Hitler en Centroamérica by Jacobo Schifter - HTML preview

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II.

La parálisis se remedió justo a tiempo. La joven, igual que toda su generación, estaba empantanada entre dos mundos. Por un lado, su comunidad hebrea se encontraba inmersa en una serie de tradiciones milenarias, algunas de ellas en pugna con el mundo "moderno". El pensamiento rabínico de la época medieval no daba más que vueltas a la redonda mientras que el de los cristianos había sido remozado desde "el siglo de las luces".

La ciencia, la industria y la tecnología eran cada día los sectores más importantes y la mayoría de los hebreos no dominaba ninguna. Los matrimonios aún se arreglaban cuando el amor romántico conquistaba las almas de los cristianos. La comida estaba regida por reglas religiosas antiquísimas, algunas desfasadas por la nueva conciencia de la higiene, los microbios y las bacterias.

La vida social estaba dividida por géneros en tiempos en que la integración se imponía en el Viejo Continente. Los niños y las niñas judíos, por ejemplo, eran tratados como si pertenecieran a dos razas distintas: los beneficios para los primeros y las obligaciones domésticas para las segundas. En un país en proceso de "modernización”- esto era cada día más intolerable. Las hebreas participaban en todos los aspectos de la vida económica y social y no querían quedarse por fuera de la educación. Por otro lado, la religión les decía a los israelitas que eran el pueblo escogido mientras la realidad los mostraba empobrecidos, marginados y anticuados.

Se habían quedado atrás, contentándose con oficios precapitalistas en vías de extinción. Los rabinos defendían, ante todo, la unidad de la comunidad mientras que el capitalismo ponía a los ricos y a los pobres, sin importar raza o religión, en clases opuestas. La Polonia "civilizada" era, además, furibundamente antidemocrática y antisemita. Las migajas de pensamiento "ilustrado" que arrojaba a los judíos, venían contaminadas con el más profundo odio. El país anfitrión, como la mala madrastra de la Cenicienta, no los quería. Por más "europeos" que intentaran presentarse, más nacionalistas que los nativos, para los polacos serían siempre enemigos. La "ilustración" en Polonia venía disfrazada con piel de lobo; no era para ellos. De ahí que ni Elena ni su pueblo sabían qué paso dar. Unos quedaron inmóviles, mientras que algunos salieron de su modorra y huyeron a tiempo.

La niña asistía a dos escuelas distintas y en cada una aprendía una realidad opuesta. En la mañana, al jeder, dirigida por el rabino del pueblo y un moré de historia judía. Aunque las niñas no eran bienvenidas y los rabinos las mantuvieron ignorantes por miles de años, Anita había decidido pelear por la admisión de la suya.

Al principio, el religioso se opuso contundentemente. "El Talmud dice que la mujer está exenta de educación”- enfatizó. Pero la madre de Elena no era de las que cedían fácilmente. "Si no la deja asistir como oyente, le cuento a todo la comunidad que usted y mi hermano Samuel dormían juntos”- respondía la mujer. Ante tal dilema y el hecho de que había tan pocos niños en Dlugosiodlo que asistían a esta escuela, el maestro pudo romper la regla.

Su centro de enseñanza, el besmederech era en realidad un cuarto oscuro en el shull, con largas bancas y una mesa más dura que el alma del faraón egipcio. "La dejaré quedarse de oyente”- le prometió a la madre, "pero no hagamos mucha bulla porque otras chiquillas querrán participar y haríamos una revolución". Su madre, feliz por romper tan antigua norma, le decía a su hija: "Tienes todo el derecho de aprender como cualquiera. Si algún niño te dice algo, dale una patada en los veitsim".

Su moré tenía una barba blanca y vestía siempre con caftán negro. "Era un hombre muy religioso, sabio como ninguno y conocedor de los laberintos del Talmud". Sin embargo, Elena nunca simpatizó con él. "Para todo tenía una prohibición y nunca me da una buena razón”- pensaba constantemente. Varias veces le preguntó dónde decía en la Torá que la mujer no podía educarse. "En ningún lugar particular pero, ¿acaso lees que Sara o Rebeca iban a la escuela?" La niña no podía quedarse callada: "Tampoco que el rabino interprete las cosas como quiera ".

La razón de sus desazones venía de otra parte: en las tardes, Elena iba a la escuela pública. Ésta era muy concurrida, llegando a tener trescientos alumnos. El edificio era amplio, con veinte aulas, y mejores sillas y pizarras que el jeder. El idioma de instrucción era el polaco y se estudiaba desde la historia hasta la gramática, pasando por las matemáticas que tanto le gustaban. Los maestros eran más "modernos" en el sentido que buscaban razones para las cosas, no leyes escritas hace miles de años. Sin embargo, no por ello eran menos fanáticos. El profesor de historia, por ejemplo, acusaba a los judíos de haberse venido en complicidad con los alemanes para hacer de Polonia un "apéndice" germano. "Nos invadieron desde Alemania y como hablan idiomas semejantes, nos quieren hacer sus esclavos".

La pobre estudiante no sabía qué hacer con esta acusación y esperaba oír, al otro día, la versión contraria. En el jeder, el moré de historia contaba que no era así y que la mayoría de los hebreos vino "invitada". Según él, en el siglo XVI el centro espiritual y la población del judaísmo mundial se había trasladado de la Europa Occidental a la Oriental. En los años de 1930, con sus más de tres millones, Polonia era el centro mundial más importante del pueblo judío. El moré aducía que los primeros judíos que llegaron a Polonia venían de Praga o de Alemania, especialmente de Bohemia en el siglo XI. "El pueblo campesino de los polacos, atrasado y dividido entre los nobles y los pobres, urgía de una clase media urbanizada para su desarrollo, así que los invitó a radicarse".

Para corroborar que los polacos querían el ingreso de judíos, el maestro contaba una leyenda en que ambos vivían en armonía. Según ésta, en el siglo IX había muerto el príncipe Popiel, soberano polaco. Sus súbditos se congregaron en Krushvitza, la antigua capital, para elegir a su sucesor. En vista de que no se ponían de acuerdo, optaron por nombrar rey al primero que ingresara en la ciudad. Sucedió que fue el ciudadano judío Abraham Projovnik. Lo prendieron y lo proclamaron soberano. Sin embargo, él rechazó el honor y les dijo que este merecimiento debía ser para un sabio polaco llamado Piasta".

La madre de la niña, como siempre, tenía otra versión. Según la mujer, Projovnik no quiso convertirse en rey de los polacos porque éstos tenían unas deudas enormes y querían "endilgárselas" al pobre judío que ya tenía "suficientes tzures" con los suyos propios. De ahí que el sabio "buscara al más iluso del pueblo" para quitarse la responsabilidad. "Como todos los sabios, igual que tu padre, están preocupados con el más allá y nunca con el acá y el ahora, resultó ser el más tonto de todos y el que menos sospechaba de la deuda que se ganaría”- continuaba la mujer.

Elena sospechaba que no todos los judíos polacos vinieron de Alemania. Es probable que durante el primer milenio de nuestra era, los primeros inmigrantes procedieran del reino judío jázaro, o quizás al Sur de Bizancio. Prueba de ello era su familia que con facciones oscuras, revelaba otro origen.

-Pero madre, ¿cómo es que parecemos turcos? Mis paisanos son blancos y rubios menos nosotros, lo que me hace dudar que perteneciéramos a la misma etnia-le increpaba la hija. -Todo lo oscuro de ustedes viene de tu abuelito paterno que seguro se nos vino de Turquía a complicarnos la vida- contestaba su progenitora, tan pálida y desteñida como cualquier alemana, y así añadía algo más de lo que tenía en contra de su marido.

En las clases de historia judía, aprendería que una de las razones para salir de Alemania había sido el creciente antisemitismo religioso promovido desde las Cruzadas hasta el siglo XV. Otra sería las condiciones particulares de Polonia y los otros países del Este que urgían de una clase artesanal y comercial para impulsar su desarrollo. La incorporación de Polonia a la Iglesia e Imperio Católico había aumentado su comercio con Occidente, atrayendo un flujo de mercaderes, muchos de ellos judíos. Si en 1500 la población judeopolaca era de unas 50,000 personas, llegaría al medio millón en 1648. La inmigración sería el principal factor para explicar este crecimiento en vista del poco incremento natural, en estos siglos, de las poblaciones europeas.

El profesor de historia en la escuela cristiana tenía otra interpretación. Según él, el escaso desarrollo económico de Polonia había obligado a sus príncipes a alentar la inmigración de una clase "que los ayudara a explotar a los siervos". Esta posición de intermediarios sería la razón de los problemas. "Los judíos se aliaron con los nobles para recolectar sus impuestos”. “Tan estrecha era la colaboración” -decía con desprecio el educador mientras clavaba sus ojos en los alumnos de origen hebreo- que en algunas aldeas cristianas, los nobles entregaron a los judíos las llaves de la iglesia para no abrirla "hasta que pagaran lo que les adeudaban".

El maestro de religión, por su parte, opinaba que los judíos eran rechazados porque querían convertir a los cristianos. Estos últimos tuvieron, como en Jazar, la competencia del credo judío que atrajo a muchos conversos. "Miles de polacos creyeron –explicaba el instructor- que la religión mosaica era más "racional" que la católica y más "democrática" ya que no tenía otros líderes religiosos que los rabinos. De ahí que buscaran convertirse y liberarse de los mandatos de nuestro señor Jesucristo, cosa que era toda una aberración”- decía y encogía los hombros como si no pudiera comprenderse cómo los cristianos podían preferir una religión “inferior”.

Elena fue una de las primeras en su pueblo en asistir a la escuela pública. Esto era todo un logro que su madre reconocía al indicar que hasta el año 1841, solo 2.500 niños asistían de una población de medio millón de judíos. “Lo único bueno que nos dejó la Primera Guerra Mundial”- se ufanaba Anita, “fue que Polonia, para convertirse en país independiente tuvo que reconocer la igualdad de derechos de las minorías. Nunca hubieran querido hacerlo pero no tuvieron alternativa”. La madre le aconsejó que se cuidara porque el recibimiento sería hostil: los polacos habían sido obligados a compartir sus escuelas con los hebreos pero no sus corazones. La niña escribiría en su diario:

Fue un impacto para mí, una sorpresa, darme cuenta que no era igual a los demás niños y que no tenía absolutamente ningún derecho a ese pueblo, a ese país y que era una extraña. Eso se lo hacían sentir a una muy a menudo. El miedo nos poseía a todos. Por ejemplo, al salir de la escuela podía surgir una piedra que no sabías quién la tiraba pero sí de dónde provenía. Luego, el constante griterío de que te fueras de Polonia a Palestina, a tu lugar, que aquello no era tuyo, que no eras querida ahí, era el pan nuestro de todos los días. Asimilar todo esto fue una cosa muy dura. Sentíamos hostilidad y una gran rebelión en el interior, la cual no podíamos manifestar. No había valentía ahí, éramos tan pequeños y tan débiles que no había cómo defenderse, no había más que resistir.

León Grudzko perteneció a la pequeñísima minoría judía de su pueblo que fue a la universidad. Una tarde, sentado con Anita en la tienda, contó sus vicisitudes, para concluir que su esfuerzo no valía la pena. Elena, que oyó la conversación oculta detrás de una puerta, copió las palabras del joven en su diario:

Lo primero que me indignó fue que nos obligaban (a los estudiantes judíos) a sentarnos en unos bancos aparte de los polacos, que se conocían como "bancos del gueto". Nos opusimos a esta discriminación y no quisimos sentarnos. Teníamos que recibir las lecciones de pie. Luego, los grupos nazis organizaban palizas y atropellos en contra de los pocos judíos que asistíamos a la universidad. Algunos estudiantes fueron gravemente heridos en estos "pogromos" universitarios. La situación fue tan horrible que tuve que abandonar mis estudios y buscar cómo salir de Polonia.

La niña sabía sin embargo, que no todos los pedagogos eran antisemitas. El de matemáticas estaba impresionado tanto por su belleza como por su habilidad para los números. "¿Cuánto es 130 dividido entre 7?" preguntaba. En menos de cinco segundos, ella respondía: "18.57". Esto provocaba su admiración. "No sé cómo lo haces Elena. Si fuera judío, me casaría contigo por tu belleza e inteligencia". "No es nada del otro mundo”- contestaba, "los pobres sabemos dividir muy bien". El hombre reconocía que esta niña era la más lista de todos, pero también con el futuro más negro. "¿Qué piensas estudiar cuando grande?"- quería saber. "Pues quiero ser historiadora pero no creo que tenga dinero para ir más allá de este pupitre". Tampoco tenía esperanzas de casarse bien, porque los pobres no atraen cortejadores.

A pesar de su corta edad, Elena estaba consciente de que la hostilidad hacia ellos tenía un fundamento económico. Su madre le decía que para el campesinado polaco, el administrador, tabernero o recaudador de impuestos, era la personificación de la explotación, y ésta se representó en el judío.

Anita, no obstante, creía que Polonia era más hospitalaria que otros pueblos. Le contaba, por ejemplo, que era aún peor en Ucrania, la que vivió un proceso de "polonización". “Los polacos –agregaba la mujer- nos pusieron el papel de intermediarios en Ucrania para que nosotros les hiciéramos el negocio sucio de cobrarles los impuestos y vender el licor”.

“Pues los ucranianos que eran greco-ortodoxos nos agarraron tanto odio como el que sentían contra los polacos y terminamos, como siempre, pagando los platos rotos”. “El campesinado ucranio” –añadía ella- “en 1648 se levantó en contra de ambos y realizó la peor masacre”. “Guiados por el salvaje de Bogdan Chmielnitzki, la carnicería dejaría entre 80 y 100 mil judíos asesinados, 700 comunidades arrasadas y solo uno de cada diez judíos ucranios con vida”- le contaba la madre a la pequeña, sin tomar en cuenta que quizás esta historia la aterrorizaba tanto que la hacía perder el interés por asistir a la escuela pública.

Su madre no dejaba de apreciar sus raíces polacas. Estaba convencida de que tanto polacos como judíos sufrieron en manos de los ucranianos. La mujer le contaba que, en muchas ocasiones, ambos grupos se defendieron en contra del común enemigo. “Existieron ejércitos de polacos y hebreos que luchamos juntos por la defensa de nuestra independencia y actos de solidaridad entre ambos”- indicaba con orgullo mientras le enseñaba una medalla de heroísmo otorgada por el rey a su antepasado, Estanislao Brum.

La madre reconocía, sin embargo, que “en algunas ocasiones, los nobles escogieron salvar su pellejo a costa nuestra ya que éramos sus más débiles aliados”. Otro pariente de su marido, el especialista en cueros de Ostrolenka, Zelig Sikora, fue entregado como botín de guerra para que los ucranianos lo guindaran de un árbol. “Los nobles polacos lo sacrificaron porque los ucranianos querían saldar las cuentas de zapatos que le debían”- decía con tristeza. “Al pobre Zelig lo enterraron descalzo y así nos agradecieron los polacos nuestra ayuda militar”.

Pero la madre de Elena opinaba que todos los pueblos hacían lo mismo: cuando se trataba de elegir entre los propios y los foráneos, optaban por los primeros. Consideraba que a pesar del antisemitismo de la nación, Polonia fue por muchos siglos un refugio de tolerancia para su pueblo. “El reino recibió inmigrantes durante la persecución cristiana en Europa Occidental y nos otorgó derechos como ninguno”, afirmó con orgullo. “A pesar de los intentos de la Iglesia Cristiana por imponer los guetos, los trajes distintos y la separación laboral”- aseguraba ella, “la nobleza polaca nunca consintió y los judíos pudimos gozar de tal autonomía espiritual y política que nos dieron hasta nuestro propio parlamento, el Consejo de las Cuatro Naciones”. “Mejor nos hubieran dado tierra para hacer nuestro propio país”- le respondió su hija que no estaba tan segura de la benevolencia polaca.

Hubo buenos y malos períodos. La madre de Elena no quiso nunca calificar a su patria como un semillero de antisemitas. “En tiempos en que la situación económica era buena, los distintos grupos étnicos, económicos y religiosos convivíamos sin problemas”. Pero en los tiempos en que la economía y la independencia se “pusieron de mal en peor” los pleitos aumentaban. Anita contaba que cuando Polonia a partir del siglo XVIII fue invadida y dividida se daría lo que predecía el refrán ídish: “Cuando el hambre toca la puerta el amor sale por la ventana”. En vista de que se perdió la libertad, judíos y polacos se enfrentaron en forma distinta a la situación, lo que produjo mutuas acusaciones.

Los judíos que pasaron al Imperio Austrohúngaro fueron tratados mejor y apoyaron a Viena por lo que los polacos los miraron como traidores. Pero las cosas serían distintas en la parte polaca que se tragó Rusia. “Los Brum luchamos por la independencia porque odiábamos al zar”- afirmaba Anita. “Pero los polacos nos recriminaban que otros paisanos estuvieran más contentos bajo la tutela alemana, como si fuera nuestra culpa desear vivir con dignidad”.

En pueblitos como Dlugosiodlo, los pogromos eran producto de situaciones de crisis. Cuando los campesinos no podían pagar las obligaciones a los mercaderes, una cacería de hebreos borraba las deudas. Elena no había presenciado una, pero sí estaba consciente de que los peores antisemitas era aquellos que derivaban un beneficio económico.

Una tarde tuvo que acompañar a su madre donde una mujer campesina que le debía una fuerte suma de dinero. "Señora Ursula”- imploraba, "necesito que me pague la deuda que me debe desde hace un año. Las cosas están muy mal y apenas tengo qué comer". Anita no pensaba que la campesina era mala. Muchas veces habían tratado y se habían ayudado la una a la otra. La mujer reconocía que gracias a esta polaca, había podido aprender los misterios de la reproducción. Como muchos de su clase social, no sabía leer ni escribir y creía en mitos y supersticiones. Uno de ellos, común en la población rural, era que los hebreos eran una raza diabólica que nacía ciega y necesitaba, para abrir los ojos, la sangre cristiana. Pero el trato estrecho con la hebrea la había hecho desobstruir los suyos y darse cuenta de su insensatez.

Esta vez las cosas se habían puesto malas para ella también. La campesina se había llenado de deudas y no tenía cómo pagar. La salida más fácil sería atacar a Anita, cosa que solía hacer cuando se desesperaba. La mujer la miró con el desprecio más grande que podía sentir y le contestó: "Judíos de la gran puta, no se contentan con haber matado a Cristo y ahora me viene a crucificar a mí también. ¿No ve que no tengo zlotis para pagarle?".

-Pero Ursula, si ayer la vi comprando tres vacas, ¿cómo es que no tiene?- replicó Anita.
-Pues no tengo y las vacas no eran mías.

Dos días después, Elena recibía una pedrada en la escuela de la hija de la campesina. "Judía del demonio”- le gritó la niña, "¿por qué no se van todos para Palestina y nos dejan en paz?" "Nos vamos pero no sin antes de meter a tu madre en la cárcel”- respondía. Cuando Anita curaba la herida le decía: "Cuando no te pagan te pegan y cuando te pagan te pegan". Aún así, no caía en el simplismo de referirse a su patria en términos de blanco y negro. "Cuando las cosas se tornan mal, se tiende a mirar todo negativamente, como si mil años de historia común entre polacos y judíos hubieran sido un desastre. La realidad es más complicada que eso”- añadía con tristeza.

Elena sabía que la realidad económica de su pueblo no se dividía solo entre los judíos y los polacos. Algunos de sus paisanos habían hecho dinero y contrataban a sus correligionarios para explotarlos. Existía un sector de grandes comerciantes que "no sacaba pelo sin sangre”- como sostenía Anita. Este grupo vivía del comercio internacional en sectores como la madera y las importaciones. Controlaba la política de los pueblos y tenía a su disposición a los dirigentes religiosos que dependían de su dinero. Muchos de ellos compraban a los funcionarios polacos para beneficio propio y no les importaba sacrificar los intereses generales.

Este era el caso de Lázaro Guasestein quien había hecho una fortuna en la usura. Decenas de sus mismos paisanos habían perdido sus haciendas por no poder cumplir con los préstamos. Cuando le imploraban que perdonara las deudas, les decía que no podía hacer nada porque la ruina era "decisión divina". Otra de sus actividades preferidas era adelantar dinero por propiedades a enfermos para luego, una vez muertos, no pagar lo convenido. “Para colmo de males –diría Anita años después- el rufián terminaría en Costa Rica y estafaría a más de uno, incluyendo a varios judíos que murieron de cáncer”.

Tanta fortuna acumuló que Elena, quien no se dejaba llevar por los lujos materiales, cuando llevaba algún pedido a su hogar, quedaba deslumbrada ante la opulencia. La hija menor, Shosha, era una mimada. "¿Elenita, ¿qué te parece esta joya que me dio papito, ¿no se me ve divina?" Pronto entraba su madre y la reprendía: "No le enseñes a esa chiquilla tus cosas, querida, ¿no ves que es una pobre diabla?" Don Lázaro, sin embargo, mantenía al rabino jasídico y nadie podía cuestionarlo.

Las humillaciones de Shosha no surtían gran efecto porque la familia de su madre era socialista. Anita le aconsejaba que no le hiciera caso: "Un día tomaremos el poder y nos quitaremos de encima a todos los explotadores". Los judíos pobres en Polonia tenían su vocero político en el Bund. Anita simpatizaba con sus ideas y se las transmitió a su hija. Más aún porque el Bund era el más antagónico del conservador y religioso Agudat Israel al que pertenecía su padre.

Anita le explicaba a Elena que los socialistas consideraban que los judíos y los polacos pobres tenían como enemigo al sistema capitalista, responsable de sus animosidades. Su objetivo era luchar por el mejoramiento de las condiciones de los desposeídos. La simpatizante de los pobres gustaba repetir que ella se robaba las gallinas no por vagancia sino por justicia social: "Lo que hago es una redistribución de la riqueza". La mujer estaba convencida de que los judíos ricos se aprovechaban tanto de ellos como de los polacos. Se ponía furiosa cuando se daba cuenta de que Guasestein compraba a los oficiales del fisco para pagar muy poco, mientras que a ella le exigían todos los impuestos.

La ansiada revolución proletaria tendría que esperar, opinaba la madre, por lo que la familia, como Job, debía tener paciencia. Y mucha porque las cosas se estaban poniendo cada día peor. El maestro de historia judía le explicaba a la niña que en los siglos XIX y XX la población judía vendría a ser severamente afectada. “Su dedicación al comercio precapitalista en las áreas rurales hizo que el desplazamiento del área rural a la urbana en importancia económica, impulsara su propio declive”. Según él, “al monetizarse la economía rural, cientos de miles de campesinos polacos fueron expulsados de su seno y, consecuentemente, los judíos que negociaban con ellos”.

Elena le preguntó que pasó entonces con su pueblo. El maestro prefirió no contestarle y más bien le exigió que investigara la respuesta “que le ayudaría a entender el abandono de su padre”. La estudiante buscó entre los anuarios de población de Polonia la explicación. Apuntó en su cuaderno que “la alternativa ante la pobreza sería emigrar hacia las ciudades”. En perfecto polaco señaló que “para 1931, tres cuartas partes de los judíos polacos vivían en ellas, mientras que solo 2 de cada 10 cristianos”. “Para 1900, los judíos éramos mayoría en las 21 ciudades más importantes de Polonia”. La muchacha no pudo resistir agregar que “a como iba la cosa no vamos a quedar hebreos en los pueblos rurales y el último paisano que quedaría en Dlugosiodlo sería el rabino que despotricaba contra de la degeneración sexual de las ciudades”.

El maestro de historia le señaló como observación que “como grupo cada vez más urbano, el judío sería el primero en ser afectado por las recesiones capitalistas”. En 1927, el judaísmo polaco había caído en tal pauperización, según él, que 4 de cada 10 vivía de la asistencia social y la mitad estaba sin empleo. Lo que se caracterizó por una migración interna terminó en “una huida en masa de Europa Oriental, especialmente de Polonia”. Entre 1900 y 1914 , había escrito en la otra página que “dos millones de judíos salieron de Europa Oriental. De todos los inmigrantes que llegaron a los Estados Unidos en los años de 1920 a 1923, 4 de cada 10 eran de Polonia”.

El mismo David Sikora, padre de Elena y esposo de Anita, fue uno de los que salieron. Según los cuentos de los mal pensados, el hombre huyó porque unos primos suyos habían matado a un polaco antisemita y la policía perseguía a todos los Sikora. Otros decían que el hombre provenía de una familia escurridiza que huía de toda mala situación y que se caracterizaba por abandonar a los suyos.

Pero la realidad era que en 1927, la familia no tenía qué comer y las discusiones sobre la bondad divina no llenaban el estómago. La pequeña tienda había perdido decenas de clientes que no pudieron conservar sus tierras y que habían tenido que emigrar a Bialistok o a Varsovia. "David”- le reclamó a su esposo, "nos vamos a morir de hambre si no haces algo al respecto. Ni siquiera puedo seguir robando las gallinas de la vecina porque las nuestras están tan flacas que son fácilmente reconocibles".

Para su hija, sin embargo, la partida del padre representaría una madurez inmediata. Siendo la mayor y con apenas siete años, tuvo que hacer el papel de compañero de su madre y de padre de sus hermanos. Aunque pudo estudiar en la escuela, tuvo siempre que ayudar en la tienda.

Cuando Anita se iba temprano, le tocaba preparar el desayuno y el almuerzo. No hubo días de descanso, ni siquiera el sábado. Su madre la utilizaba, además, de paño de lágrimas y fontana de aliento. En el jeder, los niños se burlaban de ella por ser una niña que se atrevía a estudiar. En la escuela pública, los compañeros le tiraban piedras por ser judía. No es de extrañar que no esperara gran cosa de su comunidad, ni de Polonia.

Aunque la mamá simpatizaba con la izquierda, el papá lo hacía con la derecha. Elena oía que su tío Herschell, que era también conservador, decía que los obreros polacos, una vez dueños del Estado, lanzarían al mar a los judíos. Anita, para rebatirlo, sostenía que los religiosos y la derecha ya los habían ahogado con tanta basura religiosa y que no le hiciera caso “porque los religiosos se hacen los santos mientras son más promiscuos que las gallinas”. “Además –agregaba- no te le acerques mucho porque ese hombre tiene más manos que un pulpo”.

Cuando su padre se fue, no tenían esperanzas de que las cosas fueran distintas en ningún país cristiano. "Estamos condenados a sufrir por haber sido elegidos por Dios”- le decía el rabino con resignación. "Rebe”- preguntaba ella, "¿por qué no renunciamos a este honor y que Él se busque otro pueblo?" El religioso no podía creer que una Sikora se atreviera a faltar el respeto al Creador. “¿Desde cuándo una hija de don David se ha vuelto tan hereje?”- le preguntó. Sin embargo, el rabino dio la respuesta antes que la niña pudiera abrir la boca: “Esas ideas comunistas te las ha metido en tu cabeza la bruja de tu madre”.

Aunque la situación era terrible, la naturaleza le dio, con el fin de que sobreviviera, dos regalos: la hermosura y una inteligencia sobresaliente. Quizás la parentificación explique su profunda agudeza en los abatimientos del alma. La niña era una observadora nata, puntillosa, intuitiva, que podía leer el sentimiento más recóndito de la más introvertida persona. Cuando su madre planeaba alguna reunión familiar, ella "intuía”- sin que nadie sospechara, los torbellinos de las mentes de los invitados. "La tía Gisela está deprimida porque se le casó su hijo preferido”- anotaba en su diario. "El rabino está contento porque se ganó mucho dinero en divorciar al panadero". No perdía una señal y nadie podía disfrazarle un desvelo. "Mi madre está preocupada porque Golde sospecha sus robos de gallinas". Podía desenredar los nudos del espíritu y aliviarlos con el oído. "No se preocupe, señora Mirtembaum, su marido le escribirá de Nueva York. Seguro es que los polacos creyeron que le enviaba dinero y le robaron sus cartas".

Algunos prójimos decían que era una curandera de nacimiento, sabia en administrar bálsamos para las heridas. Otros opinaban que se trataba de un don solo de los grandes rabinos. "Es un legado mesiánico que tiene esta niña, debe ser una reencarnación de Sebatai Zevi, nuestro último Mesías”- aducía una tía jasídica.

Los más "modernos” opinaban que la inteligencia de Elena era tan aguda como la del nuevo científico judío que revolucionaba la psiquiatría. "Es que la mocosa puede leer el inconsciente, las barreras defensivas y las represiones de la gente como el doctor Freud”- decía su médico. A pesar de tan contrarias versiones, nadie dudaba que tenía un gran poder. Un compañero polaco de la escuela lo resumió así: "Donde estás, Elena, se encuentra Ganaiden".