Fortunata y Jacinta: Dos Historias de Casadas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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—No señora...—Yo no me había marchado por esperar a ver si ustedvenía. Anoche también la esperé a usted, y no quiso venir.

Condújola a la casa próxima, donde doña Fuensanta vivía, y entraron enuna salita bastante desordenada, en la cual había más baúles que sillas,y dos cómodas. Guillermina cerró la puerta, e invitando a Fortunata aocupar una silla, sentose ella en un cofre.

-X-

Fortunata no sabía qué decir, ni qué cara poner, ni para dóndemirar; tanto la asustaba y sobrecogía la presencia de la respetable damay la presunción del grave negocio que en aquella conferencia se iba atratar. Guillermina, que no gustaba de perder el tiempo, abordó alinstante la cuestión de esta manera: «Yo tengo una amiga a quien quieromucho... la quiero tanto que daría mi vida por ella; y esta amiga tieneun marido que... En una palabra, mi amiga ha padecido horriblemente conciertas... tonterías de su esposo... el cual es una excelente personatambién...

entendámonos, y yo le quiero mucho... Pero en fin, loshombres...».

La señora de Rubín miraba los trastos que obstruían el cuarto. Sin dudabuscaba algún mueble debajo del cual se pudiera meter.

«Vamos al caso—prosiguió la otra, dando un castañetazo con loslabios—. Yo soy muy clara en todas mis cosas; no me gustan comedias. Mehe comprometido a hablar con usted.

Primero se convino en acudir a la señora de Jáuregui; pero luego creímejor embestirla a usted directamente, y apelar a su conciencia, porqueme parecía a mí que llamando a esa puerta, alguien me respondería desdedentro. Yo no creo que haya nadie malo, malo de todas veras. ¡Me hellevado tantos chascos!... tantas veces me ha pasado ver que una personacon fama de perversa salía de buenas a primeras con un acto de los máscristianos, que ya no me sorprendo de ver saltar el bien en donde menosse piensa. Que usted ha tenido sus extravíos, todo el mundo lo sabe.¿Para qué hemos de decir otra cosa?».

—¡Claro!...—murmuró Fortunata sin enterarse del verdadero sentido delas palabras.

—Yo no tenía el gusto de conocer a usted... Le confieso que me quedépasmada cuando mi amiguita me dijo ayer quién era usted. Ni remotasospecha tenía yo... ¡Si esto parece comedia!

¡Encontrarse aquí, en unacto de caridad dos personas tan... no se me ofenda si digo tan opuestaspor sus antecedentes, por su manera de ser...! Y no quiero rebajar anadie. Todo lo contrario: se me figura, no sé por qué... esto es cosa depresentimiento, de adivinación, de corazonada... se me figura que usted,si la sacuden bien, así como otros cuando los apalean sueltan bellotas,si la sacuden bien, digo, ha de dejar caer alguna flor.

Fortunata dijo que sí con la cabeza, y el dogal que en el cuello sentíaempezó a aflojarse.

«Por esto apelo a su conciencia, y le pido que me declare, la manopuesta en el corazón, si esta temporada, en estos días, tiene algúntrato con el esposo de mi amiga... Porque esta es la idea que se le hametido ahora en la cabeza. Con que a ver, dígame usted si...».

—¡Yo!—exclamó Fortunata, que casi perdió el miedo con el empuje de laverdad que quería salir—. Yo... ¿ahora? ¿Está usted soñando? ¡Si haceun siglo que ni siquiera le he visto...!

—¿De veras?—preguntó la santa, guiñando los ojos. Aquel modo de mirarextraía la verdad como con tenazas; y ciertamente, la pecadora sentíaque la mirada aquella la penetraba hasta lo más profundo, trincando todolo que encontraba.

—¿Pero no lo cree?... ¿Pero lo duda?—añadió; y olvidándose de losbuenos modales, iba a hacer la cruz con los dedos y a besárselos jurando por esta.

El deseo de ser creída resplandecía de tal modo en sus ojos, queGuillermina no pudo menos de ver asomada en ellos la conciencia. Perocomo disimulaba esto, permaneciendo fría y observadora, la otra seimpacientaba y enardecía, no sabiendo ya qué decir para convencerla.«¿Por qué quiere usted que se lo jure?...

¡Vamos, que dudar esto!... Ni verle, ni saber de él tan siquiera...».

—No diga usted más—manifestó Guillermina con cierta solemnidad—. Mebasta. Lo creo. Si usted me hubiera dicho lo contrario, yo le habríapedido que hiciese todo lo posible por devolver a esa pobrecilla latranquilidad, eso es. Pero si no hay nada, me guardo mi súplica porahora; únicamente me permito hacerla de un modo condicional, ¿qué leparece a usted?, mirando a lo futuro, y para el caso de que lo que ahorano sucede, sucediera mañana o pasado.

La señora de Rubín miraba al suelo. Tenía el pañuelo metido en el puño yeste en la barba.

«Pero ahora—agregó la santa mujer—, se me ocurre hacer otrapreguntita... Usted tenga mucha paciencia; buena jaqueca le ha caídoencima. Vamos a ver: si ya no hay nada absolutamente entre usted y elmarido de mi amiga, si todo pasó, ¿por qué guardamos ese rencor a unapersona que no nos hace ningún daño?... ¿Por qué el otro día, ahí en esepasillo, la trató usted de una manera tan descompuesta y le dijo... nosé qué? Francamente, hija, esto nos ha parecido muy extraño, porqueusted es casada, y vive en paz con su marido, al menos así lo parece. Siaquellas diabluras se acabaron, ¿a qué venía maltratar de palabra yhasta de obra a la pobre Jacinta, cuando lo que procedía era pedirleperdón?».

—Eso fue que...—murmuró Fortunata, haciendo del pañuelo una perfectapelota—, eso fue...

pues fue que...

Y no había medio de pasar de aquí. Las lágrimas salían a sus ojos, y elnudo de la garganta volvió a apretársele de un modo horrible. En toda suvida, en tiempo alguno, habíase visto la infeliz en trance semejante. Lapersona que familiar y cariñosamente llamaban algunos la rataeclesiástica, infundíale más respeto que un confesor, más que unobispo, más que el Papa. Y

la rata guiñaba más los ojos, y en subondad quiso abrir camino a la confesión.

«Es que usted, como si lo viera, conserva resentimientos y quizápretensiones que son un gran pecado; es que usted no está curada de suenfermedad del ánimo; es que usted, si no tiene ahora trato con aquelsujeto, se halla dispuesta a volverlo a tener. Las cosas claritas».

Fortunata no contestó. «¿He acertado? ¿He puesto el dedo en la parte mássensible de la llaga?

Franqueza, señora mía; que esto no ha de salir deaquí. Yo me tomo estas libertades, porque sé que usted no se ha deenfadar. Bien sé que abuso y que me pongo insoportable y machacona; peroaguánteme usted por un momento; no hay más remedio... Con que a ver...».

Tampoco dijo nada. Por fin, desliando el pañuelo y expresándose atropezones, quiso escapar por la tangente en esta forma: «Aquel día...cuando le dije a esa señora... aquello... después me pesó».

—¿Y por qué no le pidió usted perdón?

—Digo que me pesó mucho.—Estamos en ello... corriente... pero contesteclaro, ¿por qué no le dio excusas?

—Porque me marché a mi casa.

—Bueno. ¿Y si ahora la viera usted?

Silencio completo. Guillermina no tuvo paciencia para esperar más larespuesta, y acalorándose expresó lo que sigue: «¿Pero usted no sabe queesa señora es mujer legítima...

mujer legítima de aquel caballero?¿Usted no sabe que Dios les casó y su unión es sagrada? ¿No sabe que especado, y pecado horrible, desear el hombre ajeno, y que la esposaofendida tiene derecho a ponerle a usted las peras al cuarto, mientrasque usted, con dos adulterios nada menos sobre su conciencia, la ofendecon sólo mirarla? Pero vamos a ver, ¿usted qué se ha llegado a figurar,que estamos aquí entre salvajes y que cada cual puede hacer lo que le dala gana, y que no hay ley, ni religión, ni nada? Pues estaríamos lucidoscon esas ideítas, sí señor... No extrañe usted que me enfade un poco, ydispense».

Fortunata estaba como si le hubieran vaciado sobre el cráneo una cestade piedras. Cada palabra de Guillermina fue como un guijarro.

En aquel momento, cogido el pañuelo por las dos puntas hacía con él unasoga. No se puede saber si fueron espontaneidad aturdida o bienreflexión deliberada estas palabras suyas:

«Es que yo soy muy mala; no sabe usted lo mala que soy».

—Sí, sí; ya voy viendo que no somos una perfección—indicó la santairguiéndose en el asiento como para mirarla más de lejos—. Cuando hayarrepentimiento el Señor perdona. ¡Pero usted, por lo visto, tiene unafrescura para mirar estas cosas de la moral...!, frescura que no leenvidio.

Usted está casada: ya que la conciencia no le remuerde por unlado, ¿cómo no le escuece por el otro?

—Me casé sin saber lo que hacía.

—¡Qué angelito!... ¡sin saber lo que hacía! Pues qué, ¿casarse es unacto insignificante y maquinal como beber un buche de agua? ¿Puedealguien casarse sin saber que se casa?... Hija mía, ese argumentoguárdelo usted para cuando hable con tontas, que conmigo no vale.

—Me casaron—agregó Fortunata, volviendo a hacer una pelota con elpañuelo—me casaron sin que pueda decir cómo. Creí que me convenía y quepodría querer a mi marido.

—¡Ay, qué gracioso!... ¡Qué monísima es la criatura!—exclamó lafundadora con amable ironía y gracejo—. Estas... hartas de pecados sonmuy saladas cuando se hacen las inocentes.

¡Creyó que le podría querer!¿Y qué hizo usted para conseguirlo?... ¡Ah! Lo que usted quería, digamoslas cosas claras, lo que usted quería era casarse para tener un nombre,independencia y poder corretear libremente. ¿Más clarito todavía? Pueslo que usted deseaba era una bandera para poder ejercer la piratería conapariencias de legalidad. ¡Desdichado hombre el que cargó con usted! Deveras que le cayó la lotería. Y dígame, ¿al fin no saltó por algunaparte ese cariño que usted quería tener?

—No señora—replicó Fortunata, rompiendo a llorar—. Pero si me hablausted de esa manera, no podré seguir; tendré que retirarme.

La santa se corrió en el cofre que le servía de asiento para aproximarsea la silla en que estaba la otra.

«Vamos, no llore usted—le dijo con bondad, poniéndole la mano en elhombro—. No se ofenda por lo que he dicho. Ya le recomendé a usted queme llevara con paciencia. Hay que tomarme o dejarme. Cuando me pongo asacar pecados no se me puede aguantar... Pues es claro, les duele; peroluego sienten alivio. Y hasta ahora, nada me ha dicho usted en sudescargo».

—¿Pero qué culpa tengo yo de no querer a mi marido?—manifestó lapecadora de la manera sofocada e intermitente que el llanto lepermitía—. Yo no lo puedo remediar. Yo no me casé por lo que la señoradice, sino porque estaba equivocada, porque veía las cosas de otro modoque como son. A mi marido no le quiero, ni le querré nunca, aunque me lomanden todos los santos de la Corte celestial. Por eso digo que soy muymala, muy mala.

Guillermina dio un gran suspiro. En presencia de aquel terribleantagonismo entre el corazón y las leyes divinas y humanas, problemainsoluble, su gran piedad inspirole una idea sublime.

«Bien sé que esdifícil mandar al corazón. Pero eso mismo le da a usted motivo paradejar de ser mala, como dice, y adquirir méritos inmensos. Pero, hija,¿en qué ha estado pensando que no se le ha ocurrido esto? Cumplirciertos deberes, cuando el amor no facilita el cumplimiento, es la mayorhermosura del alma. Hacer esto bastaría para que todas las culpas deusted fueran lavadas.

¿Cuál es la mayor de las virtudes? La abnegación,la renuncia de la felicidad. ¿Qué es lo que más purifica a la criatura?,el sacrificio. Pues no le digo a usted más. Abra esos ojos, por amor deDios; abra ese corazón de par en par. Llénese usted de paciencia, cumplatodos sus deberes, confórmese, sacrifíquese, y Dios la tendrá por suya,pero por muy suya. Haga usted eso, pero claro, que se vea, que se palpe,y el día en que usted sea como le propongo, yo... yo...».

Al decir yo, Guillermina se ponía la mano en el pecho y daba a susojos la expresión más hermosa.

«Yo, yo... ese día, iré a confesarme con usted como usted se confiesaahora conmigo».

Esto dejó a Fortunata tan desconcertada, que sus lágrimas se secaron deimproviso. Miraba con verdadero espanto a la rata eclesiástica.

«No se asombre usted ni ponga esos ojazos—prosiguió esta—. Yo no hetenido ocasión de tirar por el balcón a la calle una felicidad, ni unailusión, ni nada. Yo no he tenido lucha. Entré en este terreno en queestoy como se pasa de una habitación a otra. No ha habido sacrificio, oes tan insignificante, que no merece se hable de él. Ríase usted de mí,si quiere; pero sepa que cuando veo a alguna persona que tiene laposibilidad de sacrificar algo, de arrancarse algo que duele, le tengoenvidia... Sí; yo envidio a los malos, porque envidio la ocasión, que mefalta, de romper y tirar un mundo, y les miro y les digo: 'Necios,tenéis en la mano la facultad del sacrificio y no la aprovecháis...'».

Esta idea, a pesar de ser tan alta, fue muy inteligible para Fortunata,a quien se acercó Guillermina, y echándole el brazo por los hombros, laapretó suavemente contra sí. Nunca, en tiempo alguno, ni en elconfesionario, había sentido la prójima su corazón con tantas ganas dedesbordarse, arrojando fuera cuanto en él existía. La mirada sola de lavirgen y fundadora parecía extraerle la representación ideal que de suspropias acciones y sentimientos tenía aquella infeliz en su espíritu,como la tenemos todos, representación que se aclara o se oscurece, segúnlos casos, y que en aquel resplandecía como un foco de luz.

-XI-

Abriose la puerta y entró Severiana llorando a gritos. Habíallegado el momento de que se llevaran el cuerpo de Mauricia, y este actotristísimo se conoció en los gemidos y sollozos de todas las mujeres queen la casa mortuoria estaban. Cuando Guillermina y Fortunata salieron,ya el ataúd era bajado en hombros de dos jayanes para ponerlo en elcarro humilde que esperaba en la calle. La curiosidad y el deseo de darel último adiós a su amiga empujaron a Fortunata hacia la escalera...Alcanzó a ver las cintas amarillas sobre la tela negra, en la revueltade la escalera; pero fue un segundo no más. Después se asomó al balcón,y vio cómo pusieron la caja en el carro, y cómo se puso en marcha estesin más acompañamiento que el de un triste simón en que iban JuanAntonio y dos vecinos. Se vio tan vivamente acometida de ganas dellorar, que no recordaba haber llorado nunca tanto, en tan poco tiempo.

Y no era sólo la pena de ver desaparecer para siempre a una personahacia la cual sentía amor, afición, querencia increíble; era además unanecesidad de desahogar su corazón por penas atrasadas y que sin duda noestaban bien lloradas todavía.

Pronto desapareció el carro, y de Mauricia no quedó más que un recuerdo,todavía fresco; pero que se había de secar rápidamente. A los diezminutos de haber salido el cuerpo, entró Severiana con los ojoshinchados, y abrió todas las puertas, ventanas y balcones para que seventilara la casa. La comandanta empezaba a disponer el tren delimpieza, y a sacar los trastos para barrer con desahogo.

—¡Pobre Mauricia!—dijo Fortunata a Guillermina, secándose el llanto atoda prisa, pues no le parecía bien ser ella la que más llorase—. Mireusted, señora, a mí me pasaba con esa mujer una cosa rara. Sabiendo queera muy mala, yo la quería... me era simpática, no lo podía remediar.

Ycuando me contaba las barbaridades que hizo en su vida, yo no sé... mealegraba de oírla... y cuando me aconsejaba cosas malas, me parecía, acápara entre mí, que no eran tan malas y que tenía razón enaconsejármelas. ¿Cómo me explica usted esto?

—¿Yo?... ¿que le explique yo?...—repuso la fundadora con ciertoaturdimiento—. Hay en el corazón misterios muy grandes, y en lo quetoca a la simpatía, misterios de misterios... ¡Pobre mujer! Y si vierausted qué guapa era cuando polla. Se crió en casa de mis padres.¡Lástima de chica! Su perfil elegante, la mirada, la expresión, eran delo poco que se ve. Después se echó a perder, y se le puso la cara dura yhombruna, la voz ronca. Dicen que era el retrato vivo de Bonaparte, yefectivamente...

Guillermina miró las láminas napoleónicas, y Fortunata también,reconociendo el parecido.

Después la santa se despidió de Severiana,diciéndole que volvería al día siguiente. Le recomendó la paciencia, ytomando el brazo de la de Rubín, se fue con ella. Severiana y lacomandanta las escoltaron hasta el portal.

«Tenemos mucho que hablar—le dijo Guillermina en la calle—; peromucho. Lo de hoy no ha sido más que desflorar el asunto. Me ha sabido anada. Y usted, ¿tendrá un poco más de paciencia para aguantarme? Porquesi no ha quedado harta de mí, le he de rogar que me dé otra audiencia.¿Será usted tan buena que quiera tener conmigo otro rato de palique?».

—Todos los que usted quiera—replicó la señora de Rubín, encantada conla indulgencia y cortesía de la ilustre dama.

—Bueno; ya fijaremos cuándo y cómo. ¿Va usted hacia su casa? Puesiremos juntas, porque yo tengo que ir a la calle de Zurita a echarle unréspice a mi herrero, y no hará usted nada demás si me acompaña un poco.Pronto despacho, y la dejaré a usted en la puerta de su casa.

Aceptada con sumo agrado la proposición, anduvieron juntas el torcido ydesigual camino que separa la vertiente de la Arganzuela del barranco deLavapiés. Hablaban de cosas que nada tenían de espirituales, de lo caroque se estaba poniendo todo... La carne sin hueso, ¡quién lo había dedecir!, a peseta; la leche a diez cuartos; el pan de picos a diez yseis, y de las casas no dijéramos; un cuarto que antes costaba ochoreales, ya no se encontraba por catorce. Llegaron por fin a la calle deZurita y se metieron en una herrería, grande, negra, el piso cubierto decarbón, toda llena de humo y de ruido. El dueño del establecimientoavanzó a recibir a la señora, con su mandil de cuero ennegrecido, lacara sudorosa y tiznada, y quitándose la porra, le dio sus excusas porno haber entregado los clavos bellotes.

«¿Pero y los gatillos, que es lo que hace más falta?—dijo la damaamoscándose—. Hombre de Dios, usted se va a condenar por tantosembustes como dice. ¿No me prometió que estarían por ayer? ¿Qué palabrasson esas? Vaya, que ni Job tendría paciencia para aguantarle a usted.Están parados los carpinteros de armar, por causa de esa santa pachorra.No me extraña que esté usted tan gordo, Sr. Pepe... Y póngase la gorra,que está sudando y se puede constipar».

El herrero se excusaba con voz balbuciente, y por fin hizo juramento dedar los gatillos para el jueves, sí, para el jueves, con todaseguridad... Había tenido un encargo con muchas prisas... pero enseguida se pondría con los gatillos de la señora, y los tendría, lostendría por encima de la cabeza de Cristo para el día señalado. Volvióla fundadora a sermonearle, pues no se contentaba con promesas, y sedespidió diciendo que si no estaban el jueves, se podía quedar conellos. Salió el Sr. Pepe, haciendo cortesías, hasta media calle, y lasdos señoras subieron despacio hacia la del Ave-María.

«Bueno—dijo Guillermina—; antes de separarnos, quedaremos en algo.¿Quiere usted ir a mi casa? ¿Sabe usted dónde vivo?».

Fortunata dijo que sí. Santa Cruz le había dicho varias veces que la rata eclesiástica vivía en la casa inmediata a la suya, y que ella yBarbarita se comunicaban por los miradores. Para fijar el día, tuvo quepensarlo porque no quería dar cuenta a doña Lupe de tal visita, temerosade que metiera en ella su cucharada, y discurrió que era preciso escogerun día en que la de los pavos fuera al Monte de Piedad.

«El viernes... ¿le parece a usted bien?, de diez a once de la mañana».

—Perfectamente... Adiós, hija, conservarse.

(Ya estaban en la puerta de la casa). Que la espero a usted. Que no medé un plantón.

—¡Quia!... No faltaba más.

Quedose un rato Fortunata en la puerta mirándola subir, calle arriba, ydespués entró despacio, meditabunda. En todo el resto del día no la pudoapartar de su mente. ¡Qué extraordinaria mujer aquella! Sentíala dentrode sí, como si se la hubiera tragado, cual si la hubiera tomado encomunión. Las miradas y la voz de la santa se le agarraban a su interiorcomo sustancias perfectamente asimiladas. Y por la noche, cuando Maxi sedurmió, y estaba ella dando vueltas en la cama sin poder coger el sueño,vínole a la imaginación una idea que la hizo estremecer. Con talclaridad veía a Guillermina como si la tuviera delante; pero lo raro noera esto, sino que se le parecía también a Napoleón, como Mauricia laDura. ¿Y la voz?... La voz era enteramente igual a la de su difuntaamiga. ¿Cómo así, siendo una y otra personas tan distintas? Fuera lo quefuese, la simpatía misteriosa que le había inspirado Mauricia, se pasabaa Guillermina. ¿Cómo, pues, se podían confundir la que se señaló por susvergonzosas maldades y la santa señora que era la admiración del mundo?«Yo no sé cómo es esto—discurría Fortunata—; pero que se parecen notiene duda. Y el habla de las dos me suena lo mismo... Señor, ¡qué seráesto!».

Se devanaba los sesos en el torniquete de su desvelo para averiguar elsentido de tal fenómeno, y llegó a figurarse que de los restos fríos deMauricia salía volando una mariposita, la cual mariposita se metíadentro de la rata eclesiástica y la transformaba... ¡Cosa más rara!¡El mal extremado refundiéndose así y reviviendo en el bien más puro!...¿Pero no podría ser que Mauricia, arrepentida y bien confesada yabsuelta, se hubiera trocado, al morir, en criatura sana y pura, tanpura como la misma santa fundadora... o más, o más? «¡Qué confusión,Dios mío! Y que no haya nadie que le explique a una estas cosas...».

Después le causaba pavor la visión figurada de los pies de Mauricia...En la oscuridad, que surcaban rayas luminosas, veía las botas elegantesy pequeñas de la difunta... Los pies se movían, el cuerpo se levantaba,daba algunos pasos, iba hacia ella y le decía: «Fortunata, querida amigade mi alma, ¿no me conoces? ¡Re...! Si no me he muerto, chica, si estoyen el mundo, créetelo porque yo te lo digo. Soy Guillermina, doñaGuillermina, la rata eclesiástica. Mírame bien, mírame la cara, lospies... las manos, el mantón negro... Estoy loca con este asilopastelero, y no hago más que pedir, pedir, pedir al Verbo y a la Verba.Sr. Pepe, ¿me hace usted esos gatillos o no?... ¡peinetas se debíanvolver!».

-VII-

La idea... la pícara idea

-I-

Guillermina vivía, como antes se ha dicho, en la calle de Pontejos,pared por medio con los de Santa Cruz. Era aquella la antigua casa delos Morenos; allí estuvo la banca de este nombre desde tiempos remotos,y allí está todavía con la razón social de Ruiz Ochoa y Compañía. Eledificio, por lo angosto y alto, parecía una torre. El jefe actual de labanca no vivía allí; pero tenía su escritorio en el entresuelo; en elprincipal moraba D. Manuel Moreno-Isla, cuando venía a Madrid, suhermana doña Patrocinio, viuda, y su tía Guillermina Pacheco; en elsegundo vivía Zalamero, casado con la hija de Ruiz Ochoa, y en eltercero, dos señoras ancianas, también de la familia, hermanas delobispo de Plasencia, Fray Luis Moreno-Isla y Bonilla.

Entró Guillermina en su casa a las nueve y media de aquel día que debíade ser memorable.

Tan temprano, y ya había andado aquella mujer mediomundo, oído tres misas y visitado el asilo viejo y el que estaba enconstrucción, despachando de paso algunas diligencias. Llegose uninstante a su gabinete, pensando en la visita que aquel día esperaba,pero el interés de este asunto no le hizo olvidar los suyos propios, ysin quitarse el manto, volvió a salir y fue al despacho de su sobrino.«¿Se puede?» preguntó abriendo suavemente la puerta.

«Pasa, rata» replicó Moreno, que se acababa de dar un baño y estabasentado, escribiendo en su pupitre, con bata y gorro, clavados loslentes de oro en el caballete de la nariz.

—Buenos días—dijo la santa entrando; él la miraba por encima de losquevedos—. No vengo a molestarte... Pero ante todo. ¿Cómo estás hoy?¿No se ha repetido el ahoguillo?

—Estoy bien. Anoche he dormido. Me parece mentira que haya descansadouna noche. Todo lo llevo con paciencia; pero esos desvelos horribles mematan. Hoy, ya lo ves, hablo un rato seguido y no me canso.

—Vaya... cosas de los nervios... y resultado también de la vida ociosaque llevas... Pero vamos a mi pleito. Sólo te quería decir que ya que nome acabes el piso, me des siquiera unas vigas viejas que tienes en tusolar de la calle de Relatores... Ayer fui a verlas. Si me las das, yolas mandaré aserrar...

—Vaya por las vigas, que no son viejas.

—¡Si están medio podridas!

—¡Qué han de estar! Pero en fin, tarasca, tuyas son—replicó Morenovolviendo a escribir—.

¡Cuándo querrá Dios que acabes tu dichoso asilo,a ver si descansa el género humano! Mira, no sabes lo antipática que tehaces con tus petitorios. Eres la pesadilla de todas las familias ycuando te ven entrar, no lo dudes, aunque te pongan buena cara, ¡teechan de dientes adentro cada maldición...!

A estas palabras, dichas con seriedad que más bien parecía broma,contestole Guillermina sentándose junto al pupitre, apoyando un codo enél, y mirando frente a frente al sobrino, cuya barba acarició con susdedos, entre los cuales tenía enredado aún el rosario.

«Todo eso lo dices por buscarme la lengua. Eres muy pillincito. Por depronto vengan esos maderos que no te sirven para nada».

—Carga con ellos y así te perniquiebres—repuso D. Manuel sonriendo.

—Pero no basta eso. Es preciso que pongas una orden a tu administradorpara que me los entregue. Aquí, en este papelito... Ya que tienes lapluma en la mano no me voy sin la orden.

Luego acabarás tu carta.

Diciendo esto, cogía de la papelera un pliego timbrado y se lo poníadelante, apartando con su propia mano la carta que estaba a medioescribir.

—¡Dios tenga compasión de mí! Y el diablo cargue con estas santascursis, con estas fundadoras de establecimientos que no sirven paranada.

—Escribe, tontito. Si todo eso que hablas es bulla. ¡Si eres lo másbueno... y lo más cristiano...!

—¡Cristiano yo!—exclamó el caballero enmascarando su benevolencia conuna fiereza histriónica—. ¡Cristiano yo! ¡Mal pecado! Para que no tevuelvas a acercar más a mí, me voy a hacer protestante, judío, mormón...Quiero que huyas de mí como de la peste.

—Vamos, no tontees. Te advierto que de ninguna manera te has de librarde mí, pues aunque te vuelvas el mismo Demonio, te he de pedir dinero yte lo he de sacar. Vamos; ponme eso.

—No me da la gana. Y diciéndolo empezaba a redactar la orden.

—Así, así...—decía Guillermina dictando—. «Sr. D... haga usted elfavor de dar los palos...».

—Por ahí... los palos... Leña, que te den leña es lo que a ti te vienebien.

Durante el silencio de la escritura, oyose en el pasillo próximo rumorde faldas, voces de mujeres y estallido de besos. Moreno levantó lapluma diciendo: «¿Quién es?».

—No te interrumpas... ¿Qué te importa a ti? Debe de ser Jacinta. Sigue.

—Pues que pase aquí. ¿Por qué no pasa?

—Está hablando con tu hermana. ¡Jacinta, Jacintilla!, entra: elmonstruo quiere verte.

Abriose la puerta y aparecieron Jacinta y Patrocinio, la hermana deMoreno. Esta se reía de ver a su hermano enzarzado con la santa, yriéndose se retiró.

—Venga usted... Jacinta por Dios—dijo Moreno echando la firma aldocumento—, y sáqueme de este Calvario. Crea usted que su amiguita meestá crucificando.

«Calle usted, cicatero—le contestó la joven avanzando hacia la mesa—.Usted