Genio y Figura by Juan Valera - HTML preview

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Genio y figura

Por

Juan Valera

Librería de Fernando Fé

Madrid

1897

Capítulos:

-I-,-II-,-III-,-IV-,-V-,-VI-,-VII-,-VIII-,-IX-,-X-,-XI-,-XII-,-XIII-,-XIV-,-XV-,-XVI-,-XVII-,-

XVIII-,-XIX-,-XX-,-XXI-,-XXII-,-XXIII-,-XXIV-,-XXV-,-XXVI-,-XXVII-,-XXVIII-

,Confidencias,Conclusión.

Medio de fonte leporum

Surgit amari aliquid, quod in ipsis floribus augat.

(Lucretii. De nat. rer. libr. IV).

-I-

En tres distintas y muy apartadas épocas de mi vida, peregrinando yopor diversos países de Europa y América, o residiendo en las capitales,he tratado al vizconde de Goivo-Formoso, diplomático portugués, conquien he tenido amistad afectuosa y

constante. En

nuestrasconversaciones, cuando estábamos en el mismo punto, y por cartas, cuandoestábamos en punto distinto, discutíamos no poco, sosteniendo las másopuestas opiniones, lo cual, lejos de desatar los lazos de nuestraamistad, contribuía a estrecharlos, porque siempre teníamos quédecirnos, y nuestras conversaciones y disputas nos parecían animadas yamenas.

Firme creyente yo en el libre albedrío, aseguraba que todo ser humano,ya por naturaleza, ya por gracia, que Dios le concede si de ella se hacemerecedor, puede vencer las más perversas inclinaciones, domar elcarácter más avieso y no incurrir ni en falta ni en pecado. El Vizconde,por el contrario, lo explicaba todo por el determinismo; aseguraba quetoda persona era como Dios o el diablo la había hecho, y que no habíapoder en su alma para modificar su carácter y para que las acciones desu vida no fuesen sin excepción efecto lógico e inevitable de esecarácter mismo.

Los ejemplos, en mi sentir, nada prueban. De ningún caso particularpueden inferirse reglas generales. Por esto creo yo que siempre es falsao es vana cualquier moraleja que de una novela, de un cuento o de unahistoria se saca.

Mi amigo quería sacarla de los sucesos de la vida de cierta dama queambos hemos conocido y tratado con alguna intimidad, y quería probar sutesis y la verdad trascendente del refrán que dice: genio y figura,hasta la sepultura.

Yo no quiero probar nada, y menos aún dejarme convencer; pero la vida,el carácter y los varios lances, acciones y pasiones de la persona quemi amigo ponía como muestra son tan curiosos y singulares, que meinspiran el deseo de relatarlos aquí, contándolos como quien cuenta uncuento.

Voy, pues, a ver si los relato, y si consigo, no adoctrinar ni enseñarnada, sino divertir algunos momentos o interesar a quien me lea.

-II-

Hace ya muchos años, el vizconde y yo, jóvenes entonces ambos,vivíamos en la hermosa ciudad de Río de Janeiro, capital del Brasil, dela que estábamos encantados y se nos antojaba un paraíso, a pesar deciertos inconvenientes, faltas y aun sobras.

La fiebre amarilla, recién establecida en aquellas regiones, solíaensañarse con los forasteros.

Las baratas, que así llaman allí a ciertas asquerosas cucarachas conalas, nos daban muchísimo asco, sobre todo en los instantes que precedena la lluvia, porque dichos animalitos buscan refugio en lashabitaciones, las invaden, cuajan el aire formando espesas nubes, seposan en los muebles, en las manos y en las caras y esparcen un olorempalagoso y algo nauseabundo.

Otros inconvenientes y sobras había también por allí, aunque no hablo deellos por no pecar de prolijo. Pero en cambio, ¡cuánta hermosura ycuánta magnificencia! El Bósforo de Tracia, el risueño golfo de Nápolesy la dilatada extensión del Tajo frente de Lisboa, son mezquinos, feos ypobres, comparados con la gran bahía de Río sembrada de islasfertilísimas siempre floridas y verdes, y cuyos árboles llegan y seinclinan hasta el mar y bañan los frondosos ramos en las ondas azules.Los bosques de naranjos y de limoneros, con fruto y con flor a la vez,embalsaman el aire. Los pintados pajarillos, las mariposas y laslibélulas de resplandecientes colores esmaltan y alegran el ambientediáfano. Por la noche, el cielo parece más hondo que en Europa, no negrosino azul, y todo él lleno de estrellas más luminosas y grandes que lasque se ven en nuestro hemisferio.

Confieso que es lástima que la vista de todo aquello no despierte ennuestra alma recuerdos históricos muy ricos de poesía, y que lasmontañas que circundan la bahía tengan nombres tan vulgares. No es allí,por ejemplo, como en Nápoles y en sus alrededores, donde cada piedra,cada escollo y cada gruta tiene su leyenda y evoca las sombras de uno ode muchos personajes históricos o míticos: Ulises, las Sirenas, Eneas,la Sibila de Cumas, los héroes de Roma, los sabios de la magna Grecia,Aníbal olvidándose de sus triunfos en las delicias de Capua, Alfonso deAragón el Magnánimo haciendo renacer y florecer la antigua clásicacultura, todo esto acude a la mente del que vive en Nápoles y hasta sepone en consonancia con los nombres sonoros y nobles que conservan lossitios: el Posilipo, el Vómero, Capri, Ischia, Sorrento, el Vesubio,Capua, Pestum, Cumas, Amalfi y Salerno.

En cambio, los nombres de los alrededores de Río no pueden ser másvulgares ni más vacíos de todo poético significado: la Sierra de losÓrganos, el Corcobado, el Pan de Azúcar, Botafogo, las Larangeiras y laTejuca.

La falta, no obstante, de sonoridad y nobleza en los nombres, y de altosrecuerdos históricos en los sitios, está más que compensada por laespléndida pompa y por la gala inmarcesible que la fértil naturalezadespliega allí y difunde por todos lados.

Nuestro mayor recreo campestre era ir a caballo a la Tejuca, con lafresca, casi al anochecer.

Pasábamos la noche en una buena fonda queallí había, donde nunca faltaba gente alegre que jugaba a los naipes ycenaba ya tarde. También se solía bailar cuando había mujeres.

Aquel sitio era delicioso. El fresco y abundante caudal de aguacristalina que traía un riachuelo se lanzaba desde la altura de unoscuantos metros y formaba una cascada espumosa y resonante.

Por todaspartes había gran espesura de siempre verdes árboles; palmas, cocoteros,mangueras y enormes matas de bambúes. Innumerable multitud deluciérnagas o cocuyos volaban y bullían por donde quiera, durante lanoche, e iluminaban con sus fugaces y fantásticos resplandores hasta lomás esquivo y umbrío de las enramadas.

De las frecuentes expediciones a la Tejuca, ya volvíamos a altas horasde la noche, formando alegre cabalgata, ya volvíamos al rayar el alba.

No se crea con todo, que las expediciones a la Tejuca eran el mayorencanto que Río tenía para nosotros. Había otro encanto mucho mayor, lacasa de la Sra. de Figueredo, centro brillantísimo de la high lifefluminense.

La Sra. de Figueredo tendría entonces de veinticinco a treinta años: erauna de las mujeres más hermosas, elegantes y amables que he conocido. Sumarido, ya muy viejo, era quizá el más rico capitalista de todo elBrasil. Prendado de su mujer, gustaba de que luciese, y lejos deescatimar, prodigaba el dinero que dicho fin requería.

Su vivienda era un hotel espacioso, amueblado con primor y con lujo, enel centro de un bello jardín, bastante dilatado para que por suextensión casi pudiera llamarse parque.

Menos en las temporadas en que había teatro, la Sra. de Figueredorecibía todas las noches.

Cuando había teatro recibía también, pero nosiempre. Sus tertulias eran animadísimas y solían durar hasta después dela una. Bien podía afirmarse que empezaban a las siete, porque la Sra.de Figueredo rara vez dejaba de tener convidados a comer, agasajándoloscon cuantas delicadezas gastronómicas puede inventar y condimentar unbuen cocinero, sin freno ni tasa en el gasto. Pero lo que sobre todohacía agradable aquella casa, era la misma Sra. de Figueredo, que unía asu elegancia, discreción y hermosura, el carácter más franco yregocijado. Del sitio en que ella se presentaba, salía huyendo latristeza. En torno suyo y en su presencia, no había más queconversaciones apacibles o jocosas, risas y burlas inocentes, sinmordacidad ni grave perjuicio del prójimo. Natural era, pues, que elprimer obsequio que, no bien llegase a Río, se podía hacer a unforastero, era presentarle a una dama tan hospitalaria y divertida.

-III-

En el tiempo de que voy hablando, aportó a Río, como secretario dela Legación de Su Majestad Británica, un inglesito joven y guapo;probablemente tendría ya cerca de treinta años, pero su rostro era muyaniñado y parecía de mucha menor edad. Era blanco, rubio, con ojosazules y con poquísima barba, que llevaba muy afeitada, salvo elbigotillo, tan suave, que parecía bozo y que era más rubio que elcabello. Era alto y esbelto, pero distaba no poco de ser un alfeñique.En realidad era fuerte y muy ágil y adiestrado en todos los ejercicioscorporales. Tenía talento e instrucción, y hablaba bien francés, españole italiano, aunque todo con el acento de su tierra.

Tenía modalesfinísimos, aire aristocrático y conversación muy amena cuando tomabaconfianza, pues en general parecía tímido y vergonzoso, y a cada paso,por cualquier motivo y a veces sin aparente motivo, se ponía coloradocomo la grana.

No está bien que se declare aquí el verdadero nombre de este inglesito.Para designarle le daré un nombre cualquiera. El apellido Maury es muycomún. Hay Maurys en Francia, Inglaterra y España. Supongamos, pues, quenuestro inglesito se llamaba Juan Maury.

El Vizconde y yo nos hicimos en seguida muy amigos suyos, y los tresíbamos juntos a todas partes. Claro está que una de las primeras a dondele llevamos fue a la tertulia de la Sra. de Figueredo, la cual lerecibió con extremada afabilidad, y dejó conocer desde luego que elinglesito no le había parecido saco de paja. Él también, a pesar de sermuy reservado, como tomó con nosotros grandísima confianza, nos confesóque la Sra. de Figueredo era muy de su gusto, y se nos mostrócuriosísimo de saber sus antecedentes; su vida y milagros, como sidijéramos. El Vizconde, que estaba bien informado de todo, y si no detodo, de mucho, le contó cuanto sabía, haciendo una relación, que vamosa reproducir aquí, poco más o menos como el Vizconde la hizo.

-IV-

Hace ya mucho tiempo que ciertas niñas españolas, y particularmentelas andaluzas, acuden a la gran ciudad de Lisboa, en busca de mejorsuerte. Los señoritos de por allí, los janotas, que es como sidijéramos los jóvenes elegantes, dandies o gomosos de Portugal, sepirran y despepitan por las tales niñas españolas. De ellas aprenden ahablar un castellano muy chusco y andaluzado: flamenco, como ahora sedice no sé porqué. Ignoro si persisten estas costumbres; pero sí diréque, hace veinte años, todavía el vocablo españolita era en Lisboasinónimo de lo que por aquí pudiéramos llamar hetera, suripanta o moza de rumbo. La afición decidida a las españolitas era entonces elmás pronunciado síntoma y el más elocuente indicio de la posible uniónibérica.

El Vizconde, al empezar su narración, sostenía sin rodeos ni disimulosque ocho años antes del momento en que hablaba, había conocido a la Sra.de Figueredo, soltera aún y figurando y descollando entre lasespañolitas de Lisboa.

La llamaban Rafaela, y por sus altas prendas y rarísimas cualidades laapellidaban la Generosa.

Rafaela apenas tenía entonces veinte abriles. Era gaditana, y hubierapodido decirse que se había traído a Lisboa todo el salero, la gracia yel garabato de Andalucía.

—Yo la vi por vez primera, decía el Vizconde, en aquella plaza de toros.Al aparecer en un palco, con otras tres amigas, los cinco o seis milespectadores que había en la plaza, clavaron la vista en Rafaela yrompieron en gritos de admiración y entusiasmo. Venía ella con vestidode seda muy ceñido, que revelaba todas las airosas curvas de su cuerpojuvenil, y en la graciosa cabeza, sobre el pelo negro como el azabache,llevaba claveles rojos y una mantilla blanca de rica blonda catalana.

La función hacía tiempo que había empezado. Un diestro caballero enplaza sobre fogoso caballo, que hacía caracolear con pasmosa maestría,se aprestaba a poner un par de banderillas a un soberbio toro puro,que de esta suerte califican en Portugal los toros que nunca han sidolidiados.

Pero todo se suspendió y durante uno o dos minutos, nadie prestóatención ni al diestro de las banderillas ni al toro puro tampoco,distraída y embelesada la gente por la aparición de Rafaela la Generosa.En el brazo izquierdo llevaba ella un enorme pañolón de seda roja,cubierto de lindas flores prolijamente bordadas en el Imperio Celeste;y, según es uso en Lisboa, lo extendió como colgadura sobre el antepechodel palco. En otros muchos había colgaduras por el estilo, lo cual dabaa la plaza apariencia vistosa y alegre, pero ningún pañolón era másbonito que el de Rafaela ni había sido extendido con mayor garbo ydesenfado.

Así recordaba el Vizconde este y otros muchos triunfos de Rafaela; perono sin razón la llamaban la Generosa.

Su magnanimidad y su desprendimiento eran tales que siempre los ingresosresultaban para ella muy inferiores a los gastos y el auge de su fortunadistaba muchísimo de corresponder a sus triunfos.

Los janotas que frecuentaban más a Rafaela, aseguraban que era todaella corazón. De aquí que sus negocios económicos fuesen de mal en peoren Lisboa, donde llegó a tener mil desazones y apuros.

En ellos la socorrió generosamente cierto caballero principal,entusiasta del arte y de la belleza, pero no bastante rico para ser muydadivoso. Rafaela además tenía estrecha conciencia, y aunque parezcainverosímil en mujeres de su clase, no exigía ni pedía y hasta rehusabalas dádivas de sus buenos amigos cuando pensaba que eran superiores asus medios y recursos.

En esta situación, el caballero que tanto se interesaba por ella, formóun proyecto algo aventurado, pero que daba esperanzas de buen éxito.

En su sentir, la hermosura corporal no era el único mérito de lamuchacha. Aunque poco o nada cultivado, poseía además gran talentoartístico, que aquel su protector tal vez exageraba deslumbrado por elcariño. Como quiera que fuese, él imaginaba que Rafaela tenía una vozdulce y simpática; que cantaba lindamente canciones andaluzas y quebailaba el fandango, el vito y el jaleo de Jerez por estilo admirable.No había aprendido ni la música ni la danza, pero la misma carencia dearte y de estudio prestaba a su baile y a su canto cierta originalidadespontánea, llena de singular hechizo.

¿Porqué no había de ir Rafaela a un país remoto y presentarse allí nocomo aventurera sino como artista?

El protector decidió, pues, que Rafaela fuese a Río de Janeiro a cantary a bailar.

Los brasileños son muy aficionados a la música, y asimismo muy músicos.Sus modinhas y sus londums merecen la fama de que gozan, por loinspirados y graciosos, prestándoles singular carácter el elemento ofondo que en ellos se nota de la música de los negros. Grande es miignorancia del arte musical y temo incurrir en error; pero valiéndome deuna comparación, he de decir lo que me parece.

Figurémonos que hay en una pipa una solera de vino generoso, muyexquisito y rancio; que se reparte la solera entre tres vinicultores, yque cada uno de ellos aliña su vino y le da valor con el vino exquisitoque en su parte de la solera le ha tocado. Los tres vinos tendrándistintas cualidades, pero habrá en los tres algo de común y deidéntico, precisamente en lo de más valer y en lo más sustancioso. Asíencuentro yo que en las guajiras y en otros cantares y músicas de laisla de Cuba, en los de los minstrels de los Estados Unidos y en loscantos y bailes populares del Brasil, hay un fondo idéntico que les dasingular carácter, y que proviene de la inspiración musical de la razacamítica.

Si Rafaela iba al Brasil y cantaba y bailaba allí con originalidad demuy distinto género, ya que el elemento o fondo primitivo de suscanciones o era indígena de nuestra Península o provenía acaso de Arabiao del Indostán por medio de los gitanos, Rafaela, sin duda, iba a pasmaragradablemente a los brasileños por la exótica extrañeza de sus cantos yde sus bailes.

Aprobó la muchacha el plan que su protector le propuso. Este, aunque nosin fatiga y esfuerzo, le prestó dinero para el viaje y logró darletambién una muy valiosa carta de recomendación, dirigida con el mayorempeño y ahínco y por persona de grande influjo al más rico capitalistade Río de Janeiro, que era el Sr. de Figueredo, a quien ya conocemos.

El Sr. de Figueredo, sin embargo, era entonces un personaje muy distintodel que más tarde fue. Sin dejar de enriquecerse, acometiendo, movidopor la codicia, las más atrevidas empresas, debía principalmente susgrandes bienes de fortuna a una economía tan severa que rayaba en losórdido, y al ejercicio de la usura prestando dinero sobre buenashipotecas y a interés muy alto.

Habitaba, se trataba y se vestía casi como un pordiosero, y exhalaba unmillón de suspiros y daba cincuenta vueltas a un cruzado antes degastarle. Tales prendas y condiciones no eran las más apropósito paraque en Río le quisiesen y le respetasen. El Sr. de Figueredo era másbien despreciado y aborrecido, y por lo tanto, el sujeto menos idóneopara patrocinar e introducir ante el público a una artista que aspirasea hacerse aplaudir.

Consternado recibió la carta, porque debía favores a quien se laescribía, tenía obligación de complacerle y no se consideraba muy aptopara tan difícil empeño.

Rafaela era además tan mona, tan insinuante y tan dulce, que el Sr. deFigueredo, a pesar de lo arisco e invulnerable que había sido toda suvida, que por entonces contaba ya sesenta y cinco años de duración, sesintió muy propenso a favorecer a la muchacha en cuanto estuviera a sualcance. Así es que hizo muchas gestiones y consiguió que el periódicode mayor circulación de Río, O Jornal do comercio, anunciase con bomboy platillos la feliz llegada y próxima aparición en el teatro de lafamosa artista española, y consiguió también que el empresario la oyese,la viese y la ajustase para dar un concierto con intermedios sabrosos dedanza andaluza.

Pronto llegó la noche de la función. El teatro estaba debote en bote. El público había acudido, excitado por la curiosidad, masno por la benevolencia. Al contrario, el odio y el desprecio que el Sr.de Figueredo inspiraba, tocaron como por carambola y se estrellaroncontra la pobre Rafaela.

La mayoría de los oyentes sostuvo que Rafaeladesentonaba y daba feroces gallipavos, y las damas severas y virtuosas ylos honrados padres de familia clamaron contra el escándalo, e hicieronque su pudor ofendido tocase a somatén. El resultado de todo fue unaespantosa silba, acompañada de variados proyectiles, con los que enaquel fecundo suelo brinda Pomona. Sobre la pobre Rafaela cayó undiluvio de aguacates, tomates, naranjas, bananas, cambucás y mantecosaschirimoyas. Rafaela estaba dotada de un estoicismo, no sólo a prueba defruta, sino a prueba de bomba. Sufrió con calma el descalabro y hasta lotomó a risa, calificando de majaderos a los que suponían que cantaba maly de hipócritas a los que censuraban sus evoluciones y meneoscoreográficos.

-V-

Las burlas y los chistes con que Rafaela se vengaba de la silba,hacían mucha gracia al señor de Figueredo, quien se consideraba tambiénvejado, lastimado, silbado y rechazado por la sociedad elegante de Río.Entendía además el señor de Figueredo que Rafaela cantaba como un sabía o como un gaturramo, que son la calandria y el ruiseñor de porallí, y que en punto a danzar echaba la zancadilla a la propiaTerpsícore. La silba, por consiguiente, de que Rafaela había sidovíctima, parecía injusta al viejo usurero y motivada por el odio que aél le tenían, por donde imaginaba que debía consolar a Rafaela eindemnizarla del daño que le había causado.

El oficio de darle consuelo le parecía gratísimo y en su modestia llegóa creer que él, y no ella, era el verdadero consolado.

Cada día simpatizaba más con Rafaela. Se ponía melancólico cuando estabalejos de ella. Y no bien despachaba los asuntos de su casa, se iba aacompañarla en la fonda donde ella vivía.

Con rapidez extraordinaria tomó Rafaela sobre el viejo omnímodoascendiente y le ejerció con discreción y provecho. El Sr. de Figueredoestaba en borrador, y Rafaela se propuso y consiguió ponerle en limpio,realizando en él una transfiguración de las más milagrosas.

Ella misma sabía por experiencia lo que era y valía transfigurarse. Norecordaba de dónde había salido ni cómo había crecido. En Cádiz, en elPuerto, en Sevilla y en otros lugares andaluces, había pasado su primeramocedad, tratándose con majos, contrabandistas, chalanes y otra gentemenuda, sin picar al principio muy alto y sin elevarse sino muy rara vezhasta los señoritos. Así es, que en dicha primera mocedad, había sidoalgo descuidadilla. En Lisboa fue donde se aristocratizó, se encumbró, ycon el trato de los janotas, acabó por asearse, pulirse, adobarse yllegar en el esmero con que cuidaba su persona hasta el refinamiento másexquisito.

El desaliño y la suciedad de los sujetos que andaban cerca de ella, comoella era tan pulcra, le causaban repugnancia. Puso pues, en prensa suclaro y apremiante entendimiento para insinuar el concepto y el apetitode la limpieza en la mente obscura y en la aletargada voluntad del Sr.de Figueredo. Con mil perífrasis sutiles y con diez mil ingeniososrodeos le hizo conocer, sin decírselo, que era lo que vulgarmentellamamos un cochino, y logró hacer en él, con la magia de su persuasivaelocuencia, lo contrario de lo que hizo Circe en los compañeros deUlises, a quienes dio la forma del mencionado paquidermo. Tanto habló delo conveniente para la salud que eran los baños diarios, y el frotarse,fregarse y escamondarse con jabón y con un guante áspero, que infundióal Sr. de Figueredo la gana de hacer todas aquellas operaciones. Y lashizo, y ya parecía otro y tan remozado como si él no fuese él sino suhijo. Luego fue Rafaela a la rua do Ouvidor, donde están las mejorestiendas, y en la perfumería de moda, compró cepillos de dientes y pelo,polvos y loción vegetal para limpiárselos, y aguas olorosas, cosméticos,peines y otros utensilios de tocador. Este fue el primer regalo que hizoRafaela a D. Joaquín, que tal era el nombre de pila del Sr. deFigueredo. Y bueno será advertir en este lugar, porque yo soy muyescrupuloso y no quiero apartarme un ápice de la verdad, que pongo elDon antes del Joaquín por acomodarme al uso y lenguaje de España, porqueen Portugal, y más aún en el Brasil, son rarísimos los Dones y sólo lellevan los hombres de pocas familias. Cuando yo estuve en el Brasil, sino recuerdo mal, sólo habría media docena de Dones en todo el Imperio.Las señoras en cambio tienen todas, no sólo Don sino excelencia, y hastala más humilde es la Excma. Sra. doña Fulana: prueba inequívoca de laextremada galantería de los portugueses.

A pesar de lo dicho, se justifica el que yo llame Don al Sr. deFigueredo, porque, como al fin se casó con Rafaela que era española, yesta dio en llamarle mi D. Joaquín, todos los amigos y conocidos, yllegó a tener enjambres de ellos, aunque le suprimieron el mi, ledejaron el Don, y él acabó por ser universalmente donificado. Perono adelantemos los sucesos.

-VI-

Mucho se ha discutido, se discute y se discutirá, sobre si la amenaliteratura y otras artes del deleite, estéticas o bellas, deben o no serdocentes. Afirman muchos que basta con que sean decentes, sin procurarfuera de ellas fin alguno, y sin enseñar nada: pero es lo cierto, que lacreación de la belleza, y su contemplación, una vez creada, elevan elalma de los hombres y los mejora, por donde casi siempre las bellasartes enseñan sin querer, y tienen eficacia para convertir en buenas yhasta en excelentes las almas que por su rudeza y por los fines vulgaresa que antes se habían consagrado eran menos que medianas, ya que nomalas. Algo de este influjo benéfico ejercieron en el espíritu de donJoaquín las bellas artes de Rafaela. No me atreveré yo a calificarlas dedecentes por completo, pero no puede negarse que fueron docentes. Ellalas ejerció con certero instinto, superior a toda reflexión y a todocálculo. Procedió con lentitud prudentísima para que la transfiguraciónno chocase, ni sorprendiese en extremo, ni al público que había deverla, ni al transfigurado que en su propio ser había de realizarla.

Escamondado ya interiormente D. Joaquín, Rafaela le obligó a que seafeitase casi de diario y a que se cortase bien las canas, que limpias,lustrosas y alisadas tomaron apariencia de venerables.

A fin de que todas estas reformas fuesen persistentes y no efímeras,buscó Rafaela para su amigo, en vez del negro ignorante que antes leservía, un excelente ayuda de cámara, gallego desbastado, ágil y listo.

Después, y siempre poquito a poco, fue modificando el traje de D.Joaquín, empezando por los pantalones, que, como se los pisaba pordetrás, los tenía con flecos o pingajos, que solían rebozarse en el lodode las calles. Después declaró Rafaela guerra a muerte a toda mancha olamparón que sus ojos de lince descubrían en el traje de D. Joaquín,resultando de esta guerra la desaparición completa del antiguovestuario, que apenas pudo servir ya para los negros desvalidos, y laadquisición de otro nuevo, hecho en Río con menos que mediana elegancia.Pero Rafaela era insaciable en su anhelo de perfección; y, deseosa deque D. Joaquín estuviese, no sólo aseado, sino chic, y como ella ledecía, hablando en portugués, muito tafulo o casquilho, hizo que letomasen las medidas y escribió a París y Londres encargándole ropa, queno tardaron en enviarle. Como por los pantalones era por donde más habíaclaudicado, mandó Rafaela que se los hiciese en adelante un famososastre especialista, culottier, que por entonces había en París, ruede la Paix, llamado Spiegelhalter. De los fracs y de las levitas seencargaron en competencia Cheuvreuil, en París, y Poole, en Londres. Lascamisas, bien cortadas, sin bordados ni primores de mal gusto, perotambién sin buches, vinieron de las mejores casas parisienses que a lasazón había, correspondientes a las de Charvet y Tremlett de ahora. Ypor último, como Rafaela aspiraba a que todo estuviese en consonancia,hizo venir de París el calzado de D. Joaquín, encomend