La Fontana de Oro by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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—Hace mucho tiempo, cuando hubo muchos alborotos y dijeron que iban ámatar á … ¿al Rey?… no sé á quién. Pero antes de eso, ya estaba casisiempre alterado. Cuando yo era muy niña … No … entonces salíamoslos domingos á paseo, y me llevaba á Chamartín y comíamos en el campocon Pascuala.

—¿Y ahora no sale usted nunca de aquí?

—Nunca—dijo Clara, como si aquella soledad en que vivía fuera la cosamás natural del mundo.

El militar se interesaba cada vez más por la persona que tanrepentinamente había conocido. Cada vez sospechaba más que aquellainfeliz era víctima de las brutalidades del fanático. Desde el sitio enque se hallaba, veía al viejo sentado en un sillón y entregado á su mudofrenesí. Mirando después á Clara, cuya gracia sencilla y melancólicafranqueza formaban contraste con el terrible realista, se aumentó suconfusión, su curiosidad y sus temores.

—¿Y usted no sale para distraerse, para ver y reponerse de estar aquíencerrada tanto tiempo?—le dijo casi conmovido.

—¿Yo?… ¿para qué salgo? Me pongo triste cuando salgo. No veo la callesino cuando voy á las Góngoras los domingos muy temprano; pero al vermefuera, me parece que estoy más sola que aquí.

—¿Y él no tiene empeño en que usted se divierta, en que paseagradablemente la vida?—dijo el militar casi asustado de su curiosidady mirando de soslayo á Elías para ver si atendía á su conversación.

—¿El? Pero yo no quiero divertirme … porque … ¿qué voy yo hacerfuera de aquí? El dice que debo estar siempre en la casa.

—¿Pero usted no trata á nadie, no ve á nadie?

—A Pascuala, que me quiere mucho.

Ya el militar tenía ganas de saber quién era aquella Pascuala.

—¿Y esa Pascuala es amiga de usted?

—Es la criada.

—Ya… ¿Y no tiene usted más amiga? A la edad de usted es natural yconveniente la amistad de las jóvenes, y, sobre todo, no se puede vivirde esa manera. Es preciso….

—Yo estoy bien así. El dice que no debo conocer á nadie.

—¿Y la obliga á usted á llevar esta vida tan triste?

—No me obliga. Yo, si quisiera, podría salir. El no está nunca aquí.

Pero yo … Dios me libre … ¿A dónde había de ir?

El militar no sabía qué pensar. ¿Qué relaciones existían entre aquelmonomaníaco y aquella joven? ¿Sería su padre, su marido?…—No—decíapara sí.—Es repugnante sospechar que puedan existir los vínculos delmatrimonio entre los dos.

—No extrañe usted mis preguntas—dijo, continuando conansiedad;—pero me interesan mucho ustedes dos. ¿Y á él nadie levisita, nadie viene á verle?

—Conoce mucho á unas señoras, que llaman las señoras de Porreño. Sonnobles y fueron muy ricas.

—¿Y vienen aquí?

—Muy pocas veces. Él las quiere mucho.

—Y esas, que presumo serán personas de buenos sentimientos, ¿no letienen á usted cariño, no la quieren?

—¿A mí? Una vez me dijeron que yo parecía ser una buena muchacha.

-¿Y nada más? ¿No le han dicho más?

—¡Ah! son muy buenas. El dice que son muy buenas. Una de ellas dicenque es santa.

Estas declaraciones eran hechas por Clara con una ingenuidad tanespontánea, que conmovía al que pudiera oirlas. Para que el lector, queaún no conoce la infinita bondad de este carácter, no estrañe lafranqueza leal y la sublime indiscreción de la pobre Clara, añadiremosque durante años enteros esta desgraciada no veía más persona que donElías, Pascuala, y á veces, muy de tarde en tarde, las tres melancólicasefigies de las señoras de Porreño. Su vida era un silencio prolongado yun hastío lento. Tan solo pudieron reanimarla y darle alguna felicidadlos cuarenta días que, seis meses antes de estos sucesos, había pasadoen Ateca, pueblo de Aragón, á donde Elías la mandó para que disfrutaradel campo. Más adelante veremos por qué tomó Elías esta determinación, ylo que resultó del viaje de Clara.

—Pero es posible—continuó el militar, olvidado de que Elías estabacerca—¿es posible que pase usted la vida de esta manera, sin máscompañía que la de ese hombre? ¿Y no ha salido usted nunca de aquí, noha ido al campo?

—Sí; estuve unos días fuera, hace seis meses.

—¿En dónde?

—En Ateca. El me mandó. Me puse mala, y fuí allá á restablecerme.

Estuve en su pueblo.

—Ya.—dijo el militar, contento de haber encontrado un motivo, aunquepequeño, para suponer que aquel hombre no era enteramente feroz.

—¿Y lo pasó usted bien?

—¡Ah! sí: me alegré mucho de estar allí.

—¿Y no quiera usted volver?

—¡Oh! sí,—exclamó Clara, sin poder contener una exclamación expansiva.

—Usted no debe estar aquí; usted tiene el corazón más bondadoso quepuede existir. ¿Para qué, sino para la sociedad, puede haber creado Diosun conjunto de gracias y méritos semejante? ¡A cuántos podría ustedhacer felices! ¿No ha pensado en esto? Piense usted en esto.

Clara no pareció hacer caso de la galantería. Quedó en silencio ycon los ojos bajos, tal vez ocupada en pensar en aquello

, como eljoven le aconsejó. ¿Quién sabe cuáles serían sus reflexiones enaquellos momentos?

El curioso esperaba una contestación, cuando Elías, mirando hacía lahabitación en que hablaban, exclamó:

"¡Clara, Clara!"

El militar se dirigió rápidamente hacia él, y disimulando suturbación, le dijo:

"Caballero, no he querido marcharme hasta estar seguro de su mejoría.Aquí le contaba á esta niña el caso, y le hacía una relación de laimprudencia de aquellos hombres. Ya le veo á usted tranquilo y fuerte, yme retiro, diciéndole que puede disponer de mí para cuanto yo puedaserle útil.

—Gracias—contestó secamente Elías.—Clara, acompaña á este caballero.

Era preciso retirarse; ya no había pretexto alguno para permanecer allí.Su mano estaba perfectamente vendada, y su protegido le había indicadola puerta. El impresionable joven no sabía que hacer para no salir.

Miróá Clara para ver si leía en sus ojos el deseo de que no se marchara;pero ella manifestaba la mayor indiferencia, y hasta se había adelantadoá abrir la puerta.

No había mas remedio. El militar tendió una mano al realista, que alargódos dedos fríos y huesosos, y salió de la sala; al llegar á la puerta,quiso entablar de nuevo la conversación; pero la reverencia que le hizola joven acabó de desesperarle. Salió, y se paró fuera otra vez.

—No olvide usted lo que le he dicho. Usted no puede vivir de estamanara—dijo, bajando el primer escalón.—Es preciso que usted…

—¡Clara, Clara!—exclamó el fanático desde dentro con voz fuerte."

Clara cerró la puerta, y el militar se quedó cortado y aturdido en laescalera. Su primer intento fué llamar otra vez, llamar hasta que ellasaliera; pero reflexionó en lo imprudente de semejante conducta. Bajócon lentitud.—¿Qué misterio hay en esta casa?—decía para sí.—Alhallarse en la calle, sintió mas viva su curiosidad, y la compasiónhacia la joven era mas intensa.—¿Es su hija, es su mujer, es susobrina, es su protegida?—exclamó.—¡Oh! No es posible renunciar ásaber los secretos de esta casa. ¿Cómo renunciar á oírlos de la boca deClara, que los contaba con tanta ingenuidad?

Anduvo un buen trecho por la calle, y se paró, miró á la casa. Ellamisma no me recibirá—dijo:—esto ha sido una casualidad. Y si vuelvo¿con qué pretexto?… ¡Cuánto debe padecer esa infeliz! Tiene cara desufrir mucho … en compañía de esa fiera, sin ver á nadie ni hablarcon nadie….

Maquinalmente se dirigió otra vez á la casa, y continuando susoliloquio, decía:—Tal vez la riña por haber hablado conmigo; tal vez,aparentando distracción, oyó cuanto me dijo, se habrá ofendido y lamaltratará.

Entró, subió, procurando no ser sentido. Llegó á la puerta y se detuvo.Su mano tornó maquinalmente el cordón de la campanilla. Si hubierasentido el menor rumor de disputa; si hubiera sentido la voz agria delviejo, habría llamado con todas sus fuerzas. Pero nada sintió; aplicó eloído. Un silencio sepulcral reinaba en la casa. De repente sintió unavoz de mujer que cantaba, sintió pasar una persona rápidamente por elpasillo en que estaba la puerta; sintió el ruido del traje, rozando conlas paredes al correr, y sintió la voz, la voz que, al pasar tan cerca,resonó con timbre delicado y expresivo. Era Clara, que cantaba y corría.¿Era acaso feliz? Nuevo misterio.

El curioso se sintió más confundido: soltó el cordón, y paso á paso, ymuy quedito, bajó mirando á todos lados con cautela como un ladrón.Salió á la calle: marchó resuelto á alejarse: llegó á la esquina, separó, miró á la casa, y al fin, tomando una resolución, emprendió sucamino en dirección á su casa, donde le dejaremos por ahora preocupado yaturdido; para volver á ocuparnos de los amigos de la calle de VálgameDios, cuya vida y caracteres necesitan historia y explicación.

CAPÍTULO IV

#Coletilla.#

El hombre extraño, que conocemos con el nombre de Elías, nació allá enel año 1762 en el pueblo de Ateca, lugar aragonés que se encuentra comovamos de Sigüenza á Calatayud. Fueron sus felices padres Esteban Orejóny Valdemorillo y Nicolasa Paredes: él, labrador honrado; ella, hijaúnica del vinculero más rico del vecino pueblo de Cariñena. A los nuevemeses justos de matrimonio nació un tierno vástago que, por lascircunstancias que á la preñez y al parto acompañaron, á grandes empresasy notables prodigios estaba destinado. Es el caso que doña Nicolasa tuvoallá por el quinto mes un sueño extraordinario, en el cual vió que elfruto de su vientre, ya crecido y entrado en años, era arrebatado alcielo en un carro de fuego; más tarde la buena señora daba en soñartodas las noches que su hijo era consejero del Despacho, padreprovincial, venticuatro, racionero, deán y hasta obispo, rey, emperadoró, cuando menos, papa ó archipapa.

Llegó al fin el alumbramiento, y encomendándose á Dios y á ciertocomadrón que había en Ateca, hombre de gran ingenio, dió á luz un niño,el cual no entró en el mundo con señales de elegido entre los elegidos,sino tan flaco, enteco y encanijado, que no parecía sino que su madre,distraída en aquel perpetuo soñar de coronas y tiaras, había apartado suorganismo de la nutrición del muchachejo.

Pero aunque éste nació como cualquier hijo del hombre, no por esodejaron de verificarse al exterior algunos prodigios. Observóse en elcielo de Ateca la conjunción nunca vista de las siete Cabrillas conMercurio; la luna apareció en figura de anillo, y al fin salió por elhorizonte un cometa que se paseó por la bóveda del cielo como Pedro porsu casa. El boticario del pueblo, que se daba á observar los astros,entendía algo de judiciaria y tenía sus pelos de nigromante, vió todasaquellas cosas celestiales aparecidas en el cielo de Ateca, y dijo congran solemnidad que eran señales de que aquel niño sería pasmo y gloriadel universo mundo. La conjunción significaba que dos naciones seunirían contra él; el cometa que él los vencería á todos, y el anillo dela luna á cualquiera se le alcanzaba que era signo de la inmortalidad.

"Porque—decía don Pablo (que así se llamaba el boticario)—á mi no seme escapa nada en esto de círculos celestiales; y cosa que yo barrunto,ello ha de ser verdad, como esto es chocolate."

Efectivamente: chocolate, y del mejor de Torroba, era el que durante lossolemnes augurios tomaba, merced á la gratitud generosa de los Orejones.

En el bautismo hubo un holgorio que déjelo usted estar. Hubo en granabundancia vino aragonés, grandes ensaimadas, bollos de á cuarta,hogazas de á media vara, gran pierna de carnero, pimientos riojanos yunos bizcochos como el puño, fabricados por las monjas del CarmenDescalzo de Daroca. El más obsequiado era don Pablo á causa de susaugurios, que él consideraba dignos de grabarse en bronces y pintarse entablas. Entusiasmado por la generosidad con que pagaban sus trabajosastronómicos, compuso una décima en que llamaba á los Orejones protectores de la ciencia

.

El niño crecía. Inútil es decir que durante su infancia parecíanadquirir fundamento las esperanzas de sus padres. ¡Qué precocidad! Todolo que el niño hacía era prodigioso nunca visto ni oído. Abría la bocapara articular una sílaba: ya había dicho una sentencia. ¿Pedía la teta?Aquello era, según la opinión del astrólogo, un incomprensible aforismo.Pasaban dos, cuatro y seis años, y con la edad crecía la fama del jovenOrejoncito.

¿Sabe usted lo que he visto, señora Nicolasa?—decía el farmacéuticoun día con cierto tono de misterio que asustó á la buena mujer.

—¿Qué hay, señor don Pablo Bragas?

—Que Elisico estaba ayer jugando con unas gallinas, y les pegaba á lospollos con una caña, que á ser manejada por más fuertes manos, no lesdejara con vida. "Muchacho, le dije: ¿por qué castigas á esosanimalejos?" "Porque son pollos, contestó, y los quiero matar."—"¿Y quéte han hecho, verduguillo."—"Les estoy mandando que digan

pío

, y noquieren." Vea, usted, señora doña Nicolasa, vea usted. Esto está fuerade lo común, por la sentencia y el gran tuétano que encierra:

Quiapulii sunt

. Lo mismo dijo el Dialéctico cuando zurraba á losjansenistas: Quia, heretici sunt!

Doña Nicolasa Paredes, dicho sea en honor de la verdad, no comprendíamuy bien el tuétano

que encerraban las palabras de su hijo; peroagradecida á las cariñosas profecías de don Pablo Bragas, tendió unmantel y puso delante del amigo una taza de sopas en caldo gordo, quedarían rabia á un teatino.

Elías creció mas, y siguiendo la discreta opinión de un lector delconvento de dominicos de Tarazona, que fué á predicar á Ateca el día dela Patrona del pueblo, le mandaron á estudiar humanidades con los padresde dicho convento. Ya tenía doce años; allí creció su reputación, y ápoco fué tan gran latino, que ni Polibio, ni Eusebio, ni Casiodoro se leigualaran.

Tenía quince años cuando se celebró un consejo de familia para resolversi se le mandaba al Seminario de Tudela ó á la Universidad de Alcalá;pero al fin fueron tantas y de tanto peso las razonas de don PabloBragas en favor de la Complutense, que se adoptó su dictamen. Elprodigio de la Naturaleza fué puesto sobre un macho, en compañía da unasalforjas que encerraban algunas, tortas y dos azumbres de vino, ydespués de algunos lloriqueos de doña Nicolás y de algunos dísticos queensartó el de los astros, Elías partió en dirección de la patria delinmortal Cervantes, adonde llegó en cuatro días: de viaje.

Entonces doña Nicolasa tuvo una hija. Ningún trastorno sufrió la Naturaleza en su nacimiento.

Elías estudió en Alcalá cánones y teología. Durante sus estudios, enque mostró grande aplicación, los maestros no cesaron de poner en lasmismas nubes al que tanto honraba la ilustre estirpe de los Orejones.Unos esperaban en él un Luis Vives, otros un Escobar, cuál un Sánchez,cuál un Vázquez ó un Arias Montano. Y efectivamente, el joven eraaplicado. Pasábase las noches en vela, devorando á Eusebio, á Cavalarioy á Grotius. Atarugábase con enormes raciones diarias del libro Delocis teologices,

y cuando iba á clase descollaba entre todos.Entonces principiaron á marcarse los rasgos fundamentales de sucarácter, el cual consistía en orgullo muy grande, unido á gransequedad de trato y á rigidez de maneras, por lo cual sus compañeros nole tenían ningún cariño.

Pero su reputación de sabio era general. Fué á su pueblo, y al entrar enél lo primero que vió fué la venerable efigie de don Pablo Bragas, quele saludó con un pomposo arqueo de cintura. Junto á él estaban elalcalde, el cura y lo más notable de Ateca, incluso el herrador. Bragassacó un papel del bolsillo y leyó un discurso, mitad en latín y mitad encastellano, que aplaudieron todos menos el obsequiado. En la casa leesperaban la señora Nicolasa, que se estaba poniendo vieja, y Orejón senior,

que se conservaba muy fuerte. Su pequeña hermana era ya unamuchacha; pero la pobre más fama tenía de traviesa que de sabía. Hubouna pequeña fiestecilla de confianza con abundancia de bollos, de loscuales la mitad (sea dicho en honor de la imparcialidad) fueronconsumidos por don Pablo Bragas.

En el pueblo continuó Elías consagrado al estudio. Su sequedad aumentó, y se determinó más su orgullo; pero los padres no notaban tal cosa, y estaban amartelados con el joven. Si alguna vez los ofendía momentáneamente la rigidez de su trato, contentábanse luego con oír de boca de Bragas un panegírico, cuyo epílogo era siempre tazón de chocolate ó magra de gran calibre.

Elías tenía treinta años cuando marchó á la Corte. No sabemos si él, altomar esta determinación, soñó con adquirir la gloria que los astros,por boca de un sabio, habían anunciado. El, sin duda, tenía dispuestoalgún plan. Al llegar á Madrid trabó relaciones muy íntimas con losPadres del convento de Trinitarios, que eran sabios como unos templos.Hizo asimismo estrechas relaciones con un señor de la noblezaperteneciente á la casa ilustre de los Porreños y Venegas, marqueses dela Jarandilla; y tomó tal afición á esta familia, que la sirviófielmente en la prosperidad, y fué su mayordomo, aun después de la ruinade la casa, acontecida al fin de la guerra. Al estallar ésta en 1808,Elías dejó sus costumbres sedentarias, sus Pandectas, su Digesto y susDacretales, para militar en las filas de Echevarri y el Empecinado;hizo con el primero toda la campaña de Navarra, y organizó una porciónde somatenes en Castilla al pasar Napoleón de vuelta de Madrid.

Concluida la guerra, pasó por su pueblo: su padre había muerto; suhermana era ya mujer y se había casado con un pariente labrador; sumadre estaba tullida y enferma. Bragas había perdido su buen humor y suafición á los astros; pero no su amor á Elisico, ni el convencimientoprofundo de que dos naciones se unirían contra él, y que él lasvencería á las dos

.

En Ateca supo el incremento que tomaba el partido constitucional y elentusiasmo con que en toda la Península era mirada la Asamblea de Cádiz.Advirtamos que Elías detestaba de muerte á los constitucionales. Aquelhombre, que desde que tuvo uso de razón no vivió sino con lainteligencia, ni en su juventud experimentó los naturales sentimientosde amistad y afecto, estaba á los cuarenta años enardecido con unafuerte y violentísima pasión. Esta pasión era el amor al despotismo, elodio á toda tolerancia, á toda libertad; era un realista furibundo,atroz, y su fanatismo llegaba hasta hacerle capaz de la mayorabnegación, del sacrificio, del martirio. Su carácter era apasionado pornaturaleza, aunque los asiduos estudios le habían comprimido ydesfigurado. Pero al llegar á aquella época, en que era imposible á todoespañol apartar la vista del gran problema que se trataba de resolver,la escondida vehemencia de sentimientos de Elías se manifestó, y no enforma de amor, ni de avaricia, ni de ambición: se manifestó en forma depasión política, de adhesión frenética á un sistema y odio profundo alcontrario.

Como consecuencia de esta evolución de su carácter, se desarrollaron enél una fuerza de voluntad y una energía tales, que le hubieran llevado álos más grandes hechos, á tener ocasión para ello. Su inteligencia, queera muy perspicaz y cultivada del modo que hemos dicho, prestaba másfuerza á aquel sentimiento exagerado; y el consorcio extraño de susfacultades intelectuales con su gran pasión, unido á su trato indomable,hacía de él uno de esos seres monstruosos, que la observaciónsuperficial califica ligeramente de este modo: un loco.

Hundido el sistema constitucional en 1814, Elías fué feliz; pero no poreso vivió tranquilo, porque comenzó á tomar parte en la vida activa dela política, que es en todas ocasiones una vida poco agradable. Trabóamistad con el duque de Alagón, individuo de la odiosa camarilla;entraba en los conciliábulos de Palacio, y se

honró

con la amistad deaquel príncipe que deshonró á su patria. Entonces tomaba parte en lossordos manejos de aquella corte infame.

Pero vino el año 20, y nuestro personaje entró en el período de rabiacrónica, de desorden moral y frenética tenacidad en que le hemosconocido. Ya sabemos poco más ó menos cómo vivía: su actividad habíaredoblado, y conspiraba con una constancia de que no se ha vistoejemplo. En relaciones secretas con la corte, procuraba organizar unareacción, y todos los medios se adoptaban si conducían al fin deseado.Iba á los clubs, atizaba alborotos, frecuentaba las reuniones derealistas y aun de los liberales. Todo lo averiguaba y lo aprovechabatodo. Pero ya sonaban públicamente algunas acusaciones contra él; ya sedecía que había pertenecido á la camarilla: ya se le indicaba comoconspirador, y más de una vez se vió amenazado por gentes que pretendíanconocerle ó le conocían en efecto.

Todos los que le conocían de vista en los círculos patrióticos lellamaban Coletilla

, apodo elaborado en la barbería de Calleja, algunosdías después del famoso aditamento que puso el Rey al discurso de laCorona. Aquel apéndice literario, que tan mal efecto produjo, eradesignado en el pueblo con la palabra

Coletilla

. La idea de que Elíasera amigo del Rey, unió en la mente del pueblo la persona del fanático yaquella palabra: los nombres que el pueblo graba en la frente de unindividuo con su sello de fuego, no se borran nunca. Así es que Elías sellamaba así, para todo el mundo.

Sus pocos amigos únicamente se cuidaban bien de nombrarle así.

Concluiremos consagrando un recuerdo á uno de los principales héroes deeste capítulo. Nuestro amigo don Pablo Bragas murió en Ateca á losnoventa y un años de edad, de calenturas gástricas, debidas al dobleefecto de un hartazgo de salpicón y de un constipado que cogióexaminando la conjunción de Arcturus con Marte en una noche de Enero.

Desde entonces la astronomía está en Ateca en lastimosa decadencia.

CAPÍTULO V

#La compañera de Coletilla#.

En Diciembre de 1808 militaba Elías, como hemos dicho, en una partidaque había levantado en Segovia el Empecinado. Tuvieron variosencuentros con los franceses, hasta que Soult, que salió en persecuciónde Moore, encontró á los guerrilleros y les hizo retroceder haciaValladolid; de allí siguieron avanzando hacia el Norte y llegaron hastaAstorga. Elías se quedó en Sahagún con unos cuantos hombres, dispuestosá organizar allí una partida considerable que hostilizara á Ney en susalida de Galicia.

En Sahagún había un coronel segoviano que, habiéndose casado allí, vivíaretirado del servicio militar. Era hombre de elevado carácter, de muchocorazón y de bien cultivada inteligencia; había sido muy rico, perodeparóle el cielo ó el infierno una esposa que ni de encargo hubierasalido tan díscola, intratable y antojadiza. El pobre militar hacíacuanto era imaginable para dominar el carácter de aquel basilisco, enquien parecían haberse reunido todas las malas cualidades que lanaturaleza suele emplear en la elaboración de las mujeres. Empezó porhacerse excesivamente devota, y tal era su mojigatería, que abandonaba ásu marido y su casa para pasarse todo el santo día entre monjas, padresgraves, cofrades, penitentes, sin ocuparse más que de rosarios,escapularios, letanías, horas, antífona y cabildeos. Vivía entre elconfesonario, el locutorio, la celda y la sacristía, hecha un santo depalo, con el cuello torcido, la mirada en el suelo, avinagrado el gesto,y la voz siempre clueca y comprimida.

En los pocos momentos que pasaba en su casa era intratable. En todocuanto decía su pobre marido encontraba ella pensamientos pecaminosos;todas las acciones de él eran mundanas: le quemaba los libros, le sacabael dinero para obras pías, le llenaba la casa de padres misioneros,teatinos y premostratenses; y en cuanto se hablaba do conciencia y depecados, empezaba á mentar los de todo el mundo, sacando á lapublicidad de una tertulia frailuna la vida y milagros del vecindario,para condenarla como escandalosa y corruptora de las buenas costumbres.En tocando á este punto le daban arrebatos de santa cólera, y entoncesno se la podía aguantar.

Pero de repente la insoportable beata se volvió del revés; el fondo desu carácter era una volubilidad extremada. Cambiando repentinamente,adoptó un género de vida muy mundano: se salía de capa y se andaba poresos mundos dando zancajos con el pretexto de que tenía una fuerteafección moral y necesitaba distracción. Acompañábala algún militarjoven ó algún abate verde. Su marido, viendo que era imposible detenerlaen casa, tuvo que consentir en aquella vida voladera; que si bien lecostaba una parte de su fortuna, le libraba por algún tiempo de lasimpertinencias de aquel demonio.

La tercera metamorfosis de doña Clara fué peor. Le dió por ponerseenferma, y entonces no había malestar, ni dolencia, ni afección crónica,ni ataque agudo que no viniera á afligir su cuerpo. Agotó todos losungüentos, específicos y tisanas; puso sobre un pie á todos losboticarios, curanderos, médicos y protomédicos, y visitó todos los bañosminerales de España, desde Ledesma á Paracuellos, desde Lanjarón áFitero. Lo único que parecía aliviarla era el circunstanciado relato desus males que hacía á todos los teatinos, franciscanos, mínimos ypremostratenses, con quienes volvió á entibiar místicas relaciones.

Chacón, su pobre esposo, cogía el cielo con las manos, y aun llegó áaplicarle el eficaz cauterio de unos cuantos palos, que no produjeronotro efecto que recrudecer la feroz impertinencia de aquel enemigo.

Al mismo tiempo la fortuna del matrimonio tocaba á su término, y eldesventurado marido temblaba al considerar qué sería en lo porvenir desu pobre hija, entonces de cinco años de edad. La devota, la enfermahabía tenido, antes de ser enferma y devota, una niña que se llamabaClara, como ella, único fruto de aquel malaventurado matrimonio.

Doña Clara se curó cuando lo tuvo por conveniente, y se entregó de nuevoá las cosas de la Iglesia, tomándolo tan á pechos que no había día enque no se mortificase con disciplinazos, que se oían desde la calle.Estábase de rodillas y en cruz una hora seguida; cuando empezaba ácontar los éxtasis que le daban

y las visiones que

tenía,

era elcuento de las cabras de Sancho. El esposo pedía á Dios que le librarade aquel infierno vivo. Doña Clara no amaba á su hija ni á su esposo, yéste que la había amado mucho, concluyó por aborrecerla.

Al fin

la Chacona

(así la llamaban en el pueblo) dejó otra vez lavida devota, y de la noche á la mañana se marchó á Portugal á

tomaraires

. Felizmente Dios la iluminó, y de Portugal se fué al Brasilcon unos misioneros. No se supo más de ella. El pundonoroso y lealesposo respiró: estaba libre, pero pobre, enteramente pobre sin otracosa que un sueldo mezquino; tranquilo en cuanto á lo presente, peroinquieto siempre que pensaba en aquella niña infeliz que iba á quedaren la miseria.

En la mitad de Diciembre de 1808 todo el pueblo de Sahagún salió alcamino real lleno de curiosidad. El emperador Napoleón I pasaba por allípara dirigirse á Astorga en persecución de los ingleses. Llegó alpueblo, descansó dos horas, y siguió su camino, seguido de una granparte del ejército que ocupaba á España. Cuando los franceses, guiadospor Napoleón, estuvieron lejos, Sahagún se atumultuó; tomaron las armastodos los jóvenes, y mandados por Elías y el cura de Carrión, sedisponían á pelear con unos regimientos franceses, que al día siguientehabían de pasar por allí para unirse al cuerpo del ejército.

Aquella tarde Chacón abrazaba y besaba tiernamente á su hija, que, alver llorar á su padre, lloraba también sin saber porqué. El coroneltenía un proyecto, el único que podía darle alguna esperanza de aseguraren lo futuro el bienestar de Clara. Había resuelto entrar en campaña,avanzar en su carrera y seguir á la nación en aquella crisis, seguro deque le pagaría sus servicios. Escribió al Empecinado pidiéndole órdenes,y éste le contestó que se pusiera al frente de los 500 hombres deSahagún, y procurase batir á los regimientos franceses que iban á unirsecon Napoleón en Astorga. El bravo militar, aclamado jefe de la partidaque Elías y el cura de Carrión organizaron, salió aquella noche, dejandoá su hija en poder de dos antiguas criadas. Situáronse á un cuarto delegua del pueblo, y al amanecer del siguiente día se vieron brillar á lolejos las bayonetas de los franceses. La guerrilla les hostilizó confuegos esparcidos: al principio, los franceses vacilaron con lasorpresa; mas repuestos un poco, atacaron á los nuestros. El combate fuéencarnizado. Elías