La Condenada (Cuentos) by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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conseguí

fácilmente

el

puesto:

hasta

necesitéinfluencias. Al principio hacíame gracia el odio de la gente: me sentíaorgulloso con inspirar terror y repugnancia.

Presté mis servicios enmuchas Audiencias, rodamos por media España, y los chicos cada vez máshermosos; hasta que por fin caímos en Barcelona. ¡Qué gran época! Lamejor de mi vida: en cinco o seis años no hubo trabajo. Mis ahorros seconvirtieron en una casita en las afueras, y los vecinos apreciaban adon Nicomedes, un señor simpático empleado en la Audiencia. El chico, unángel de Dios, trabajador, modosito y callado, estaba en una casa decomercio; la niña—¡cuánto siento no tener aquí su retrato!—la niña,que era un serafín, con unos ojazos azules y una trenza rubia, gruesacomo mi brazo, y que cuando correteaba por nuestro huertecillo parecíauna de esas señoritas que salen en las óperas, no iba a Barcelona con sumadre sin que algún joven viniera tras sus pasos. Tuvo un novio formal:un buen muchacho que pronto iba a ser médico. Cosas de ella y su madre:yo fingía no ver nada, con esa bondadosa ceguera de los padres que sereservan para el último momento. ¡Pero Señor, cuán felices éramos!

La voz de Nicomedes era cada vez más temblorosa; sus ojillos azulesestaban empañados. No lloraba, pero su grotesca obesidad agitábase conlos estremecimientos del niño que hace esfuerzos para tragarse laslágrimas.

—Pero se le ocurrió a un desalmado de larga historia dejarse coger; losentenciaron a muerte y hube de entrar en funciones cuando ya casi habíaolvidado cuál era mi oficio. ¡Qué día aquél!

Media ciudad me conocióviéndome sobre el tablado, y hasta hubo periodistas que, como son peorque una epidemia (usted dispense), averiguaron mi vida, presentándonosen letras de molde a mí y a mi familia, como si fuéramos bichos raros, yafirmando con admiración que teníamos facha de personas decentes. Nospusieron en moda. ¡Pero qué moda! Los vecinos cerraban puertas yventanas al verme, y aunque la ciudad es grande, siempre me conocían enlas calles y me insultaban. Un día, al entrar en casa, me recibió mimujer como una loca. ¡La niña! ¡La niña!... La vi en la cama, con elrostro desencajado, verdoso, ¡ella tan bonita! y la lengua manchada deblanco.

Estaba envenenada, envenenada con fósforos, y había sufridoatroces dolores durante horas enteras, callando para que el remediollegase tarde... ¡y llegó! Al día siguiente ya no vivía.

La pobrecitatuvo valor. Amaba con toda su alma al mediquín, y yo mismo leí la cartaen la que el muchacho se despedía para siempre por saber de quién erahija. No la lloré. ¿Tenía acaso tiempo? El mundo se nos venía encima; ladesgracia soplaba por todos lados; aquel hogar tranquilo que noshabíamos fabricado se desplomaba por sus cuatro ángulos. Mi hijo...también a mi hijo lo arrojaron de la casa de comercio, y fue inútilbuscar nueva colocación ni apoyo en sus amigos. ¿Quién cruza la palabracon el hijo del verdugo? ¡Pobrecito! ¡Como si a él le hubieran dado aescoger el padre antes de venir al mundo! ¿Qué culpa tenía él, tanbueno, de que yo le hubiese engendrado? Pasaba todo el día en casa,huyendo de la gente, en un rincón del huertecillo, triste y descuidadodesde la muerte de la niña. «¿En qué piensas, Antonio?», le preguntaba.«Papá, pienso en Anita.» El pobre me engañaba. Pensaba en él, en locruelmente que nos habíamos equivocado, creyéndonos por una temporadaiguales a los demás, y cometiendo la insolencia de querer ser felices.El batacazo era terrible: imposible levantarse. Antonio desapareció.

—¿Y nada ha sabido usted de su hijo?—dijo Yáñez, interesado por lalúgubre historia.

—Sí; a los cuatro días. Lo pescaron frente a Barcelona; salió envueltoen redes, hinchado y descompuesto... Usted ya adivinará lo demás. Lapobre vieja se fue poco a poco, como si los chicos tirasen de ella desdearriba; y yo, el malo, el empedernido, me he quedado aquí solo,completamente solo, sin el recurso siquiera de beber; porque si meemborracho, vienen ellos, ¿sabe usted? ellos, mis perseguidores, aenloquecerme con el aleteo de sus hopas negras, como si fuesen enormescuervos, y me pongo a morir... Y sin embargo, no los odio. ¡Infelices!Casi lloro cuando los veo en el banquillo. Otros son los que me hanhecho mal. Si el mundo se convirtiera en una sola persona, si todos losdesconocidos que me robaron a los míos con su desprecio y su odiotuvieran un solo cuello y me lo entregaran,

¡ay, cómo apretaría!... ¡conqué gusto!...

Y hablando a gritos se había puesto de pie, agitando con fuerza suspuños, como si retorciese una palanca imaginaria. Ya no era el mismo sertímido, panzudo y quejumbroso. En sus ojos brillaban pintas rojas comosalpicaduras de sangre; el bigote se erizaba y su estatura parecíamayor, como si la bestia feroz que dormía dentro de él, al despertar,hubiese dado un formidable estirón a la envoltura.

En el silencio de la cárcel resonaba cada vez más claro el dolorosocanturreo que venía del calabozo: «Pa... dre... nu...

estro... queestás... en los cielos...»

Don Nicomedes no lo oía. Paseaba furioso por la habitación, conmoviendocon sus pasos el piso que servía de techo a su víctima. Por fin se fijóen el monótono quejido.

—¡Cómo canta ese infeliz!—murmuró—. ¡Cuán lejos estará de saber queestoy yo aquí, sobre su cabeza!

Se sentó desalentado y permaneció silencioso mucho tiempo, hasta que suspensamientos, su afán de protesta, le obligaron a hablar.

—Mire usted, señor; conozco que soy un hombre malo y que la gente debedespreciarme. Pero lo que me irrita es la falta de lógica. Si lo que yohago es un crimen, que supriman la pena de muerte y reventaré de hambreen un rincón, como un perro. Pero si es necesario matar paratranquilidad de los buenos, entonces,

¿por qué se me odia? El fiscal quepide la cabeza del malo nada sería sin mí, que obedezco; todos somosruedas de la misma máquina, y ¡vive Dios! que merecemos igual respeto,porque yo soy un funcionario... con treinta años de servicios.

El ogro

———

En todo el barrio del Pacífico era conocido aquel endiablado carretero,que alborotaba las calles con sus gritos y los furiosos chasquidos de sutralla.

Los vecinos de la gran casa en cuyo bajo vivía habían contribuido aformar su mala reputación. ¡Hombre más atroz y malhablado! ¡Y luegodicen los periódicos que la policía detiene por blasfemos!

Pepe el carretero hacía méritos diariamente, según algunos vecinos, paraque le cortaran la lengua y le llenasen la boca de plomo ardiendo, comoen los mejores tiempos del Santo Oficio.

Nada dejaba en paz, ni humanoni divino. Se sabía de memoria todos los nombres venerables delalmanaque, únicamente por el gusto de faltarles, y así que seenfadaba con sus bestias y levantaba el látigo, no quedaba santo, porarrinconado que estuviese en alguna de las casillas del mes, al que noprofanase con las más sucias expresiones. En fin, ¡un horror! Y lo máscensurable era que, al encararse con sus tozudos animales, azuzándolescon blasfemias mejor que con latigazos, los chiquillos del barrioacudían para escucharle con perversa atención, regodeándose ante lafecundidad inagotable del maestro.

Los vecinos, molestados a todas horas por aquella interminable sarta demaldiciones, no sabían cómo librarse de ellas.

Acudían al del piso principal, un viejo avaro, que había alquilado lacochera a Pepe no encontrando mejor inquilino.

—No hagan ustedes caso—contestaba—. Consideren que es un carretero, yque para este oficio no se exigen exámenes de urbanidad. Tiene malalengua, eso sí; pero es hombre muy formal y paga sin retrasarse un solodía. Un poco de caridad, señores.

A la mujer del maldito blasfemo la compadecían en toda la casa.

—No lo crean ustedes—decía riendo la pobre mujer—; no sufro nada deél. ¡Criatura más buena! Tiene su geniecillo, pero

¡ay hija! Dios noslibre del agua mansa... Es de oro; alguna copita para tomar fuerzas,pero nada de ser como otros, que se pasan el día como estacas frente almostrador de la taberna. No se queda ni un céntimo de lo que gana, y esoque no tenemos familia, que es lo que más le gustaría.

Pero la pobre mujer no lograba convencer a nadie de la bondad de suPepe. Bastaba verle. ¡Vaya una cara! En presidio las había mejores. Eranervudo, cuadrado, velloso como una fiera, la cara cobriza, con rudasprotuberancias y profundos surcos, los ojos sanguinolentos y la narizaplastada, granujienta, veteada de azul, con manojos de cerdas queasomaban como tentáculos de un erizo que dentro de su cráneo ocupase ellugar del cerebro.

A nada concedía respeto. Trataba de reverendos a los machos que leayudaban a ganar el pan, y cuando en los ratos de descanso se sentaba ala puerta de la cochera, deletreaba penosamente, con vozarrón que se oíahasta en los últimos pisos, sus periódicos favoritos, los papeles másabominables que se publicaban en Madrid, y que algunas señoras mirabandesde arriba con el mismo terror que si fuesen máquinas explosivas.

Aquel hombre, que ansiaba cataclismos y que soñaba con la gorda, peromuy gorda, vivía por ironía en el barrio del Pacífico.

La más leve cuestión de su mujer con las criadas le ponía fuera de sí, yabriendo el saco de las amenazas prometía subir para degollar a todoslos vecinos y pegar fuego a la casa; cuatro gotas que cayesen en supatio desde las galerías bastaban para que de su bocaza infecta saliesela triste procesión de santos profanados, con acompañamiento dehorripilantes profecías para el día en que las cosas fuesen rectas y lospobres subiesen encima, ocupando el lugar que les corresponde.

Pero su odio sólo se limitaba a los mayores, a los que le temían, puessi algún muchacho de la vecindad pasaba por cerca de él, acogíale conuna sonrisa semejante al bostezo del ogro, y extendiendo su mano callosapretendía acariciarlo.

Como se había propuesto no dejar en paz a nadie en la casa, hasta semetía con la pobre Loca, una gata vagabunda que ejercía la rapiña entodas las habitaciones, pero cuyas correrías toleraban los vecinosporque con ella no quedaba rata viva.

Parió aquella bohemia de blanco y sedoso pelaje, y obligada a fijardomicilio para tranquilidad de su prole, escogió el patio del ogro,burlándose tal vez del terrible personaje.

Había que oír al carretero. ¿Era su patio algún corral para que viniesena emporcarlo con sus crías los animales de la vecindad?

De un momento aotro iba a enfadarse, y si él se enfadaba de veras, ¡pum! de la primerapatada iban la Loca y sus cachorros a estrellarse en la pared deenfrente.

Pero mientras el ogro tomaba fuerzas para dar su terrible patada y laanunciaba a gritos cien veces al día, la prole felina seguíatranquilamente en un rincón, formando un revoltijo de pelos rojos ynegros, en el que brillaban los ojos con lívida fosforescencia, ycoreando irónicamente las amenazas del carretero: ¡Miau! ¡Miau!

¡Bonito verano era aquel! Trabajo, poco, y un calor de infierno queirritaba el mal humor de Pepe y hacía hervir en su interior la calderade las maldiciones, que se escapaban a borbotones por su boca.

La gente de posibles estaba allá lejos, en sus Biarritces y SanSebastianes, remojándose los pellejos, mientras él se tostaba en sucocherón. ¡Lástima que el mar no se saliera, para tragarse tanto parásito! No quedaba gente en Madrid y escaseaba el trabajo. Dos díassin enganchar el carro. Si esto seguía así, tendría que comerse conpatatas a sus reverendos, a no ser que echase mano de sus aves decorral, que era el nombre que daba a la Loca y a sus hijuelos.

Fue en Agosto cuando, a las once de la mañana, tuvo que bajar a laestación del Mediodía para cargar unos muebles.

¡Vaya una hora! Ni una nube en el cielo y un sol que sacaba chispas delas paredes y parecía reblandecer las losas de las aceras.

—¡Arre, valientes!... ¿Qué quieres tú, Loca?

Y mientras arreaba sus machos, alejaba con el pie a la blanca gata, quemaullaba dolorosamente, intentando meterse bajo las ruedas.

—¿Pero qué quieres, maldita? ¡Atrás, que te va a reventar una rueda!

Y como quien hace una obra de caridad, largó al animal tan furiosolatigazo, que lo dejó arrollado en un rincón, gimiendo de dolor.

Buena hora para trabajar. No podía mirarse a parte alguna sin sentirirritación en los ojos; la tierra quemaba; el viento ardía, como si todoMadrid estuviese en llamas; el polvo parecía incendiarse; paralizábanselengua y garganta, y las moscas, locas de calor, revoloteaban por loslabios del carretero o se pegaban al jadeante hocico de los animales enbusca de frescura.

El ogro estaba cada vez más irritado conforme descendía la ardorosacuesta, y mientras mascullaba sus palabrotas, animaba con el látigo alos machos, que caminaban desfallecidos, con la cabeza baja, casirozando el suelo.

¡Maldito sol! Era el pillo mayor de la creación. Éste sí que merecía learreglasen las cuentas el día de la gorda, como enemigo de lospobres. En invierno mucho ocultarse, para que el jornalero tenga losmiembros torpes y no sepa dónde están sus manos, para que caiga delandamio o le pille el carro bajo las ruedas. Y ahora, en verano, ¡echeusted rumbo! Fuego y más fuego, para que los pobres que se quedan enMadrid mueran como pollos en asador. ¡Hipocritón! De seguro que nomolestaba tanto a los que se divertían en las playas de moda.

Y recordando a tres segadores andaluces muertos de asfixia, según habíaleído en uno de sus papeles, intentaba en vano mirar de frente al sol yle amenazaba con el puño cerrado. ¡Asesino!...

¡Reaccionario!...¡Lástima que no estés más abajo el día de la gorda!

Cuando llegó al depósito de mercancías, detúvose un momento a descansar.Se quitó la gorra, enjugose el sudor con las manos, y puesto a la sombracontempló todo el camino que acababa de atravesar. Aquello ardía. Ypensaba con terror en el regreso, cuesta arriba, jadeante, con el sol aplomo sobre la cabeza y arreando sin parar a las caballerías, abrumadaspor el calor. No era grande la distancia de allí a su casa, pero aunquele dijeran que en la cochera le esperaba el mismo Nuncio, no iba.

¡Quéhabía de ir!... Aun haciéndole bueno que con tal viajecito venía lagorda, lo pensaría antes de decidirse a subir la cuesta con aquelcalor.

—¡Vaya! Menos historias y a trabajar.

Y levantó la tapa del gran capazo de esparto atado a los varales delcarro, buscando su provisión de cuerdas. Pero su mano tropezó con unascosas sedosas que se removían y sintió al mismo tiempo débiles arañazosen su callosa piel.

Los gruesos dedos hicieron presa, y salió a luz, cogido del pescuezo, uncachorro blanco, con las patas extendidas, el rabo enroscado por losestremecimientos del miedo y lanzando su triste ñau ñau, como quienpide misericordia.

La Loca, no contenta con convertir su patio en corral, se apoderabadel carro y metía la prole en el capazo para resguardarla del sol. ¿Noera aquello abusar de la paciencia de un hombre?... Se acabó todo. Yabarcando en sus manazas a los cinco gatitos, los arrojó en montón a suspies. Iba a aplastarlos a patadas; lo juraba, ¡voto a esto y lo de másallá! Iba a hacer una tortilla de gatos.

Y mientras soltaba sus juramentos, sacábase de la faja el pañuelo dehierbas, lo extendía, colocaba sobre él aquel montón de pelos ymaullidos, y atando las cuatro puntas echó a andar con el envoltorio,abandonando el carro.

Se lanzó a todo correr por aquel camino de fuego, aguantando el sol conla cabeza baja, jadeante y echándose a pecho la cuesta que minutos antesno quería subir, aunque se lo mandase el Nuncio.

Algo terrible preparaba. La voluptuosidad del mal era sin duda lo que ledaba fuerzas. Tal vez buscaba subir alto, muy alto, para desde la crestade un desmonte aplastar su carga de gatos.

Pero se dirigió a su casa, y en la puerta le recibió la Loca concabriolas de gozo, olisqueando el hinchado pañuelo, que se estremecíacon palpitaciones de vida.

—Toma, perdida—dijo jadeante por el calor y el cansancio de lacarrera—; aquí tienes tus granujas. Por esta vez pase, te lo perdono,porque eres un animal y no sabes cómo las gasta Pepe el carretero. Perootra vez... ¡hum!... a la otra...

Y no pudiendo decir más palabras sin intercalar juramentos, el ogrovolvió la espalda y fue corriendo en busca de su carro, otra vez cuestaabajo, echando demonios contra aquel sol enemigo de los pobres. Peroaunque el calor aumentaba, parecíale al pobre ogro que algo le habíarefrescado interiormente.

La barca abandonada

———

Era la playa de Torresalinas, con sus numerosas barcas en seco, el lugarde reunión de toda la gente marinera. Los chiquillos, tendidos sobre elvientre, jugaban a la carteta a la sombra de las embarcaciones; y losviejos, fumando sus pipas de barro traídas de Argel, hablaban de lapesca o de las magníficas expediciones que se hacían en otros tiempos aGibraltar y a la costa de África, antes que al demonio se le ocurrierainventar eso que llaman la Tabacalera.

Los botes ligeros, con sus vientres blancos y azules y el mástilgraciosamente inclinado, formaban una fila avanzada al borde de laplaya, donde se deshacían las olas y una delgada lámina de agua bruñíael suelo cual si fuese de cristal; detrás, con la embetunada panzasobre la arena, estaban las negras barcas del bòu, las parejas queaguardaban el invierno para lanzarse al mar, barriéndolo con su cola deredes; y en último término, los laúdes en reparación, los abuelos, juntoa los cuales agitábanse los calafates, embadurnándoles los flancos concaliente alquitrán, para que otra vez volviesen a emprender sus penosasy monótonas navegaciones por el Mediterráneo: unas veces a las Balearescon sal, otras a la costa de Argel con frutas de la huerta levantina, ymuchas con melones y patatas para los soldados rojos de Gibraltar.

En el curso de un año, la playa cambiaba de vecinos; los laúdes yareparados se hacían a la mar y las embarcaciones de pesca eran armadas ylanzadas al agua; sólo una barca abandonada y sin arboladura permanecíaenclavada en la arena, triste, solitaria, sin otra compañía que la delcarabinero que se sentaba a su sombra.

El sol había derretido su pintura; las tablas se agrietaban y crujíancon la sequedad, y la arena, arrastrada por el viento, había invadidosu cubierta. Pero su perfil fino, sus flancos recogidos y la gallardíade su construcción delataban una embarcación ligera y audaz, hecha paralocas carreras, con desprecio a los peligros del mar. Tenía la tristebelleza de esos caballos viejos que fueron briosos corceles y caenabandonados y débiles sobre la arena de la plaza de toros.

Hasta de nombre carecía. La popa estaba lisa y en los costados ni unaseñal del número de filiación y nombre de la matrícula, un serdesconocido que se moría entre aquellas otras barcas, orgullosas de suspomposos nombres, como mueren en el mundo algunos, sin desgarrar elmisterio de su vida.

Pero el incógnito de la barca sólo era aparente. Todos la conocían enTorresalinas, y no hablaban de ella sin sonreír y guiñar un ojo, como siles recordase algo que excitaba malicioso regocijo.

Una mañana, a la sombra de la barca abandonada, cuando el mar hervíabajo el sol y parecía un cielo de noche de verano, azul y espolvoreadode puntos de luz, un viejo pescador me contó la historia.

—Este falucho—dijo acariciándole con una palmada el vientre seco yarenoso—es El Socarrao, el barco más valiente y más conocido decuantos se hacen al mar desde Alicante a Cartagena.

¡Virgen Santísima!¡El dinero que lleva ganado este condenao!

¡Los duros que han salidode ahí dentro! Lo menos lleva hechos veinte viajes desde Orán a estascostas, y siempre con la panza bien repleta de fardos.

El bizarro y extraño nombre de Socarrao me admiraba algo, y de ello seapercibió el pescador.

—Son motes, caballero; apodos que aquí tenemos, lo mismo los hombresque las barcas. Es inútil que el cura gaste sus latines con nosotros;aquí quien bautiza de veras es la gente. A mí me llaman Felipe; pero sialgún día me busca usted, pregunte por Castelar, pues así me conocen,porque me gusta hablar con las personas y en la taberna soy el único quepuede leer el periódico a los compañeros. Ese muchacho que pasa con elcesto de pescado es Chispas, a su patrón le llaman El Cano, y asíestamos bautizados todos. Los amos de las barcas se calientan elcaletre buscando un nombre bonito para pintarlo en la popa. Una, la Purísima Concepción; otra, Rosa del Mar; aquélla, Los Dos Amigos;pero llega la gente con su manía de sacar motes, y se llaman La Pava, El Lorito, La Medio Rollo, y gracias que no las distingan connombres menos decentes. Un hermano mío tiene la barca más hermosa detoda la matrícula; la bautizamos con el nombre de mi hija: Camila;pero la pintamos de amarillo y blanco, y el día del bautizo se leocurrió decir a un pillo de la playa que parecía un huevo frito. ¿Querráusted creerlo? Sólo con este apodo la conocen.

—Bien—le interrumpí—; pero ¿y El Socarrao?

—Su verdadero nombre era El Resuelto, pero por la prontitud con quemaniobraba y la furia con que acometía los golpes de mar, dieron enllamarle El Socarrao, como a una persona de mal genio... Y ahora vamosa lo que le ocurrió a este pobre Socarraíco hace poco más de un año,la última vez que vino de Orán.

Miró el viejo a todos lados, y convencido de que estábamos solos, dijocon sonrisa bonachona:

—Yo iba en él, ¿sabe usted? Esto no lo ignora nadie en el pueblo; perosi yo se lo digo es porque estamos solos y usted no irá después ahacerme daño. ¡Qué demonio! Haber ido en El Socarrao no es ningunadeshonra. Todo eso de aduanas y carabineros y barquillas de laTabacalera no lo ha creado Dios: lo inventó el gobierno para hacernosdaño a los pobres, y el contrabando no es pecado, sino un medio muyhonroso de ganarse el pan exponiendo la piel en el mar y la libertad entierra.

Oficio de hombres enteros y valientes como Dios manda.

Yo he conocido los buenos tiempos. Cada mes se hacían dos viajes, y eldinero rodaba por el pueblo que era un gusto. Había para todos: para losde uniforme, pobrecitos que no saben cómo mantener su familia con dospesetas, y para nosotros la gente de mar.

Pero el negocio se puso cada vez peor, y El Socarrao hacía sus viajesde tarde en tarde, con mucho cuidado, pues le constaba al patrón quenos tenían entre ojos y deseaban meternos mano.

En la última correría íbamos ocho hombres a bordo. En la madrugadahabíamos salido de Orán, y a mediodía, estando a la altura de Cartagena,vimos en el horizonte una nubecilla negra, y al poco rato un vapor quetodos conocimos. Mejor hubiéramos visto asomar una tormenta. Era elcañonero de Alicante.

Soplaba buen viento. Íbamos en popa, con toda la gran vela de frente yel foque tendido. Pero con estas invenciones de los hombres, la vela yano es nada, y el buen marinero aún vale menos.

No es que nos alcanzaban, no señor. ¡Bueno es El Socarrao para dejarseatrapar teniendo viento! Navegábamos como un delfín, con el cascoinclinado y las olas lamiendo la cubierta; pero en el cañonero apretabanlas máquinas, y cada vez veíamos más grande el barco, aunque no por estoperdíamos mucha distancia. ¡Ah! ¡Si hubiéramos estado a media tarde!Habría cerrado la noche antes que nos alcanzara, y cualquiera nosencuentra en la oscuridad. Pero aún quedaba mucho día, y corriendo a lolargo de la costa era indudable que nos pillarían antes del anochecer.

El patrón manejaba la barra con el cuidado de quien tiene toda sufortuna pendiente de una mala virada. Una nubecilla blanca se desprendiódel vapor y oímos el estampido de un cañonazo.

Como no vimos la bala, comenzamos a reír, satisfechos y hasta orgullososde que nos avisasen tan ruidosamente.

Otro cañonazo, pero esta vez con malicia. Nos pareció que un gran pájaropasaba silbando sobre la barca, y la antena se vino abajo con el cordajeroto y la vela desgarrada. Nos habían desarbolado, y al caer el aparejole rompió una pierna a uno de la tripulación.

Confieso que temblamos un poco. Nos veíamos cogidos, y

¡qué demonio! ira la cárcel como un ladrón por ganar el pan de la familia es algo mástemible que una noche de tormenta. Pero el patrón de El Socarrao eshombre que vale tanto como su barca.

—Chicos, eso no es nada. Sacad la vela nueva. Si sois listos no noscogerán.

No hablaba a sordos, y como listos no había más que pedirnos.

El pobrecompañero se revolvía como una lagartija, tendido en la proa, tentándosela pierna rota, lanzando alaridos y pidiendo por todos los santos untrago de agua: ¡para contemplaciones estaba el tiempo! Nosotrosfingíamos no oírle, atentos únicamente a nuestra faena, separando elcordaje y atando a la antena la vela de repuesto, que izamos a los diezminutos.

El patrón cambió el rumbo. Era inútil resistir en el mar a aquel enemigoque andaba con humo y escupía balas. ¡A tierra, y que fuese lo que Diosquisiera!

Estábamos frente a Torresalinas. Todos éramos de aquí y contábamos conlos amigos. El cañonero, viéndonos con rumbo a tierra, no disparó más.Nos tenía cogidos, y seguro de su triunfo ya no extremaba la marcha. Lagente que estaba en esta playa no tardó en vernos, y la noticia circulópor todo el pueblo. ¡ El Socarrao venía perseguido por un cañonero!

Había que ver lo que ocurrió. Una verdadera revolución: créame usted,caballero. Medio pueblo era pariente nuestro, y los demás comían más omenos directamente del negocio. Esta playa parecía un hormiguero.Hombres, mujeres y chiquillos nos seguían con mirada ansiosa, lanzandogritos de satisfacción al ver cómo nuestra barca, haciendo un últimoesfuerzo, se adelantaba cada vez más a su perseguidor, llevándole unamedia hora de ventaja.

Hasta el alcalde estaba aquí, para servir en lo que fuera bueno.

Y loscarabineros, excelentes muchachos que viven entre nosotros y son casi dela familia, hacíanse a un lado, comprendiendo la situación y noqueriendo perder a unos pobres.

—¡A tierra, muchachos!—gritaba nuestro patrón—. Vamos a embarrancar.Lo que importa es poner en salvo fardos y personas. El Socarrao yasabrá salir de este mal paso.

Y sin plegar casi el trapo, embestimos la playa, clavando la proa en laarena. ¡Señor, qué modo de trabajar! Aún me parece un sueño cuando lorecuerdo. Todo el pueblo se tiró sobre la barca, la tomó por asalto