La Catedral by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Aun después de desaparecer el sacerdote dentro de su casa, siguió lasobrina sonriendo amablemente a Luna.

—¿Usted gusta, don Gabriel?

Con sus ojos audaces de loba hambrienta invitaba a Luna a entrar. Legustaba el porte

«aseñorado», como ella decía, de aquel hombre, lasoltura que le daba su antiguo trato con el mundo. Además, sobre suimaginación de mujer ejercía cierto encanto el misterioso pasado deGabriel, su altivez silenciosa, la vaga fama de sus aventuras y aquellasonrisa un tanto compasiva y desdeñosa con que escuchaba a las gentesdel claustro alto.

Se retiró la insinuante Mariquita y siguió Gabriel sus paseos por elclaustro, después de apurar el jarrito de leche que todas las mañanas lesubía su hermano.

A las ocho salía don Luis, el maestro de capilla, siempre con el manteoterciado teatralmente y el sombrero de teja echado atrás como unaaureola sobre su enorme cabeza. Tarareaba con aire distraído, agitadoperpetuamente por su nerviosa movilidad. Preguntaba con alarma sihabían tocado ya a coro, asustado por las amenazas de multa a causa desu retraso. Gabriel sentíase atraído por este artista eclesiástico quevegetaba despreciado en las últimas capas de la Iglesia, pensando más enla música que en el dogma.

Por las tardes subía Gabriel al camaranchón que habitaba el maestro decapilla en el piso superior de la casa de los Luna. La habitacióncontenía toda la fortuna del artista: una cama de hierro, que era aún ladel Seminario, un armónium, dos bustos de yeso de Beethoven y Mozart yun montón enorme de paquetes de música, de partituras encuadernadas, dehojas sueltas de papel pautado, pero tan grande, tan revuelto y confuso,que con frecuencia se desplomaba, invadiendo con blanco aleteo hasta losúltimos rincones.

—En esto se le van los cuartos—decía el Vara de palo con acento debondadosa reconvención—.

Nunca tendrá un céntimo. Apenas coge la paga, ¡a pedir más papelotes aMadrid! Más le valdría, don Luis, comprarse un sombrero nuevo, aunquefuese modestito, para que los señores del coro no se burlasen de lacobertura que lleva en la cabeza.

En las tardes de invierno, después del coro, el músico y Gabriel serefugiaban en aquella habitación. Los canónigos, huyendo del viento fríoo de la lluvia, daban su paseo diario por las galerías del claustroalto, con el afán de no privarse de este ejercicio a que estabaacostumbrada su metódica existencia. El agua del cielo golpeaba losvidrios de la ventana del camaranchón. A la claridad triste y gris de latarde hojeaba el maestro los cuadernos o hacía correr sus manos sobre elarmónium, conversando con Gabriel, que se sentaba en la cama.

Enardecíase el músico hablando de sus adoraciones artísticas. En mitadde una peroración entusiasta callaba, inclinándose ante el armónium, ylas melodías del instrumento llenaban el cuarto, descendiendo por laescalera hasta llegar a los paseantes del claustro como un eco lejano.De repente, cesaba de tocar en el pasaje más interesante y reanudaba sucharla, como temiendo que en su continua distracción se le evaporasenlas ideas.

El silencioso Luna era el único auditorio que había encontrado en lacatedral, el primero que le escuchaba largas horas sin burlarse nitenerlo por loco; antes bien, mostraba con sus breves interrupciones ypreguntas el gusto con que le oía. El final de la conversación todas lastardes era el mismo: la grandeza de Beethoven, ídolo del sacerdoteartista.

—Le he amado toda mi vida—decía el maestro de capilla—. A mí me educóun fraile jerónimo, un exclaustrado viejo, que, después de abandonar elconvento, corrió algo de mundo como profesor de violoncelo. LosJerónimos fueron los grandes músicos de la Iglesia. Usted no sabrá esto;yo tampoco lo sabría si poco después de nacer no me hubiese tomado bajosu protección aquel santo hombre, que fue para mí un verdadero padre.Parece que cada orden religiosa se dedicaba en sus buenos tiempos a unaespecialidad. Unos, creo que los benedictinos, anotaban libros viejos;otros fabricaban licores para las damas; los de más allá tenían unasmanos de oro para jaulas de pájaros, y los Jerónimos estudiaban sieteaños de música, dedicándose cada uno al instrumento de su preferencia. Aellos se debe que se conservara en las iglesias de España un poco, unpoquito nada más, de buen gusto musical. ¡Y qué orquestas, según mecontaba mi padrino, formaban los Jerónimos en sus conventos! Para lasseñoras era una gloria ir los domingos por la tarde al locutorio, dondeencontraban a los buenos Padres, cada uno de los cuales resultaba unprofesorazo instrumentista. Eran los únicos conciertos de aquella época.Con la pitanza asegurada, sin tener que preocuparse de casa ni vestido yteniendo el amor al arte por toda obligación, figúrese usted, Gabriel,qué musicotes podrían salir. Por eso, cuando echaron a los frailes desus conventos, los Jerónimos no salieron mal librados. Nada de mendigarmisas por las iglesias ni vivir de gorra con las familias devotas.Tenían para ganarse el pan un arte estudiado concienzudamente, y secolocaron en seguida en las catedrales como organistas y maestros decapilla. Los cabildos se los disputaban. Algunos fueron más audaces, yganosos de ver de cerca aquel mundo musical que se les aparecía dentrode sus conventos como un paraíso fantástico, entraron en las orquestasde los teatros, viajaron, hicieron sus calaveradas allá por Italia,transformándose de tal modo, que ni en cien años los hubiera reconocidosu antiguo prior.

Uno de éstos fue mi padrino. ¡Qué hombre! Era un buencristiano, pero de tal modo se había entregado a la música, que en élquedaba muy poco del antiguo fraile. Cuando le anunciaban, que pronto serestablecerían los conventos, levantaba los hombros con indiferencia. Leinteresaba más una sonata nueva. Pues bien, Gabriel: aquel hombre teníafrases que han quedado en mi memoria para siempre. Un día, siendo yoniño, me llevó en Madrid a una reunión de músicos amigos que ejecutabanpara ellos solos el famoso Septimino. ¿Lo conoce usted? La obra más«fresca» y más graciosa de Beethoven. Recuerdo a mi padrino saliendo dela audición ensimismado, con la cabeza baja, tirando de mí, que apenaspodía seguir sus grandes zancadas. Cuando llegamos a casa, me mirófijamente, como si yo fuese una persona mayor. «Oye, Luis—me dijo—, yacuérdate bien de esto. En el mundo no hay más que un "Señor": NuestroSeñor Jesucristo, y dos "señoritos": Galileo y Beethoven...»

El músico miró amorosamente el busto de yeso que desde una rinconeracontemplaba el cuartucho con entrecejo de león y ojos huraños de sordo.

—Yo no conozco a Galileo—continuó don Luis—. Sé que fue un sabio, ungenio de la ciencia.

No soy más que un músico y entiendo poco de estascosas. Pero a Beethoven lo adoro, y creo que mi padrino se quedó corto.Es un dios, es el hombre más extraordinario que ha producido el mundo.¿No lo cree usted así, Gabriel?

Vibrantes sus nervios por el entusiasmo, poníase de pie y paseaba porla habitación, pisoteando los papeles esparcidos por el suelo.

—¡Ah, cómo le envidio a usted, Gabriel, que ha corrido mundo y ha oídotan buenas cosas! La otra noche no pude dormir pensando en lo que ustedme contó de su vida en París: aquellas tardes de los domingos, tanhermosas, corriendo después de almorzar, unas veces a los conciertos deLamoreux, otras a los de Colonna, dándose un hartazgo de sublimidad...¡Y yo aquí encerrado, sin otra esperanza que dirigir alguna misitarossiniana en las grandes festividades...! Mi único consuelo es leermúsica, enterarme por la lectura de las grandes obras que tantos tontosoirán en las ciudades dormitando o aburriéndose. Ahí tengo en ese montónlas nueve sinfonías del

«Hombre», sus innumerables sonatas, su misa, ycon él a Haydn, a Mozart, a Mendelssohn, a todos los grandes tíos, enuna palabra. Hasta tengo a Wagner. Los leo, toco en el armónium lo quees posible, ¿y qué...? Es como si a un ciego le describieran con granelocuencia el dibujo de un cuadro y sus colores. Enterrado en esteclaustro, sé, como el ciego, que hay en el mundo cosas muy hermosas...pero de oídas.

El maestro de capilla guardaba del año anterior un recuerdo defelicidad, y hablaba de él con entusiasmo. Por indicación delcardenal-arzobispo había ido a Madrid a formar parte de un tribunal deoposiciones para organistas.

—Fue la gran temporada, Gabriel: la mejor de mi vida. Una noche conocía Wagner, pero sin tapujos, como quien dice en su propia salsa. Vestidocon ropas de un violinista amigo que algunas veces toca en las fiestasde Toledo, oí La Walkyria en el paraíso del Real. Otra noche asistí aun concierto. La gran noche, Gabriel, ¡como quien dice nada! La NovenaSinfonía de este tío feo, de este sordo mal genio que estáescuchándonos.

Y de un salto, el músico llegó hasta el busto, besándolo con humildadinfantil, como un niño acaricia al padre ceñudo e imponente.

—Usted conoce la Novena Sinfonía, ¿verdad, Gabriel? ¿Y quéexperimentó usted al oírla...? A mí, con la música me ocurren cosasraras: cierro los ojos y veo paisajes desconocidos, caras extrañas; y esnotable que tantas veces como oigo las mismas obras se repiten idénticasvisiones.

Si hablo de esto con las gentes de abajo, me llaman loco. Perousted es de los míos, y no temo que se burle. Hay pasajes musicales queme hacen ver el mar, azul, inmenso, con olas de plata (y eso que yonunca he visto el mar); otras obras desarrollan ante mí bosques,castillos, grupos de pastores y rebaños blancos. Con Schubert veosiempre dúos de amantes suspirando al pie de un tilo, y ciertos músicosfranceses hacen desfilar por mi imaginación hermosas señoras que paseanentre parterres de rosales vestidas de color violeta, siempre violeta. Yusted, Gabriel, ¿no ve cosas?

El anarquista asintió. Sí; también despertaba en él la música un mundofantástico, de visiones más bellas que la realidad.

—Yo—continuó el sacerdote—me acuerdo de lo que me hizo ver la Novena,lo veo ahora con sólo tararear algunos de sus pasajes. ¡Oh, aquel scherzo tan gracioso, con sus originales trémolos de timbal! Meparece, oyéndolo, que Dios y su corte de santos han salido del cielo adar un paseo, dejando a los angelitos dueños de la casa. ¡Amplialibertad!, ¡juerga general! La celeste chiquillería, sin respeto alguno,salta de nube en nube, se entretiene en deshojar sobre la tierra lasguirnaldas de flores que han dejado olvidadas las santas. Uno abre elcompartimiento de la lluvia y la hace caer sobre el mundo; otro seacerca a la llave de los truenos y la toca: ¡redoble espeluznante queturba el jugueteo y los pone en fuga! Pero vuelven otra vez y continúala ronda graciosa, repitiéndose de nuevo las ruidosas travesurascortadas por los truenos. ¿Y el adagio?

¿Qué me dice usted de él?¿Conoce algo más dulce, más amoroso y de tan divina serenidad? Los sereshumanos no llegarán a hablar así por más progresos que hagan. Juntostodos los amantes famosos, no encontrarían las inflexiones de ternurade aquellos instrumentos que parecen acariciarse. Oyéndolo, pensaba enesos techos pintados al fresco con figuras mitológicas. Veía desnudeces,carnes jugosas de suaves curvas, algo así como Apolo y Venusrequebrándose sobre un montón de nubes de color de rosa a la luz de orodel amanecer.

—Capellán, que se cae usted—dijo Gabriel—. Eso no es muy cristiano.

—Pero es artístico—dijo con sencillez el músico—. Yo me ocupo poco dereligión. Creo lo que me enseñaron, y no me tomo el trabajo de averiguarmás. Sólo me preocupa la música, que alguien ha dicho que será «lareligión del porvenir», la manifestación más pura del ideal. Todo lo quees hermoso me gusta y creo en ello como en una obra de Dios. «Creo enDios y en Beethoven», como dijo su discípulo.... Además, ¿qué religióntiene la grandeza de la música?

¿Conoce usted el último cuarteto queescribió Beethoven? Se sentía morir, y al borde de la partitura escribióesta pregunta aterradora: «¿Es preciso?» Y más abajo añadió: «Sí; espreciso, es preciso.» Era necesario morir, siendo un genio, abandonar lavida cuando aún llevaba en la cabeza tantas sublimidades, pagar eltributo a la renovación humana, sin consideración a su majestad desemidiós. Y entonces escribió este lamento, esta despedida a la vida,cuya grandeza no puede ser igualada por ningún canto, por ningunapalabra de la religión.

El músico se sentó ante el armónium, y durante largo rato hizo sonar elúltimo lamento del genio, su queja dolorosa al transponer el umbral dela vida, no desesperada y temblona por el miedo a lo desconocido, sinode una melancolía varonil, que se sumerge en la eterna sombra con laconfianza de que la nada roerá inútilmente su gloria.

Estas tardes de comunión artística en aquel rincón de la catedraladormecida ligaban a los dos hombres con un afecto creciente. El músicohablaba, hojeaba cantando sus partituras, o hacía sonar el armónium; elrevolucionario le escuchaba silencioso, sin interrumpir a su amigo másque con la tos de su pecho enfermo. Eran tardes de dulce tristeza, enlas que se compenetraban aquellos dos hombres: el uno, soñando con salirde la cárcel de piedra de la catedral para ver el mundo; el otro, deregreso de la vida, herido y desalentado, contento del obscuro reposo dela hermosa ruina y guardando con prudente silencio el secreto de supasado. El arte brillaba para ellos como un rayo de sol en el ambientegris y monótono de la catedral.

Al encontrarse en el claustro por las mañanas, el diálogo era siempreparecido entre los dos amigos.

—A la tarde, ¿eh?—decía misteriosamente el maestro de capilla—. Tengopapeles frescos.

Vamos a paladear una novedad que me traerán hoy.Además, escribí anoche una cosita.

Y el anarquista contestaba afirmativamente, contento de servir en ciertomodo de entretenimiento a aquel paria del arte, que veía en él su únicoauditorio y le agasajaba para retenerlo.

Mientras duraban los oficios divinos, Gabriel paseaba solo por elclaustro. Todos los hombres estaban en la catedral, excepto el zapateroque enseñaba los gigantones. Cansado de la charla de las mujeresasomadas a las puertas de las Claverías, subía a la habitación delcampanero, su antiguo camarada de armas, o descendía al jardín por lamonumental escalera de Tenorio cuando estaba abierta o por el arco delArzobispo atravesando la calle.

Gustábale pasar una hora entre los árboles. Encontraba en el jardíniguales recuerdos de su familia que en la habitación de arriba.Fatigado, además, de tropezar siempre en sus paseos con muros de piedraque le recordaban la cárcel, necesitaba la movilidad de la vegetaciónacariciada por el viento, forjándose la ilusión de que vivía libre enplena campiña.

En el cenador, donde había visto a su padre en otra época, casi inmóvilpor la vejez, voceando a su hijo mayor, que acogía resignado todas susindicaciones, encontraba ahora a la tía Tomasa haciendo calceta ysiguiendo con ojos vigilantes el trabajo de un mocetón que había tomadoa su servicio.

La tía de Gabriel era la persona más importante de las Claverías. Supalabra valía tanto como la de don Antolín. El Vara de plata la temía,inclinándose ante la poderosa protección que todos adivinaban detrás dela pobre mujer. En los tiempos que su padre, abuelo materno de Gabriel,era sacristán de la catedral, ejercía las funciones de monaguillo unchicuelo, sobrino de cierto beneficiado que acabó por costearle lacarrera en el Seminario. El monaguillo de medio siglo antes era ahorapríncipe de la Iglesia y cardenal-arzobispo de Toledo. La vieja Tomasa yél se habían conocido de niños, peleándose en el claustro alto por laposesión de una estampita o haciendo jugarretas a los mendigos queacupaban la puerta del Mollete. El imponente don Sebastián, que hacíatemblar con una mirada al cabildo y a todos los curas de la diócesis,mostrábase alegre, fraternal y confianzudo cuando de tarde en tarde veíaa Tomasa. Era el único recuerdo vivo que quedaba de su infancia en lacatedral. Besábale la vieja el anillo con gran reverencia, pero acontinuación le hablaba como a un individuo de su familia, faltándolapoco para tutearle. El cardenal, rodeado a todas horas por el temor y laadulación, necesitaba de vez en cuando el trato franco y descuidado dela jardinera. Según afirmaban las gentes de la catedral, la señoraTomasa era la única que podía decirle las verdades cara a cara a SuEminencia. Y los vecinos de las Claverías sentían halagado su orgullo deparias cuando veían al príncipe eclesiástico arrastrar su sotana devivos rojos por los andenes de piedra para sentarse en el cenador ycharlar más de una hora con la vieja, mientras los familiarespermanecían respetuosamente de pie en la puerta de la verja.

A Tomasa no le enorgullecía este honor. Para ella, el príncipeeclesiástico no era más que un compañero de la infancia que había tenidocierta suerte. Á lo sumo, era don Sebastián, sin pasar más adelante entratamientos y fórmulas de respeto. Pero su familia sabía aprovecharsede esta amistad, especialmente su yerno, el Azul de la Virgen, uncamándulas, según decía la vieja, que hacía dinero hasta de lastelarañas del templo; una hormiga insaciable que, valiéndose de laamistad del cardenal y su suegra, iba adquiriendo nuevos privilegios,sin que sacerdotes y sacristanes osasen la menor protesta contra élviéndole tan bien protegido.

Gabriel gustaba mucho del trato con su tía. Era la única persona nacidaen el claustro que parecía haberse librado del influjo adormecedor deltemplo. Amaba a la catedral como su casa solariega, pero no parecíanimponerle gran respeto los santos de las capillas ni las dignidadeshumanas que se sentaban en el coro. Reía con la alegría de una vejezsana y plácida; sus sesenta años, como ella afirmaba, estaban limpios detodo daño al semejante. Su lenguaje era algo irrespetuoso y libre, comode mujer que ha visto mucho y no cree en las majestades humanas ni enlas virtudes inexpugnables. El fondo de su carácter era la tolerancia,la compasión para todos los defectos, pero se indignaba contra los quepretendían ocultarlos.

—Todos son hombres, Gabriel—decía a su sobrino, hablando de losseñores de la catedral—.

Don Sebastián es hombre también. Todospecadores, y con mucho que responder ante Dios. No pueden ser de otramanera, y yo los excuso. Pero créeme, sobrino; muchas veces me dan ganasde reír cuando veo a la gente arrodillada ante ellos. Yo creo en laVirgen del Sagrario y un poquito en Dios; ¿pero en esos señores? ¡Si losconocieran como yo...! Pero, en fin, todos hemos de vivir, y lo malo noes tener defectos, sino ocultarlos, hacer la comedia como elsinvergüenza de mi yerno, que ahí donde lo ves, grandote como uncastillo, se da golpes de pecho, besa el suelo lo mismo que las beatas,está deseando mi muerte, creyendo que guardo algo en mi arcón, y quitalo que puede del cepillo de la Virgen, y roba las velas y hace trampasen el cobro de las misas, y ya estaría en la calle si no fuese por mí,que pienso en mi hija, siempre enferma, y en los pobrecitos de misnietos.

Cuando Gabriel bajaba a verla en el jardín, le recibía con el mismosaludo:

—¡Hola, estantigua! Hoy tienes mejor cara; te vas apañando. Parece quetu hermano te sacará adelante con tantos cuidados.

Luego venía la comparación entre su vejez sana y vigorosa y aquellajuventud arruinada que se defendía tenazmente de la muerte.

—Aquí ves mis sesenta años: ni una enfermedad en toda mi vida. Verano einvierno, nunca oigo las cuatro en la cama; tengo la dentadura completay como lo mismo que cuando don Sebastián venía con su sotana roja demonago a quererme quitar una parte del almuerzo.

Vosotros los Lunasiempre habéis sido flojuchos; tu padre, antes de llegar a mi edad, nopodía menearse y se quejaba del reúma y de la humedad de este jardín. Enél estoy yo, y nada: me encuentro lo mismo que cuando no bajaba de lasClaverías. Nosotros los Villalpando somos de hierro: por algodescendemos de aquel famoso Villalpando que hizo la reja del altar mayory la Custodia y un sinnúmero de maravillas. Debía ser un gigantón, ajuzgar por la facilidad con que retorcía y moldeaba toda clase demetales.

La ruina física de Gabriel despertaba en ella honda conmiseración,evocando al mismo tiempo maliciosas suposiciones.

—¡Lo que te habrás divertido por esos mundos!, ¿eh, sobrino? Para ti,la guerra fue una perdición. Ahora estarías en tu silla del coro, y¡quién sabe si llegarías a ser otro don Sebastián!

La verdad es que él,de muchacho, dio menos que hablar que tú en el Seminario, y no era unprodigio de sabiduría.... Pero viste mundo, le tomaste el gusto a esospaíses donde dicen que hay unas señoronas muy guapas, con cada sombrerocomo un quitasol. Tú estás hecho ahora un mamarracho de feo, pero anteseras guapo; te lo digo yo, que soy tu tía, y ¡claro!, así has vuelto deenfermo y desmirriao. Has vivido muy aprisa. ¡A saber qué cosas habráshecho por el mundo, camastrón! ¡Y tu pobre madre que te criaba parasanto! ¡Buena santidad nos dé Dios...! No me lo niegues, no te hagas elbueno: las mentiras me enfadan. Te has divertido, y has hecho bien; hascogido por los pelos todas las ocasiones. Lo malo es cómo te hasquedado, cómo has vuelto por aquí, que da lástima verte. He conocido amuchos como tú. Yo no sé qué tienen las gentes de Iglesia, qué espíritumalo llevan dentro, que cuando se echan a la vida es para no parar, yarden y arden sin prudencia alguna hasta que no queda ni el cabo. Comotú han pasado muchos por el Seminario.

Una mañana, Gabriel hizo a su tía una pregunta que llevaba preparadamucho tiempo sin osar formularla. Quería saber qué era de su sobrinaSagrario y lo que había ocurrido en casa de su hermano.

—Usted que es tan buena, tía, usted me lo dirá. Todos parece que temanhablar de eso. Hasta mi sobrino el Tato, que es tan parlanchín ydespelleja a todos los de las Claverías, calla cuando le pregunto algo.¿Qué ocurrió, tía...?

Se ensombreció el rostro de la vieja.

—Una gran desgracia, hijo; lo que nunca se había visto en el claustroalto. Las locuras del mundo entraron en la catedral, y fueron a hacernido justamente en la casa más honrada, más antigua y más respetable delas Claverías. Todos somos buenos; al fin, gentes que no hemos visto elmundo ni por un agujero y vivimos aquí como en conserva; pero los Lunahabéis sido de lo bueno lo mejor; y no digamos de los Villalpando, queos vienen a la zaga. ¡Ay, si tu madre levantase la cabeza! ¡Si tu padreviviera...! Yo a quien doy toda la culpa es a tu hermano, por buenazo,por simple, por esa maldita manía de todos los padres, que desafían elpeligro con la esperanza de colocar bien a las hijas....

—Pero ¿cómo fue, tía? ¿Qué pasó entre mi sobrina y el cadete?

—Lo que pasa con frecuencia en el mundo y aquí no había ocurrido nunca.Mil veces le sermoneé a tu hermano: «Mira, Esteban, que ese señorito noes para tu hija.» Muy simpático, muy vivaracho, llevando el uniforme dela Academia como nadie y capitaneando el grupo más endiablado de cadetesen sus calaveradas por toda la ciudad. Además, hijo de una gran familia;señorones adinerados que nunca le dejaban ir por Toledo con el bolsillovacío. Y ella, la pobre Sagrario, bobita de amor, chalada por su cadete,orgullosa cuando paseaba los domingos por Zocodover o el Miradero entresu madre y aquel novio tan apuesto que le envidiaban las señoritas de laciudad. La hermosura de tu sobrina hacía hablar a todo Toledo. Las delColegio de Doncellas Nobles la apodaban por envidia «la sacristana de lacatedral»; pero ella, la pobrecita, sólo vivía para su cadete, y parecíaquerer bebérselo con sus ojazos azules. El bestia de tu hermano lodejaba entrar en su casa, muy orgulloso del honor que hacía a lafamilia. Ya sabes, Gabriel: la eterna ceguera de ciertos toledanos demedio pelo, que aceptan como una gloria el noviazgo del cadete con laniña, a pesar de que son rarísimos los casos en que estos amores lleganal matrimonio. Aquí no hay mujer que posea un mediano palmito y seescape de haber tenido su miaja de encariñamiento por unos pantalonescolorados. Hasta yo misma recuerdo que de chica me atusaba el pelo y meestiraba la falda cuando oía arrastrar un sable por las losas delclaustro. Es una ceguera que pasa de madres a hijas, y eso que ellos,los malditos, tienen sus primas o sus novias allá en su tierra, y aellas vuelven así que salen de la Academia.

—Bueno, tía; pero ¿en qué paró lo de mi sobrina?

—Cuando el tal señorito salió teniente, su familia consiguió que lodestinaran a Madrid. La despedida fue cosa de teatro. Yo creo que hastael bragazas de tu hermano y la simple de su mujer (que en gloria esté)lloraron como si fueran ellos la novia. Los muchachos se cogían las dosmanos, y así se estaban las horas, mirándose en los ojos como siquisieran comerse. Él estaba más tranquilo: prometía venir todos losdomingos, escribir todos los días. Al principio así lo hizo; perodespués pasaron las semanas sin viaje y el cartero subió con menosfrecuencia a las Claverías, hasta que llegó a no subir.... Se acabó: elseñorito teniente tenía en Madrid otras ocupaciones. Tu pobre sobrina sepuso perdida: se desvanecieron los Colores de su cara; ya no era aquelalbaricoque fresquito, de piel fina, que daba ganas de morderlo. Llorabapor los rincones como una Magdalena... y un día, la muy loca, voló... yhasta ahora....

—Pero ¿adónde fue? ¿No la buscaron?

—Tu hermano se puso perdido. ¡Pobre Esteban! Algunas noches losorprendimos en ropas menores en el claustro alto, tieso como un poste,mirando al cielo fijamente con unos ojos que parecían de vidrio. Nohabía que hablarle de buscar a la chica: se enfurecía. El escándaloestaba dado, y no quería agravarlo recogiéndola, haciendo entrar a unaperdida en la Iglesia Primada, en la honrada casa de los Luna. Más de unaño estuvimos en las Claverías como aplastados por este suceso. Parecíaque todos llevábamos luto. ¡Ya ves: ocurrir esto en la catedral, aquí,donde pasan los años en santa tranquilidad, sin que nos digamos unapalabra más alta que la otra...! Yo me acordé entonces de ti. Parecíaimposible que de los Luna, tan tranquilos y formalotes, hubiese podidosalir una muchacha con redaños bastantes para escapar a ese Madrid,donde nunca había estado, juntándose con su hombre, sin miedo a Dios y alas gentes. ¿A quién podía parecérsele la mosquita muerta? A su tío, aGabriel, que iba para santo, y sin embargo, después de hacer la guerracomo un lobo, rodaba por el mundo lo mismo que los gitanos.

Gabriel no protestó del concepto que la tía se forjaba de su pasado.

—Y después de la fuga, ¿qué ha sabido usted de la chica?

—Al principio, mucho; después, ni una palabra. Vivían en Madrid los dosjuntos, recatándose de la gente, en santa tranquilidad, como si fuesenmarido y mujer. Esto duró algún tiempo, y yo misma, al saber talescosas, dudaba de mi malicia, pensando si el muy condenado se habríavuelto buena persona y acabaría casándose con Sagrario. Pero al año seterminó todo. Él estaba cansado y la familia intervino para que lacalaverada no cortase el porvenir del muchacho. Hasta buscaron a lapolicía para que, amenazando a la chica, no molestase más al oficialetecon sus terquedades de abandonada. Luego... nada sé de cierto. De vez encuando me han dicho algo los que van a Madrid. La han visto algunos,pero mejor hubiese sido que no la vieran. Una vergüenza, Gabriel; unadeshonra para vuestra familia, que es la mía. Esa infeliz es lo peor delo peor. Me han dicho que ha estado muy enferma; creo que aún lo está;figúrate: ¡esa vida!, ¡y durante cinco años!, ¡lo que le habrá ocurridoa la infeliz...! ¡Y pensar que es la hija de mi hermana!

Hablaba la señora Tomasa con voz conmovida.

—Después, Gabriel, ya sabes lo que ocurrió aquí. Se murió tu pobrecuñada, no sabemos de qué. Fue cosa de pocos días; tal vez de vergüenza,pues murió diciendo que ella era la culpable de todo. La partía elcorazón ver cómo había quedado tu hermano después del suceso. Siempre hasido Esteban poco cosa, pero luego de lo de su hija quedó comoimbécil... ¡Ay, muchacho!

También me ha tocado algo a mí. Así como meves, tan alegre, tan satisfecha de vivir, a ratos se me clava aquí en lafrente el recuerdo de esa infeliz, y como mal y duermo peor, pensandoque una criatura que al fin lleva mi sangre va perdida por el mundo,sirviendo de juguete a los hombres, sin que nadie la ampare, como siestuviera sola, como si no tuviese familia.