Fortunata y Jacinta: Dos Historias de Casadas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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«Me alegro—dijo el Delfín, cuando su mujer le conducía por lasescaleras arriba—; me alegro de que me hubieras sacado de allí, porqueno puedes figurarte lo que me iba cargando el tal inglés, con susdientes blancos y apretados, con su amabilidad y su zapatito bajo... Sisigo un minuto más, le pego un par de trompadas... Ya se me subía lasangre a la cabeza...».

Entraron en su cuarto, y sentados uno frente a otro, pasaron un ratorecordando los graciosos tipos que en el comedor estaban y los equívocosque allí se decían. Juan hablaba poco y parecía algo inquieto. Derepente le entraron ganas de volver abajo. Su mujer se oponía.Disputaron. Por fin Jacinta tuvo que echar la llave a la puerta.

«Tienes razón—dijo Santa Cruz dejándose caer a plomo sobre lasilla.—Más vale que me quede aquí... porque si bajo, y vuelve el mister con sus finuras, le pego... Yo también sé boxear».

Hizo el ademán del box, y ya entonces su mujer le miró muy seria.

—Debes acostarte—le dijo. —Es temprano... Nos estaremos aquí detertulia... sí... ¿tú no tienes sueño? Yo tampoco. Acompañaré a mi caramitad. Ese es mi deber, y sabré cumplirlo, sí señora. Porque yo soyesclavo del deber...

Jacinta se había quitado el sombrero y el abrigo. Juanito la sentó sobresus rodillas y empezó a saltarla como a los niños cuando se les hace elcaballo. Y dale con la tarabilla de que él era esclavo de su deber, y deque lo primero de todo es la familia. El trote largo en que la llevabasu marido empezó a molestar a Jacinta, que se desmontó y se fue a lasilla en que antes estaba. Él entonces se puso a dar paseos rápidos porla habitación.

—Mi mayor gusto es estar al lado de mi adorada nena—decía sinmirarla—. Te amo con delirio como se dice en los dramas. Bendita seami madrecita... que me casó contigo...

Hincósele delante y le besó las manos. Jacinta le observaba con atenciónrecelosa, sin pestañear, queriendo reírse y sin poderlo conseguir. SantaCruz tomó un tono muy plañidero para decirle:

«¡Y yo tan estúpido que no conocí tu mérito!, ¡yo que te estaba mirandotodos los días, como mira el burro la flor sin atreverse a comérsela! ¡Yme comí el cardo!... ¡Oh!, perdón, perdón...

Estaba ciego, encanallado;era yo muy cañí... esto quiere decir gitano, vida mía. El vicio y lagrosería habían puesto una costra en mi corazón... llamémosle garlochín... Jacintilla, no me mires así. Esto que te digo es la puraverdad. Si te miento, que me quede muerto ahora mismo.

Todas mis faltaslas veo claras esta noche. No sé lo que me pasa; estoy como inspirado...tengo más espíritu, créetelo... te quiero más, cielito, paloma, y te voya hacer un altar de oro para adorarte».

«¡Jesús, qué fino está el tiempo!—exclamó la esposa que ya no podíaocultar su disgusto—.

¿Por qué no te acuestas?».

—Acostarme yo, yo... cuando tengo que contarte tantas cosas, chavala!—añadió Santa Cruz, que cansado ya de estar de rodillas,había cogido una banqueta para sentarse a los pies de su mujer—.Perdona que no haya sido franco contigo. Me daba vergüenza de revelarteciertas cosas.

Pero ya no puedo más: mi conciencia se vuelca como unaurna llena que se cae... así, así; y afuera todo... Tú me absolveráscuando me oigas, ¿verdad? Di que sí... Hay momentos en la vida de lospueblos, quiero decir, en la vida del hombre, momentos terribles, almamía. Tú lo comprendes... Yo no te conocía entonces. Estaba como lahumanidad antes de la venida del Mesías, a oscuras, apagado el gas...sí. No me condenes, no, no, no me condenes sin oírme...

Jacinta no sabía qué hacer. Uno y otro se estuvieron mirando breve rato,los ojos clavados en los ojos, hasta que Juan dijo en voz queda:

«¡Si la hubieras visto...! Fortunata tenía los ojos como dos estrellas,muy semejantes a los de la Virgen del Carmen que antes estaba en SantoTomás y ahora en San Ginés. Pregúntaselo a Estupiñá, pregúntaselo si lodudas... a ver... Fortunata tenía las manos bastas de tanto trabajar, elcorazón lleno de inocencia...

Fortunata no tenía educación; aquella boca tan linda se comía muchasletras y otras las equivocaba. Decía indilugencias, golver, asín. Pasósu niñez cuidando el ganado. ¿Sabes lo que es el ganado? Las gallinas.Después criaba los palomos a sus pechos. Como los palomos no comen sinodel pico de la madre, Fortunata se los metía en el seno, ¡y si vieras túqué seno tan bonito!, sólo que tenía muchos rasguños que le hacían lospalomos con los garfios de sus patas.

Después cogía en la boca un buchede agua y algunos granos de algarroba, y metiéndose el pico en laboca... les daba de comer... Era la paloma madre de los tiernospichoncitos... Luego les daba su calor natural... les arrullaba, leshacía rorrooó... les cantaba canciones de nodriza...

¡PobreFortunata, pobre Pitusa!... ¿Te he dicho que la llamaban la Pitusa?¿No?... pues te lo digo ahora. Que conste... Yo la perdí... sí... queconste también; es preciso que cada cual cargue con suresponsabilidad... Yo la perdí, la engañé, le dije mil mentiras, le hicecreer que me iba a casar con ella. ¿Has visto?... ¡Si seré pillín!...Déjame que me ría un poco... Sí, todas las papas que yo le decía, se lastragaba... El pueblo es muy inocente, es tonto de remate, todo se locree con tal que se lo digan con palabras finas... La engañé, le garfiñé su honor, y tan tranquilo. Los hombres, digo, los señoritos,somos unos miserables; creemos que el honor de las hijas del pueblo escosa de juego... No me pongas esa cara, vida mía. Comprendo que tienesrazón; soy un infame, merezco tu desprecio; porque... lo que tú dirás,una mujer es siempre una criatura de Dios,

¿verdad?... y yo, después queme divertí con ella, la dejé abandonada en medio de las calles...justo... su destino es el destino de las perras... Di que sí».

-VI-

Jacinta estaba alarmadísima, medio muerta de miedo y de dolor. No sabíaqué hacer ni qué decir. «Hijo mío—exclamó limpiando el sudor de lafrente de su marido—, ¡cómo estás...!

Cálmate, por María Santísima.Estás delirando».

—No, no; esto no es delirio, es arrepentimiento—añadió Santa Cruz,quien, al moverse, por poco se cae, y tuvo que apoyar las manos en elsuelo—. ¿Crees acaso que el vino...? ¡Oh! no, hija mía, no me hagas esedisfavor. Es que la conciencia se me ha subido aquí al cuello, a lacabeza, y me pesa tanto, que no puedo guardar bien el equilibrio...Déjame que me prosterne ante ti y ponga a tus pies todas mis culpas paraque las perdones... No te muevas, no me dejes solo, por Dios... ¿A dóndevas? ¿No ves mi aflicción?

—Lo que veo... ¡Oh! Dios mío. Juan, por amor de Dios, sosiégate; nodigas más disparates.

Acuéstate. Yo te haré una taza de té.

—¡Y para qué quiero yo té, desventurada!...—dijo el otro en un tonotan descompuesto, que a Jacinta se le saltaron las lágrimas—. ¡Té...!,lo que quiero es tu perdón, el perdón de la humanidad, a quien heofendido, a quien he ultrajado y pisoteado. Di que sí... Hay momentos enla vida de los pueblos, digo, en la vida de los hombres, en que unodebiera tener mil bocas para con todas ellas a la vez... expresar la,la, la... Sería uno un coro... eso, eso... Porque yo he sido malo, no medigas que no, no me lo digas...

Jacinta advirtió que su marido sollozaba. ¿Pero de veras sollozaba oera broma?

«Juan, ¡por Dios!, me estás atormentando».

—No, niña de mi alma —replicó él sentado en el suelo sin descubrir elrostro, que tenía entre las manos—. ¿No ves que lloro? Compadécete deeste infeliz... He sido un perverso... Porque la Pitusa meidolatraba... Seamos francos.

Alzó entonces la cabeza, y tomó un aire más tranquilo.

—Seamos francos; la verdad ante todo... me idolatraba. Creía que yo noera como los demás, que era la caballerosidad, la hidalguía, ladecencia, la nobleza en persona, el acabose de los hombres... ¡Nobleza,qué sarcasmo! Nobleza en la mentira; digo que no puede ser... y que no,y que no. ¡Decencia porque se lleva una ropa que llaman levita!... ¡Quéhumanidad tan farsante! El pobre siempre debajo; el rico hace lo que leda la gana. Yo soy rico... di que soy inconstante... La ilusión de lopintoresco se iba pasando. La grosería con gracia seduce algún tiempo,después marca... Cada día me pesaba más la carga que me había echadoencima. El picor del ajo me repugnaba. Deseé, puedes creerlo, que la Pitusa fuera mala para darle una puntera... Pero, quia...

ni poresas... ¿Mala ella? a buena parte... Si le mando echarse al fuego pormí, ¡al fuego de cabeza! Todos los días jarana en la casa. Hoy acababaen bien, mañana no... Cantos, guitarreo...

José Izquierdo, a quienllaman Platón porque comía en un plato como un barreño, arrojabachinitas al picador... Villalonga y yo les echábamos a pelear o lesreconciliábamos cuando nos convenía... La Pitusa temblaba de verlosalegres y de verlos enfurruñados... ¿Sabes lo que se me ocurría? Novolver a aportar más por aquella maldita casa... Por fin resolvimosVillalonga y yo largamos con viento fresco y no volver más. Una noche searmó tal gresca, que hasta las navajas salieron, y por poco nadamostodos en un lago de sangre... Me parece que oigo aquellas finuras:«¡indecente, cabrón, najabao, randa, murcia...! No era posiblesemejante vida. Di que no. El hastío era ya irresistible. La misma Pitusa me era odiosa, como las palabras inmundas... Un día dije vuelvo, y no volví más... Lo que decía Villalonga: cortar por losano... Yo tenía algo en mi conciencia, un hilito que me tiraba haciaallá... Lo corté...

Fortunata me persiguió; tuve que jugar al escondite.Ella por aquí, yo por allá... Yo me escurría como una anguila. No mecogía, no. El último a quien vi fue Izquierdo; le encontré un díasubiendo la escalera de mi casa. Me amenazó; díjome que la Pitusa estaba cambrí de cinco meses... ¡Cambrí de cinco meses...! Alcé loshombros... Dos palabras él, dos palabras yo...

alargué este brazo, yplaf... Izquierdo bajó de golpe un tramo entero... Otro estirón, yplaf... de un brinco el segundo tramo... y con la cabeza para abajo...

Esto último lo dijo enteramente descompuesto. Continuaba sentado en elsuelo, las piernas extendidas, apoyado un brazo en el asiento de lasilla. Jacinta temblaba. Le había entrado mortal frío, y daba diente condiente. Permanecía en pie en medio de la habitación, como una estatua,contemplando la figura lastimosísima de su marido, sin atreverse apreguntarle nada ni a pedirle una aclaración sobre las extrañas cosasque revelaba.

«¡Por Dios y por tu madre! —dijo al fin movida del cariño y delmiedo—, no me cuentes más.

Es preciso que te acuestes y procuresdormirte. Cállate ya».

—¡Que me calle!... ¡que me calle! ¡Ah!, esposa mía, esposa adorada,ángel de mi salvación...

Mesías mío... ¿Verdad que me perdonas?... dique sí.

Se levantó de un salto y trató de andar... No podía. Dando una rápidavuelta fue a desplomarse sobre el sofá, poniéndose la mano sobre losojos y diciendo con voz cavernosa: «¡Qué horrible pesadilla!». Jacintafue hacia él, le echó los brazos al cuello y le arrulló como se arrullaa los niños cuando se les quiere dormir.

Vencido al cabo de su propia excitación, el cerebro del Delfín caía enestúpido embrutecimiento. Y sus nervios, que habían empezado a calmarse,luchaban con la sedación. De repente se movía, como si saltara algo enél y pronunciaba algunas sílabas. Pero la sedación vencía, y al fin sequedó profundamente dormido. A media noche pudo Jacinta con no pocotrabajo llevarle hasta la cama y acostarle. Cayó en el sueño como en unpozo, y su mujer pasó muy mala noche, atormentada por el desagradablerecuerdo de lo que había visto y oído.

Al día siguiente Santa Cruz estaba como avergonzado. Tenía concienciavaga de los disparates que había hecho la noche anterior, y su amorpropio padecía horriblemente con la idea de haber estado ridículo. No seatrevía a hablar a su mujer de lo ocurrido, y esta, que era la mismaprudencia, además de no decir una palabra, mostrábase tan afable ycariñosa como de costumbre. Por último, no pudo mi hombre resistir elafán de explicarse, y preparando el terreno con un sin fin dezalamerías, le dijo:

«Chiquilla, es preciso que me perdones el mal rato que te di anoche...Debí ponerme muy pesadito... ¡Qué malo estaba! En mi vida me ha pasadootra igual. Cuéntame los disparates que te dije, porque yo no meacuerdo».

—¡Ay! fueron muchos; pero muchos... Gracias que no había más públicoque yo.

—Vamos, con franqueza... estuve inaguantable.

—Tú lo has dicho... —Es que no sé... En mi vida, puedes creerlo, hecogido una turca como la que cogí anoche. El maldito inglés tuvo laculpa y me la ha de pagar. ¡Dios mío, cómo me puse!... ¿Y qué dije, quédije?... No hagas caso, vida mía, porque seguramente dije mil cosas queno son verdad. ¡Qué bochorno! ¿Estás enfadada? No, si no hay para qué...

—Cierto. Como estabas... Jacinta no se atrevió a decir «borracho». Lapalabra horrible negábase a salir de su boca.

—Dilo, hija. Di ajumao, que es más bonito y atenúa un poco lagravedad de la falta.

—Pues como estabas ajumaíto, no eras responsable de lo que decías.

—Pero qué, ¿se me escapó alguna palabra que te pudiera ofender?

—No; sólo una media docena de voces elegantes, de las que usa la altasociedad. No las entendí bien. Lo demás bien clarito estaba, demasiadoclarito. Lloraste por tu Pitusa de tu alma, y te llamabas miserablepor haberla abandonado. Créelo, te pusiste que no había por dóndecogerte.

—Vaya, hija, pues ahora con la cabeza despejada, voy a decirte dospalabritas para que no me juzgues por peor de lo que soy.

Se fueron de paseo por las Delicias abajo, y sentados en solitariobanco, vueltos de cara al río, charlaron un rato. Jacinta se queríacomer con los ojos a su marido, adivinándole las palabras antes de quelas dijera, y confrontándolas con la expresión de los ojos a ver si eransinceras.

¿Habló Juan con verdad? De todo hubo. Sus declaraciones eranuna verdad refundida como las comedias antiguas. El amor propio no lepermitía la reproducción fiel de los hechos. Pues señor...

al volver dePlencia ya comprometido a casarse y enamorado de su novia, quiso saberqué vuelta llevó Fortunata, de quien no había tenido noticias en tantotiempo. No le movía ningún sentimiento de ternura, sino la compasión yel deseo de socorrerla si se veía en un mal paso.

Platón estaba fuerade Madrid y su mujer en el otro mundo. No se sabía tampoco a dóndediantres había ido a parar el picador; pero Segunda había traspasado lahuevería y tenía en la misma Cava un poco más abajo, cerca ya de laescalerilla, una covacha a que daba el nombre de establecimiento. Enaquella caverna habitaba y hacía el café que vendía por la mañana a lagente del mercado. Cuatro cacharros, dos sillas y una mesa componían elajuar. En el resto del día prestaba servicios en la taberna del pulpitillo. Había venido tan a menos en lo físico y en lo económico,que a su antiguo tertulio le costó trabajo reconocerla.

«¿Y la otra?...». porque esto era lo que importaba.

-VII-

Santa Cruz tardó algún tiempo en dar la debida respuesta. Hacía rayas enel suelo con el bastón. Por fin se expresó así:

«Supe que en efecto había...».

Jacinta tuvo la piedad de evitarle las últimas palabras de la oración,diciéndolas ella. Al Delfín se le quitó un peso de encima.

«Traté de verla..., la busqué por aquí y por allá... y nada... Pero qué,¿no lo crees? Después no pude ocuparme de nada. Sobrevino la muerte detu mamá. Transcurrió algún tiempo sin que yo pensara en semejante cosa,y no debo ocultarte que sentía cierto escozorcillo aquí, en laconciencia... Por Enero de este año, cuando me preparaba a hacerdiligencias, una amiga de Segunda me dijo que la Pitusa se habíamarchado de Madrid. ¿A dónde? ¿Con quién? Ni entonces lo supe ni lo hesabido después. Y ahora te juro que no la he vuelto a ver más ni hetenido noticias de ella».

La esposa dio un gran suspiro. No sabía por qué; pero tenía sobre sualma cierta pesadumbre, y en su rectitud tomaba para sí parte de laresponsabilidad de su marido en aquella falta; porque falta había sinduda. Jacinta no podía considerar de otro modo el hecho del abandono,aunque este significara el triunfo del amor legítimo sobre el criminal,y del matrimonio sobre el amancebamiento... No podían entretenerse másen ociosas habladurías, porque pensaban irse a Cádiz aquella tarde y erapreciso disponer el equipaje y comprar algunas chucherías. De cadapoblación se habían de llevar a Madrid regalitos para todos. Con laactividad propia de un día de viaje, las compras y algunas despedidas,se distrajeron tan bien ambos de aquellos desagradables pensamientos,que por la tarde ya estos se habían desvanecido.

Hasta tres días después no volvió a rebullir en la mente de Jacinta elgusanillo aquel. Fue cosa repentina, provocada por no sé qué, por esasmisteriosas iniciativas de la memoria que no sabemos de dónde salen. Seacuerda uno de las cosas contra toda lógica, y a veces el encadenamientode las ideas es una extravagancia y hasta una ridiculez. ¿Quién creeríaque Jacinta se acordó de Fortunata al oír pregonar las bocas de laIsla? Porque dirá el curioso, y con razón, que qué tienen que ver lasbocas con aquella mujer. Nada, absolutamente nada.

Volvían los esposos de Cádiz en el tren correo. No pensaban detenerse yaen ninguna parte, y llegarían a Madrid de un tirón. Iban muy gozosos,deseando ver a la familia, y darle a cada uno su regalo. Jacinta, aunquepicada del gusanillo aquel, había resuelto no volver a hablar de talasunto, dejándolo sepultado en la memoria, hasta que el tiempo loborrara para siempre. Pero al llegar a la estación de Jerez, ocurrióalgo que hizo revivir inesperadamente lo que ambos querían olvidar.

Puesseñor... de la cantina de la estación vieron salir al condenado inglésde la noche de marras, el cual les conoció al punto y fue a saludarlesmuy fino y galante, y a ofrecerles unas cañas. Cuando se vieron libresde él, Santa Cruz le echó mil pestes, y dijo que algún día había detener ocasión de darle el par de galletas que se tenía ganadas. «Estedanzante tuvo la culpa de que yo me pusiera aquella noche como me puse yde que te contara aquellos horrores...».

Por aquí empezó a enredarse la conversación hasta recaer otra vez en el punto negro. Jacinta no quería que se le quedara en el alma una ideaque tenía, y a la primera ocasión la echó fuera de sí.

«¡Pobres mujeres! —exclamó—. Siempre la peor parte para ellas».

—Hija mía, hay que juzgar las cosas con detenimiento, examinar lascircunstancias... ver el medio ambiente... —dijo Santa Cruz preparandotodos los chirimbolos de esa dialéctica convencional con la cual seprueba todo lo que se quiere.

Jacinta se dejó hacer caricias. No estaba enfadada. Pero en su espírituocurría un fenómeno muy nuevo para ella. Dos sentimientos diversos sebarajaban en su alma, sobreponiéndose el uno al otro alternativamente.Como adoraba a su marido, sentíase orgullosa de que este hubiesedespreciado a otra para tomarla a ella. Este orgullo es primordial, yexistirá siempre aun en los seres más perfectos. El otro sentimientoprocedía del fondo de rectitud que lastraba aquella noble alma y leinspiraba una protesta contra el ultraje y despiadado abandono de ladesconocida.

Por más que el Delfín lo atenuase, había ultrajado a lahumanidad. Jacinta no podía ocultárselo a sí misma. Los triunfos de suamor propio no le impedían ver que debajo del trofeo de su victoriahabía una víctima aplastada. Quizás la víctima merecía serlo; pero lavencedora no tenía nada que ver con que lo mereciera o no, y en elaltar de su alma le ponía a la tal víctima una lucecita de compasión.

Santa Cruz, en su perspicacia, lo comprendió, y trataba de librar a suesposa de la molestia de complacer a quien sin duda no lo merecía. Paraesto ponía en funciones toda la maquinaria más brillante que sólida desu raciocinio, aprendido en el comercio de las liviandades humanas y ensomeras lecturas. «Hija de mi alma, hay que ponerse en la realidad. Haydos mundos, el que se ve y el que no se ve. La sociedad no se gobiernacon las ideas puras. Buenos andaríamos... No soy tan culpable comoparece a primera vista; fíjate bien. Las diferencias de educación y declase establecen siempre una gran diferencia de procederes en lasrelaciones humanas. Esto no lo dice el Decálogo; lo dice la realidad. Laconducta social tiene sus leyes que en ninguna parte están escritas;pero que se sienten y no se pueden conculcar. Faltas cometí, ¿quién loduda?, pero imagínate que hubiera seguido entre aquella gente, que hubiera cumplido mis compromisos con la Pitusa... No te quiero decirmás. Veo que te ríes. Eso me prueba que hubiera sido un absurdo, unalocura recorrer lo que, visto de allá, parecía el camino derecho. Vistode acá, ya es otro distinto. En cosas de moral, lo recto y lo torcidoson según de donde se mire. No había, pues, más remedio que hacer lo quehice, y salvarme... Caiga el que caiga. El mundo es así. Debía yosalvarme, ¿sí o no? Pues debiendo salvarme, no había más remedio quelanzarme fuera del barco que se sumergía. En los naufragios siempre hayalguien que se ahoga... Y en el caso concreto del abandono, hay tambiénmucho que hablar. Ciertas palabras no significan nada por sí.

Hay quever los hechos... Yo la busqué para socorrerla; ella no quiso parecer.Cada cual tiene su destino. El de ella era ese: no parecer cuando yo labuscaba».

Nadie diría que el hombre que de este modo razonaba, con arte tan sutily paradójico, era el mismo que noches antes, bajo la influencia de unabebida espirituosa, había vaciado toda su alma con esa sinceridad brutaly disparada que sólo puede compararse al vómito físico, producido por unemético muy fuerte. Y después, cuando el despejo de su cerebro le hacíadueño de todas sus triquiñuelas de hombre leído y mundano, no volvió asalir de sus labios ni un solo vocablo soez, ni una sola espontaneidadde aquellas que existían dentro de él, como existen los trapos decolorines en algún rincón de la casa del que ha sido cómico, aunque sólolo haya sido de afición. Todo era convencionalismo y frase ingeniosa enaquel hombre que se había emperejilado intelectualmente, cortándose unalevita para las ideas y planchándole los cuellos al lenguaje.

Jacinta, que aún tenía poco mundo, se dejaba alucinar por las dotesseductoras de su marido. Y

le quería tanto, quizás por aquellas mismasdotes y por otras, que no necesitaba hacer ningún esfuerzo para creercuanto le decía, si bien creía por fe, que es sentimiento, más que porconvicción. Largo rato charlaron, mezclando las discusiones con loscariños discretos (por que en Sevilla entró gente en el coche y no habíaque pensar en la besadera), y cuando vino la noche sobre España, cuyoradio iban recorriendo, se durmieron allá por Despeñaperros, soñaron conlo mucho que se querían, y despertaron al fin en Alcázar con la ideaplacentera de llegar pronto a Madrid, de ver a la familia, de contartodas las peripecias del viaje (menos la escenita de la noche aquella) yde repartir los regalos.

A Estupiñá le llevaban un bastón que tenía por puño la cabeza de unacotorra.

-VI-

Más y más pormenores referentes a esta ilustre familia

-I-

Pasaban meses, pasaban años, y en aquella dichosa casa todo era paz yarmonía. No se ha conocido en Madrid familia mejor avenida que la deSanta Cruz, compuesta de dos parejas; ni es posible imaginar unacompatibilidad de caracteres como la que existía entre Barbarita yJacinta.

He visto juntas muchas veces a la suegra y a la nuera, y porDios que se manifestaba muy poco en ellas la diferencia de edades.Barbarita conservaba a los cincuenta y tres años una frescuramaravillosa, el talle perfecto y la dentadura sorprendente. Verdad quetenía el cabello casi enteramente blanco; el cual más parecía empolvadoconforme al estilo Pompadour, que encanecido por la edad. Pero lo que lahacía más joven era su afabilidad constante, aquel sonreír gracioso ybenévolo con que iluminaba su rostro.

De veras que no tenían por qué quejarse de su destino aquellas cuatropersonas. Se dan casos de individuos y familias a quienes Dios no lesdebe nada; y sin embargo, piden y piden.

Es que hay en la naturaleza humana un vicio de mendicidad; eso no tieneduda. Ejemplo los de Santa Cruz, que gozaban de salud cabal, eran ricos,estimados de todo el mundo y se querían entrañablemente. ¿Qué les hacíafalta? Parece que nada. Pues alguno de los cuatro pordioseaba.

Es quecuando un conjunto de circunstancias favorables pone en las manos delhombre gran cantidad de bienes, privándole de uno solo, la fatalidad denuestra naturaleza o el principio de descontento que existe en nuestrobarro constitutivo le impulsan a desear precisamente lo poquito que nose le ha otorgado. Salud, amor, riqueza, paz y otras ventajas nosatisfacían el alma de Jacinta; y al año de casada, más aún a los dosaños, deseaba ardientemente lo que no tenía. ¡Pobre joven! Lo teníatodo, menos chiquillos.

Esta pena, que al principio fue desazón insignificante, impaciencia tansólo convirtiose pronto en dolorosa idea de vacío. Era poco cristiano,al decir de Barbarita, desesperarse por la falta de sucesión. Dios, queles diera tantos bienes, habíales privado de aquel. No había más remedioque resignarse, alabando la mano del que lo mismo muestra suomnipotencia dando que quitando.

De este modo consolaba a su nuera, que más le parecía hija; pero allá ensus adentros deseaba tanto como Jacinta la aparición de un muchacho queperpetuase la casta y les alegrase a todos. Se callaba este ardientedeseo por no aumentar la pena de la otra; mas atendía con ansia a todolo que pudiera ser síntoma de esperanzas de sucesión. ¡Pero quia! Pasabaun año, dos, y nada; ni aun siquiera esas presunciones vagas que hacenpalpitar el corazón de las que sueñan con la maternidad, y a veces leshacen decir y hacer muchas tonterías.

«No tengas prisa, hija —decía Barbarita a su sobrina—. Eres muy joven.No te apures por los chiquillos, que ya los tendrás, te cargarás defamilia, y te aburrirás como se aburrió tu madre, y pedirás a Dios queno te dé más. ¿Sabes una cosa? Mejor estamos así. Los muchachos lorevuelven todo y no dan más que disgustos. El sarampión, elgarrotillo... ¡Pues nada te quiero decir de las amas!... ¡quécalamidad!... Luego estás hecha una esclava... Que si comen, que si seindigestan, que si se caen y se abren la cabeza. Vienen después lasinclinaciones que sacan. Si salen de mala índole... si no estudian...¡qué sé yo!...».

Jacinta no se convencía. Quería canarios de alcoba a todo trance, aunquesalieran raquíticos y feos; aunque luego fueran traviesos, enfermos ycalaveras; aunque de hombres la mataran a disgustos. Sus dos hermanasmayores parían todos los años, como su madre. Y ella nada, niesperanzas. Para mayor contrasentido, Candelaria, que estaba casada conun pobre, había tenido dos de un vientre. ¡Y ella, que era rica, notenía ni siquiera medio!... Dios estaba ya chocho sin duda.

Vamos ahora a otra cosa. Los de Santa Cruz, como familia respetabilísimay rica, est