La Aldea Perdida - Novela - Poema de Costumbres Campesinos by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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Formaban la base de su sistema ciertos axiomas que consideraba fuera dediscusión.

El primero y principal era éste: «Todo lo justo no puedeser», al cual servía de corolario este otro: «Lo justo no cabe porninguna parte». Después había otros de menos importancia, peroigualmente inflexibles; por ejemplo: «Con un me planto yo enPekín». «El cuándo no existía al comenzar el mundo». De aquí queMartinán no admitiese en la discusión ni síes ni cuándos, lo cualcomo debe suponerse hacía extremadamente embarazosa y molesta laposición de sus contrarios. No es maravilla, pues, que éstos llegasenalguna vez á exasperarse y que el filósofo tropezase en más de unaocasión con más de una bofetada de cuello vuelto. Pero no turbababofetada más ó menos la admirable serenidad de su espíritu. Seguro deque realizaba una obra de redención persuadiendo á su adversario de queera un asno, proseguía su tarea con nuevo ardor hasta ponerlo porcompleto en evidencia.

Una cosa sorprendente. Á pesar de su vocación metafísica y de laatención intensa que necesitaba para desenvolver sus intrincadosrazonamientos, jamás se equivocaba en el número de vasos de sidra ó vinoque escanciaba á los parroquianos. Al llegar la hora de retirarse yhacer la cuenta, Martinán decía sin vacilar: «Manuel tiene diez y siete;el tío Goro trece; Pepón treinta y cuatro, etc.» ¡Maravilloso cerebroque aun elevándose á las más altas esferas de la filosofía no abandonabala inspiración matemática!

En este momento se debatía la cuestión de las minas y del ferrocarrilproyectado para extraer sus productos. El asunto preocupaba hondamente álos labradores.

Vagamente todos sentían que una transformación inmensa,completa, se iba á operar pronto en Laviana. El mundo antiguo, un mundosilencioso y patriarcal que había durado miles de años, iba á terminar,y otro mundo, un mundo nuevo, ruidoso, industrial y traficante, seposesionaría de aquellas verdes praderas y de aquellas altas montañas.Corría por todo el valle un estremecimiento singular, el ansia y lainquietud que despierta siempre lo desconocido. En los lagares, en lastierras, en los senderos de las montañas y en torno del lar no sehablaba de otra cosa. Los paisanos en general, aunque un poco recelosos,se mostraban satisfechos. Esperaban tomar algún dinero, ya sea de losjornales de sus hijos, pues se aseguraba que admitían en la mina hastalos niños de diez años, ya de la venta de las frutas, huevos, manteca,etc. Pero las mujeres aparecían unánimemente adversas á la reforma. Suespíritu más conservador les hacía repugnar un cambio brusco. Luegoaquellos hombres de boina colorada y ojos insolentes, agresivos quetropezaban por las trochas de los castañares les infundían miedo. Luego,y esto era lo principal, temían por sus hijos. La idea de que al padrele acomodase enviarlos á la mina y quedasen sepultados ó quemadosdentro, como se decía que pasaba en otras partes, las hacía estremecer.

«¿Todo eso para qué?—decían acercando con mano trémula los pucheros alfuego.—¿No habéis vivido hasta ahora sin necesidad de hurgar la tierracomo los topos? ¿Os ha faltado un pedazo de borona y un sorbo de leche?¿Qué más queréis?

¡Servid á Dios y morid en vuestras camas comocristianos y no como perros en esas cuevas de infierno!»

Los maridos, sentados alrededor del fuego y picando sus cigarros enespera de la cena, rebatían tales argumentos. «Era necesario beneficiarlo que Dios había puesto debajo de la tierra. Si en aquel valle habíaleña en otras partes no, y necesitaban el carbón para calentarse yguisar su comida. Además, pasar toda la vida con borona, leche y judíasera bien duro. Puesto que debajo de los pies tenían el dinero necesariopara procurarse algunas comodidades, ¿por qué no recogerlo? En otraspartes los jornaleros comían pan blanco, tomaban café, bebían vino y envez de aquellas camisas de hilo gordo que ellos gastaban se ponían áraíz de la carne unas camisetas de punto suaves, suaves, como la puramanteca.»

Los niños estaban de parte de sus padres. Éstos les prometían comprarlesun tapabocas y unas botas altas como gastaban los mozalbetes en Langreo,así que ganasen por sí mismos algunos cuartos. Con tal perspectiva noles arredraba bajar á la mina. Hasta preferían esto á la escuela,orgullosos de la precoz independencia que su calidad de obreros lesproporcionaba.

En Canzana y en Carrio, parajes donde se habían hecho las primerasexcavaciones y donde se proyectaba trazar el ferrocarril para mejorbeneficiarlas, el viento de la ambición había levantado los cerebros.Fuera del tío Goro, que por su cualidad de hombre letrado se creía en elcaso de opinar siempre como el párroco y el capitán de Entralgo, apenasquedaba un individuo del sexo masculino que no se hallase excitado porla idea de enriquecerse. Y como de Carrio y Canzana eran los cinco óseis paisanos que en el lagar quedaban rezagados, no es maravilla quetodos estuviesen conformes en celebrar los nuevos acontecimientos y envaticinar enormes prosperidades para el concejo.

Martinán, que por la mañana pensaba lo mismo y quiso discutir con D.Félix, ahora había dado la vuelta. Espíritu dialéctico ante todo yaficionado á las batallas intelectuales por el placer que esto leproducía y los triunfos que alcanzaba, jamás veía aparecer en elhorizonte una idea, una opinión cualquiera, que no desprendiese de sucarcaj una saeta para encajársela. Todos contra él. Él contra todos. Loslabriegos, bien cargados ya de sidra, voceaban, se descomponían,mientras el tabernero, con la cabeza siempre despejada y bien repleta deargumentos (quizá también de sofismas) sonreía con desdén.

—Dices, Juan, que las minas serán nuestra felicidad.

—¡Eso! ¡eso digo!—exclamaba el paisano con furor.

—Pues yo te digo que acaso, acaso serán nuestra desgracia.

—¡Martinán, eres un burro!—gritó otro paisano que allá en un rincónlibaba silenciosamente el jugo de la manzana.

—Te digo que acaso sean nuestra desgracia y voy á probártelo—expresóMartinán con calma sin hacer caso de la interrupción.—Tú bien sabes queen las minas se matan algunas veces los hombres... ¿no me lo negarás?...

—¿Y eso qué importa?—profirió Juan más enfurecido.—Porque unpelafustán se muera ¿va á dejar el concejo de aprovechar la riqueza quetiene bajo tierra?

—¿Pero me lo niegas?

—No te lo niego.

—Pues bien, por la muerte de un hombre se pierde una familia. Ya sabesque cuando falta el padre se marcha el pan; la mujer y los hijosperecen. ¿No me lo negarás?

—No te lo niego: ¡adelante!

—Por la ruina de una familia se pierde un caserío; tampoco me lonegarás. Ya ves lo que sucedió en las Llanas. En cuanto el tío Roquecerró el ojo, los rapaces vendieron al capitán los prados y las tierrasy embarcaron en Gijón para la Habana: las rapazas se fueron á servir áOviedo: el tío Meregildo, que mientras vivió su hermano fué buenpaisano, comenzó á dormir en las tabernas hasta que hundió lo quetenía... En fin, ya lo sabes; allí ya no hay más que unos cuantosestablos.

—Bien, bien, ¿qué quieres decir con eso? Arrea un poco.

—¡Ten paciencia, hombre, ten paciencia! Verás qué pronto todo lo que túhas dicho se lo lleva el viento.

—¡Martinán, eres un burro!—volvió á gritar el borracho recalcitrantedesde su rincón.

Martinán se volvió tranquilamente hacia él y le dijo:

—Si soy un burro, mándame mañana una fanega de cebada y te daré lasgracias.

Los paisanos rieron á carcajadas. Todos le abrazan hechizados por tanespiritual salida.

Martinán, henchido de orgullo y regodeándose anticipadamente con laderrota de aquellos bobalicones, iba á proseguir y cerrar su victorioso sorites, cuando de pronto se abre con estrépito la puerta que daba ála Bolera y aparece Bartolo, el hijo belicoso de la tía Jeroma, con elrostro espantosamente pálido, sin garrote en las manos y sin montera enla cabeza. Echó una mirada torva y ansiosa por el recinto, y antes quelos presentes pudiesen decirle una palabra, corrió á un tonel vacío y semetió de cabeza por la pequeña compuerta, desapareciendo como unrelámpago. No habían pasado cinco segundos cuando se dibujó en la puertala silueta de Firmo de Rivota.

—Buenas noches, amigos.

—Buenas las tengas, Firmo.

—¿No ha entrado aquí hace un momento Bartolo el de la tía Jeroma?

Martinán, dando prueba brillante de diplomacia y corazón, le respondió:

—Sí; acaba de entrar, pero ha salido sin detenerse por la otra puerta yse ha metido en la pomarada.

Firmo quiso seguirle. Martinán le dijo:

—Es inútil que le busques. La pomarada está más oscura que una cueva ytú no la conoces como él. Antes que dieras muchos pasos en ella ya él lahabrá saltado y estará en su casa.

El mozo de Rivota se encogió de hombros con cólera y desdén y profiriósordamente:

—Bueno... otro día será. Échame un vaso de sidra, Martinán.

El tabernero se apresuró á cumplir la orden. Firmo se arrimó parabeberlo al tonel mismo en que estaba escondido Bartolo. Al cabo de unosmomentos de silencio uno de los paisanos le preguntó sonriendo:

—¿Querías decir un recado á Bartolo?

—Sí, una palabrita al oído nada más—respondió el mozo fijando sus ojosairados en el techo.

Nuevo silencio. Todos le contemplan con atención y curiosidad.

—Si tienes mucha prisa, esta misma noche antes de retirarme pasaré porsu casa y se lo diré—manifestó con sorna Martinán.

—No—replicó Firmo,—es menester que yo le vea.—Y después de vacilarun poco añadió:—Es que quiero que me enseñe los pedazos de ungarrote...

—Toma, ¿y por eso tienes tanta prisa?—exclamó Martinán riendo.—Denoche se ve mal. Déjalo para cuando haga día claro... Además, ¿para quédiablos quieres ver un palo roto?

—Es que dice que lo ha roto ayer en mis espaldas y anda por ahíenseñando los cachos á todo el mundo.

—¿Á todo el mundo menos á ti?

—¡Claro!... Y ya ves tú, ¿quién ha de tener más gusto que yo en vercómo ha quedado ese vardasco?

Los paisanos celebraron la ocurrencia. El mozo se humanizó y bebiósonriendo otro vaso.

—Acaso te habrán engañado, Firmo—manifestó uno de ellos.—Bartolo esun infeliz, incapaz de hacer daño á nadie.

—¡Bartolo es un burro!—profirió el mozo volviendo á encresparse.—Ymás cobarde que una liebre. Entre todos los mozos de Entralgo no hayningún zampatortas más que él. Por eso es el único que chilla. Siemprerelatando hazañas y en cuanto tocan á repartir leña ya se estáescondiendo...

—¿Cómo escondiendo?—exclamó Martinán.—Estás equivocado, Firmo.

Nuncasupe yo que Bartolo se haya escondido.

Los paisanos prorrumpieron en grandes carcajadas.

—¡Siempre, siempre!—dijo Firmo con ímpetu.—En la romería del Obellayose acurrucó en una mata de zarza y allí se estuvo mientras hubo palos.Ayer noche, al comenzar la gresca, buscó la puerta de su casa y setrancó. Y hoy, antes que le alcanzara ningún vardascazo, se echó por elcastañar arriba, camino de las Llanas, para venir ahora.

—¿Y cómo diste con él?

—Llegábamos unos cuantos amigos de correr á los de Villoria, cuandovimos un mozo saltar al camino delante de nosotros. «Así Dios me salvesi aquél no es Bartolo», dije yo en seguida. Le conocí, aunque la nocheno está muy clara, por lo derrengado.

Me echo á correr detrás y legrito: «¡Aguarda, aguarda un poco, Bartolo!» ¡Ay, amigos! ¡Quién le veíaescapar por el prado del señor cura abajo!... Bien podéis creerme queperdía el culo.

—Todo no, pero un poco no le vendría mal perderlo—aseguró un paisano.

—Sí; aún le quedaría bastante—replicó Firmo.

—Pero yo no puedo creer que Bartolo se esconda, ¡vamos!—dijo otro,recalcando el chiste de Martinán.

—Pues que se esconda ó no se esconda—profirió Firmo,—en cuanto le veale salto todas las muelas. Podéis decírselo á ese zote. Y adiós, que meesperan.

Pagó los dos vasos y terciando la montera para dar testimonio visible deaquella resolución, tomó el garrote que tenía arrimado al tonel ytraspuso majestuosamente la puerta.

Los tertulios esperaron á que Bartolo saliese de su escondite; peroviendo que no daba cuenta de sí y temiendo que le hubiera ocurrido algomalo, uno de los labriegos llamó con el garrote sobre el tonel.

—Bartolo, Bartolo.

El rostro del hijo belicoso de la tía Jeroma apareció en la compuerta.

—¿Ya escapó ese cerdo?—preguntó paseando una mirada siniestra por ellagar. Y

como le respondiesen que sí, se apresuró á desempaquetarse. Unavez en pie, bramando de ira, se arroja sobre el garrote de uno de lospaisanos, se lo arranca de las manos, lo empuña con las suyas indomablesy se lanza á la puerta rugiendo:

—¡Puño! ¡repuño! Tanto insulto no lo aguanta el hijo de mi madre.¡Aunque se esconda debajo de la tierra he de atrapar hoy á ese puerco yle he de abrir la cabeza!

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Los tertulios, claro está, se apresuran á detenerle. Le sujetan.Forcejea él desesperadamente, soltando espumarajos de cólera por laboca. Al cabo logran que se siente y después que beba un vaso de sidra yse calme, evitando de esta suerte una noche aciaga para Rivota.

VII

Ninfas y sátiros.

A Aurora dejaba el lecho del bello Titón para esclarecer el frondosovalle de Laviana cuando Regalado dejó el de su esposa D.ª Robustiana, lamás noble de las mujeres. Inmediatamente anuncia su propósito de marchará Langreo, donde tiene que perseguir algunos deudores morosos de suprincipal. Va á la cuadra, hace limpiar al Gallardo, su caballo tordo,preside al acto solemne de enjaezarlo, y después entra de nuevo en casay prepara con gran cuidado las alforjas.

En el corazón magnánimo de D.ª Robustiana se cuela de rondón una extrañainquietud que le quita el aliento para tomar el chocolate habitual.Pregunta con voz trémula á su marido si necesita alguna vitualla.Responde él negativamente: se propone pasar allí dos ó tres días yalojará en la célebre posada de la Garduña. Ella duda. El día anteriorle vió en la romería hablando quedo y aparte con Celedonia, una viudahermosa del valle de Bimenes. Y se alarma pensando si su esposo correríacomo otras veces á olvidar el lecho nupcial en los brazos de aquellasirena engañadora.

Aprovechando un instante en que el mayordomo sale decasa para dar otra vuelta por la cuadra, examina las alforjas, que yatenía preparadas, mete la mano en ellas y tropieza con algunas libras dechocolate, dos botellas de vino de Jerez y un tarro de cabello deángel, lo más exquisito que ella misma había fabricado aquel año. Sualarma crece. Mete la mano más adentro y tropieza con el estuche de laflauta. D.ª Robustiana palidece, queda consternada. Un torrente delágrimas se desprende al fin de sus ojos.

Aquel pormenor musical acabade aniquilarla.

En esta triste situación la sorprendió Flora al entrar para darle losbuenos días. Vuela hacia ella, la abraza y le pregunta anhelante qué lesucede. D.ª Robustiana, temiendo que llegue su marido, la toma de lamano y la conduce al cuartito que ocupaba la zagala, y allí desahoga enella su pecho. «¡Un tarro de dulce! ¡tres libras de chocolate!

¡botellasde Jerez!»

—Señora, ya sabe usted que el chocolate es malo en las posadas.

—¿Y para qué quiere tres libras?

—No sabrá el tiempo que necesite permanecer en Langreo.

—¡Y la flauta! ¿la flauta? ¿Para qué necesita la flauta? ¿Les va átocar á los colonos alguna polka para hacerles pagar la renta?—exclamala buena señora con desesperación.

D.ª Robustiana no conocía la mitología; no estaba por lo tanto enteradade que el tracio Orfeo había llevado á cabo empresas mayores con sulira. Como tampoco lo estaba Flora, no pudo tranquilizar su espíritu conesta cita histórica. Quedó, pues, silenciosa y perpleja mientras laatribulada señora se entregaba cada vez más reciamente al llanto. Peroal cabo nació una idea en su frentecita morena, debajo de sus ricitosnegros. Y sin comunicarla á su protectora sale de la estancia, baja lasescaleras de la casa, se detiene delante de la habitación de D. Félix yllama suavemente con la mano. Nadie responde. Vuelve á llamar másfuerte.

—¿Quién es?—pregunta con aspereza una voz.

—Soy yo, D. Félix... Si no le molestase...

—¡Ah! ¿Eres tú, hija mía?...—responde otra voz mucho más suave.

Inmediatamente se escuchan unos pasos; suenan cerrojos y cadenas; seabre la puerta y aparece el capitán envuelto en una bata que había sidoverde esmeralda, luego fué verde malva y ahora era gris plomo. En lospies babuchas y en la cabeza un gorro de terciopelo negro con borla deseda.

—¿Qué te ocurre, hija mía?

Antes de responder Flora pasea una mirada de infantil curiosidad por laestancia, cosa que al capitán le hace poca gracia. En vez de ocupar unade las grandes habitaciones del piso principal el señor Ramírez delValle dormía, se lavaba y leía y hacía sus cuentas en un pequeño cuartode la planta baja que tenía su entrada por el portal y una ventanaenrejada á la calle. Si no comía allí también era porque las migajasatraían los ratones. En este cuarto había una cama de madera concortinas de damasco de lana, un lavabo de hierro, una mesa y una pequeñalibrería. Lo demás todo armas; armas en los rincones, armas colgadas delas paredes, armas sobre la mesa, armas en la librería y hasta armasdebajo de la cama y entre sus colchones. Trabucos, carabinas de chispa,carabinas de pistón, de un cañón, de dos cañones, pistolas de arzón,cachorrillos, sables, puñales, navajas. ¿Sería que el capitán, á pesarde su pregonado amor á la paz y sus instintos bucólicos, guardase alláen los repliegues del corazón grato recuerdo de su vida de guerrero? Nopor cierto. Aquel repleto arsenal respondía tan sólo al constante temoren que vivía de los ladrones. ¿Los había en Laviana? Tampoco, pero loshabía en Castilla, desde donde habían llegado cierta noche formando unapartida montada y salvando la cadena de montañas á robar á su parienteD. Zacarías de Bello en el concejo limítrofe de Aller. Como D. Zacaríasél también ahuchaba doblones de oro en botes de hoja de lata y losescondía en el desván.

Nada tendría de extraño que aquellos bandidos setomasen la molestia de andar un poco más para recogerlos. Antes que estoacaeciese, D. Félix estaba resuelto á defenderse hasta quemar el últimocartucho. En este caso, duraría el fuego lo menos quince días. Habíapensado también fortificarse más colocando un cañón en la azotea de lacasa; pero los albañiles le dijeron que se quebrarían las paredes sialguna vez lo disparase y desistió. De todos modos, aquel cuarto conrejas de hierro en la ventana y triple cerrojo en la puerta era unafortaleza inexpugnable. Á menos que el capitán hiciese una salidatemeraria, no lograría el enemigo apoderarse de ella.

—Si no le molestase...—volvió á decir Flora.

—No, no me molestas—respondió con dulzura y sonriendo el capitán.

—Regalado se va ahora mismo á Langreo. ¿Le envía usted allá?

El capitán se puso serio repentinamente. Á pesar de la predilección quesentía por aquella chiquilla, no pudo menos de reconocer que la preguntaera atrevida é indiscreta.

—¡Pchs! Negocios... negocios de hombres—murmuró sordamente.—Anda, véá decir en la cocina que me hagan el chocolate.

—Es que D.ª Robustiana está llorando y dice que su marido no va áLangreo, sino á Bimenes en busca de una viuda que se llamaCeledonia—manifestó con graciosa entereza la chica.

D. Félix abrió los ojos sorprendido y al instante brilló en ellos unasonrisa maliciosa.

—¡Este Regalado!—exclamó sacudiendo la cabeza con amablecondescendencia.

Las flaquezas amorosas de su mayordomo le causaban más gracia quedisgusto. Se las perdonaba de buen grado porque él mismo había caído enellas y aún parecía dispuesto á caer si la ocasión se ofreciese. Encambio ya se guardaría de equivocarse en dos pesetas al rendir cuentas:le habría arrojado el tintero á la cabeza.

—Bueno, bueno—añadió sin dejar de sonreir;—vé á tranquilizar al ama.Ya arreglaremos eso.

Y en efecto, hizo llamar al mayordomo y le dijo que aquella tarde erapreciso ir á Villoria á ver un castañar que le proponían en venta. Conesto se deshizo por entonces la maquinación seductora de Regalado, quiense fué á la cocina con las orejas gachas.

Sospechando en seguida porciertos signos de dónde procedía el obstáculo, mientras engullía elalmuerzo silenciosamente, arrojaba miradas furiosas sobre su esposa yFlora. En cuanto terminó se levantó con violencia del escaño, sacó laflauta de las alforjas y se fué camino del molino, donde había unamolinera obesa con quien también daba celos á D.ª Robustiana. Pero ésta,adivinando que aquellos amoríos no interesaban ya su corazóninconstante, quedó sosegada y tardó poco en recuperar su buen humorhabitual.

Flora quería ir á lavar al río. Así lo había convenido con Demetria parajuntarse las dos y pasar algunas horas de charla. Sin manifestar loúltimo á D.ª Robustiana, le propuso lo primero. Cedió en seguida lamayordoma: la ropa blanca era su dulce manía. Subieron al piso alto,amontonaron la ropa sucia en una gran cesta, pero antes de colocarlasobre la cabeza de la doncellita, D.ª Robustiana tuvo lacondescendencia, para ella siempre sabrosa, de mostrarle una vez más losarmarios de la ropa. La emoción con que un sacerdote místico abre elsagrario donde se guarda el Sacramento no es comparable al gozo inefabley al respeto con que D.ª Robustiana abría las puertas de aquellosgrandes, vetustos armatostes de nogal, donde se guardaba la ropa blancade la noble casa de Ramírez del Valle. En cuanto daba la vuelta á lasllaves y los goznes rechinaban, el resto del mundo desaparecía no sólopara sus ojos, sino para su memoria. Ya podían allá abajo morir losreyes y desquiciarse los imperios, hundirse las islas y abrirse losvolcanes, D.ª Robustiana, arrobada en la contemplación de tantas ytantas docenas de sábanas bordadas y manteles adamascados, no saldría,bien seguro, de su éxtasis feliz. ¿Por ventura allá en Madrid la reinatendría en sus armarios tanta ropa? Quizá. D.ª Robustiana, sin embargo,se autorizaba el dudarlo.

Luego que con mano trémula hubo expuesto á la vista de la joven aquellosmágicos tesoros de hilo y la obligara por medio de un silenciosorecogimiento á penetrarse de su grandeza, la ayudó por fin á colocarsela cesta sobre la cabeza y la despidió dándole un sonoro beso en lamejilla.

—Anda, hija mía... No te mojes mucho... No te pongas al sol... No batasdemasiado la ropa contra la piedra... No gastes mucho jabón.

Y allá va Flora camino del río con mucho más peso en la cabeza que lasdamas que pasean sus sombreros dernière creation por el Retiro, peroacaso con menos en el corazón. El sol bañaba por completo la aldea; sederramaba por el césped ocupándose en deshacer las gotas de rocío;brillaba rojo en los tejados; penetraba en las copas de los árbolestrasformándolos en enormes globos de trasparente esmeralda. ¡Allá vaFlora! El camino estrecho que conduce desde la casa de D. Félix á laBolera, tapizado por entrambos lados de zarzamora, está solitario. Masuna legión de ninfas y de amores que retozan en aquel instante por lapomarada de D. Félix asoman su cabeza por encima de las paredillas y delas zarzas que la recubren para contemplar á la gentil aldeana, señalancon el dedo sus labios de cereza, sus ojos negros brillantes, su marchaairosa, cuchichean y sonríen. ¡Allá va Flora! El Céfiro, recordando losencantos de su esposa inmortal que llevaba el mismo nombre, cree verlosreproducidos y se estremece de gozo, tiembla en sus labios, acaricia consuavidad sus mejillas tersas, se introduce entre sus rizos negros y losagita blandamente sobre la frente.

Al desembocar en el Campo de la Bolera, cuyo borde lame el riachuelo deVilloria, tiene un encuentro. El capellán D. Lesmes venía de este pueblocaballero en una jaca torda, linda y briosa. Era D. Lesmes, como yasabemos, hombre apuesto, se hallaba en la flor de la edad y era ademásfachendoso, y sobre todo galán y enamorado. No es maravilla, pues, queal ver á la aldeana hiciese parar en firme á su caballo y pusiera carade pascua.

—Buenos días, Florita, buenos días. No esperaba yo antes de llegar ácasa tan feliz encuentro. Pero Dios es muy bueno y cuando menos sepiensa favorece á sus criaturas.

—¡Qué criaturita de Dios!—exclamó Flora riendo con malicia.

—De Dios soy, hija mía, pero también quisiera ser tuyo.

—¡Virgen! ¿Y qué iba á hacer yo con usted si fuese mío?

—Cuanto quisieras, hermosa. Ningún corderito de ocho días sigue á sumadre con más afán que yo te seguiría.

—¿Balando y todo?

—Balando también—respondió el tonsurado después de titubear uninstante.

—Pues principie usted ahora, á ver cómo lo hace.

—¡Oh, qué mala! ¡qué mala eres, Florita!—exclamó acariciando al mismotiempo con la punta de su látigo la mejilla de la joven.—¿Vas al río?

—Al río voy.

—¡Quién fuera trucha para morderte una pantorrilla y chupar esasangrecita dulce!

¡Quién fuera anguila para deslizarme entre tu ropa yregistrar tus secretos!... Pero no...

¡Quién fuera ratón para ir ahoramismo á tu cuarto y esperarte allí y salir por la noche para soplarte aloído!

—¡Madre mía!—dijo la aldeana riendo.—¡Pues no quería usted ser pocosanimales: cordero, trucha, anguila, ratón!... ¡ni el arca de Noé!

Es posible que Flora no supiera todo lo linda que era. Es posibleigualmente que lo supiese demasiado bien. Pero lo que no puede dudarsees que D. Lesmes quedó en aquel instante tan profundamente convencido deello que se puso serio de repente, dejó escapar un suspiro y acariciandocon su mano temblorosa el cuello de la jaca exclamó:

—¡Ay, Florita, qué hermosa... qué hermosa eres!... ¿Estarás muchos díasen Entralgo?

—Algunos todavía.

—Pues cuando menos lo pienses vendré por la noche á llamar á tuventana... Adiós, Florita; adiós, botón de rosa... adiós, clavel deItalia, ¡adiós! ¡adiós!

Y D. Lesmes descargó su emoción hincando las espuelas á la jaca, quebotó como una pelota y se alejó brincando con fragor por la calzadapedregosa.

Flora permaneció un instante inmóvil contemplándole con ojos risueños ytriunfantes. Luego, haciendo un gracioso mohín de desdén, se volvió yemprendió de nuevo su camino.

Cuando se hubo acercado al riachuelo tendió la vista á ver si habíallegado Demetria. No la vió por allí. Entonces siguió un instante porsus orillas, sombreadas de avellanos, hasta el paraje más oculto yumbrío, donde solían lavar las doncellas de Entralgo cuando en el veranolos rayos del sol quemaban demasiado. Allí la encontró.

Acababa dellegar y tenía depositado en tierra su cesto de ropa sin haberlo tocadotodavía. Flora hizo lo mismo con el suyo, y después de haber cambiadoalgunos besos cariñosos, charlando alegremente, comenzaron su tarea.Sacan todo aquel lien