La Desheredada by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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«Caballeros, ¿es cierto lo que me figuro?... ¿Es cierto queestoy en Leganés?».

El médico le quiso consolar con palabras campechanas.

«Hombre, no sea usted tonto...; si está usted en su casa...

Vamos, quese va usted a poner bueno».

El enfermo movió tristemente la cabeza. Permaneció largo rato mudo.Después tomó la mano del cura, la besó...

Quiso hablar, no pudo, se levio luchar con la palabra. Al fin, tras un desesperado esfuerzo devoluntad, pudo decir a media voz:

«Mis hijos..., la marquesa...».

Y calló para siempre. Médico y aprendiz observaron con la atención y lafrialdad de la ciencia aquel caso de tránsito, y después se fueron aextender el parte. Acercose a ellos el Director, manifestándoles con máslástima que alarma la presencia en la casa de una hija del muerto. Elaprendiz de médico declaró al punto conocerla, y alegrándose de que allíestuviera, quiso participar de las dificultades de darle la noticia ydel compromiso de consolarla y darle algún socorro si lo había menester.

Fue el Director a su despacho en busca de Isidora, y allí pasó lo quereferido queda. Ya la desgraciada joven del ruso empezaba a comprenderla certeza de su desdicha, cuando entró en el despacho un mozo como deveinticuatro años, el cual, llegándose a ella con muestras de confianza,le dijo:

«¿Conque usted por aquí, Isidora?... ¡Y en qué momento tan triste!...¿Pero no me conoce usted? ¿Tan desmemoriada estamos, Isidora? ¿No seacuerda usted de D. Pedro Miquis, el del Toboso, que iba muchas veces alTomelloso a buscar a su tío de usted, el señor Canónigo, para salirjuntos de casa? Pues yo soy hijo de D. Pedro Miquis. ¿No se acuerdausted tampoco de mi hermano Alejandro? ¿No se acuerda de que algunasveces, por vacaciones, íbamos acompañando a mi padre?... Pues hace cincoaños que estoy aquí estudiando Medicina. ¿Y cómo está su señor tío?¿Hace mucho que ha dejado usted aquel célebre Tomelloso?...».

Isidora le miraba por una rasgadura hecha en la nube negra de su pena;le miraba y le reconocía. Sí, su memoria se iba iluminando ante aquellafisonomía que con ninguna otra podía confundirse. Aquel semblante pálidoy moreno, tan moreno y tan pálido que parecía una gran aceituna; aquellabrevedad de la nariz contrastando con el grandor agraciado de la boca,cuyos dientes blanquísimos estaban siempre de manifiesto; aquella cejaancha, tan negra y espesa que parecía cinta de terciopelo, y aquellosojos garzos donde anidaban traidoras todas las malicias y toda la ironíadel mundo; aquella fealdad graciosa, aquella desenvoltura de maneras,aquel abandono en el vestir, y, por último, la desenfadada manera deinsinuarse, pregonaban, sin dejar lugar a dudas, a Augustito Miquis, elhijo de D.

Pedro Miquis, el del Tomelloso. De golpe entraron a la mentede Isidora ideas mil y recuerdos de una época en que la infancia seconfundía con la adolescencia, época de tonterías, de miedos, deinocentes confianzas y de lances cuya memoria no siempre es agradable.No acertó a contestar sino con medias palabras. Miquis se hizo cargo dela situación, y poniéndose todo lo serio que podía, cosa en él degrandísima dificultad, dijo en tono grotescamente compungido:

«Lo primero es que usted salga de esta casa...; ¡ay, qué casa!... Nadahay que hacer aquí. Si va usted a Madrid tendré mucho gusto enacompañarla».

Isidora manifestó deseos de marcharse pronto. Quiso dejar el dinero quehabía traído para pagar los atrasos de la pensión de Rufete, pero elDirector no lo consintió. En cuanto a las ropas, tanto instó albondadoso señor para que las admitiera, que este hubo de dejarlas, dandolas gracias en nombre de los demás enfermos pobres que tanto lasnecesitaban.

Salieron Isidora y Augusto de la morada de la sinrazón y se alejaronsilenciosos del tristísimo pueblo, en el cual casi todas las casasalbergan dementes. Isidora no hablaba, y el charlatán Miquis, respetandosu dolor, tan sólo indicó esto:

«En Carabanchel hallaremos coches. Dicen que van a poner un tranvía».

Al llegar al arroyo de Butarque, Miquis creyó oportuno distraer a sucompañera de viaje, porque, realmente, ¿a qué conducía aquel llorarcontinuo, si nada podía remediarse?

Era preciso hacer frente al dolor,fiero enemigo que se ceba en los débiles; convenía sobreponerse, pues...hacerse cargo de que... Tras estos emolientes que hicieron, comosiempre, un efecto completamente nulo, Miquis habló de la belleza delprimaveral día (que era uno de los hermosos de abril), del barranco deButarque, a quien dio el nombre de oasis, y finalmente invitó a Isidoraa descansar a la sombra de un espeso y verde olmo, porque picaba el soly la jornada iba a ser un poco larga.

Sentados uno junto a otro, callaron largo rato, él contemplativo,dolorida ella. Miquis canturriaba entre dientes. Isidora cuidaba deocultar sus pies para que Miquis no viera lo mal calzados que estaban.

«Isidora...

—¿Qué?

—No me acuerdo bien de una cosa. Ayude usted mi memoria. ¿Es cierto o noque en el Tomelloso nos tuteábamos?».

Capítulo II

La Sanguijuelera

En el domicilio de su pariente y padrino, don José de Relimpio (de quiense hablará cuando sea menester), pasó Isidora la noche de aquel día deabril, esperando con impaciencia el amanecer del siguiente para visitara Encarnación y a su hermanito, que habitaban en uno de los barrios másexcéntricos de Madrid. La que llamaremos todavía, por respeto a larutina, hija de Rufete, tenía la costumbre de representarse en suimaginación, de una manera muy viva, los acontecimientos antes quefueran efectivos. Si esperaba para determinada hora un suceso cualquieraque la interesase, visita, entrevista, escena, diversión, desde mediodíao medianoche antes el suceso tomaba en su mente formas de extraordinariorelieve y color,

desarrollándose

con

sus

cuadros,

lugares,

perspectivas,personas, figuras, actitudes y lenguaje. Así, mucho antes del alba,Isidora, despierta y nerviosa, imaginaba estar en la casa de su tía y desu hermano; los veía como si los tuviera delante; hablaba con ellospreguntando y respondiendo, ya con seriedad, ya con risas, y oía lasinflexiones de la voz de cada uno.

Las ocho serían cuando salió para hacer verdadero lo imaginado; perocomo tenía que ir desde la calle de Hernán Cortés a la de Moratines, enel barrio de las Peñuelas, deteniéndose y preguntando por no conocer muybien a Madrid, ya habían dado las diez cuando entró por el conocido ygigantesco paseo de Embajadores. No le fue difícil desde allí dar con lamorada de su tía. A mano derecha hay una vía que empieza en calle yacaba en horrible desmonte, zanja, albañal o vertedero, en los bordesrotos y desportillados de la zona urbana. Antes de entrar por esta vía,Isidora hizo rápido examen del lugar en que se encontraba, y que no eramuy de su gusto. Tenía, juntamente con el don de imaginar fuerte, lapropiedad de extremar sus impresiones, recargándolas a veces hasta losumo; y así, lo que sus sentidos declaraban grande, su mente lo trocabaal punto en colosal; lo pequeño se le hacía minúsculo, y lo feo o bonitoenormemente horroroso, o divino sobre toda ponderación.

Al ver, pues, las miserables tiendas, las fachadas mezquinas ydesconchadas, los letreros innobles, los rótulos de torcidas letras, losfaroles de aceite amenazando caerse; al ver también que multitud deniños casi desnudos jugaban en el fango, amasándolo para hacer bolas yotros divertimientos; al oír el estrépito de machacar sartenes, losberridos de pregones ininteligibles, el pisar fatigoso de bestiastirando de carros atascados, y el susurro de los transeúntes, que al darcada paso lo marcaban con una grosería, creyó por un momento que estabaen la caricatura de una ciudad hecha de cartón podrido. Aquello no eraaldea ni tampoco ciudad; era una piltrafa de capital, cortada y arrojadapor vía de limpieza para que no corrompiera el centro.

Y siguiendo en su manía de recargar las cosas, como viera correr por lacalle—zanja aguas nada claras, que eran los residuos de variasindustrias tintóreas, al punto le pareció que por allí abajo sedespeñaban arroyuelos de sangre, vinagre y betún, junto con un licorverde que sin duda iba a formar ríos de veneno. Alzose con cuidadosamano las faldas, y avanzó venciendo su repugnancia. No tuvo que andarmucho para encontrar la puerta que buscaba. Sí, allí era. Bien reconocíala muestra que años atrás estaba en la calle de la Torrecilla, y quedecía clarito, con azules caracteres, Cacharrería. Reconoció tambiénuna amistad vieja en la otra tablita blanquecina, donde,jeroglíficamente, se anunciaba un importante comercio. ¡Cómo recordabaIsidora haber visto en su niñez la redoma pintada, en cuyo círculoaparecían nadando unas culebrillas, o curvas negras de todas formas, queservían de insignia industrial a Encarnación Guillén, conocida endistintos barrios con el nombre de la Sanguijuelera!

La puerta tenía una trampilla en la parte baja, la cual parecía servirde mostrador, de resguardo contra los perros y los chicos, y hasta debalcón en caso de que por allí, cosa no imposible, pasasen procesionescívicas o religiosas.

Isidora se había figurado que su tía (o más bientía de su supuesta madre) estaría en la puerta; pero esto, como otrasmuchas cosas de las que imaginaba, no resultó cierto.

Asomose a latienda, y de un golpe de vista abarcó la menguada granjería, sacandoconsecuencias poco lisonjeras del estado pecuniario de EncarnaciónGuillén. ¡Cómo había descendido la infeliz de grado en grado, desde sugran comercio de loza y sanguijuelas de la antigua calle del Cofre, entiempos desconocidos para Isidora, hasta aquel miserable ajuar decacharros ordinarios! Y los anélidos que componían su escudo, ¿dóndeestaban? ¡Oh!, no podían faltar; allí se los veía en enormes botellas,con la viscosa trompa o ventosa pegada al cristal, enroscados,aburridos, quietos, como si acecharan una víctima y esperasen a queentrara por la puerta. Isidora admiró después el orden y aseo con quetodo estaba puesto y arreglado en tienda de tan poco fuste.

Los pucheros de Alcorcón, los jarros de Talavera y Andújar, los botijosy la cristalería de Cadalso, las escobas, las cajas de arena y tierra delimpiar metales revelaban una mano tan hacendosa como inteligente. Nifaltaba un poco de arte en aquellos cuatro trebejos colocados sobrecuatro no muy iguales tablas. Pero lo que mejor declaraba la limpieza deEncarnación era un estantillo que a mano izquierda de la puerta estaba,y que contenía diversidad de artículos, compañeros infalibles del ramode cacharrería. En un hueco había flor de malva, en otro cercanovioletas secas, más allá greda para limpiar, adormideras, cerillas decartón. Seguía el pimentón molido, que sirve para pintar la comida delpueblo, y luego los cañamones, de que se sustentan los pajarillospresos. El espliego se daba la mano con los estropajos, y no faltabanalgunas resmas de papel picado con que las cocineras adornan losvasares. Entre tanta chuchería, Isidora encontró otro antiguo conocido,otra amistad de su infancia. Era un cartel que decía: Ojo

al

Cristo.

Aquí

murió

el

fiar

y

el

prestar

también

murió,

y

fue

porque

le

ayudó

a morir el mal pagar.

Isidora sabía de memoria esta composición epigramática de su tía, queterminaba así:

Si

fío,

aventuro

lo

que

es

mío.

Y

si

presto,

al

pagar

ponen

mal

gesto.

Pues

para

librarme

de

esto,

ni doy, ni fío, ni presto.

Estas observaciones y recuerdos duraron segundos nada más. Isidoragritó: «¡Tía, tía!».

Apareció entonces la Sanguijuelera, y tía y sobrina se abrazaron ybesaron. La joven callaba llorando; la anciana empezó a charlar desde elprimer momento, porque no había situación en que pudiese guardarsilencio, y antes se la viera muerta que muda.

«¡Oh quimerilla!..., ya estás aquí... Pues mira, te esperaba hoy. Anochesupe que cerró el ojo Tomás... No te aflijas, paloma. Más vale así...¿Qué vas a sacar de esos sentimientos? Siéntate... Espera que quiteestos botijos... Si Tomás ya no vivía ¡el pobre! Bien lo dije yo hacecinco mil domingos: «Este acabará en Leganés». Nunca tuvo la cabezabuena, hija, y con sus locuras despachó a tu madre, aquella santa,aquella pasta de ángel, aquel coral de las mujeres... ¡Pobre Francisca,niña mía!

—¿Y Mariano?—dijo Isidora, que extrañaba no ver allí a su hermano.

—Está en el trabajo... Le he puesto a trabajar. ¡Hija, si me comía uncarcañal!... Es más malo que Anás y Caifás juntos. No puedo hacercarrera de él. ¡Vaya, que ha salido una pieza colunaria!... Yo lellamo Pecado, porque parece que vino al mundo por obra y gracia deldemonio. Me tiene asada el alma. ¿Sabes dónde está? Pues le puse en lafábrica de sogas de ese que llaman Diente, ¿estás?, y me traedieciocho reales todas las semanas...

—¿Y no va a la escuela?—preguntó Isidora expresando no poco disgusto.

—¡Escuela! Que si quieres... ¿Y quién le sujeta a la escuela? Bueno esel niño. Ahí le puse en esa de los Herejes, donde dicen la misa por latarde y el rosario por la mañana. Daban un panecillo a cada muchacho, yesto ayuda. Pero aguárdate; un día sí y otro no, me hacía novillos eltunante. Después le puse en los Católicos de ahí abajo, y se meescapaba a las pedreas... Es un purgatorio saltando. Nada, nada, atrabajar. ¡Qué puñales!..., no están los tiempos para mimos. Estoy muymal de acá, hija. Ya ves este escenario. ¿Te acuerdas de miestablecimiento de la calle de la Torrecilla? ¡Aquéllos sí que erantiempos majos!

Pero tu divina familia me arrumbó; tu papaíto, que deDios goce, ¡tres puñales, me trajo a esta miseria! ¡Ya ves qué pollaestoy!; sesenta y ocho años, chiquilla, sesenta y ocho miércoles deCeniza a la espalda. Toda la vida trabajando como el obispo y sin salirnunca de cristos a porras. Hoy ganado y mañana perdido. Todo se hace saly agua. Eso sí, siempre tiesa como un ajo, y todavía, aquí dónde me ves,le acabo de dar una patada a la muerte porque el año pasado tuve unaronquera, pero una ronquera... Pues nada, Dios y la flor de malvaaclararon el modo de hablar, y aquí me tienes.

Soy la misma Sanguijuelera, más saludable que el tomillo, más fuerte que la puertade Alcalá, siempre ligera para todo, siempre limpia como los chorros deloro, más fiera que el león del Retiro, si se ofrece, resignada con lamala suerte, sin deber nada a nadie, y más charlatana que todos loscómicos de Madrid».

Era Encarnación Guillén la vieja más acartonada, más tiesa, más ágil ydispuesta que se pudiera imaginar. Por un fenómeno común en las personasde buena sangre y portentosa salud, conservaba casi toda su dentadura,que no cesaba de mostrarse entre su labios secos y delgados duranteaquel charlar continuo y sin fatiga. Su nariz pequeña, redonda, arrugaday dura como una nuececita, no paraba un instante: tanto la movían losmúsculos de su cara pergaminosa, charolada por el fregoteo de agua fríaque se daba todas las mañanas. Sus ojos, que habían sido grandes yhermosos, conservaban todavía un chispazo azul, como el fuego fatuobailando sobre el osario. Su frente, surcada de finísimas rayas curvasque se estiraban o se contraían conforme iban saliendo las frases de laboca, se guarnecía de guedejas blancas. Con estos reducidos materialesse entretejía el más gracioso peinado de esterilla que llevaron momiasen el mundo, recogido a tirones y rematado en una especie de ovillo, aquien no se podría dar con propiedad el nombre de moño. Dos palillos malforrados en un pellejo sobrante eran los brazos, que no cesaban demoverse, amenazando tocar un redoble sobre la cara del oyente; y dosmanos de esqueleto, con las falanges tan ágiles que parecían sueltas, noparaban en su fantástico girar alrededor de la frase, cual comentariográfico de sus desordenados pensamientos. Vestía una falda de diversospedazos bien cosidos y mejor remendados, mostrando un talle recto, liso,cual madero bifurcado en dos piernas. Tenía actitudes de gastador y pasode cartero.

Era mujer de buena índole, aunque de genio tan turbulento y díscolo, quenadie que junto a ella estuviese podía vivir en paz. No había tenidohijos ni había sido casada. Crió a una sobrina, a quien quiso a sumanera, que era un amor entreverado de pescozones y exigencias. La talsobrina casó con Rufete, resultando de esta unión una desgraciadafamilia y el violentísimo odio que la Sanguijuelera profesaba a todoslos Rufetes nacidos y por nacer. Aquel matrimonio de una mujer bondadosay apocada con un hombre que tenía la más destornillada cabeza del orbe,consumió diferentes veces las economías y la paciencia de Encarnación,que era trabajadora y comerciante, y tenía sus buenas libretas del Montede Piedad. «Todo se lo comió ese descosido de Rufete—

decía—, eseholgazán con cabeza de viento. Mi comercio de la calle del Pez se hizoagua una noche para sacarle de la cárcel, cuando aquel feo negocio delos billetes de lotería.

La cacharrería de la calle de la Torrecilla seresquebrajó después, y pieza por pieza se la fueron tragando el médico yel boticario, cuando cayó Francisca en la cama con la enfermedad que sela llevó. He ido mermando, mermando, y aquí me tienen, ¡qué puñales!, eneste confesonario, donde no me puedo revolver. Quien se vio en aquelloslocales, con aquellas anaquelerías y aquel mostrador donde había uncajón de dinero que sonaba a cosa rica..., verse ahora en este nido deurracas, con cuatro trastos, poca parroquia, y en un barrio donde serepican las campanas cuando se ve una peseta..., ¡qué puñ...!».

Francisca murió; Rufete fue encerrado en Leganés. De los dos hijos,Encarnación recogió al pequeñuelo, e Isidora partió al Tomelloso a viviral amparo de su tío el Canónigo.

De lo demás, algo sabe el lector, y elresto, que es mucho y bueno, irá saliendo.

«¿Sabes que estás muy cesanta?»—dijo la Sanguijuelera, observando elvestido y las botas de Isidora, cosas que en verdad dejaban mucho quedesear.

Isidora contestó con tristeza que su tío el Canónigo no era hombre demuchas liberalidades. Después la Sanguijuelera observó con malicia elrostro y talle de la joven, diciéndole:

«Pero estás guapa. Pues no lo parecías... Cuando niña tenías unempaque... Me acuerdo de verte en aquella casa...,

¡qué casa!... Era lajaula del león..., pues andabas por allí en pernetas con un malfaldellín. Parecías el Cristo de las enagüillas. ¡Qué flaqueza!, ¡quécolor! Yo decía que te habían destetado con vinagre y que te daban turación en moscas... Vaya, vaya, en la Mancha has engordado...,

¡quéduras carnes!—añadió pellizcándola en diferentes partes de su cuerpo—. Yen la cara tienes ángel. De ojos no andamos mal. ¡Qué bonitos dientestienes! Veremos si te duran como los míos. Mírate en este espejo».

Y le enseñó su doble fila de dientes, muy bien conservados para su edad.Isidora se aburría un poco.

Mirando con tristeza a la calle, preguntó:

«¿En dónde está trabajando Mariano? Yo quiero verle.

—Si la vecina no tiene que hacer y quiere guardarme la tienda, iremosallá. No es a la vuelta de la esquina; pero yo ando más que un molino deviento... ¡Señá Agustina!...».

Gritó desde la puerta; pero como no respondiera al llamamiento suvecina, salió impaciente. No tardó cinco minutos en volver acompañada deuna mujer joven y flacucha, insignificante, lacrimosa, horriblementevestida, pero peinada con increíble esmero. Aquella gente tiene su lujo,su aseo y su elegancia de cejas arriba, y aunque se cubra de miserablestrapos, no pueden faltar el moñazo empapado en grasa y bandolina, ni losrizos abiertos y planchados sobre la frente, como una guirnalda denegras plumas, pegada con goma. Arrastraba aquella mujer una astrosabata de lana roja con cuadros negros, que parecía haber servido dealfombra en un salón de baile de Capellanes.

«Guárdeme

la

tienda

un

ratito—le

dijo

la

Sanguijuelera—, que voy conmi sobrina a un recado... ¿No conocía usted a mi sobrina? ¿Ve usted quémoza?... Isidora, esta señora es una amiga..., pared por medio. Se llamala señora A ti suspiramos, porque no resuella como no sea paralamentarse. Verdad es que ella está enferma, su marido es borracho, supadre ciego, y la casa, ¡qué puñales!, no está empedrada conpesetas...».

Agustina dio un conmovedor suspiro, seguido de dos expectoraciones. Conesto anunciaba un relato sentidísimo de sus desgracias. Pero laSanguijuelera, cortándole la palabra, se echó un mantón sobre loshombros y salió con su sobrina, tomando el camino de la calle de lasAmazonas, adonde llegaron pronto.

Capítulo III

Pecado

«Ese tunante de Pecadillo—dijo la Sanguijuelera metiéndose por unportal obscuro—no sospecha que viene a verle su hermana. No te conocerá.Era un cachorro cuando te fuiste. Pero qué..., ¿no ves? Agárrate a mí,que yo veo en lo negro como las lechuzas».

Atravesaron un antro. Encarnación empujó una puerta.

Halláronse enextraño local de techo tan bajo que sin dificultad cualquier persona demediana estatura lo tocaba con la mano. Por la izquierda recibía la luzde un patio estrecho,

elevadísimo,

formado

de

corredores

sobrepuestos,de los cuales descendía un rumor de colmena, indicando la existencia depequeñas viviendas numeradas, o sea de casa celular para pobres. Laescasa claridad que de aquella abertura, más que patio, venía, llegabatan debilitada al local bajo, que era necesario acostumbrar la vistapara distinguir los objetos; y aun después de ver bien, no se podíaabarcar todo el recinto, sino la zona más cercana a la puerta, porque lodemás se perdía en ignoradas capacidades de sombra. Era como un grantúnel, del cual no se distinguía sino la parte escasamente iluminada porla boca. El fondo se perdía en la indeterminada cavidad fría de uncallejón tenebroso. En la parte clara de tan extraño local había grandesfardos de cáñamo en rama, rollos de sogas blancas y flamantes, trabajopor hacer y trabajo rematado, residuos, fragmentos, recortes maltorcidos, y en el suelo y en todos los bultos una pelusa áspera,filamentos mil que después de flotar por el aire, como espectros deinsectos o almas de mariposas muertas, iban a posarse aquí y allá, sobrela ropa, el cabello y la nariz de las personas.

En el eje de aquel túnel que empezaba en luz y se perdía en tinieblas,había una soga tirante, blanca, limpia. Era el trabajo del día y delmomento. El cáñamo se retorcía con áspero gemir, enroscándose lentamentesobre sí mismo. Los hilos montaban unos sobre otros, quejándose de latorsión violenta, y en toda su magnitud rectilínea había unestremecimiento de cosa dolorida y martirizada que irritaba los nerviosdel espectador, cual si también, al través de las carnes, losconductores de la sensibilidad estuviesen sometidos a una torsiónsemejante. Isidora lo sentía de esta manera, porque era muy nerviosa, ysolía ver en las formas y movimientos objetivos acciones yestremecimientos de su propia persona.

Miraba sin comprender de dónde recibía su horrible retorcedura la sogatrabajada. Allá en el fondo de aquella cisterna horizontal debía deestar la fuerza impulsora, alma del taller. Isidora puso atención, y enefecto, del fondo invisible venía un rumor hondo y persistente como elzumbar de las alas de colosal moscardón, zumbido semejante al denuestros propios oídos, si tuviéramos por cerebro una gran bóvedametálica.

«Es la rueda—dijo la Sanguijuelera, adivinando la curiosidad de susobrina y queriendo iniciarla en los misterios de aquella considerableindustria.

—¡La rueda! ¿Y Mariano, dónde está?».

Miraba a todos lados y no veía ser vivo. Pero de pronto apareció unhombre, que salía de la oscuridad andando hacia atrás muy lentamente ycon paso tan igual y uniforme como el de una máquina. En su cintura seenrollaba una gran madeja de cáñamo, de la cual, pasando por su manoderecha y manipulada por la izquierda, salía una hebra que se convertíainstantáneamente en tomiza, retorcida por el invisible mecanismo. Aquelhombre del paso atrás, ovillo animado y huso con pies, era el principalobrero de la fábrica, y estaba armando los hilos para hacer otra soga.

«¿No está D. Juan?»—le preguntó la Sanguijuelera extrañando no verallí al dueño del establecimiento.

El huso vivo movió bruscamente la cabeza para decir que no, sin dignarseexpresarlo de otro modo.

«¿Pero dónde está mi hermano?»—preguntó Isidora con angustia.

La anciana señaló a lo obscuro, diciendo con aterrador laconismo: «En larueda».

Isidora echó a andar hacia adentro, dando la mano a su tía. A causa delos accidentes del piso y de la oscuridad, necesitaban apoyarsemutuamente. Anduvieron largo trecho tropezando. ¡Oh! La soga era larga,la caverna parecía interminable. En lo obscuro, aun se veía la cuerdablanca gimiendo, sola, tiesa, vibrante. Cuando las dos mujeresanduvieron un poco más, dejaron de ver la soga; pero oyeron más fuerteel zumbar de la rueda acompañado de ligeros chirridos. Se adivinaba elroce del eje sobre los cojinetes mal engrasados y el estremecimiento delas transmisiones, de donde obtenían su girar las roldanas, en lascuales estaban atadas las sogas. Pero nada se podía ver.

«¡Mariano, hermanito!—exclamó Isidora, que creía sentir su gargantaapretada por uno de aquellos horribles dogales—. ¿En dónde estás? ¿Erestú el que mueve esa rueda? ¿No estás cansado?».

No se oyó contestación. Pero el artefacto amenguaba la rapidez de sumarcha. Las roldanas, las transmisiones, la rueda, se emperezaban comoquien escucha.

« Pecado, ¿qué tal te va?»—gritó con bufonesco estilo laSanguijuelera.

Y añadió, volviéndose a su sobrina:

«Es un holgazán. Así criará callos en las manos, y sabrá lo que estrabajar y lo que cuesta el pedazo de pan que se lleva a la boca... ¿Quécrees tú? Es buen oficio... No podía hacer carrera de este gandul. Todoel día jugando en el arroyo y en la praderilla. Al menos, que me ganepara zapatos. Tiene más malicias que un Iscariote».

Desde el comienzo de este panegírico, redoblose bruscamente la marchadel mecanismo, y acreció el ruido hasta ser tal que parecíanmultiplicarse las transmisiones, las roldanas y los ejes.

«¡Mariano!—gritó Isidora extendiendo los brazos en la obscuridad—.¡Para, para un momento y ven acá! Quiero abrazarte. Soy tu hermana, soyIsidora. ¿No me conoces ya??