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LA CATEDRAL

Vicente Blasco Ibáñez

Portada de C. SANROMA

Primera edición: Enero, 1978

Editado por PLAZA & JANES, S.A., Editores

Virgen de Guadalupe, 21-33. Esplugas de Llobregat (Barcelona) Printed in Spain—Impreso en España

ISBN: 84-01-48014-0—Depósito Legal: B. 134-1978

GRAFICAS GUADA, S.A.—Virgen de Guadalupe, 33

Capítulos:

IIIIIIIVVVIVIIVIIIIX

I

Comenzaba a amanecer cuando Gabriel Luna llegó ante la catedral. En lasestrechas calles toledanas todavía era de noche. La azul claridad delalba, que apenas, lograba deslizarse entre los aleros de los tejados, seesparcía con mayor libertad en la plazuela del Ayuntamiento, sacando dela penumbra la vulgar fachada del palacio del arzobispo y las dos torresencaperuzadas de pizarra negra de la casa municipal, sombríaconstrucción de la época de Carlos V.

Gabriel paseó largo rato por la desierta plazuela, subiéndose hasta lascejas el embozo de la capa, mientras tosía con estremecimientosdolorosos. Sin dejar de andar, para defenderse del frío, contemplaba lagran puerta llamada del Perdón, la única fachada de la iglesia queofrece un aspecto monumental. Recordaba otras catedrales famosas,aisladas, en lugar preeminente, presentando libres todos sus costados,con el orgullo de su belleza, y las comparaba con la de Toledo, laiglesia-madre española, ahogada por el oleaje de apretados edificios quela rodean y parecen caer sobre sus flancos, adhiriéndose a ellos, sindejarla mostrar sus galas exteriores más que en el reducido espacio delas callejuelas que la oprimen. Gabriel, que conocía su hermosurainterior, pensaba en las viviendas engañosas de los pueblos orientales,sórdidas y miserables por fuera, cubiertas de alabastros y filigranaspor dentro. No en balde habían vivido en Toledo, durante siglos, judíosy moros. Su aversión a las suntuosidades exteriores parecía haberinspirado la obra de la catedral, ahogada por el caserío que se empuja yarremolina en torno de ella como si buscase su sombra.

La plazuela del Ayuntamiento era el único desgarrón que permitía alcristiano monumento respirar su grandeza. En este pequeño espacio decielo libre, mostraba a la luz del alba los tres arcos ojivales de sufachada principal y la torre de las campanas, de enorme robustez ysalientes aristas, rematada por la montera del «alcuzón», especie detiara negra con tres coronas, que se perdía en el crepúsculo invernalnebuloso y plomizo.

Gabriel contemplaba con cariño el templo silencioso y cerrado, dondevivían los suyos y había transcurrido lo mejor de su vida. ¡Cuántos añossin verlo! ¡Con qué ansiedad aguardaba a que abriesen sus puertas...!

Había llegado a Toledo la noche anterior en el tren de Madrid. Antes deencerrarse en un cuartucho de la «Posada de la Sangre»—el antiguo«Mesón del Sevillano», habitado por Cervantes—había sentido una ansiosanecesidad de ver la catedral; y pasó más de una hora en torno de ella,oyendo el ladrido del perro que guardaba el templo y rugía alarmado alpercibir ruido de pasos en las callejuelas inmediatas, muertas ysilenciosas. No había podido dormir. Le quitaba el sueño verse en sutierra después de tantos años de aventuras y miserias. De noche aún,salió del mesón para aguardar cerca de la catedral el momento en que laabrieran.

Para entretener la espera, iba repasando con la vista las bellezas ydefectos de la portada, comentándolos en alta voz, como si quisierahacer testigos de sus juicios a los bancos de piedra de la plaza y sustristes arbolillos. Una verja rematada por jarrones del siglo XVIII seextendía ante la portada, cerrando un atrio de anchas losas, en el cualverificábanse en otros tiempos las aparatosas recepciones del cabildo yadmiraba la muchedumbre los gigantones en días de gran fiesta.

El primer cuerpo de la fachada estaba rasgado en el centro por la puertadel Perdón, arco ojival enorme y profundo, que se estrecha siguiendo lagradación de sus ojivas interiores, adornadas con imágenes de apóstoles,calados doseletes y escudos con leones y castillos. En el pilar quedivide las dos hojas de la puerta, Jesús, con corona y manto de rey,flaco, estirado, con el aire enfermizo y mísero que los imaginerosmedioevales daban a sus figuras para expresar la divina sublimidad. Enel tímpano, un relieve representaba a la Virgen rodeada de ángeles,vistiendo una casulla a San Ildefonso, piadosa leyenda repetida envarios puntos de la catedral, como si fuese el mejor de los blasones. Aun lado, la puerta llamada de la Torre; al otro, la de los Escribanos,por la que entraban en otros tiempos, con gran ceremonia, losdepositarios de la fe pública a jurar el cumplimiento de su cargo; lasdos con estatuas de piedra en sus jambas y rosarios de figurillas yemblemas que se desarrollaban entre las aristas hasta llegar a lo másalto de la ojiva.

Encima de estas tres puertas, de un gótico exuberante, se elevaba elsegundo cuerpo, de arquitectura grecorromana y construcción casimoderna, causando a Gabriel Luna la misma molestia que si un trompetazodiscordante interrumpiese el curso de una sinfonía. Jesús y los doceapóstoles, todos de tamaño natural, estaban sentados a la mesa, cada unoen su hornacina, encima de la portada del centro, limitados por doscontrafuertes como torres que partían la fachada en tres partes. Másallá extendían sus arcadas de medio punto dos galerías de palacioitaliano, a las que más de una vez se había asomado Gabriel cuandojugaba, siendo niño, en la vivienda del campanero.

«La riqueza de la iglesia—pensaba Luna—fue un mal para el arte. En untemplo pobre se hubiese conservado la uniformidad de la fachada antigua.Pero cuando los arzobispos de Toledo tenían once millones de renta yotros tantos el cabildo, y no se sabía qué hacer del dinero, seiniciaban obras, se hacían reconstrucciones, y el arte decadente paríamamarrachos como la Cena.»

A continuación se elevaba el tercer cuerpo, dos grandes arcos que dabanluz al rosetón de la nave central, coronado todo por una barandilla decalada piedra que seguía las sinuosidades de la fachada entre las dosmasas salientes que la resguardan: la torre y la capilla Mozárabe.

Gabriel cesó en su contemplación, viendo que no estaba solo ante eltemplo. Era casi de día.

Pasaban rozando la verja algunas mujeres con lacabeza baja y la mantilla sobre los ojos. En las baldosas de la acerasonaban las muletas de un cojo, y más allá de la torre, bajo el granarco que pone en comunicación el palacio del arzobispo con la catedral,reuníanse los mendigos para tomar sitio en la puerta del claustro.Devotas y pordioseros se conocían. Eran todas las mañanas los primerosocupantes del templo. Este encuentro diario establecía en ellos ciertafraternidad, y entre carraspeos y toses se lamentaban del frío de lamañana y de lo tardo que era el campanero en bajar a la iglesia.

Se abrió una puerta más allá del arco del Arzobispo, la de la escaleraque conducía a la torre y las habitaciones del claustro alto, ocupadaspor los empleados del templo. Un hombre atravesó la calle agitando ungran manojo de llaves, y rodeado de la clientela madrugadora comenzó aabrir la puerta del claustro bajo, estrecha y ojival como una saetera.Gabriel le conocía: era Mariano el campanero; y para evitar que pudieseverle, permaneció inmóvil en la plaza, dejando que se precipitasen porla puerta del Mollete las gentes ansiosas de penetrar en la Primada,como si pudieran robarlas el sitio.

Por fin se decidió a seguirlas, y bajó los siete escalones del claustro,pues la catedral, edificada en un barranco, se halla más baja que lascalles contiguas.

Todo estaba lo mismo. A lo largo de los muros, los grandes frescos deBayeu y Maella representando los trabajos y grandezas de San Eulogio,sus predicaciones en tierra de moros y las crueldades de la gente infielde gran turbante y enormes bigotes que golpea al santo. En la parteinterior de la puerta del Mollete, el horrendo martirio del niño de LaGuardia, la leyenda nacida a la vez en varios pueblos católicos al calordel odio antisemita: el sacrificio del niño cristiano por judíos detorva catadura, que lo roban de su casa y lo crucifican para arrancarleel corazón y beber su sangre.

La humedad iba descascarillando y borrando gran parte de esa pinturanovelesca que orlaba la ojiva como la portada de un libro; pero Gabrielaún vio la horrible cara del judío puesto al pie de la cruz y el gestoferoz del otro que, con el cuchillo en la boca, se inclina paraentregarle el corazón del pequeño mártir: figuras teatrales que más deuna vez habían turbado sus ensueños de niño.

El jardín, que se extiende entre los cuatro pórticos del claustro,mostraba en pleno invierno su vegetación helénica de altos laureles ycipreses, pasando sus ramas por entre las verjas que cierran los cincoarcos de cada lado hasta la altura de los capiteles. Gabriel miró largorato el jardín, que está más alto que el claustro. Su cara se hallaba alnivel de aquella tierra que en otros tiempos había trabajado su padre.Por fin volvía a ver aquel rincón de verdura; el patio convertido envergel por los canónigos de otros siglos. Su recuerdo le habíaacompañado cuando paseaba por el inmenso Bosque de Bolonia y por elHyde-Park de Londres. Para él, el jardín de la catedral de Toledoresultaba el más hermoso de los jardines, por ser el primero que habíavisto en su vida.

Los pordioseros sentados en los escalones de la puerta le mirabancuriosamente, sin atreverse a tenderle la mano. No sabían si aqueldesconocido madrugador, con capa raída, sombrero ajado y botas viejas,era un curioso o uno del oficio que buscaba sitio en la catedral parapedir limosna.

Molestado por este espionaje, Luna siguió adelante por el claustro,pasando ante las dos puertas que lo ponen en comunicación con el templo.La llamada de la Presentación, toda de piedra blanquísima, es una alegremuestra del arte plateresco, cincelada cual una joya, con adornoscaprichosos y alegres de juguete. A continuación venía el respaldo delhueco de la escalera por la que los arzobispos descienden desde supalacio a la iglesia, un muro de junquillos góticos y grandes escudos, ycasi a ras del suelo, la famosa «piedra de luz», delgada lámina demármol transparente como un vidrio, que alumbra la escalera y es laprincipal admiración de los rústicos que visitan el claustro. Después,la puerta de Santa Catalina, negra y dorada, con gran riqueza defollajes policromos, castillos y leones en las jambas y dos estatuas deprofetas.

Gabriel se alejó algunos pasos, viendo que por la parte de adentroabrían el postigo de esta portada. Era el campanero, que acababa de darla vuelta al templo, abriendo todas sus puertas.

Salió un perrazoestirando el cuello, como si fuese a: ladrar de hambre; después, doshombres con la gorra hasta las cejas, envueltos en capas de pañol pardo.El campanero sostuvo la cancela para que saliesen.

—¡Vaya, buenos días, Mariano!—dijo uno de ellos a guisa de despedida.

—Buenos nos los dé Dios... y dormir bien.

Gabriel reconoció a los guardianes nocturnos de la catedral. Encerradosen el templo desde la tarde anterior, se retiraban a sus casas a dormir.El perro emprendía el camino del Seminario para devorar las sobras de lacomida de los estudiantes, hasta que le buscasen los guardianes paraencerrarse de nuevo.

Luna bajó los peldaños de la portada y entró en la catedral. Apenashubo pisado las baldosas del pavimento, sintió en el rostro la cariciafría y un tanto pegajosa de aquel ambiente de bodega subterránea. En eltemplo todavía era de noche. Arriba, las vidrieras de colores de loscentenares de ventanas que, escalonándose, dan luz a las cinco naves,brillaban con la luz del amanecer.

Eran como flores mágicas que seabrían a los primeros resplandores del día. Abajo, entre las enormespilastras que formaban un bosque de piedra, reinaba la obscuridad,rasgada a trechos por las manchas rojas y vacilantes de las lámparas queardían en las capillas haciendo temblar las sombras. Los murciélagosrevoloteaban en las encrucijadas de las columnas, queriendo prolongaralgunos instantes su posesión del templo, hasta que se filtrase por lasvidrieras el primer rayo de sol. Pasaban volando sobre las cabezas delas devotas que, arrodilladas ante los altares, rezaban a gritos,satisfechas de estar en la catedral a aquella hora como en su propiacasa. Otras hablaban con los acólitos y demás servidores del templo queiban entrando por todas las puertas, soñolientos y desperezándose comoobreros que acuden al taller. En la obscuridad deslizábanse las manchasnegras de algunos manteos camino de la sacristía, deteniéndose congrandes genuflexiones ante cada imagen; y a lo lejos, invisible en laobscuridad, adivinábase al campanero, como un duende incansable, por elruido de sus llaves y el chirriar de las puertas que iba abriendo.

Despertaba el templo. Sonaban como cañonazos los golpes de las puertas,repitiéndolos el eco de nave en nave. Una escoba comenzó a barrer por laparte de la sacristía, produciendo el ruido de una enorme sierra. Laiglesia vibraba con los golpes de algunos monaguillos que sacudían elpolvo a la famosa sillería del coro. Parecía desperezarse la catedralcon los nervios excitados: el menor frote le arrancaba quejidos.

Los pasos resonaban con eco gigantesco, como si se conmovieran todos lossepulcros de reyes, en la catedral. Apenas hubo pisado las baldosas delpavimento, sintió en el rostro la caricia fría y un tanto pegajosa deaquel ambiente de bodega subterránea. En el templo todavía era de noche.Arriba, las vidrieras de colores de los centenares de ventanas que,escalonándose, dan luz a las cinco naves, brillaban con la luz delamanecer. Eran como flores mágicas que se abrían a los primerosresplandores del día. Abajo, entre las enormes pilastras que formaban unbosque de piedra, reinaba la obscuridad, rasgada a trechos por lasmanchas rojas y vacilantes de las lámparas que ardían en las capillashaciendo temblar las sombras. Los murciélagos revoloteaban en lasencrucijadas de las columnas, queriendo prolongar algunos instantes suposesión del templo, hasta que se filtrase por las vidrieras el primerrayo de sol. Pasaban volando sobre las cabezas de las devotas que,arrodilladas ante los altares, rezaban a gritos, satisfechas de estar enla catedral a aquella hora como en su propia casa. Otras hablaban conlos acólitos y demás servidores del templo que iban entrando por todaslas puertas, soñolientos y desperezándose como obreros que acuden altaller. En la obscuridad deslizábanse las manchas negras de algunosmanteos camino de la sacristía, deteniéndose con grandes genuflexionesante cada imagen; y a lo lejos, invisible en la obscuridad, adivinábaseal campanero, como un duende incansable, por el ruido de sus llaves y elchirriar de las puertas que iba abriendo.

Despertaba el templo. Sonaban como cañonazos los golpes de las puertas,repitiéndolos el eco de nave en nave. Una escoba comenzó a barrer por laparte de la sacristía, produciendo el ruido de una enorme sierra. Laiglesia vibraba con los golpes de algunos monaguillos que sacudían elpolvo a la famosa sillería del coro. Parecía desperezarse la catedralcon los nervios excitados: el menor frote le arrancaba quejidos.

Los pasos resonaban con eco gigantesco, como si se conmovieran todos lossepulcros de reyes, arzobispos y guerreros ocultos bajo sus baldosas.

El frío era más intenso en la iglesia que fuera de ella. Uníase a labaja temperatura la humedad de su suelo atravesado por las alcantarillasde desagüe, el rezumar de ocultos y subterráneos estanques, que manchabael pavimento y hacía toser a los canónigos en el coro, «acortando suvida», como decían ellos quejumbrosamente.

La luz de la mañana comenzaba a esparcirse por las naves. Salía de lasombra la inmaculada blancura de la catedral toledana, la nitidez de supiedra, que hace de ella el más alegre y hermoso de los templos. Semarcaban con toda su elegante y atrevida esbeltez las ochenta y ochopilastras robustos haces de columnas que suben audazmente cortando elespacio, blancos como si fuesen de nieve solidificada, y esparcen yentrecruzan sus nervios para sostener las bóvedas. En lo alto se abríanlos grandes ventanales, con sus vidrieras que parecen jardines mágicoscubiertos de flores de luz.

Gabriel se había sentado en el zócalo de una pilastra, entre doscolumnas, pero a los pocos instantes tuvo que ponerse de pie. La humedadde la piedra, el frío de tumba que circulaba por toda la catedral, lepenetraba hasta los huesos. Anduvo por las naves, llamando la atenciónde las devotas, que interrumpían sus rezos al verle. Un forastero aaquellas horas, que eran las de los familiares de la iglesia, excitabasu curiosidad. El campanero se cruzó varias veces con él, siguiéndolecon mirada inquieta, como si le inspirase poca confianza aqueldesconocido de mísero aspecto vagando a la hora en que las riquezas delas capillas no pueden ser vigiladas.

Otro hombre tropezó con él cerca del altar mayor. Luna lo conoció. EraEusebio, el sacristán de la capilla del Sagrario, el Azul de laVirgen, como se le llamaba entre la gente de la catedral por el trajecolor celeste que vestía en los días de ceremonia. Seis años ibantranscurridos desde que Gabriel le vio por última vez, y no habíaolvidado su corpachón mantecoso, la cara granujienta, de frente angostay rugosa, orlada de pelos hirsutos, y el cuello taurino, que apenas sile permitía respirar, convirtiendo sus aspiraciones en un resoplido defuelle. Todos los empleados que vivían en el claustro alto envidiaban sucargo, por ser el más productivo y por el favor de que gozaba cerca delarzobispo y los canónigos.

El Azul consideraba el templo como de su propiedad, faltándole pocopara arrojar de él a los que le inspiraban antipatía. Al ver a unvagabundo paseando por la iglesia, fijó en él los ojos insolentes,haciendo un esfuerzo por levantar sus cejas abultadas. ¿Dónde habíavisto a aquel pájaro raro? Gabriel notó su esfuerzo por concentrar lamemoria, y evitó el ser examinado, volviéndose de espaldas para mirarcon falsa atención un retablo colocado en una pilastra.

Huyendo de la recelosa curiosidad que despertaba su presencia en eltemplo, salió al claustro.

Allí estaba mejor, completamente aislado. Lospordioseros charlaban sentados en los escalones de la puerta delMollete. Pasaban por entre ellos los curas, embozados en el manteo,entrando apresuradamente en la catedral por la puerta de laPresentación. Los mendigos les saludaban por sus nombres, sin tenderlesla mano. Los conocían, eran de la casa, y entre amigos no se mendiga.Ellos estaban allí para caer sobre los forasteros, y aguardabanpacientemente la hora de los «ingleses», pues sólo de Inglaterra podíanser todos los extranjeros que llegaban de Madrid en el tren de lamañana.

Gabriel se mantenía cerca de la puerta, sabiendo que por ella entrabanlos que vivían en el claustro alto. Atravesaban el arco del Arzobispo, ysiguiendo la escalera abierta en el palacio, bajaban a la calle,entrando en la catedral por la puerta del Mollete. Luna, que conocíatoda la historia del famoso templo, recordaba el origen del nombre de lapuerta. Primitivamente se llamó de la Justicia, porque en ella dabaaudiencias el vicario general del Arzobispado. Luego la llamaron delMollete, porque todos los días, después de la misa mayor, el preste, conacólitos y pertigueros, se presentaba en ella a bendecir los panes demedia libra o molletes que se repartían entre los pobres. Seiscientasfanegas de trigo—según recordaba Luna—se gastaban todos los años enesta limosna: pero era en los tiempos que la catedral cobraba todos losaños más de once millones de renta.

Molestaban a Gabriel las miradas curiosas de los clérigos y beatas queentraban en la iglesia.

Eran gentes acostumbradas a verse todos losdías, siempre las mismas, a idéntica hora, y sentían revuelta sucuriosidad cuando un rostro extraño alteraba la monotonía de suexistencia.

Retirábase hacia el fondo del claustro, cuando algunas palabras de losmendigos le hicieron retroceder.

—Ahí viene el Vara de palo viejo.

—¡Buenos días, señor Esteban!

Un hombre pequeño, vestido de negro y rasurado como un clérigo, bajó lospeldaños.

—¡Esteban...! ¡Esteban...!—dijo Luna interponiéndose entre él y lapuerta de la Presentación.

El Vara de palo le miró con sus ojos claros que parecían de ámbar:unos ojos pasivos, de hombre acostumbrado a permanecer largas horas enla catedral sin que la más leve rebeldía de pensamiento llegase a turbarsu inmovilidad beatífica. Dudó largo rato, como si no pudiese creer enla remota semejanza de aquella cara pálida y descarnada con otra queexistía en su memoria; pero al fin se convenció de la identidad condolorosa sorpresa.

—¡Gabriel...!, ¡hermano mío! Pero ¿eres tú?

Y su rostro rígido de servidor del templo, que parecía haber tomado lainmovilidad de las pilastras y las estatuas, se animó con una sonrisacariñosa.

Los dos, estrechándose las manos, se alejaron por el claustro.

¿Cuándo has venido...? Pero ¿en dónde has estado...? ¿Qué vida es latuya? ¿A qué vienes?

El Vara de palo expresaba su sorpresa con incesantes preguntas, sindar tiempo a que su hermano las contestase.

Gabriel explicó su llegada en la noche anterior; su permanencia ante laiglesia desde antes de amanecer, esperando el momento de ver a suhermano.

—Ahora vengo de Madrid; pero antes he estado en muchos sitios: enInglaterra, en Francia, en Bélgica, ¿quién sabe dónde? He rodado de unpueblo a otro, siempre luchando con el hambre y con la crueldad de loshombres. Me siguen los pasos la miseria y la policía. Cuando me detengo,anonadado por esta existencia de Judío Errante, la Justicia, en nombredel miedo, me grita que ande, y vuelvo a emprender la marcha. Soy unhombre temible, así como me ves, Esteban: enfermo, con el cuerpoarruinado antes de la vejez y la certeza de morir muy pronto.

Ayermismo, en Madrid, me dijeron que iría de nuevo a la cárcel si prolongabaallí mi estancia, y por la tarde tomé el tren. ¿Dónde ir? El mundo esgrande; mas para mí y otros rebeldes como yo se achica, se comprime,hasta no dejar un palmo de terreno en que poner los pies. En la tierrasólo me quedas tú y este rincón tranquilo y silencioso donde vivesfeliz. En tu busca vengo; si me rechazas, no me queda más sitio paramorir que la cárcel o un hospital, si es que quieren recibirme en él alconocer mi nombre.

Y Gabriel, fatigado por sus palabras, tosía dolorosamente, resonando supecho como si el aire se deslizase por tortuosas cavernas. Se expresabacon vehemencia, moviendo instintivamente los brazos, como hombrehabituado de larga fecha a hablar en público, ardiendo con la llama delproselitismo.

—¡Ah, hermano... hermano!—dijo Esteban con expresión de cariñosoreproche—. ¿De qué te ha servido tanto leer periódicos y libros? ¿Paraqué ese deseo de arreglar lo que está bien, o si está mal no tienearreglo posible...? De seguir tranquilamente tu camino, seríasbeneficiado de la catedral, y ¡quién sabe si te sentarías en el coro,entre los canónigos, para honra y amparo de la familia...! Siempretuviste mala cabeza, por lo mismo que eres el más listo de entrenosotros.

¡Maldito talento que a tales miserias conduce...! ¡Lo que yohe sufrido, hermano, enterándome de tus cosas! ¡Cuántas amarguras desdela última vez que pasaste por aquí! Te creía contento y feliz en laimprenta de Barcelona, corrigiendo libros, con aquel sueldazo que erauna fortuna comparado con lo que aquí ganamos. Algo me escamaba leer tunombre con tanta frecuencia en los periódicos, unido a esos metinges en los que se pide el reparto de todo, la muerte de la religión y lafamilia, y qué sé yo cuántos disparates más. El compañero Luna hadicho esto, el compañero Luna ha hecho lo otro; y yo ocultaba a lagente de la casa que el tal compañero fueses tú, adivinando que tantaslocuras acabarían mal, forzosamente mal.... Después... después vino lode las bombas.

—Nada tuve que ver en ello—dijo Gabriel con voz triste—. Yo soy unteórico: abomino de la acción, por prematura e ineficaz.

—Lo sé, Gabriel. Siempre te creí inocente. ¡Tú tan bueno, tan dulce,que de pequeño nos asombrabas a todos con tu bondad; tú que ibas parasanto, como decía nuestra pobre madre!,

¡matar tú! ¡Y tan traidoramente,por medio de artefactos del infierno...! ¡Jesús!

Y el Vara de palo calló, como aterrado por él recuerdo de losatentados en que habían envuelto a su hermano.

—Pero lo cierto fue—continuó al poco rato—que caíste en la redada quedio el gobierno al ocurrir aquellos sucesos. ¡Lo que yo sufrí unatemporada! De vez en cuando fusilamientos en el foso del castillo quehay allá, y yo buscaba ansioso en los papeles los nombres de lossentenciados, siempre esperando encontrar el tuyo. Corrían rumores detormentos horribles que se hacían sufrir a los presos para que cantasenla verdad, y pensaba en tí tan delicado, tan poquita cosa, creyendo quecualquier mañana te encontrarían muerto en el calabozo. Y aún sufría máspor mi empeño de que aquí no se conociese tu situación. ¡Un Luna, elhijo del señor Esteban, el antiguo jardinero de la Primada, con el queconversaban los canónigos y hasta los arzobispos...

mezclado entre lagentuza infernal que quiere destruir el mundo...! Por esto, cuandoEusebio el Azul y otros chismosillos de la casa me preguntaban sipodrías ser tú el Luna de que hablaban los periódicos, yo decía que mihermano estaba en América y que me escribías de tarde en tarde, porandar ocupado en grandes negocios. ¡Ya ves qué dolor! Esperar que tematasen de un momento a otro, y no poder hablar, no poder quejarse,comunicando la pena ni aun a los de la familia... ¡Lo que yo he rezadoahí dentro...! Acostumbrados los de la casa a ver todos los días a Diosy los santos, somos algo duros y pecadores; pero la desgracia ablanda elalma, y yo me dirigí a la que todo lo puede, a nuestra patrona la Virgendel Sagrario, pidiéndola que se acordase de ti, ya que ibas de niño aarrodillarte ante su capilla, cuando te preparabas para entrar en elSeminario.

Gabriel sonrió con dulzura, como admirando la simplicidad de su hermano.

—No rías, te lo ruego: me hace daño tu risa. La excelsa Señora lo hizotodo en favor tuyo.

Meses después supe que a ti y a otros os habíanmetido en un barco, con orden de no volver más a España, y... hasta lahora presente. Ni una carta, ni una noticia buena o mala. Te creíamuerto, Gabriel, en esas tierras lejanas, y más de una vez he rezado portu pobre alma, que bien lo necesita.

El compañero mostraba en sus ojos el agradecimiento por estaspalabras.

—Gracias, Esteban. Admiro tu fe, pero cree que no he salido tan biencomo te imaginas de aquella aventura sombría. Mejor hubiese sido morir.La aureola del martirio vale más que entrar en un calabozo siendo unhombre y salir hecho un pingajo.

Estoy muy enfermo, Esteban: mi sentencia de muerte es irrevocable. Notengo estómago, mis pulmones están deshechos, este cuerpo que ves es unamáquina desvencijada que apenas si funciona, y cruje por todos ladoscomo si las piezas fuesen a separarse y a caer cada una por su lado. LaVirgen que me salvó por tu recomendación bien podía haber intercedidoalgo más en favor mío, ablandando a mis guardianes. Los infelices creíansalvar al mundo dando suelta a los instintos de bestia que duermen ennosotros como restos del pasado... Después, en plena libertad, la vidaha sido más dolorosa que la muerte. Al volver a España, empujado por lamiseria y las persecuciones, mi existencia ha sido un infierno. No hepodido parar en ningún sitio donde se reúnen hombres. Me acosan comoperros; quieren que viva fuera de las ciudades; me acorralan,empujándome hacia el monte,