La Desheredada by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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Capítulo VIII

Don José y su familia

—I—

A la mano se viene ahora, reclamando su puesto, una de las principalesfiguras de esta historia de verdad y análisis.

Reconoced al punto eloriginal del retrato exacto y breve trazado con tanta destreza porIsidora. El bigotito de cabello de ángel, de un dorado claro y húmedo;los ojos como dos uvas, blandos y amorosos; la cara arrebolada, fresca yrisueña, con dos pómulos teñidos de color rosa, marchita; el mirarcomplaciente, la actitud complaciente, y todo él labrado en la pastamisma de la complacencia (barro humano, del cual no hace ya mucho uso elCreador), formaban aquel conjunto de inutilidad y dulzura, aquelramillete de confitería, que llevaba entre los hombres el letrero deJosé de Relimpio y Sastre, natural de Muchamiel, provincia de Alicante.Rematemos este retrato con dos brochazos. Era el hombre mejor del mundo.Era un hombre que no servía para nada.

Tenía sesenta años. Procedía de honrada y decentísima familia. Habíasido militar en sus mocedades; pero, por no servir para la milicia,viose forzado a dejar la pesadez y estruendo de las armas. Había sidoempleado en Rentas, pero cumplía tan mal y se tomaba tan largasvacaciones, que le despidieron de la oficina. Fue contador de un teatro,y se arruinó la empresa. Fue asociado de un contratista de fielatos, ypor razón de su maldita amabilidad, la parte mayor de las vituallasentraban sin pagar. Fue marido de D.ª

Laura, y gastó el reducidopatrimonio de esta en varias suertes de amabilidades.

Doña Laura, mujer de áspera naturaleza, agriada por la vejez y por elcansancio de aquella vida de tentativas penosas y sin fruto, le decíacon dramático acento:

«Hombre inútil, hombre—muñeco. El día en que me casé contigo debió elSeñor haberme llevado de este mundo.

¿Para qué sirves tú, como no seapara comer?

—Soy tenedor de libros»—respondía D. José, satisfecho de una razón que,a su juicio, excusaba todas las demás razones; y consideraba para sícuán lejos está de la mente del vulgo aquel precioso arte o ciencia enque era maestro.

Bien por su larga permanencia en oficinas, bien porquese dedicó resueltamente a ello, lo cierto era que D. José conocía laPartida Doble como conoció Newton las Matemáticas

y

Colón

la

Náutica.Hay

afinidades

verdaderamente extrañas entre el espíritu humano y losdistintos modos del saber, y aquel que por su organización parece noprendarse de las cosas ideales y halagüeñas, encuentra en las aridecesde la Contabilidad los mayores

encantos.

Habiendo

dominado

esta

ciencia,emprendió el escribir un tratado de ella en sus ratos de ocio, que eranlos más del año, y si no lo dejara a la mitad, habría sido un monumentode la humana sapiencia.

Sobre

cada

parte

de

la

Teneduría

tenía

escritossubstanciosos tratados, y era de ver con qué inspirada sagacidadexplicaba la Banca en comisión, las Cuentas de Resaca, la Gruesaventura a cobrar, las Fianzas y Avales, los Depósitos y Mercaderías. Suspendió el trabajo al llegar a ocuparse del preciosotema de Mi cuenta, Su cuenta y Cuenta común, y es lástima que entan interesante punto lo suspendiese.

Lo extraño era que siendo D. José poseedor de los más escondidossecretos de la Contabilidad, no tuviera nada que contar. El movimientode sus fondos y el manejo de la casa no merecían que se emplease enellos una gota de tinta; pero D. José, que tratándose de hacer númerosiba siempre más allá de las necesidades, tenía en su cuarto el libro Mayor, el Diario, el Diario provisional, el Mayor de mercancías,el de Caja, el de Cuentas corrientes, el de Efectos a cobrar, elde Facturas, y otros voluminosos mamotretos, en cuyas hojas ponía másnúmeros que arenas tiene el mar, sin que la familia supiese quésustancia sacaba de ello.

Pero lo que más a D.ª Laura enfurecía era que, con ser viejo y cascado,se mirase tanto al espejo. En efecto; además de que en su cuarto, asolas, se pasaba las horas muertas mirándose, no entraba en pieza algunadonde hubiese un espejillo sin que, ya con disimulo, ya sin él, seechase una visual para examinar su empaque, y atusarse después elbigote, o poner mano en los contados cabellos que venían flébiles ypegajosos, desde la nuca, a tapar el gran claro de la coronilla.

«Eso es, mírate bien—le decía D.ª Laura—, para que no te olvides de esacara preciosa. ¡Lástima que no vengan los pintores a sacar tu figura degorrión mojado!».

Don José se reía con esto. ¡Era tan bueno!... Si la miel es condición ysubstancia precisa en la naturaleza del hombre, aquel era, más quehombre, un merengue andando. Riendo decía a su cara consorte:

«No todos tenemos la suerte de conservarnos como tú, que estás tanhermosa y frescachona como cuando te conocí.

—Calla, Sardanápalo.

—La verdad por delante. Todavía, todavía... Vamos, que alguien daría unresbalón.

—Quita, quita—clamaba la señora con expresión de asco—. ¿Me tomas poresas...?».

Don José había sido un galanteador de primera. No lo podía remediar:estaba en su naturaleza, en su doble condición de tenedor de libros y degalán joven, y así, ya casado y viejo, no veía mujer bonita en la callesin que la siguiera y aun se propasase a decirle alguna palabreja.

Entresus amigos, solía llevar la conversación desde los temas trillados a losmotivos de amor y aventuras; y todo se volvía almíbar, hablando de piespequeños, de tal pantorrilla hermosa, vista al subir de un coche, de unamirada, de un gesto. Las aventuras no pasaban generalmente de aquí yeran pura charla, porque su timidez le ponía grillos para pasar a cosasmayores.

Pero aun en aquellos días de vejez y decadencia, cuando salía a tomar elsol, embozado en su raída capita, iba a los lugares más concurridos demuchachas guapas. Si topaba con alguna que fuese sola, se aventuraba aseguirla con su paso vacilante, sin malicia, sólo por rutina deloficio, como solía decir; y siempre que en sitio y ocasión deapreturas, como parada militar y procesión de Corpus, se hallaba encontacto inmediato con alguna beldad, el alma se le salía a los labios,toda acaramelada y jaleosa, para decir: «¡Cómo me gusta usted,señora!... ¡Vaya una real moza!... Dichoso el mortal que tal posee».

Este libertino platónico era tío de Isidora en tercer grado, por serprimo segundo de Tomás Rufete; y además la había sacado de pila. Lahabía visto nacer y crecer, y desde aquellos tiempos había profetizado,con la seguridad de un conocedor profundo en teneduría de destinoshumanos, que la niña sería una hermosa mujer, quizás elegante y famosadama. ¡Cuánto se alegró de volver a verla ya crecida, y cuántocompadeció sus desgracias, y con qué puro interés se ofreció a ella paraservirla en todo lo que hubiese menester!

La familia Relimpio vivía pobremente, porque D. José, con ser tanmaestro en números, no había sacado de ellos ninguna sustancia. DoñaLaura conservaba una casa y una viña en Dolores, que le daban mil realesal año. Las niñas trabajaban para las camiserías. Tenían máquina, ycosiendo noche y día, velando mucho y quedándose sin vista, allegaban decinco a siete reales diarios. Melchor, el varón, no había llevado hastaentonces un solo céntimo a la casa, como no fuera el caudal inmenso deilusiones y proyectos; pero la familia fundaba en él grandes esperanzas.Melchor, recién salido del vientre de la madre Universidad, tan desnudode saber como vestido de presunción, había de ser pronto un personaje,una notabilidad. ¿No lo eran otros?

Este era un punto inconcuso, elaxioma de la familia, pues no hay familia que no tenga algún axioma.

Para pagar con desahogo la casa, la familia tenía que ceder un gabinetea caballero decente, sacerdote, o señora viuda sin hijos. Durante tresaños proporcionáronle este alivio distintos sujetos. Vacó dos meses elgabinete, hasta que vino Isidora, y con ella los cuatro reales diarios,y a más los ocho de la comida. Sin este refuerzo la hacienda de Relimpiose habría resentido bastante.

Pero las cosas vienen según Dios quiere, y no según nuestro gusto yconveniencia, y Dios quiso que a Isidora se le acabase el dinero, paralo cual le inspiró aquel desordenado apetito de compras, antesmencionado. Él se sabría los motivos de esto. Doña Laura, que gustaba demeterse a descifrar los designios del Ordenador de todas las cosas,decía que este le había mandado a Isidora, como una plaga de Egipto,para probar su paciencia.

En suma, la de Rufete se quedó sin un cuarto, y su tío el Canónigomostraba la mayor pachorra del mundo para enviarle fondos. ¡Ay!, esagente de provincias cree que una onza es un millón. ¡Un mes llevaba lapobre de grandes apuros, haciendo diligencias inútiles en pro de suhermano, que en la cárcel seguía, y privada de todo, viendo tantas cosasbonitas

sin

poder

comprarlas!

Cumplido

el

vencimiento del hospedaje, nosólo no pudo pagar el dinero del gabinete ni los ocho reales de lacomida, sino que, por añadidura, tuvo que pedir prestada cierta cantidada D.ª

Laura. Diósela esta con el gesto menos gracioso que se puedeimaginar; pero la esperanza de un nuevo envío del Canónigo, a todosconsolaba. Remolón era el buen señor, y transcurrió otro mes sin queentrase por las puertas la ansiada libranza. Áspera y recelosa D.ªLaura, invitó a Isidora a trabajar con espaciosos argumentos. ¿No teníamanos? ¿No sabía coser? ¿No trabajaban como negras aquellas dosseñoritas decentes, Emilia y Leonor?

Isidora era hábil en la costura y en prepararla, pero no sabía manejarla máquina. En esto era consumada maestra Emilia, la más inteligente ytrabajadora de las dos hermanas. Había llegado a amar la máquina como sequiere a un animal querido; conocía los secretos de su maravillosoartificio, y había hecho de este un esclavo sumiso. Semanalmente laengrasaba con cariño, la recorría con interés fraternal, para ver sialguna parte o miembro de ella necesitaba reparación, y todos los díascosía en ella con presteza increíble. Cuando llegaba la hora del reposola cubría y la abrigaba bien para que no le cayese polvo. Entre las doscostureras, una de hierro y otra de carne, hacían los pespuntes máspreciosos, largos o menudos, según fuera menester. Además de esto,Emilia, a quien inspiraba sin duda el espíritu venturoso de Elías Howe,dominaba los mecanismos

auxiliares

para

hacer

dobladillos,

enjaretar,marcar y coser bastillas.

Don José conocía regularmente la máquina (que era la Canadiense deRaymond) y sabía prepararla; pero aunque sus hijas y su mujer leapremiaban a todas horas para que cosiese y las ayudase, él no se daba apartido, bien porque le parecía impropio de varón aquel trabajo, bienporque creyera (y esto es lo más probable) que una cuenta bien llevadaaprovechaba a la familia más que todas las costuras del mundo. A él queno le sacaran de apuntar números, de leer La Correspondencia, hacercigarrillos y charlar. Todo lo demás era ocupación denigrante. Una nochede verano, sin embargo, en que estaba toda la familia reunida en elcomedor, como de costumbre, D. José empezó a mover la máquina.

«Papá—le dijo Emilia—, ya que no nos ayuda usted, al menos enseñe acoser a Isidora».

Don José quería tanto a su ahijada y gustaba tanto de verse próximo aella, que aceptó gozoso. Las primeras explicaciones tuvieron poco éxito.Isidora no podía comprender aquel endiablado mete y saca de hilosuperior, que por tantos agujerillos tiene que pasar hasta que lo cogeen su horadado pico la aguja, y empieza, debajo de la placa, la rápidaesgrima con el hilo interior. Se atacan con encarnizamiento, se cruzan,se enlazan, se anudan y se retiran tiesos, para volver a embestirsedespués que pasa una vigésima parte de segundo.

¡Lástima que Isidora no tuviera su espíritu aquella noche en disposiciónde atender a las sabias enseñanzas de su padrino! Estaba aburridísima.Habían pasado tres meses sin que su situación variara sensiblemente. ElCanónigo la había mandado fondos; mas eran tan escasos que, cubiertasalgunas atenciones perentorias, volvieron las escaseces y apuros.Mariano continuaba en la cárcel, y la causa seguía adelante. El interésque el público y la prensa habían mostrado por aquel grave suceso,quitaba toda esperanza de arreglarlo satisfactoriamente. A estos motivosde pena añadía la de Rufete el ningún adelanto que en tantos días habíatenido el principal y más interesante negocio de su vida, con más otrascuitas, sobre las cuales, por tenerlas ella como en delicado secreto, nonos atrevemos a aventurar palabra alguna. Tan distraída estaba, de talmodo se le escapaba el pensamiento para entregarse a su viciosa maña dereproducir escenas y hechos pasados, presentes y futuros, el habla yfigura de distintas personas, que no atendía a la lección más que conlos ojos y con un mutismo respetuoso que Relimpio tomaba por la mejorforma de atención posible.

Empezaba el verano. El comedor, expuesto al Poniente, estaba caldeadocomo un horno. Emilia y Leonor hilvanaban junto a la mesa, ya despojadade manteles, a ratos silenciosas, a ratos charlando por lo bajo sobrecosas que las hacían reír. Doña Laura había abierto la ventana que dabaa un denegrido patio, por donde subía el vaho infecto de una cuadra decaballos de lujo instalada en el fondo de él; y acomodándose en unsólido sillón que, como señora gruesa, tenía para su exclusivo uso, sequedó dormida. En la misma mesa y en el lado opuesto al ocupado por lasdos hermanas, tenía Relimpio máquina y discípula, y sobre aquel círculoamoroso de confianza y trabajo derramaba una colgada lámpara su medialuz, tan pobre y triste, que los que de ella se servían no cesaban derecriminarla, achacando su falta de claridad a la escasez de petróleo, ala falta de mecha, o bien a lo mal que la preparara la moza. Todo eradarle a la llave para subir la mecha, con lo cual se ahumaba el tubo, opara bajarla, con lo que se quedaban todos de un mismo color. Pero sinacobardarse por la pestilencia del petróleo ni por la penumbra de suavara luz, seguían trabajando aquellas pobres chicas, sometidas a la leyde la necesidad, que obliga a comprar el pan de hoy con los ojos demañana.

«Ahora voy a enseñarte a llenar una canilla—decía D.

José—. ¿Ves estecarretillo de acero que saco de la lanzadera? Pues hay que llenarlo dehilo, para lo cual se pone aquí, y con el mismo volante de la máquina sele hace dar vueltas y...».

Isidora fijaba los ojos en la operación; pero ¡cuán lejos andaba supensamiento!

«¡Qué triste vida!—decía para sí—. La deshonra que ha echado Marianosobre mí me impide reclamar por ahora nuestros derechos... Parece queDios me desampara... Una persona me demostró interés. ¿Por qué no vienea verme ya? ¿Qué ha pasado? ¿Qué piensa de mí?...».

«Ahora, ya que tenemos la canilla bien repleta de hilo la metemos en lalanzadera. Ajajá. Fíjate bien en la maña con que hay que ponerla. Pif,ya está. Ahora viene lo más delicado. De esto depende el coser bien o elcoser mal.

Atiende, hija; pon aquí tus cinco sentidos. Hay que pasar lapunta del hilo por estos agujeritos, ¿ves?

—Será preciso que yo le escriba. ¿No me recomendó mi tío a él y a supadre?... Pues le escribiré. Así no puedo vivir.

¡Qué triste es elverano en esta tierra! Toda la gente elegante se va, y yo me quedo sola,sin amigos, sin amparo...

—Cojo la punta del hilo, sacándola por la izquierda de la canilla, lameto con mucho cuidado por el primer agujero, pif, ya está. Mira...Ahora mi señor hilo tiene que meterse por el segundo agujero, pif. Muybien, y después allá va por el tercero. En seguida..., que no se teolvide esta particularidad..., el hilo pasa por debajo de la uncella, yya está. Ahora pongo mi canillita en su puesto, enganchó el hilo deabajo con el de arriba, para lo cual hasta dar una vuelta, y... adelantecon los faroles. Niñas, tela.

—Hace cerca de veinte días que no viene a verme. ¿Se habrá ido averanear sin despedirse de mí?... ¿Creerá que soy una impostora?... Estaidea me mata.

—Ahora, bajo mi pisatela, acorto el punto, dándole una vuelta altornillo..., atiende bien..., y después de aflojar un poco el hilosuperior, empiezo. Anda, maquinita, que a casa vas...

—¡Qué idea me ocurre! Iré a su casa... No, eso no debe ser... Leescribiré con cualquier pretexto... Quizás no sea preciso... El corazónme dice que vendrá mañana... ¡Oh!

Dios de mi vida, si viniera...».

—II—

Doña Laura dio varias cabezadas, y entre dormida y despierta, exclamócon ira: «Siempre mirándote al espejo».

«Mujer—dijo, riendo D. José sin dejar su obra—. Si no me miro al espejo,si estoy cosiendo...».

Las niñas sonreían. Algo azarada D.ª Laura despertaba del todo, y decía:«No, no estaba dormida. Yo sé lo que me digo».

Había en el comedor un reloj de pared que era el Matusalén de losrelojes. Su mecanismo tenía, al andar, son parecido a choque de huesos obaile de esqueletos. Su péndulo descubierto parecía no tener otra misiónque ahuyentar las moscas, que acudían a posarse en las pesas.

Su muestraamarilla se decoraba con pintada guirnalda de peras y manzanas. Derepente, cuando más descuidada estaba la familia, dejó oír un rumoramenazante. Allí dentro iba a pasar algo tremendo. Pero tantafanfarronería de ásperas ruedas se redujo a dar la hora. Sonaron oncegolpes de cencerro.

Doña Laura se levantó y las niñas dejaron la costura. La criada tomó eldinero de la compra. Isidora desapareció, mientras Emilia guardaba lamáquina. Don José tenía la costumbre de acostarse una hora más tarde quesu señora y niñas,

y

esa

hora

la

empleaba

en

leer

La

Correspondencia,deleite sin el cual no podía pasar, y después de hacer cigarrillos depapel, valiéndose de un aparato conocido, cilindro de madera lleno deagujeritos, donde se introduce el papel liado, y se cargan y atascandespués de picadura. Echose al cuerpo el periódico, leyendo conextremada atención las conferencias de hombres políticos, y repasando alfin los muertos y los anuncios. Luego, mientras atarugaba la máquina depitillos, meditaba sobre los sucesos del día y sobre política general.No carecía de convicciones arraigadas en materia de gobernación delreino. Declarábase enemigo de todos los partidos; sostenía que losespañoles debían unirse para bien de la patria, y entonces se acabaríanlas trapisondas y las revoluciones. Sentía por las glorias de su patriaun entusiasmo ardiente. Tres cosas le indignaban: 1.ª Que los inglesesno nos devolvieran Gibraltar. 2.ª Que los ministros tuvieran treinta milreales de cesantía. 3.ª Que no se hubiera levantado un monumento aMéndez Núñez. En aquellos tiempos, el repertorio de sus ideas se habíaenriquecido con una, muy firme, que no cesaba de manifestar en todas lasocasiones. «Nada, nada—decía—; este D. Amadeo es una persona decente».

Cuando el reloj dio las doce, retirose D. José, dejando LaCorrespondencia sobre la mesa, para que la leyera Melchor, que entrabasiempre alrededor de las dos. Mucho sorprendió a Relimpio, cuando seacercó al lecho conyugal, ver a su cara mitad todavía despierta.

«¿Estás en vela, chica?—le dijo quitándose su gorrete—.

Acabo de leer elperiódico... ¡Qué cosas pasan! ¡Cómo marean a ese pobre señor! Yo sigoen mis trece; sostengo que D. Amadeo es una persona decente.

—Déjame en paz. ¡Contenta me tienes! Estoy desvelada pensando en esa...Valiente mocosa se nos ha posado encima.

—Quia, quia, mujer. Es una huérfana...

—¿Es mi casa hospicio? Nos va a arruinar esa... Dios me perdone el maljuicio; pero creo que acabará mal tu dichosa ahijadita. No le gustatrabajar, no hace más que emperifollarse, escribir cartas, pasear ylavarse. Eso sí; más agua gasta ella en un día que toda la familia entres meses.

—Quia, quia. Déjala que se lave. Pues también trabaja.

Esta noche hatomado con tanta atención y empeño la lección de costura, que dentro depoco coserá en máquina mejor que yo.

—Eres bobo, Relimpio. Esa chica tendrá mal fin. ¡Y qué humos, benditoDios, qué pretensiones! ¡Y qué morros nos pone a veces, después que laestamos manteniendo! Hay que echarle memoriales algunos días parapoderle hablar.

—Es una huérfana. ¿Crees tú que el Canónigo la desamparará? No, yo no locreo.

—Fíate del Canónigo y no corras. Lo más gracioso..., no sé cómo me río,es que ella está echando chispas de rabia porque no puede gastar enbicocas... Vamos, que si esta tuviera dinero, gastaría un lujo asiático,y tendría lacayos colorados como ese Rey...

—El cual, la verdad por delante, es la persona más decente...

—¡Ay, Isidorita, Isidorita!, me parece que usted es una buena pieza, yel día menos pensado la voy a plantar a usted en la calle.

—¡Laura!—exclamó tímidamente D. José, ya acostado.

—Quita, quita. Fuera moscones. No nos faltara quien ayude a pagar elalquiler. No quiero líos en mi casa.

—¿Líos...? ¡Quia!

—Líos, sí; ¿pues qué quieren decir las visitas del marqués de Saldeoro?¿Sabes quién es ese danzante?

—Una persona decentísima, un caballero, un joven...—

murmuró Relimpioaletargándose.

—Sea lo que quiera, esas visitas me apestan. No es mi casa para estascosas, señorita doña Isidora. Tú, Relimpio, como eres tan alma de Dios,no te fijas; yo sí. Ese marquesito, o lo que sea, vino aquí un día yestuvo de visita con ella un cuarto de hora. Volvió a la semanasiguiente, y la encerrona fue más larga, ¿te enteras? Después siguióviniendo cada tres o cuatro días. ¡Oh, cómo se le conoce en la cara aesa berganta, cuando le espera, cuando tarda, cuando no ha de venir! Túeres un simple y no ves nada. Yo me he puesto detrás de la puerta aescucharles, y les he sentido charlar muy animados, sumamente animados;pero no he podido entenderles una sola palabra.

Les he oído reír, sí,reír mucho, pero ¿de qué...? Aquí hay algo, Relimpio; aquí hay algo».

Don José, que ya estaba, si no enteramente dormido, a punto de llegar aestarlo, murmuró claramente estas dulces palabras, que salieron de suslabios envueltas en una sonrisa:

«¡Y qué guapa es...!

—Quita allá, quita, esperpento. ¡Contenta me tienes!...

—Nada, mujer; decía que D. Amadeo es una persona...

—¡Quita, quita...!

—¡Quia, quia...!».

—III—

Las relaciones de Isidora con las hijas de su padrino, si cordiales alprincipio de la vida común, fueron enfriándose poco a poco. Isidora nodisimulaba bien su idea de la inferioridad de Emilia y Leonor, ya enposición social, ya en hermosura, buen gusto y maneras de presentarse.Se creía tan por encima de sus primas en esto, que cuando se trataba deprendas de vestir, de la elección de un color, flores o adornocualquiera, la de Rufete manifestaba a las de Relimpio un desdéncompasivo. «Estas pobres cursis—

decía para sí—de despepitan porimitarme, y no pueden conseguirlo».

Algo de verdad había en esto. Isidora tenía una maestría singular y noaprendida para arreglarse. Con ella nació, como nace con el poeta lainspiración, aquella facultad de sus ojos para ver siempre lo más bello,sorprender lo armonioso y elegir siempre de un modo magistral, así comola destreza de sus manos para colocar sobre sí misma cualquier adorno.Poseía la rarísima afición a la sencillez, que comúnmente no se halla enlas zonas medias de la sociedad, sino que es don especial de lacivilización primitiva o de la muy refinada cultura. Las niñas de donJosé, reconociendo esta superioridad, se aconsejaban de ella,consultándole sobre todos los arreglos de trapos que hacían. Su pobrezales vedaba ciertamente el lujo; pero como es ley que todas las clases dela sociedad, a excepción de la jornalera, vistan de la misma manera, ycomo hay un verdadero delirio en los pequeños por imitar el modo depresentarse de los grandes (de donde resulta que la hija de un empleadode doce mil reales apenas se distingue, en la calle, de la hija de unprócer), las de Relimpio se emperifollaban tan bien con recortes,desechos, pingos y cosas viejas rejuvenecidas, que más de una vez dieronchasco a los poco versados en fisonomías y tipos matritenses.

Eran ambas agradables, y Emilia bastante bonita, de ese tipo fino,delicado y esbelto que tanto en Madrid abunda.

Largos meses vivieron conun solo vestido bueno para las dos, un par de botinas comunes y unapelliza blanca de invierno, de lo que resulta que cada día le tocaba auna sola niña salir a paseo con D.ª Laura. Mas a fuerza de trabajar, dedesvelos y de casi inverosímiles economías, lograron vestirse y calzarseambas de la misma manera, y aun tener sendos sombreros de moda,arreglados por ellas, bajo la inspección de Isidora, con despojos yreliquias de otros sombreros que conseguían de balde en una tienda parala cual trabajaban. ¿Qué mujer no tiene sombrero en los años que corren?Sólo las pordioseras que piden limosna se ven privadas de aquel atavío;pero día llegará, al paso que vamos, en que también lo usen. Lahumanidad marcha, con los progresos de la industria y la baratura de lasconfecciones, a ser toda ella elegante o toda cursi.

Con ser tipos perfectos de la miseria disimulada, las niñas de D. Josése habrían horrorizado de que se les propusiera casarse con un hábilmecánico, con un rico tendero o con un propietario de aldea. Doña Lauramisma, hecha ya al vivir miserable, barnizado y compuesto para que no lopareciese, no pensaba en alianzas denigrantes. Sus ilusiones eran queEmilia se casase con un médico, de estos chicos listos que salen ahora,por cuya razón no veía con malos ojos las visitas de Miquis. En cuanto aLeonor, a quien su madre suponía dotada de un talento no común, levendría bien un oficial de Estado Mayor, de Ingenieros, o cosa así.

En el paraíso del Teatro Real, adonde iban un par de veces por semana,tenían estas dos niñas finas su círculo de mozuelos galanteadores yestudiantes y empleados de esas categorías ínfimas que rayan en lomicroscópico. Ellas se daban

una

importancia

colosal,

aparentando,particularmente Leonor, lo que ni en sueños podían tener; y como eranagradables de cara y sueltas de lengua, muchos inocentes caían en ellazo, y las miraba