La Gran Aldea - Costumbres Bonaerenses by Lucio V. López - HTML preview

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El doctor Montifiori era un católico recomendable, desde todos puntos devista; miembro de dos o tres hermandades religiosas, él sabía conciliar,como nadie, la misa de la una del día con la cena alegre de la una de lanoche, la hostia sacrosanta del altar con los mariscos perfumados delCafé de París.

En su casa se sabía dar el aristocrático barniz clerical de alto tonodel siglo XVIII.

Bastaba echar una rápida mirada sobre su pequeñalibrería de amateur, para conocer los finos gustos del hombre. Entrelas trufas literarias de Brantôme, de Casanova y de otros del género,Bossuet y Massillon, conservaban la gravedad de las hileras: en lasletras, De Laharpe, M. de Bonald, Fontanes y Chateaubriand, daban lanota grave del imperio, mientras que al lado, en ediciones monísimas,brillaban todas las perfumadas indecencias pornográficas del día.

La muerte de mi inolvidable tía doña Medea había lanzado al mundo unviudo conservado, rico y con grandes cualidades exteriores: mi tío. Dosmeses después de su viudez, vivíamos juntos: yo había abandonado a miviejo camarada, don Benito. Muy pronto la casa de mi tío Ramón setransformó en una habitación completamente diferente de lo que habíasido. Se hizo allí una reunión de solteros alegres y de casadosemancipados de todas edades; había dinero de sobra, y por consiguienteabundaban las comidas joviales, los vinos, las diversiones de todogénero y el elemento amable: las mujeres.

En un día, don Benito, el lanzador de mi tío, le hizo despedir ocolocar caritativamente por ahí a todo el mulaterío antiguo de lafinada. Sólo Alejandro fue tolerado, cedido por don Benito, a cuyoservicio estaba desde su célebre colisión con mi tía. La casa fuetransformada: todo el menaje de los tiempos prehistóricos de Pavón fuemodificado por un mobiliario moderno del más correcto gustocontemporáneo. Los viejos retratos de la familia fueron a cubrir lasparedes de los últimos cuartos, incluso el de mi tía, que había reinadoveinte años en la pared principal del salón.

Mi tío Ramón echó muy luego el luto y se dio al mundo, enteramente almundo; pero siempre débil a las tentaciones de la carne, sus setentamillones de pesos vinieron a quedar muy luego en las condiciones de unreal en la puerta de una escuela. El doctor Montifiori fue el primero enadvertir que mi tío era un partido; pero ¿cómo, por qué medio iniciar lacampaña diplomática para conseguir sus fines?

El insigne gomoso pensó, caviló mucho, hasta que un día se dio un golpeen la frente con la mano, como el hombre que ha encontrado la soluciónde un problema.

Montifiori había pensado en que él no podía ser católicoal cohete, sin servirse de sus creencias religiosas.

El hombre de más influencia en la alta sociedad bonaerense era el señorPenseroso: un abate griego, de Atenas, un hombre distinguidísimo, suavecomo una alondra, agudo y penetrante como una aguja: con su rostro demártir, y un ojo apagado que no revelaba por cierto toda la agilidad yla hondura de que aquel sacerdote estaba dotado.

Dignísimo en su trato,su influencia se sentía en los salones, pero era la influencia de unasombra; jamás se impuso por presión o actos públicos; su pasaje eracomo subterráneo, latente, pero eficacísimo.

Lanzado mi tío, después de la muerte de su mujer, en una vida dedesorden para sus años y para su seriedad, recogiéndose tarde, picadopor la tarántula de las artistas de teatro y de las bailarinas de Colón,el buen viejo le había echado la capa al toro, como vulgarmente sedice. Montifiori comprendió desde el primer momento que mi tío tenía unlado débil que explotar y como medio empleó al señor Penseroso.

El salón de Fernanda estaba abierto para nosotros todas las noches. DonBenito reinaba allí como un tirano. Algunas noches solía concurrir elseñor Penseroso, por quien mi tío había cobrado una viva simpatía. ¡Tandulce, tan suave era aquel santísimo y virtuosísimo padre!

Blanca le hacía toda clase de fiestas y cariños al insinuante abate: alsentársele al lado, aquella criatura, fría e impávida, se volvía unagata mimosa con el clérigo: le besaba respetuosamente el dedo ceñido porel anillo de regla: le tomaba el capelo, le traía ella misma la taza deté y le ponía en la boca alguna rica golosina de Roverano, con unagracia indescriptible. El sacerdote se revenía y se entregaba rendido ala encantadora.

Blanca pertenecía a las Hermanas de los Santos, sociedad de niñas, dela que era presidenta y en la que ejercía una grandísima influencia.

En esta sociedad andaba la mano de los jesuitas; ellos les habíanconfeccionado sus reglamentos disciplinarios, en los cuales preponderabaun espíritu de inquisición completa: un librito reservado, de pocashojas, en el que abundaban las transaciones del pudor con lasconveniencias sociales y las exigencias religiosas; los casos en que lassocias podían inquietar la virtud de los hombres con sus prendas físicasy morales; las ocasiones en que era lícito escotarse, y creo que hastala línea del busto de la que el escote no podía pasar.

Blanca se ganó al señor Penseroso en cuerpo y alma, y el señorPenseroso, por una parte, y Montifiori y Blanca por la otra, sitiaron yrindieron a mi tío.

Muy pronto don Benito y yo advertimos las consecuencias.

Ya era tarde: mi tío Ramón babeaba por la linda hija de su amigo y lasociedad comenzaba a anunciar su casamiento con ella.

Un día, sin embargo, nos resolvimos con don Benito a hacer el últimoesfuerzo.

Comíamos juntos en su casa: mi tío se había sentado a la mesade punta en blanco, como un pollo de veinticuatro años. Concluida lamesa, haría su visita a lo de Montifiori.

—Diablo, que está usted elegante, para viudo tan fresco—le dijo donBenito.

—¡Eh!—contestó mi tío...—voy a la ópera esta noche...

—Nosotros también vamos, qué diablo, pero no se nos ha ocurridovestirnos como usted...

—Es que yo no voy solo—contestó mi tío.

—¡Cómo! ¿persigue alguna aventura entre telones?—preguntó don Benitocon sorna.

—No... déjense de bromas, acompaño a la familia de Montifiori, aBlanca...

—¿Usted?—inquirió don Benito, apuntándole con el dedo.

—Sí, yo, ¿qué tiene de extraño?

—Don Ramón, usted enamorando a Blanca Montifiori, ¿tiene valor?

—¿Y por qué no?... si les dijera a ustedes que soy aceptado...

—Pero, tío—le dije,—esa es una unión imposible, absurda. Blanca esuna mujer joven, usted casi le triplica la edad.

—Julio—me dijo,—toda reflexión es inútil: Blanca me ama.

—Ama a su dinero, amigo—dijo don Benito dando un golpe sobre la mesa.

—¡Don Benito!...—exclamó mi tío, con un gesto de impaciencia.

—¡Eh! Sí, señor... su dinero... ¡y es una vergüenza ese casamiento, unagran vergüenza! Usted va a ser el hazme reír del mundo. Usted, que hasalido de las garras de una mujer absurda, va a caer en las manos de...

—¡Don Benito!...—interrumpió mi tío Ramón.

—Tío—le dije,—piense usted lo que hace, a usted no le cuadra unamujer tan joven... espere... reflexione.

—Cualquiera te tornaría a ti por un celoso—me contestó recalcando lafrase. La sangre me subió al rostro y no pude disimular mi turbación.

—¿Y cuándo serán las bodas?—preguntó don Benito, sonriéndose.

—¡Eh! vaya usted al diablo—contestó mi tío Ramón;—no estoy para serobjeto de sus bromas, y se levantó violentamente de la mesa.

Se daba Semiramis aquella noche, y Colón estaba de gala; los palcos,ocupados por las más lindas y conocidas mujeres de la gran sociedad,presentaban un aspecto deslumbrador. Se había cantado el primer acto; laBorghi y la Scalchi electrizaban al público y en la sala no seescuchaba sino el eco del entusiasmo y de los elogios.

Una noche clásica de ópera en Colón reúne todo lo más selecto que tieneBuenos Aires en hombres y mujeres. Basta echar una visual al semicírculode la sala: presidente, ministros, capitalistas, abogados y leones,todos están allí; aquello es la feria de las vanidades, en la cual nofaltan sus incongruencias de aldea: el vigilante de quepis encasquetadoen medio de la sala, la empresa, en en menage, instalada en uno de losmejores palcos del teatro, el humo de los cigarros obscureciendo la salaentera.

No había concluido el primer acto, cuando en un palco de la izquierdaaparecieron Fernanda y Blanca Montifiori con el doctor Montifiori y mitío. Las dos mujeres estaban radiantes de belleza y de lujo. Parecíandos hermanas. Todas las miradas se concentraron en el palco, todos losanteojos se clavaron en Blanca y Fernanda. Don Benito, que estaba a milado, me tocó el brazo. El teatro entero hacía un solo comentario.

A nuestro lado, teníamos dos jóvenes impertinentes que conversaban, sinconocernos, con toda desfachatez.

—El viejo, aquél, el que ahora se le acerca;—le decía uno de ellos alotro...

—No puede ser...—contestaba éste.

—Te digo que sí; ese es el novio... que toupet de mujer.

—¿Pero estás seguro?

—Ciertísimo... si conozco mucho al viejo, cuando yo estaba depracticante en lo del doctor Trevexo, iba todos los días al estudio.

—¿Y a ella la conoces?

—¡Bah, bah, de la escuela... era la piel del diablo cuando chica... unpotro!...

Don Benito, mudo, pero dejando vagar una leve sonrisa por los labios,seguía tocándome el brazo a cada palabra de los indiscretos.

—¿Pero será posible que se casen?...

—Vaya, ciertísimo.

—¿Y el padre es capaz de autorizar semejante casamiento?

—El padre tiene las agallas de un dorado... ¡Tres millones de durosvalen la pena, qué diablos!

Los comentarios que hacían a nuestro lado aquellos dos mozalbetes,recorrían sin duda los palcos y la cazuela.

Bastaba observar ciertas caras, con un poco de atención, para conocerlas impresiones que producía en el teatro la presencia de mi tío en elpalco de Blanca. En la cazuela se sentía el tajear de las lenguas, lomismo que se siente la hoz que siega un pastizal.

La cara de la parroquiana de la cazuela se alumbra con el espectáculoque presenta un palco con una mujer lujosa y mundana—la cazueleracomunica su impresión inmediatamente a su vecina;—ésta le hace un gestocorrespondiente al asunto de que se trata, en seguida se hablan,cuchichean, ríen, se ponen graves, miran de nuevo al objeto delcomentario y la escena se prolonga hasta que se levanta el telón.

En la cazuela no queda títere con cabeza: albergue de solteronas y dedoncellas, a las que el lujo y la riqueza no sonríen ni popularizan, seconvierte en Criterion: allí se pasan por cedazo todas las reputaciones,ya sean de hombres o de mujeres. Allí se publican los deslices de la máslinda mujer casada, que brilla en un palco, aunque sea más virtuosa queLucrecia. Allí se cuentan sus amores, se apunta al amante con el dedo,se ridiculiza al marido, se narra la última aventura con verdadera eíntima fruición; las lenguas, como otras tantas navajas de barba, no secontentan con afeitar; degüellan, ultiman, descarnando la honra como sedescarna un cadáver en la sala de autopsias. Allí se cuentan, con nombrey apellido, las queridas de los hombres de moda; se saca la cuenta desus hijos naturales; se explica por qué se deshizo el

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casamiento confulana, cuánto perdió en el club zutano, por qué se fue a Europa, porqué se vino, a qué mujer enamora actualmente, cómo le hace caso, dóndese ven y hasta en qué casa tienen lugar las citas.

Madres de familia, las que creéis que el cielo está arriba, no llevéisjamás a vuestras hijas a la cazuela.

Rogad a Dios que las lleve Satanás al infierno antes; en el infiernoestará más protegido su pudor, que en aquella galera donde vuela elchisme, enreda la intriga, muerde la calumnia y se ensaña la envidia.

Los que tenéis autoridad, abolid la cazuela: meted en ella el elementomasculino: la mujer sola se vuelve culebra en aquel antro aéreo.

Aquella noche la cazuela dio cuenta de la reputación de mi tío y de lade Blanca. El doctor Montifiori, en medio de la íntima satisfacción querevelaba su rostro por el triunfo de sus planes, no alcanzaba acalcular, a pesar de su gran malicia, todo el veneno que había destiladola cazuela sobre él, sobre su mujer, su hija y sobre la inmaculadacabeza de mi tío Ramón, su futuro yerno.

XIV

Seis meses después, la boda de mi tío Ramón con Blanca, era cosaarreglada.

Ningún casamiento ha agitado más que aquél los círculossociales de Buenos Aires. En el teatro, en Palermo, en los bailes, enlos clubs, en las iglesias no se hablaba de otra cosa. Mi tío habíahecho demoler y reedificar gran parte de su casa de la calle Victoria.Yo había hecho la resolución de abandonarlo, de volver a vivir con donBenito, pero él no me lo había permitido, había comenzado por pedirmeque no lo hiciese y concluyó por suplicármelo de tal manera, que muy apesar mío tuve que renunciar a mis proyectos. El antiguo palacio burguésde los Berrotarán había sido completamente transformado bajo laartística dirección del señor Montifiori. Mi tío había decorado su casacon todo el confort y el aticismo modernos. Era aquél el nido máshermoso en que una mujer de mundo podía soñar; y cosa singular, hasta elnovio se había rejuvenecido, y había tomado todos los contornos de unhombre de mundo.

El 20 de junio de 1883, a las nueve de la noche, una larga serie decarruajes particulares se apostaba en la parte más central de la calleSan Martín y las personas que de ellos descendían, entraban por unespacioso zaguán en una casa que ocupaba un extensísimo frente. Lapuerta de calle, cubierta por una inmensa cortina grana, daba entrada auna amplia galería tapizada de paño rojo y profusamente alumbrada ydecorada por guirnaldas y flores. Dos lacayos de librea guardaban suspuertas de cada lado de la entrada. Se sentía allí un ambiente tibio yagradable. Todo Buenos Aires aristocrático desfilaba por aquellagalería: los grandes hombres de estado, el alto comercio, la banca, elejército, la magistratura, el foro, las letras, la prensa. Las mujeres,cubiertas por pieles y felpas variadas, ganaban la escalera friolentas yapuradas, prendidas del brazo de sus acompañantes.

Aquella casa era el palacio del doctor Montifiori, donde debía tenerlugar aquella noche el casamiento de mi tío Ramón con la señoritaBlanca de Montifiori, hija única del famoso hombre de mundo que yaconocemos.

La casa del doctor Montifiori bien merece una página. El trópico habíabrindado sus más ricas y voluptuosas galas para adornar el espaciosovestíbulo cubierto por mosaicos bizantinos. Esa flora artificial de lamoda que prepara cuidadosamente la tierra, y le exige los frutos rarosde la fantasía de los artistas de la botánica, rivalizaba aquella nochecon los ejemplares más curiosos del Jardín de Plantas. El jardín de laTijuca había contribuido en sus más bellas muestras. Desde el vestíbulobajo hasta el alto, incluso la gran escalera de encina tallada, lashojas perezosas caían sobre sus tallos en grandes vasos de alfarería ode madera; los helechos, la parietaria, el lotus y los nenúpharesextendían sus hojas, cautivas de la moda despótica, bajo cuyo imperioparecen sentir la nostalgia de las linfas de los arroyos en que fueronsorprendidas.

La mansión de Montifiori revelaba bien claramente que el dueño de casarendía un culto íntimo al siglo de la tapicería y del bibelotaje, delque los hermanos Goncourt se pretenden principales representantes: todoslos lujos murales del Renacimiento iluminaban las paredes del vestíbulo:estatuas de bronce y mármol en sus columnas y en sus nichos; hojasexóticas en vasos japoneses y de Saxe; enlozados pagódicos y lozasgermánicas: todos los anacronismos del decorado moderno; en fin,Montifiori, bien juzgado, era un poco burgués a lo monsieur Jourdain alfin. Había progresado mucho, es cierto; sus largos viajes por Europa, sumalicia y su instinto, le habían complementado sus deficiencias, y enmateria de chic era as en la aristocracia bonaerense, que no es tanfina conocedora de arte, como se pretende, a pesar de su innatainsuficiencia. Verdad es que el siglo tapicero necesita de dos elementospara brillar: del judío cambalachista e importador, del brocateur,como le llaman los franceses, y del burgués fatuo que compra ycolecciona y que se da por fino y sagaz conocedor de lo viejo, de eseinestimable vieux, que todos se disputan, aun a riesgo de que resulteapócrifo.

Montifiori rendía su culto a lo antiguo; además del gran salón Luis XV,con sus muebles tallados y dorados, vestidos de terciopelo de Génovacolor oro, y en el cual dos lienzos de la pared estaban ocupados por