La Gran Aldea - Costumbres Bonaerenses by Lucio V. López - HTML preview

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—Mi costumbre de no bromear nunca, me obliga a confesar que soy tonto.No sé lo que sucede...

—Pero, amigo, ¿qué; no sabe usted que su patrón ha quebrado?—mepreguntó.

—¿Quebrado? ¡No puede ser, imposible! ¿Quién se lo ha dicho?

—¡Pero si es voz pública!—me replicó don Benito,—no se habla de otracosa en la ciudad.

—¡Pues, señor, yo no he notado lo más mínimo en el escritorio, y hoy hasido sábado, se ha pagado a todo el mundo!

—¡Hombre! ¿Está usted seguro?—me repitió don Benito con asombro.

—Como que estamos hablando en este momento.

—Pues,

sepa

usted,

mocito,

lo

que

no

sabe—me

dijo;—y

tomándomeconfidencialmente del brazo, me llevó a su cuarto, me hizo sentar y merefirió lo siguiente, después de haber encendido un cigarro habano:

—Don Eleazar de la Cueva, como usted sabe, trae revuelta la Bolsa desdehace tres meses. Lo mismo que un general que con un ejército numerosoinvade un país dilatado, él ha puesto en juego allí dos o tres millonesde duros. Comenzó por comprar acciones de ***, monopolizó el mercado,se hizo dueño de todos los papeles, y conseguido esto, manteniendosiempre la demanda, trataba de vender a precios exorbitantes lo quehabía comprado a precio vil.

Pero don Eleazar ha encontrado la horma de su zapato; mientras susagentes, divididos en dos bandos que operaban en sentido contrario,preparaban su golpe, él no contaba con que en esta tierra delpapel-moneda, una nueva emisión es asunto de poca monta, y la cuerdatirante con que él tenía presos a sus deudores, se ha aflojado; la nuevaemisión se ha hecho y he aquí que la baja más espantosa se ha operado.

En esta situación, don Eleazar ha resuelto no reconocer sus operaciones.El tiene razón hasta cierto punto; exige fair play, como losluchadores ingleses. En la casa de la Bolsa, todo es permitido como enla guerra; jugar públicamente al alza y clandestinamente a la baja;lanzar un gato, dar una noticia de sensación, asegurar que la guerracon Chile es un hecho, que nuestra escuadra está en un estado atroz, quenuestro ejército será derrotado en caso de una batalla; en una palabra,sembrar el terror sin consideración de ningún género por el patriotismo;pero jugar con armas de doble carga, no. ¡Eso no, eso nunca!... DonEleazar en estas materias es correctísimo, y, sobre todo, cuando en vezde ser él quien apunta, acontece que es contra él contra quien sevuelven las bocas de los cañones. Pero lo peor de todo, mi amigo, no eseso.

Lo peor es que don Eleazar, aprovechando su desgracia, porque escapaz de aprovechar todo y sacar de todo ventaja, ha resuelto no pagar anadie. A él lo sitian por hambre, pero él les cercena el agua y el pan,y con la misma cuerda con que lo ahorcan, él procura ahorcar a susadversarios.

—Quiere decir que yo me encuentro en la calle—le dije al oírleterminar su relación.

—¡Oh, no! ¿cree usted que don Eleazar es hombre de despedirlo por cosasde tan poca monta?... No. Su quiebra es una quiebra que no lo arruina nilo lleva al tribunal; todo se resuelve para él en no pagar; las deudasde Bolsa no son deudas, y en el caso de don Eleazar ha pasado ni más nimenos lo que sucede en una casa mala de juego cuando se apagan lasluces: cada jugador defiende con el puño lo que puede, y le aseguro quesu patrón sabrá defender lo suyo. No se alarme: no perderá el puesto.

—No me alarmo, don Benito, por tan poca cosa—le repuse riéndome acarcajadas.—¡Soy yo quien resuelvo no volver al escritorio de donEleazar! No me cuadran ni el hombre ni el empleo.

—Hace usted bien, amigo: eso lo honra.

—No, don Benito; ni me honra ni me deshonra; no hago una quijotada, nitendría derecho para hacerla. Don Eleazar se ha portado bien conmigo; meha pagado religiosamente mis sueldos y ha tenido el buen gusto de noimponerme de sus negocios.

—¿Y qué va usted a hacer?

—No lo sé, pero mañana lo sabré. Desde luego disponga usted de micuarto:

¡tenemos que separarnos!

—¿Separarnos? ¡Jamás!—me contestó el buen viejo irguiendo su noblecabeza y acompañando sus palabras con un gesto enérgico que denotaba elprofundo sentimiento que le había ocasionado miresolución.—¿Separarnos? ¡Nunca!—me repitió:—mire, Julio... Mira,hijo mío—agregó,—déjame que te tutee, mis canas me dan derecho paraello, ¿es cierto?

Y como yo le hiciera un signo afirmativo, prosiguió conmovido:

—Yo he respetado hasta hoy la resolución de tu tío, pero deboconfesarte que he sufrido al verte en casa de don Eleazar. Ese empleo note corresponde, y lo que no me explico es cómo Ramón te ha colocadoallí...

—Mi tía, usted sabe...

—Sí, que lo gobierna como a un trompo; pero esa no es una razón paraque te descuide. Mira—me dijo,—desde hoy yo me encargo de ti. ¡Quédiablos! Soy viejo, pero tengo el alma joven todavía: seré tu padre y tuhermano al mismo tiempo. Tengo mala fama en el mundo: las mujeres comomisia Medea me aborrecen, porque no creo en deidades políticas; y loshombres como don Eleazar tampoco me pueden pasar, porque no sé hacernegocios de los que ellos hacen. Viviremos juntos; de cuando en cuandooirás en mi cuarto alguna voz de mujer... ¡qué quieres!... Soy hombre...súfreme estos extravíos. Las mujeres me enloquecen, por eso he tenido eltino de no volverme loco por una sola: me he enloquecido por todas y nome he casado con ninguna; espero no caer en la tentación de hacerlo enlos años que tengo. Soy risueño, despreocupado y franco: vivo sinmisterios y tomo la vida tal como es. Allá en mis mocedades he leídomucho; pero una sola lectura me ha aprovechado de todas las que hehecho: ahí está junto a la cabecera de la cama: Rabelais.

Cuando tengas mi edad y hayas corrido el mundo, verás que tenía razón:es el único libro que ayuda a bien morir, por eso lo abominan losjesuitas. No tengo hijos, o más bien dicho, no sé si los tengo, porque,si lo supiera a ciencia cierta, no los negaría como padre; pero en laduda, tú bien sabes que es mejor abstenerse, porque esto de tomar comopropias las obras de otros, es un poco grave. Y yo huyo del ridículosobre todo. No tengo ningún amigo de mi edad: mis amigos son los jóvenesde la tuya, vivo con ellos, enamoro con ellos y escandalizo también conellos este salón porteño en que hay muchas mujeres lindas y tanto tontoque se las lleva.

Y, al terminar, don Benito me estrechó fuertemente en sus brazos ycontra su pecho, y yo no pude contener las lágrimas que me saltaron alos ojos.

Al día siguiente me presenté en lo de don Eleazar, de mañana. El patioestaba lleno de gente que cuchicheaba y accionaba con animación: laspuertas del escritorio cerradas. Me acerqué y golpeé los cristales: alabrirme don Anselmo, que me reconoció, dos o tres de las personas delpatio se arrojaron sobre la puerta del escritorio con la pretensión deentrar.

—Perdonen ustedes, no pueden ustedes entrar...—les dijo don Anselmo, yles dio casi con la puerta en las narices.

Y pude ver que uno de ellos levantaba el puño de la mano en actitudamenazante.

En dos palabras di cuenta a don Anselmo de mi resolución de abandonar lacasa.

—Vaya, vaya, ¿a usted también lo ha picado la tarántula?

—A mí no me ha picado ninguna tarántula; ni quiero, ni tengo nada quever con los que protesten afuera ni contra los que se encierran adentro,vengo a agradecer a don Eleazar el honor que me ha hecho y a comunicarlemi resolución. ¿Me quiere usted anunciar?

—No se si podrá recibirlo a usted...—me dijo don Anselmo moviendo lacabeza.

—Vea usted si puede... quiero cumplir lo que yo considero un deber.

Don Anselmo pasó a la habitación contigua, que era la de don Eleazar, ydespués de un rato regresó.

—Dice don Eleazar que puede pasar—me dijo.

Yo entré resueltamente. No olvidaré nunca el cuadro que se presentó a mivista. Casi en el medio de la habitación, junto a un escritorioelevadísimo, donde don Anselmo acostumbraba a escribir bajo el dictadode don Eleazar, sentado sobre un esqueleto de silla, estaba éste,desayunándose, delante de una mesita muy poco más grande que el plato enque comía. Un sirviente gallego le servía sin pausas, plato tras plato,y don Eleazar comía con la gravedad de un oso que devora su ración. Enun rincón de la pieza, de pie, tres hombres presenciaban esta colaciónmatutina en completo silencio.

—Entre usted, señor don Julio, ¿también nos abandona usted en los díasde prueba?...

Yo expliqué las causas de mi renuncia, procurando convencerlo de queella era completamente extraña al reciente desastre comercial; pero donEleazar, conmovido, a pesar del apetito con que devoraba sus viandas, sedaba maña para lamentarse con palabras que partían el corazón.

—Bien, joven, puesto que usted lo ha resuelto, separémonos; pero ustedme hará justicia algún día... ¡Vea usted la situación a que me veoreducido! ¡Todo lo he perdido! Desde hoy vivo de la caridad de misparientes; sí, señor, de la caridad de la familia... Aquí me tiene ustedpreso; ¡yo preso en este país que he colmado de beneficios! ¡No veusted, señor, que hasta la autoridad se complota en mi contra!

¡Veausted, señor, todos esos hombres que se acercan a los vidrios y que meamenazan, me son completamente desconocidos! ¡Yo nunca he tenido tratocon ellos! ¡No los conozco! ¡Y me persiguen, señor, me persiguen amuerte! ¡Vean ustedes a lo que estoy reducido! ¡A no poder comer estosbocados en mi casa, porque son hasta capaces de envenenarme! ¡Y si nofuera por mi fiel Juan (exclamaba mirando expresivamente al gallego quele servía el almuerzo), si no fuera por él, quién sabe lo que habríasido de mí!

Pero yo te recompensaré algún día... tú sabes que todo lo he perdido,que no tengo nada, que me es imposible por consiguiente satisfacer miscompromisos! ¡Dilo, Juan, a todos; es posible que a ti te crean!...¡Dígalo usted, joven, asegúrelo, usted sabe mis negocios, todos sonclaros, tan públicos, tan legítimos!... ¡Ustedes lo saben, señores...

yohe sido víctima de gente (agregaba encarándose con don Anselmo que lecontestaba con un signo afirmativo) sin ley ni principios!... ¡Usted losabe, don Anselmo, usted sabe todos mis negocios, conoce mi casa!... ¡Nome es posible cumplir, y no lo siento tanto por mí, sino por tantapersona excelente a quien tendré que perjudicar, contra todos missentimientos!... ¡Vean ustedes, vean ustedes cómo amenazan esos hombres!¡Se creería que yo me he quedado con algo de ellos!... ¡Gracias, Juan,gracias, hijo mío, sírveme el té, no tengo apetito!... ¡pruébalo túprimero, mira si tiene mal gusto!... ¡Ah, señores, yo tengo laconciencia tranquila!...

Y mientras don Eleazar se lamentaba, todos lo oíamos en silencio, comoconsternados por la horrible desgracia de ese hombre providencial queengullía como un tiburón, en medio de la catástrofe de su fortuna. Fuemenecesario cortar de un golpe aquella eterna elegía y despedirme parasiempre de ese antro en que había estado ocho meses.

¡Lo que es el mundo de malo! Al salir, los acreedores del patio, queechaban espuma por la boca, decían que don Eleazar había realizadoquinientos mil duros de ganancia y que ellos se quedaban en la calle.¿Quién podía creerlo?

XI

Rigurosamente encorbatado de blanco, con un frac de Poole y un par de pumps de Thomas, don Benito penetraba una noche en mi cuarto, elegantey joven como un muchacho de veinticinco años.

Yo me vestía lentamente; aquella noche hacía mi estreno en el club. ¡Elclub!... No es necesario decir que es el Club del Progreso de que hablo,y que el baile en perspectiva es un baile de julio: la gran attraction de la season porteña.

—¿Todavía en ese estado?...—me dijo al verme complicado en lospreparativos de la camisa;—¡es la una casi!...

—¡Ah! ¿qué cree usted? Es cosa seria preparar una camisa... recuerdeusted que me estreno.

—¡Ca! un hombre elegante no se fabrica; nace... Mírame—medijo—cuadrándose en el medio del cuarto.

—Bueno, tenga paciencia, yo no soy usted... yo no soy elegante...

—Sí, pero te cuadra Blanquita, ¿no?... Y no supongo que te prenderáscomo un tendero para enamorarla, mira que es mujer tan suelta y ligeracomo la madre... y quiero que la conozcas.

—No embrome con Blanquita, ya sabe que Blanca no me cuadra y que yotengo una novia en...

—Está bien, cásate con aquélla, pero enamora a ésta... no seas tonto...

—¿Y si no me hace caso?

—¡Qué no! La madre te adora y la madre es la protectora de esacriatura.

—¡Oh! Fernanda me conoce desde muchacho: tenía veinticuatro años cuandoyo tenía diez o doce, pero la hija...

—La hija es igual a la madre; ambas son mujeres de coraje y de avería,lindas como unas tórtolas y peligrosas como dos lobas.

—Esta noche estarán radiantes, serán las reinas del baile, el señorMontifiori hará brillar su legación vacante.

—¡Montifiori!... ¿Qué clase de hombre es Montifiori?...

—Te lo diré después... vamos, átate la corbata pronto.

—¿Va bien así? Muy grande el moño, ¿no?...

—No; está bien, las mujeres no se fijan en eso; el pescuezo de loshombres les es indiferente. Bueno, ponte el frac; ¡excelente! Estáshecho un lord. ¡Si yo tuviera tu cuerpo y tus años y tú miexperiencia!...

—¡Siempre el viejo proverbio, don Benito!... ¡Ah! no hay nada completoen el mundo.

Di una vuelta por mi cuarto, tomé mis guantes, puse el gas a media luz ysalimos yo y mi viejo compañero. Hacía un frío de todos los diablos,pero el cupé de don Benito estaba a la puerta; nos encerramos en él yempezamos a deslizarnos sobre los rieles del tranvía a todo trote. Encinco minutos estábamos en la cuadra del Club del Progreso: tuvimos queesperar algunos minutos más para que le llegara a nuestro carruaje elturno de acercarse, y por fin bajamos en la puerta entre un grupo dehombres y mujeres que subían apresuradamente la escalera muellementetapizada y adornada con flores y guirnaldas verdes.

¿Quién no conoce el Club en una noche de baile? La entrada no es porcierto la entrada del palacio del Elíseo y la escalera no es unamaravilla de arquitectura.

Sin embargo, para el viejo porteño que no ha salido nunca de BuenosAires, o para el joven provinciano que recién llega de su provincia, elClub es, o era en otro tiempo, algo como una mansión soñada cuya crónicaestá llena de prestigiosos romances y en el cual no es dado penetrar atodos los mortales.

Don Benito conocía la casa desde su fundación y gozaba en ella de unainfluencia única. Al entrar, jóvenes y viejos lo saludaron con cariñocomo un antiguo amigo.

El buen viejo, poniéndome el brazo izquierdo sobre la espalda, mecondujo al quiosco de cristales donde nos sacamos los paletós y nosconsultamos un momento la figura sobre los espejos.

En aquel momento la orquesta tocaba la última parte de las cuadrillas de Carmen...

Toreador, toreador en garde...

y la música de Bizet, saturada, por decirlo así, en la sangre misma deMerimée, distribuía al cuerpo de las mujeres que formaban los cuadros,los tonos calientes con que el joven maestro ha rimado ese extraño poemade amores plebeyos y bajas venganzas.

El salón, híbrido, y en el cual el gusto refinado de un clubman deraza tendría mucho que rayar, desaparecería ante la masa compacta dehombres y mujeres que lo llenaban.

Mi viejo amigo me dio el brazo y entramos juntos a ocupar nuestro lugaren aquel bouquet porteño que julio forma todos los años con laexactitud con que se celebra un aniversario.

Es en un baile del Club del Progreso donde pueden estudiarse por etapastreinta años de la vida social de Buenos Aires: allí han hecho susprimeras armas los que hoy son abuelos. La dorada juventud del año 52fundó ese centro del buen tono, esencialmente criollo, que no hatenido nunca ni la distinción aristocrática de un club inglés ni el chic de uno de los clubs de París. Sin embargo, ser del Club delProgreso, aun allá por el año 70, era chic, como era cursi ser delClub del Plata, con perdón previo de sus socios.

La entrada era cosa ardua: no entraba cualquiera: era necesario sercrema batida de la mejor burguesía social y política para hollar lasmullidas alfombras del gran salón o sentarse a jugar un partido de whist en el clásico salón de los retratos que ocupa el frente de lacalle Victoria.

En esta última sala, larga y fría como un zaguán, que ha sido empapeladacien veces por lo menos de verde o celeste claro y que ha consumidocincuenta distintas partidas de tripe de lo de Iturriaga, ha nacido unageneración de la cual van quedando muy escasos representantes. Allí hamordido la maledicencia urbana a los jugadores trasnochadores, a losmaridos calaveras, a la juventud disoluta y disipada, y cada mordisco demamá indignada ha hecho los estragos de la viruela en el retrato moralde las víctimas. La maledicencia de la gran aldea es como la calumniadel Barbero de Sevilla: del venticello pasa al huracán y ¡ay deaquel que se encuentre envuelto en la ráfaga!

El Club del Progreso ha sido la pepinera de muchos hombres públicos quehan estudiado en sus salones el derecho constitucional; literatura fácilque se aprende sin libros, trasnochando sobre una mesa de ajedrez; ¡y amí, no sé por qué, se me ocurre que algunos de los retratos de loshombres de Mayo que presencian aquel grupo de pensadores, hacen unamueca cada vez que un pollo acompaña un discurso sobre la libertad delsufragio con un golpe que asienta sobre el damero una reina jaqueada porla chusma de los peones sobrevivientes!

¡Falta allí el retrato del padre Castañeda! ¡Y sobre todo, falta elespíritu! ¡También veinte, treinta años, de hacer lo mismo!

Hasta hace muy poco, la biblioteca no era muy copiosa que digamos.Mucha Memoria, mucho Registro Oficial, pero a condición de noencontrarse nunca cuando se pedían; y en la mesa de lectura, todos losdiarios porteños, vacíos y estériles como sábanas de monja, luciendo elartículo editorial al frente, extenso riel de plomo en que, para valermede una figura bíblica, se fatigan los caballos de la imaginación. En lamesa de lectura el Illustrated London New y la Revue (casi seríainútil agregar des Deux Mondes, si no habláramos en el club); la Revue en que M. de Mazade produce el artículo burgués que en un tiempofirmaron Forcade y Lanfrey y algunos diarios franceses que casi siempresirven de adorno, como esos ramos secos que se pudren en las salas porolvido de los sirvientes. A pesar de esto, cualquiera creería que allíse lee... ¡nada de eso! Allí se conversa: en el grupo de muchachosalegres y espirituales, que entra a las 12 de la noche repitiendo laúltima nota de Tamagno, no falta un ejemplar de denso burguéspantagruélico, gastrónomo noctámbulo, engordado y enriquecido por elvientre libre de sus vacas, que se hace servir allí mismo un chorizo pornoche, mientras que, con el profundo desdén del bruto feliz, descuidadoel traje, pelado a la mal-content, mira todo lo que le rodea consatisfecha apatía, llevando la mano al renegrido cabello y dragándosela caspa de aquella mollera inerte con la uña afilada del índice.

No falta tampoco el idiota de la aldea, magín descompuesto, candidato depillos, víctima de las bromas aldeanas, enloquecido con ideas sobrefilantropía, abriendo la boca de admiración y pestañeando con un ojo quesufre de perlesía intermitente, mientras la pupila del otro se le salecomo el carozo de un durazno prisco.

Ni el Tenorio de suburbio que no se modifica; que se viste hoy comoayer, con abalorios de altar mayor y prendas de precio fijo; sano,insulso, inofensivo, olvidado por los buenos y mortificado por los quetodavía creen que es de buen tono zaherir o burlarse de los inocentes.

Y entre esta sociedad híbrida e incolora como la Memoria de un ministro,mi amigo don Benito, cuya acrisolada y noble honradez se confunde por elpositivismo contemporáneo con el sueño de un iluso, solía de repenteestallar con noble sarcasmo, sintiendo probablemente cuán estériles hansido las desgracias del pasado y cuán injustamente ha repartido eldestino sus favores en el presente.

Pero el club es el club, y aquella noche, los violines, riendo bajo lacuerda de los arcos, transmitían la alegría y el entusiasmo singular dela música a todos los semblantes.

De pie, delante de la puerta que da paso a la gran escalera del comedor,yo seguía el vuelo espiralado de las parejas impelidas por el soplocaliente de un vals de Metra. No sé por qué, esos valses fascinadores,de cumplidas y ondulantes frases, que parecen dibujadas en el éter porla batuta mágica del maestro, me produjeron una profunda melancolía,trayéndome al recuerdo unos versos en que Hugo contempla, a través delos cristales empañados por el frío de la noche, el cuerpo de su amadaenlazado por el brazo de un rival feliz.

¡Pero qué variado espectáculo!

¡Cuánta mujer ideal y atrayente bajo la trama cariñosa de esas telasmodernas, cómplices de la carne y del contorno que este siglomaterialista teje con las alas de pájaro o pétalos de flores exóticas!¡Cuánto ser grotesco de fealdad repugnante, de doloroso raquitismo,brincando sin gracia, marcando la nota chillona del ridículo!

¡Cuánto contraste!

¡Cuánta cara foránea, ahorcada por cuellos anticuados, encorbatada deraso tórtola, bizantinamente enfracada, con pantalón en forma de caño ybotines de brasileño guarango!

¡Cuánto gallo viejo sin púas, forcejeando contra el tiempo en vano, conlas armas débiles de los untos! ¡Cuánto ser insípido, abriendo la bocasatisfecha y marchitando con su trato insoportable a tanta mujer linda yatolondrada que busca su ideal sin encontrarlo!

¡Cuánta mamá achatada por la gente que pasa, sirviendo de mojón en lossofás de lampás crema!

¡Cuánto marido tolerante que entrega su mujer a la garra de los halconesy que se sitúa en el buffet con el sentido práctico de un convencido!

¡Cuánto viejo fatuo, teñido de pies a cabeza, prendido como un paje, queapesta a menta desde lejos y que instala sus pretensiones intolerablesante cualquier mujer bonita, para que el mundo le cuaje el sabrosorenombre de afortunado! ¡Cuánto muchacho alegre y filósofo, pollos de laaldea, que conocen la aldea y que toman la partida con el buen humor delos descreídos!

El baile estaba en su apogeo, cuando sentí en torno un murmullo. Dosmujeres del gran mundo entraban en el salón y las parejas se abrían paradarles paso. Don Benito acompañaba a una de ellas, y la otra, contra lamás estricta regla de nuestros salones, caminaba sola al lado. DonBenito vino derecho adonde yo conversaba con un grupo de amigos.

—¡Julio!—me dijo con la más perfecta y aristocráticaurbanidad:—¡Fernanda!—Y

dándose vuelta y señalando a la más joven,repitió, como toda presentación:—¡Blanca!

Me incliné reverenciosamente y al levantar los ojos, vi la imagen doblede mi compañera de teatro ¡dieciocho años ha!...

—Me parece que nosotros somos viejos amigos—me dijo Fernanda.—Y

comoqueriéndome dar confianza, agregó:—¡Pero usted es un hombre!

—¡Señora... señorita!....

Y a una finísima mirada de don Benito, imperceptible casi, yo extendí mibrazo y Blanca se colgó de él con franco y dulce abandono.

No podía darse un retrato más semejante a Fernanda. Para mí, Blanca erauna verdadera resurrección del pasado; la misma aparente frialdad de lamadre, la misma palidez casi mate; los grandes y sombreados ojos deFernanda, y un busto, que dejaba ver un escote en el que los nerviospreponderaban sobre la carne. Por último, un brazo que podía ser untanto largo, pero que, bajo fino y suelto guante de piel de Suecia,tenía yo no sé qué encanto voluptuoso, mil veces más ático y más puroque el que revela un pie bien calzado cubierto por una media de sedaobscura.

El vestido de Blanca era una antítesis con su serena palidez: unapollera corta de tul de seda color fuego, estrecha, determinaba como uncalco las líneas misteriosas del cuerpo, dejando ver bajo el ruedo unzapato de raso del mismo color, sumamente escotado, en el que aparecíael más bello y atractivo pie de mujer.

Una bata de terciopelo fuego encerraba apenas el misterio de su pecho,dejando adivinar las líneas audaces de sus senos altos y erguidos comolos de la Venus de Milo. En la cabeza dos peinetas de oro de unasencillez irreprochable sostenían su cabello rubio mate, y fuera de lasnumerosas cadenas de pulseras que rodeaban sus brazos, ni una solaalhaja, ni una sola flor, ni un solo adorno, lucían en aquella mujer.

—¡Qué espléndido vals!—me dijo,—bailemos, yo no resisto...

La enlacé estrechamente y la imaginación debió traerme, como una brisaen aquel momento, el suave perfume de Fernanda. Blanca reclinó sumejilla sobre mi hombro, el muelle contacto de sus senos estremeció mipecho, tomele la mano con fuerza y rodeando su talle flexible yadmirable, la danza lasciva nos arrebató en su torbellino.

Blancabailaba como una inglesa de la vieja estirpe; sin reservas, perotambién sin el grosero materialismo de una mundana; de vez en cuando,los vaivenes ondulantes del vals en que los cuerpos se deslizan con lamúsica, nos unían involuntariamente, y yo sentía ese estremecimientoinexplicable que produce la lucha de la timidez con la audacia, cuandoel cuerpo de una mujer joven y linda toca y calcina esta miserablearcilla humana de que están hechos todos los seres desde Satanás hastaSan Antonio.

El vals tocaba a su término; mi compañera se me había entregadocompletamente.

En el mareo embriagador de sus últimos giros, columbré elrostro de don Benito, que del brazo de Fernanda nos miraba con unasonrisa mefistofélica, en el momento en que el eco de los violines seapagaba, y Blanca caía fatigada voluptuosamente sobre un sofá que lasostuvo y balanceó un instante en sus muelles y flexibles elásticos.

—Pero usted valsa como nadie... Yo no podría valsar con otro después dehaber valsado con usted.

—Y bien, señorita, la cuenta es muy sencilla, bailemos todos losvalses...

—¡Oh! ¿Y los compromisos?...—me dijo con cierta petulancia altiva.

—Es muy sencillo: los viola usted—le repliqué con igual tono.

—¡Me cuadra! Está hecho el trato.

En ese instante nos detenía un joven grueso, de lentes, rosado, rubio ylindo como un retrato al pastel, con un ambiente de insignificancia quese aspiraba de lejos.

—Muy buenas noches, señorita. ¿Quiere usted darme el próximo vals?

—No me es posible, doctor Bello, estoy comprometida—contestole Blancacon indiferencia.

—¿La cuadrilla?...

—Me fatiga bailar cuadrillas—replicole en el mismo tono.

—¿Entonces, los lanceros?...

—Menos, doctor...

—¿Entonces que quiere usted darme?—preguntó aquel desgraciado eincómodo pretendiente.

—Nada—se apresuró a contestar don Benito que en ese mismo instantellegaba a nuestro grupo.

El joven