La Gloria de Don Ramiro - Una Vida en Tiempos de Felipe Segundo by Enrique Larreta - HTML preview

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El mancebo sintió un soplo glacial en la frente.

—Os confesaréis de toda vuestra vida sin hablar palabra de mí, pena deperdición—

agregó entonces el mago, dejando el acero.—Comulgaréis sietedías en siete iglesias distintas, ayunaréis a pan y agua todo losviernes, rezando las oraciones que os ha de enseñar este hermano durantelos siete primeros días de la luna nueva; luego, volveréis y os haré elmás fuerte de los hombres, porque vuestra constelación es única.

Ramiro removió entonces los labios para preguntar si en todo aquello nohabía nada que fuera contrario a la Santa Iglesia de Cristo; pero elmago, poniéndole el dedo en la boca, abrió un libro al azar, y leyó:

«Aquél no puede ser el mayor Señor que tiene temor de alguna cosa.»

«Más vale la libertad en el querer, en el recordar y en el saber queposeer un reino o un imperio.»

Al terminar esta lectura se desvaneció nuevamente en la atmósfera cualvana visión.

Cuando estuvieron otra vez en la calle, Ramiro preguntó:

—¿Cómo llamáis a este hombre?

—Mosén Raimundo.

—¿Y sabéis de qué suerte se hace invisible?

—Yo entiendo que mediante la piedra heliotropio, tratada de misteriosamanera.

—Y si es dueño de tanto poder, ¿cómo no se hace él mesmo señor de algúnimperio?—agregó Ramiro, con la voz estremecida.

—Porque éstos componen la familia santa de los magos, a la cualpertenecieron los tres Reyes Gaspar, Baltasar y Melchor, y el famosoSimón, e nuestro Rey Alfonso a quien llamaban el Sabio; e los de agora,en castigo de no haber podido esclarecer ciertos secretos, cuya cifra seperdió en el incendio de una gran librería de la antigüedad, siguenascondidos en sus covachas, estudiando sin cesar; pero ansí que uno deellos pueda decir: ¡Eureka! , volverán a tomar el gobierno del mundoque antes les perteneció, según rezan los más antiguos documentos.

Esa noche, el alma del mancebo irguiose en el delirio. Costole muchodormirse, y su sueño fue un tumultuoso desfilar de triunfos, de tesoros,de mujeres enjoyadas y lúbricas. Aquel estado duró varios días, y alerrabundear por las calles, gozábase en repetir la frase deslumbradora:«Para haceros el más fuerte de los hombres, porque vuestra constelaciónes única.» El no dudaba de la promesa del sabio, y ya escogía en supensamiento lo que había de realizar cuando Mosén Raimundo le revelaselos secretos de la magia. La conciencia le recordaba, entretanto, laabsoluta reprobación de la Iglesia contra las artes ocultas y todolinaje de adivinaciones; pero su voluntad, mordida por la tentación yansiosa de triunfar a todo trance en el mundo, clamaba por el prodigio.Los falaces argumentos se aglomeraban. ¡Conjuraría, ante todo, elhechizo de la sarracena y sería después el fuerte, el único, elcaballero de Dios, el lleno de poder y de gloria!...

Comenzó las oraciones y los ayunos.

Llegado el momento de la confesión, Ramiro pidiole al espadero que leindicase algún sacerdote de preclaro entendimiento. Aguirre le condujo ala casa de don Antonio de Mendoza, canónigo de la Catedral y antiguoarcediano de Guadalajara.

Don Antonio, varón de grandes luces sagradas ygentiles, habitaba un antiguo palacio de su familia junto a San Juan dela Penitencia. Sus amplios salones, tapizados de cardenalicio damasco,al uso de Roma, congregaban todos los domingos, a mediodía, numerosaacademia. Allí, el noble de título se codeaba con el hábil estafador deretablos o con el humilde maestro que forjaba con sus manos una hermosareja de presbiterio.

Ramiro no se sintió con ánimo bastante para descubrir su pecho de laprimera vez, y resolvió confesarse gradualmente, concurriendo entretantoa la reunión de los domingos. Escuchó, entonces, los más imprevistosdiscursos, obscenas historias de convento, fablas chocarreras declérigos amancebados; oyole decir al canónigo Zapata que el Papa era unasno; oyole contar al capitán Palominos, con cínico donaire, que en lacampaña de Portugal, después de un día entero de combate, sus soldados,penetrando en una iglesia de Oporto, se bebieron el agua de las pilas, yque a él, por ser el capitán, le ofrecieron el aceite de la lámpara delSantísimo.

Como no se tocara a la entereza del dogma, don Antonio escuchaba sinenfado las más licenciosas parlerías y aún gustaba de poner en aprieto alos religiosos y de azuzar contra ellos a los chocarreros de laacademia.

Era harto aficionado a los perfumes y hacíalos componer, según fórmulasexquisitas, por las monjas de Santa Ana. Al sentarse, cruzaba la piernapara lucir la calza de seda y la hebilla de oro del zapato. Sus blancasmanos regordetas parecían de mujer; pero los ojos aguileños y fuertes yla bronca voz, cuyos tonos profundos comunicaban su vibración a losobjetos convecinos, denotaban hombría y reciedumbre. Sus breviariosostentaban en la cubierta las armas de los Mendozas. Cuando pasaba deuno en otro salón, un paje caudatario, con morada librea, sostenía pordetrás el extremo de su larga cola de chamelote.

Las dos primeras veces que Ramiro fue a echarse a los pies del Canónigotopó en los corredores con una dama arrebujada en su manto. En la últimavisita, como nadie se presentase a conducirle, abrió él mismoequivocadamente la puerta de un camarín y hallose con una preciosamujer, acostada a lo largo de un diván moruno de terciopelo.

La falda,levantada hasta más allá de las ligas, destapaba sus piernas macizas ycortas, que las medias de nácar ceñían tentadoramente. Colgado de lapared, admirable incensario de plata velaba el ambiente con nebulososahumerio. La dama se incorporó con un grito de espanto y Ramiro cerróde nuevo la puerta. Un rato después el Canónigo le mandaba decir con unpaje que volviera pasado el toque de oraciones.

Le recibió en una sala contigua a su oratorio. Estaba con el semblanteencendido y, mientras el mancebo le contaba, por fin, la historia de susamores con la morisca, don Antonio, entrecerrando los ojos, arrimaba detiempo en tiempo su pañizuelo a la canilla de un barrilillo de ámbar,colocado a su derecha, sobre un taburete de taracea.

Cuando Ramiro terminó su relato, aquel hombre de iglesia, guiado sinduda por su aguzado instinto de confesor, comenzó a discurrir sobre lasbrujas o xorguinas, sobre la magia, los hechizos, las nóminas y otrassupersticiones semejantes, que eran como la telaraña del Diablo, dondemuchísimas almas iban a prenderse para la eternidad.

Ramiro aprovechópara inquirir si la arte notoria era contraria a la Santa Iglesia deCristo.

—¿La habéis ensayado alguna vez, hijo mío?—preguntó melífluamente elCanónigo.

El mancebo tardó en contestar. Inesperado calofrío le corrió del rostroa las manos.

Las pupilas del confesor se clavaron fijamente en lassuyas.

—Aún no—respondió por fin Ramiro con la voz vacilante;—pero oigoencomialla a los demás.

—¡Necio yo, que nunca he de poner el dedo en la llaga!—exclamóentonces don Antonio, con orgullosa sonrisa.—Ya se veclaramente—volvió a decir, dirigiéndose al mancebo—que aquellos amoresos han dejado en el corazón su maldita pestilencia.

En seguida, levantándose de la silla y fingiendo un enojo implacable,agregó:

¡Vade retro! ¡vade retro! señor hipócrita, señor apestado, señorbrujo, leña de Satanás! Sépase el galancete que su alma están enpropincuo peligro de perdición, si es que ya no la tiene vendida alinfierno, y que a no existir el secreto sacramental sería entregado aquímismo a los familiares del Santo Oficio. Nego absolutionem, nego,nego! Haga desde hoy penitencia sin tasa, expúlguese los demonios, queel cura de su parroquia le enjabone y le enjuague, y cuidado no rematesu vida en el palo del quemadero. In nomine meo dæmonia ejicient.Obmutesce et exi ab eo! Obmutesce et exi ab eo! Obmutesce et exi ab eo! No digo más.

Ramiro bajó las escaleras sobándose los párpados y dialogando consigo envoz alta, como un loco. Aquel hombre terrible acababa de hablarleinspirado seguramente por el cielo. No podía ser sino Dios quien lanzabapor su intermedio ese anuncio, esa agnición, esa amenaza tremenda,buscando salvarle; no podía ser sino el soplo divino lo que habíarasgado de arriba abajo su embozo de soberbia, dejándole desnudo yenmudecido, a imagen del primer hombre después de su falta.

Como entrevistas a la luz de los relámpagos, las mayores culpas de suvida se reanimaron en su conciencia. Viose sobre el pecho de la moriscaolvidado por entero de su fe, de su honra, de su patria; acordose de susfementidas confesiones, de los pensamientos lascivos que él mismosuscitaba durante la misa al observar codiciosamente las formas de lasmujeres prosternadas, de las muchas rebeliones de su orgullo contra losclaros mandamientos del Señor, de semanas enteras en que no habíaquerido imponerse ninguna mortificación ni rezar una sola vez elrosario. ¿A qué achacar todo aquello sino a sus amores con Aixa? Sinduda la infiel, con hipócrita dulzura, habíale instilado en el alma supropia pestilencia. El clérigo de la venta de Cerebros, Mosén Raimundo yel Canónigo Mendoza todos decían la verdad. Comenzó a sentir en torno desu pecho la impresión de una serpiente que le ceñía. Ansiedad nueva yhorrible: ¡la brega con el Demonio! Llegó a la convicción de que elhechizo conservaba toda su fuerza y no se rompería hasta que Aixa nodesapareciera del mundo. El auto de fe que iba a realizarse quedó paraél como la suprema esperanza.

Esa misma tarde, Ramiro, dejó el palacio del Conde de Fuensalida, y sealojó en la posada del Sevillano.

Días después, al cruzar las Cuatro Calles en compañía de Domingo deAguirre, poco antes del toque de oraciones, vio venir, a lo largo de laCalcetería, una vistosa procesión con mucho ruido de atabales yministriles.

—Es el pregón del Santo Oficio que viene anunciando el auto de lafe—exclamó el espadero.—Si vuesa merced lo desea podemos aproximarnos.

III

Era una de esas mañanas de junio en que la ciudad de los conciliosparece susurrar en algarabía canciones de Oriente. El cielo, sin unanube, tiende su tafetán más azul; aquí y allá, la cal enseña, bajo lostejados morenos, su riente blancura; rosas y claveles arden en losbalcones, y en lo alto de algunas callejuelas deliciosamente sombríasvese espejear el azulejo de las cúpulas y alminares.

Pero a la vez que el éter, el esmalte, la flor, exaltaban sobre Toledoaquel resto de gracia sarracena, la mayor parte de los vecinos habíacambiado sus trajes de costumbre por tristes ropas de luto. En lasplazuelas y encrucijadas quedaban aun los negros tingladillos sobre loscuales frailes de todas las órdenes predicaran la víspera con elocuenciapavorosa; y en la Calle Ancha, en la Lencería, en la Lonja y en torno ala parroquia de San Vicente, fúnebres terciopelos y bayetones pendían decasi todas las ventanas, enlutando los muros.

Entretanto el Zocodover hervía de muchedumbre desde las primeras horasde la mañana. La nueva de que una bruja morisca, dotada por el Demoniode asombrosa hermosura, sería condenada en el auto de fe de aquel añollegó en pocos días a los más escondidos lugarejos de los contornos, yno faltaron peregrinos que contaran por las ventas la historia de laconspiración y del mancebo renegado.

Ramiro esperaba impaciente a la puerta de la posada. Domingo de Aguirrehabía prometido venir a buscarle para asistir juntos al auto.

Poco después, uno y otro, describiendo largo rodeo, entraban a la plazapor la Calle Ancha, contando presenciar desde allí el desfile de laprocesión. De una ventana baja, un caballero que reconoció a Domingo deAguirre les ofreció dos taburetes. Subiendo sobre ellos consiguierondominar todo el ámbito del Zocodover, henchido de apretada y rumorosamuchedumbre.

Hacia la parte del poniente, y bañado ahora por el sol de la mañana, selevantaba el inmenso y enlutado cadalso, que ocuparían en breve, segúnla costumbre, la Santa Inquisición, el Ayuntamiento, el Cabildo, lanobleza, los dignatarios y toda la clerecía.

Los reos debían colocarseen otro cadalso más angosto, pero de igual altura, que abarcaba elcostado meridional.

Conturbado hasta el fondo del alma por la solemne expectativa, el jovenavilés pasaba sobre las cosas una mirada atónita y somera. Apenas siveía brillar confusamente sobre el tablado las labores de plata de losnegros terciopelos, las armas de la Inquisición y del Rey bordadassobre el morado dosel que exornaba los sitiales carmesíes, y, hacia elcentro de la plaza, el oro del frontal color de sangre que prescribía laliturgia de aquel tremendo holocausto. Sin embargo, al dirigir la vistahacia la alta cruz pintada de verde y cubierta por largo velo sombrío,que se levantaba en medio del altar, entre doce hachones ardientes,sintió un brusco estremecimiento, como si Dios mismo acabara de hablarlecon su gráfico lenguaje.

La plaza no podía contener mayor número de gente, y se escuchaba sincesar el vocerío de los curiosos que pujaban y reñían a la entrada delas callejuelas. Del Arco de la Sangre llegaban alaridos y maldiciones,y la muchedumbre se agitaba hacia aquella parte, como el agua de lostorrentes al entrar en los lagos. Cada balcón, cada ventana, cadatribuna, era un compacto racimo de damas y caballeros; además, numerosogentío, encaramado quién sabe por dónde, recubría las techumbres; y todoaquello hormigueaba, hervía, zumbaba con la grandiosa palpitación de unamultitud embriagada de sol y confundida en la misma impaciencia.

Por fin las campanas de San Vicente comienzan a repicar anunciando lasalida de los reos, y a ambos lados de la Calle Ancha, los soldadosacuestan las alabardas conteniendo con pena al gentío, cuyo forcejeoincesante amenaza romper la doble valla de madera que viene de lascárceles y circunda uno y otro cadalso.

La procesión se acerca. Un resplandor de alabardas cruza la Calcetería.

Al pensar que la sarracena iba a pasar junto a él dentro de brevesinstantes, Ramiro hundió la mano en la faltriquera y asió fuertemente sucrucifijo de bronce.

Encabezaban el desfile los soldados de la fe, orgullosos de las plumasflamantes de sus chapeos y de las doradas cadenas de alquimia que lesprestaba el Santísimo Tribunal. Eran soldados de ocasión, armados dealabardas, de picas, de mosquetes.

Caminaban con paso solemne, entredesconfiados y fieros, sin atreverse a mirar a las ventanas. Venían enseguida los doce clérigos de la parroquia de San Vicente con suestandarte; y luego, de dos en dos, montados en obscuros corceles, losGrandes de España y títulos de Castilla, todos vestidos de negro, perorecubiertos de joyas.

Algunos habían hecho bordar en sus ferreruelos elhábito de la Santa Inquisición.

Ramiro reconoció al Conde de Fuensalidapor el ceñido traje de gorgorán bordado de oro, que semejaba de lejosdamasquinada armadura. La plebe les miraba absorta y enmudecida, y no seescuchaba otro rumor que el de los cascos sobre las piedras.

Hubiérasedicho un desfile de animadas estatuas ecuestres y funerarias.

La llegada de los primeros penitenciados suscitó de nuevo el voceríopopular. Más de veinte infelices sin gorra, sin cinto, sin caperuza,pasaban ahora abrumados de vergüenza y sosteniendo en la mano una velaamarilla sin encender. Eran los que habían abjurado de sus errores yserían reconciliados ante el altar. Casi todos lloraban, postrándose alos pies de los religiosos que iban con ellos, o besándoles las manos yel sayal con profundos gemidos. Unos traían al pescuezo, en señal de loscentenares de azotes que habían de recibir, una cuerda anudada variasveces, a lo largo, y el pueblo contaba en voz alta los nudos, entonandoun coro compungido y socarrón, a fin de aumentar el oprobio; otros seseñalaban a distancia por la bayeta amarilla de los sambenitos, y laexperta multitud deducía las culpas y condenaciones con sólo observarlos pintarrajos de aquellos capotes de infamia que, ora llevaban un asparoja, media o entera, ora las dos aspas del martirio de San Andrés.

Traídas por los fámulos del Tribunal, en lo alto de luengos mástilesverdes, y balanceándose por encima de la procesión, venían en seguidahasta seis figuras humanas hechas de paja y estameña. Impávidosmuñecones con grandes ojos de betún y boca de almagre, pelelessiniestros, cuyas piernas, demasiado livianas, danzaban continuamenteen el vacío, remedando la pataleta de los ahorcados.

Al advertir el gesto de asombro de Ramiro, el espadero exclamó:

—Estas son las efigies de los muertos y fugitivos las cuales seránagora condenadas en su lugar con celosa justicia.

A lo largo de la calle, la gente de las ventanas y balcones comenzaba aagitarse con extraño movimiento; los hombres se asomaban cuanto podían,las mujeres se santiguaban y persignaban a escape, levantando los ojosal cielo. Poco después todos los labios proferían una misma exclamación:

—¡Los relajados!

El espadero tuvo que acercar su boca al oído de Ramiro para decirle:

—Son los que han de morir.

Las voces crecieron y se propagaron de modo atronador; y poco después,de un extremo al otro del Zocodover, el populacho rugía con salvajefiereza, ávido de aquella hez de maldición y de espanto.

Ramiro se empinó sobre el taburete.

Dos familiares del Santo Oficio y cuatro soldados custodiaban a cada unode los reos, mientras un fraile dominicano le predicaba continuamenteponiéndole ante los ojos el santo signo de la cruz. Todos llevaban, amás del sambenito, el bonete trágico y burlesco, la amarilla coroza,cubierta de terribles pinturas de llamas y demonios. El terror, elcoraje, la pertinacia, el arrepentimiento y hasta la misma alegría,alternaban en aquellos rostros malditos. Era una procesión de aquelarre,una cáfila de infierno, y hasta la luz matinal se tornaba siniestra alalumbrar de lleno las palideces patibularias, las femeninas guedejaslodosas de sudores febriles y polvo subterráneo, las atroces pupilas queparecían conservar aún la expresión de terror y de súplica que tomaronen el tormento.

Era prohibido tocar a los reos; pero el populacho se desquitabacubriéndoles de escarnios y maldiciones.

—¡Ah! ¡ah! ¡mártires del Diablo, ya veréis cómo escuece!

—¡Que os echen dos puñados de sal y un tantico de orégano!

—¡Que le metan a ésa un cohete por debajo del rabo pa que le conozco sumadre cuando la quema!

Una mujer gritó desde una ventana:

—¡Arrepentíos, desdichados; pensad en los infiernos!

Pero un muchacho, sacando medio cuerpo fuera de la valla, respondiódesde abajo, alzando los puños:

—¡No! ¡No! ¡Al fuego y a cenar con el Demonio!

Entonces nueva explosión de odio santo y homicida estalló en todas lasgargantas:

—¡Al fuego! ¡al fuego!

Y los condenados comenzaron a desfilar entre un clamor sibilante ybravío comparable a la crepitación de un incendio.

No faltó quien reconociera entre los condenados a un cerero de Orgaz quecreía ser San Juan Bautista en persona y predicaba una nueva doctrinapor los pueblos. El pobre hombre, deteniéndose por instantes, alzaba lamano y figuraba el gesto del Precursor en el Jordán. Una pálida doncellaque, según algunos, era la monja renegada de que se hablaba en Toledo,escuchaba los insultos de la muchedumbre con infantil expresión decuriosidad y de ternura. A veces, apoyándose en el hombro del religiosoy echando la cabeza hacia atrás, reía gozosamente, como una ebria. Unmorisco, a quien todos conocían en los suburbios por sus pláticasobscenas, ejecutaba de tiempo en tiempo un movimiento bestial yacelerado para remedar la fornicación; los familiares tenían quezamarrearle con violencia. Pasó una anciana, seca y erguida, con lasmanos ligadas por detrás y la boca cubierta por negra mordaza. Ramiro notardó en reconocer a Gulinar. Por fin el hombre que les habíaproporcionado los taburetes exclamó, mirando a lo largo de la calle:

—Agora llega la morisca que hechizó al mancebo cristiano.

Todas las bocas callaron.

Aixa avanzaba lentamente, con las pupilas fijas en el cielo. Sus oídosescuchaban quizá rabeles divinos y voces inefables, y su espíritu,infinitamente lejos de la tierra, presentía las delicias del Alchanna ylas sublimes recompensas que su religión promete a los mártires. Sinembargo, su flexible cuerpo conservaba los resabios de la tentación y dela danza, y sus pies desnudos se movían cadenciosos como si hicieran oírtodavía el martilleo de las ajorcas. La palidez de su rostro daba terrory sus labios enseñaban los dientes con esa sonrisa incomprensible quesuele asomar a la boca de los cadáveres.

Después de observarla un momento, Ramiro tuvo que cerrar los ojos yapoyarse contra el muro, apretando de nuevo el crucifijo para sellar,para incrustar en su propia carne la imagen del Redentor. El resto deldesfile violo pasar como en un sueño: innumerables religiosos de todoslos hábitos; familiares a caballo con varas de ébano enriquecidas deplata; eclesiásticos en mulas enlutadas; el arca de las sentencias sobreuna acémila que arrastraba por el suelo los flecos de oro de su moradacobertura; el rojo estandarte de la fe; blancor de golillas y cabrilleode joyas sobre los trajes retintos.

Por fin el espadero, después de decirle el nombre de algunos regidores,tocole el codo y exclamó:

—Este que viene agora es el Cardenal-Arzobispo, observe vuesamerced suvenerable presencia.

Sobre fornido corcel de pelo bayo, don Gaspar de Quiroga,Cardenal-Arzobispo de Toledo, Inquisidor General y Consejero de Estado,avanzaba con imponente rigidez, rodeado de pajes y alabarderos. Era elpapa de España y la sagrada máscara del Rey.

Después de la sombríaprocesión, sus rojas vestiduras exaltaban el ánimo como un toque dechirimías. Salvo la morada muceta inquisitorial todo era para los ojos,desde el sombrero hasta la calza, un solo golpe de púrpura. Su ceñoexpresaba el rigor sacrosanto, sus ojos no pestañeaban siquiera. Pasóimplacable, como el tormento; pomposo y sombrío, como el tremendoholocausto que iba a presidir; rojo, como la hoguera. La luz matinalhacía resplandecer con viveza el sillón de plata repujada y todo el oroy el alfójar de la gualdrapa color de amatista que caía hasta los cascosdel palafrén. Nadie osó romper con un vítor el respetuoso silencio.

Más de media hora empleó toda aquella procesión en ocupar sus asientos;la gradería mayor quedó recubierta de insigne muchedumbre. Losinquisidores se colocaron en el centro; el estado eclesiástico hacia elseptentrion; la ciudad y los caballeros, hacia el mediodía.

Los reos, acompañados de los familiares y religiosos, llenaron a su vezel otro cadalso.

Todas las miradas se dirigieron entonces hacia el tablado de abominacióny de infamia. La curiosidad era inmensa. Allí comparecían de costumbrehechiceras que tenían pacto con el demonio y guisaban en sus nocturnosaquelarres toda suerte de daños contra las gentes; judaizantes, queasesinaban niños cristianos para embeber en su sangre una hostiaconsagrada y celebrar con ella nefandas ceremonias; luteranos, quebuscaban demoler la santa Iglesia de Cristo difundiendo por España lapeste de la herejía; alevosos moriscos, que seguían predicando lasbellaquerías de su secta y el deber de la rebelión y la venganza.

Los que habían de morir ocupaban los asientos más altos. Situado a laentrada de la calle, Ramiro les observaba de costado, sin poderdistinguir a la sarracena.

Dos horas más y aquellas víctimas infames arderían en la hoguera comolos chivos expiatorios de la Escritura; los pueblos y los camposquedarían purificados y el Dios del moderno Israel, al aspirar desde elcielo el abundante olor del sacrificio, aplacaría su cólera y dejaríacaer su bendición sobre la ciudad justiciera, más católica que Roma, máscelosa que la antigua Jerusalén.

El rito comenzaba. Un obispo acercose al altar. Los diáconos le tomaronla admirable mitra cuajada de gemas simbólicas ofrecida por el Cabildo.Poco después densa nube de incienso ascendía en el espacio luminoso comoen los primeros sacrificios de la Antigua Ley. Terminados el sermón y lamisa, el relator leyó el juramento del pueblo, y Ramiro unió su voz al ¡sí, juro! brusco y atronador, proferido a la vez por toda lamultitud, y que, al decir de los campesinos, se escuchaba a más de unalegua a la redonda.

Un cantor de la Catedral leyó en seguida la carta de los delitos ysupersticiones contra la fe; y acto continuo los que habían abjurado desus errores fueron conducidos a la jaula de madera, que se levantaba enmedio de la plaza, para que escuchasen, uno a uno, en presencia delpueblo, la lectura de sus causas y condenaciones, antes de serreconciliados.

Aquella parte del auto producía de costumbre un hastío general. Lamultitud, anhelosa de ver comparecer a los relajados, daba, a cadainstante, signos de impaciencia. Aguirre bostezó varias veces, y Ramiro,entrecerrando los párpados, apoyó la cabeza contra la negra colgaduraque pendía de una ventana.

Defensores de la fornicación, varios bígamos, judaizantes arrepentidos,falsos sacerdotes, un pordiosero que se hacía pasar en las aldeas porcomisario del Santo Oficio y algunos gañanes que habían proferidoblasfemias y juramentos, eran condenados a la pena de azotes, a prisión,a galeras.

Una animación distraída circulaba por toda la plaza, y muchos prelados ydignatarios dejaban sus asientos para ir a tomar un refrigerio o unabreve colación detrás de la gradería. En las ventanas y balcones lasdamas dejaban caer sus velos mostrando su famosa blancura y recibiendorefrescos y frutas confitadas de mano de los galanes. Ramiro sentía através de sus pestañas asoleado movimiento de sedas en las tribunas.Galante murmullo bajaba ahora hasta él y parecíale respirar porinstantes femeninos perfumes. Oíanse risas claras y festivas. Encima desu cabeza, el caballero que les había ofrecido los taburetes hablaba amedia voz con una dama. Escuchó sin quererlo:

—Decid miedo y no desvío, mi señora; que no quisiera caer cual nuevoIcaro.

La mujer replicó:

—Pues pedid al amor, y no al antojo, sus alas de verdad, que ésas nuncase derriten con llevar ellas mes mas el fuego.

—¡Ah, esa tez, esa boca!

—¡Por Dios, don Gonzalo, haceisme daño con las sortijas!

Al oír aquel nombre Ramiro se enderezó con viveza y abrió del todo losojos para disipar con la luz el doloroso recuerdo.

El sol, inclinado hacia el poniente, reverberaba en las fachadasfronteras y hacía resplandecer en las ventanas y balcones las joyas, elazabache, la blanca piel de los guantes, los abanicos dorados.

Llegoles por fin el turno a los que habían de morir. La poderosa emociónaplacó todos los rumores.

Aquellos infelices, que antes de dos o tres horas formarían horrorosoamasijo de cuerpos carbonizados, subían a la jaula y escuchaban sussentencias, unos impasibles, otros enloquecidos por el terror y haciendotemblar en la mano la vela verde encendida.

Gulinar fue arrastrada como una muerta; el espanto la hizo abjurar desus creencias.

En cambio, Aixa, apartándose del religioso, subió lospeldaños con la resolución misteriosa de los sonámbulos. Ramiro oyósorprendido que se la condenaba como relapsa, por haber sidoreconciliada, cinco años antes, en un autillo de Murcia. Del tablado, delos techos, de los balcones, de toda la plaza, miles de voces laincitaban al arrepentimiento; pero muchos, que deseaban verla quemar enel brasero sin que fuese antes estrangulada, protestaban a gritos. Nofue posible arrancarla una sola palabra; y cuando el religioso que laacompañaba señaló la cruz verde cubierta por el velo sombrío, ellavolvió su rostro alargando el brazo derecho con un gesto de abominación.Entonces espantoso bramido, semejante a la explosión de una mina,estalló a la vez en todo el Zocodover. Oíanse vociferaciones brutales einmundas.

Algunos campesinos se frotaban los ojos con sus amuletosgallegos de azabache o con la cruz de sus rosarios, y rezaban en vozalta. Junto a Ramiro una aldeana harto hermosa, con r