer; aquella mujer no daba tregua. No le era bastanteel tren insensato de lujo que arrastraba: las rentas de mi tía Medea,incólumes hasta el segundo matrimonio de mi tío, ya era materia más quedudosa: los inmuebles de la ilustre descendiente de los Berrotaránsoportaban ya algunas hipotecas en cambio de los diamantes queiluminaban la cabeza y el busto de Blanca y de las telas que arrastrabaen las alfombras de los salones del gran mundo.

Sobrevino el primer período crítico de este enlace. Blanca comenzó porir sola con la madre una noche al teatro. Su marido, que hasta entonceshabía hecho todos los esfuerzos supremos para acompañarla y manteneralto el pabellón, se resignó por último. Los reumatismos tienen al finla razón sobre la voluntad; y como era, según ese espléndido Montifiori,una verdadera crueldad, privar por un dolor insignificante de cintura desu yerno, a la pobrecita Blanca, de una noche de ópera, el buen viejodon Ramón, convencido al fin de toda la impertinencia de su enfermedad yde las excelentes razones de su magnífico suegro, se quedaba en su casacon bebé mientras su linda mujercita resistía en Colón la carga de losmás peligrosos anteojos de la temporada.

¡Pobre viejo! En las noches de soledad para él hacía traer a su lado lacuna de su hijita y junto a ella, cubierto de franelas y algodones,materialmente embutido en el hogar de la chimenea, pasaba las horascontemplando el rostro de aquel ángel que le brindaba sus primerassonrisas y balbuceos. ¡Cuánta semejanza entre los niños y los viejos! Enorillas opuestas ven tranquilamente precipitarse en medio de lacorriente de la vida, en la que unos se han agitado y en la que losotros no sueñan en agitarse mañana. Un niño que sonríe en una cuna, queagita inconscientemente sus manecitas, que ríe o llora maquinalmente,es la manifestación más íntima, más pura de la ternura humana.

No se concibe que esa cuna esté sola: que la madre la abandone por unmomento; el sueño de ese ser debe ser velado por ella, porque, si ellafalta un instante, creeríase que esa vida embrionaria se extinguiría,falta del calor materno, de sus besos y de sus caricias.

¿Hay algo más bello que un niño que duerme? Ese sueño que parecealimentado por las alas de un ángel invisible, que se agitan en elmisterio de la noche, ese sueño no se duerme sino en una edad. Laexpresión de un niño dormido atrae irresistiblemente.

¿Qué sueña esaalma inocente? ¿Qué idea, qué pensamiento agita ese cerebro?... ¿Por quélate suave, pausadamente, sin agitaciones ese tierno corazón de ángel?

Estas reflexiones debía hacerse el pobre viejo delante de aquella cunaque en cuatro meses había hastiado a la madre, ebria por los placeresdel mundo, sedienta de lujo y de amantes. Al ver a su hijita dormida, elbuen viejo debía meditar con tristeza en su porvenir. ¡El no laalcanzaría mujer tal vez! Y, entonces, pensando en su pasado ingrato, ensus años de despotismo conyugal, debía sin duda, compararlos con elpresente en que, enfermo y valetudinario casi, no tenía fuego en elalma, ni sangre en las venas para correr al lado de su linda mujer lacarrera vertiginosa del mundo, en la cual caía como un rezagado,mientras ella, al frente de la alegre caravana, volaba cantando losaires calientes de la fuerza y de la juventud.

¡Oh! ¡Es triste la vejez!

Algunas noches, el viejo solía adormecerse ligeramente en medio de lamuda contemplación de su hija. El reloj daba las doce, sin que Blancahubiese regresado a aquel hogar trunco por la oposición de su vejez a sujuventud. De repente, una puerta se abría, un ruido de sedas cuyo frou-frou creeríase el paso de un duende, dejábase oír en lahabitación, y a través de la media luz azulada del velador, el pobreviejo, enfermo y postrado, veía atravesar como un fantasma la sombrafascinante de Blanca, arrastrando ondas de rasos y encajes y dejando asu paso el perfume capitoso de juventud que embalsamaba la visión deFausto.

Entonces el martirio debía duplicarse: aquella aparición deslumbrante detodas las noches, que pasaba indiferente por su lado y el de su hija,sin detenerse, que no rendía culto ni a la ley del esposo ni al cariñode la madre, que volvía llena y tibia aun con los vapores del mundo enque vivía, después de librar la batalla del lujo en la feria de lasvanidades; aquella aparición enloquecedora desaparecía, y ante los ojosfatigados del anciano se alzaba el espectro aterrador de doña Medea,riendo con una carcajada satánica, estridente y vengativa, y lanzandouna blasfemia terrible contra aquel desgraciado del destino, víctimainocente de la suerte, que temblaba de espanto y de impotencia ante elrecuerdo del pasado y el cuadro del presente.

Una tarde de primavera, mi tío, que ya había comenzado a sentir el pesoprofundo de la tristeza, me invitó a que lo acompañara en carruaje hastaBelgrano.

Mi aceptación llenó de gusto al pobre viejo. La tarde era bella y tibia;el río estaba claro y sereno como un cristal, y cuando los caballoscomenzaron a trotar por el camino de Palermo, mi compañero comenzó areanimarse con el aire puro del campo y la tranquilidad de la tarde.

El camino de la costa tiene cierto encanto poético de reminiscencias quelos viejos no olvidan fácilmente. En el camino de los Olivos al Tigreestán enterradas sus primaveras. Aquellas caravanas ecuestres de otrostiempos que comenzaban por la madrugada en el Retiro y que terminaban enSan Isidro o San Fernando a mediodía, y con bailes y pascanas a medianoche, tienen una larga historia en la vida galante de otra edad. Mitío comenzó a recordarlas con cierta melancolía.

—¡Cuántos han muerto ya!—me dijo.—Tú no te puedes imaginar lo que erala costa entonces, en el mes de octubre, con los árboles en flor.

El perfume de las aromas, de la retama y de los azahares embalsamaban elcamino.

Salíamos quince o veinte amigos, muchachos alegres todos, y deun galope llegábamos a las chacras de los Olivos y de otro a lasbarrancas de San Isidro. ¡Cómo hemos cambiado, Julio! ¡Qué fácil y quéllana era entonces la vida, qué gratos recuerdos me traen ese ríoazulado y tranquilo y esas barrancas siempre verdes y risueñas! Allá,cerca de San Isidro, yo tenía una novia; se llamaba Luciana, una lindamuchacha de dieciocho años, que cantaba con una gracia exquisita lascanciones de nuestro tiempo.

Yo era pobre y muy joven: la casaron con unviejo rico. ¡Ah, no te rías, así le ha pasado a Blanca conmigo,cualquiera diría que yo he querido vengarme de las mujeres! Pero ¡quéépocas aquellas! Toda la costa nos pertenecía, en todas partesbailábamos, pasábamos el domingo entero en fiestas y por la noche, o ellunes de madrugada, nos poníamos en viaje para la ciudad.

El pobre viejo se animaba con sus recuerdos, y después, como despertadode su sueño por el presente, proseguía:

—¡Qué disparate he hecho en casarme, Julio, con una mujer tan joven! Yolo siento, yo lo sé; no puedo hacerla feliz.

—¿Pero y su hijita?—le dije...

—¡Es lo único que me da ánimo y fuerza para vivir—me repuso;—si nofuera por ella, ¡qué solo estaría en el mundo! ¡Qué horrible sería midesesperación! ¿No es verdad, que es una criatura encantadora? Y aquí,para entre nosotros dos, ¡qué poco la atiende la madre! ¡Verdad es, unacriatura como Blanca que casi no ha tenido juventud! Yo no puedoexigirle el sacrificio de su alegría; es una niña todavía; una noche deteatro, un baile, una fiesta cualquiera la fascina.

¡Yo lo encuentro natural, pero si al menos su hija le produjese el mismoentusiasmo!

¡Ah, no te cases viejo!... Cada vez que yo pienso que no podré ya vermujer a mi hija, me desespero. Me parece que el Cielo me ha hechoconcebir una esperanza para quitármela en seguida.

Tú sabes cuan desgraciado he sido en mi vida pasada. ¡Qué mujer aquellaque me deparó el Cielo!... Cásate joven y con una mujer dulce ysencilla. Yo debo decirte que no sé qué ha sido peor para mí, si mivida pasada de casado, o mi vida presente. Mi primera mujer, tú laconociste; no era posible ser feliz con ella: tenía un carácter agrio yduro, y mi segunda mujer, te lo aseguro, Julio, me obliga a hacer unavida tan artificial, que no sé cuando he sufrido más, si en la guerraviva de la primera época o en la fiesta perpetua en que vive todo lo querodea a mi suegro, el doctor Montifiori.

Ante aquella íntima confidencia, que era un verdadero desahogo, yo creíaconveniente guardar silencio. No tenía palabras para consolar a mi tíocon razones completamente contrarias a mis sentimientos y preferíacallar, aun corriendo el riesgo de acatar todo aquel amargo y tardíoarrepentimiento.

Habíamos llegado casi a la entrada de Belgrano, cuando mi tío dio ordenal cochero que se detuviese junto a un pequeño rancho, en quejugueteaban tres o cuatro niños. Al detenernos, los niños se acercaronal carruaje y en la puerta del rancho aparecieron una mujer y un hombre,jóvenes ambos, que saludaron amistosamente a Alejandro que manejaba elcoche, como si ya lo conociesen de antemano.

—¿Debe ser aquí—dijo mi tío,—no, Alejandro?

—Sí, señor, aquí es—repuso Alejandro.

Mi tío, a quien ya se habían acercado el hombre y la mujer, seguidos delos niños, que nos miraban curiosamente, les hacía no sé qué encargodoméstico que Blanca le había encomendado para ellos, y la mujer parecíaoírlo con cierta duda y extrañeza.

—¿Pero usted es el marido de doña Blanca?—le dijo al fin, comoexpresando cierta vacilación.

—Vamos a ver, ¿cuál de los dos será?...—le contestó mi tío señalándomey señalándose.

—Será ese mozo—replicó la mujer,—y como yo le dijera que no,permaneció sonriendo, con la desconfianza propia de una persona a quienla quieren hacer víctima de una broma.