Fortunata y Jacinta: Dos Historias de Casadas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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Después del trinquis, Mauricia pareció como si resucitara, y su cararesplandecía de animación y contento. Entonces sí demostró que en elfondo de su ser existían instintos y sentimientos maternales; entoncessí que abrazó y besó con efusión tiernísima a la hija que había llevadoen sus entrañas... Y tanto se excitó, que temiendo le diera un síncope,quitáronle de los brazos a la nena.

«Sí, que te lleven, que te quiten demi lado... No merezco tenerte... Me tienes miedo, rica... Como quecuando seas mañosa, no te dirán 'que viene el coco', sino 'que viene tumadre'. ¡Ay, qué pena!... Pero estoy conforme. Dicen que tengo quesalvar... ¡Ay, qué gusto! Y mi hija está mejor en la tierra con laseñorita que conmigo en el Cielo... Y nada más».

Adoración rompió a llorar entre afligida y espantada. Total, quetuvieron que llevársela, porque aquel espectáculo no podía prolongarse.Mauricia seguía dando besos al aire y diciendo cosas que enternecían alas demás... «Sí, sí—pensó doña Lupe, que también estaba conmovida—

.¡Cuánto quieres a tu hija!... ¡Te la beberías!».

Fortunata no aguardó al fin de la escena. Sentía en su interior untrastorno tan grande, que una de dos, o rompía en llanto o reventaba.Refugiose en el cuarto interior, y echándose sobre un baúl, se echó allorar. Los sentimientos que desataban aquel raudal de lágrimas no eranúnicamente los producidos por la situación del momento; eran algoantiguo y profundo, sedimentado en su alma, su tradicional desgracia, eldespecho combinado con un vago deseo de ser buena, «sin poderloconseguir... Cuidado que esto es de lo que se dice y no se cree».

Muchas lágrimas había derramado cuando sintió el ruido del coche deJacinta que partía, y entonces salió a la sala. Doña Lupe se despedía dela comandanta, ofreciéndole tomar diez papeletas de la rifa de lacolcha, y hacía una seña a su sobrina indicándole que era hora deretirarse. Dieron un vistazo y un apretón de manos a la enferma, ysalieron. Cuando iban por la calle, doña Lupe, que comprendió cuántohabía impresionado a su sobrina el encuentro con la señora de SantaCruz, intentó dos o tres veces aludir a esto; pero la prudencia y unsentimiento de delicadeza retuvieron su charlatana lengua.

-IV-

En el portal de su casa se separaron; doña Lupe subió y Fortunatafue a la botica, donde Maxi estaba solo, haciendo un emplasto. Contolesu mujer lo que había visto aquel día, recordando con feliz memoriatodos los pormenores. La visita de Jacinta fue omitida discretamente.

Alfarmacéutico le agradaba que su cara mitad anduviera en aquellos trotesde beneficencia, viese buenos ejemplos y se familiarizara con aquelloscuadros hondamente humanos de la miseria y de la muerte, pues sin dudaserían más provechosos a su espíritu que los saraos, bullangas ydiversiones.

A la hora de comer se hablaba de lo mismo, y ponderaba doña Lupe lasolemnidad conmovedora del acto de aquel día. Discutiose si debíanvolver por la noche a la calle de Mira el Río o irse a Variedades a veruna pieza; mas como Fortunata mostrase gran repugnancia a las funcionesteatrales, prevaleció lo primero, y Maxi, muy complacido de aquellaaplicación a las obras de piedad, prometió que las acompañaría y queiría a recogerlas a las once. «Y como no haya esta noche quien se quedea velar, me quedaré yo» dijo la viuda, a quien no se le cocía el panhasta no dar a Guillermina prueba palmaria de humildad y abnegación.Opusiéronse a esto el sobrino y su mujer, diciendo el primero que buenoera lo bueno, pero no lo demasiado. La de Jáuregui decía con deliciosamodestia: «¡Si yo no lo hago por buscar un elogio; si no hay en esto elmenor asomo de mérito...! Yo resisto perfectamente una noche toledana, yhasta dos y tres. De modo que...».

Las nueve sería, cuando los tres entraban por el portal de la casa decorredor, y no fue poco su asombro al ver en el patio resplandor dehoguera y multitud de antorchas, cuyas movibles y rojizas llamas daban ala escena temeroso y fantástico aspecto. ¿Qué era aquello? Que losgranujas de la vecindad habían pegado fuego a un montón de paja que enmitad del patio había, y después robaron al maestro Curtis todas laseneas que pudieron, y encendiéndolas por un cabo empezaron a jugar alViático, el cual juego consistía en formarse de dos en dos, llevandolos juncos a guisa de velas, y en marchar lentamente echando latines al son de la campanilla que uno de ellos imitaba y de la marcha real decornetas que tocaban todos. La diversión consistía en romper filasinesperadamente, y saltar por encima de la hoguera. El que llevaba elcopón, bien abrigadito con un refajo atado al cuello, daba las zapatetasmás atrevidas que se podrían imaginar, y hasta vueltas de carnero,poniendo todo su arte en recobrar la actitud reverente en el momentomismo de tomar la vertical. En fin, que semejante escena daba una ideade aquella parte del Infierno donde deben tener sus esparcimientos loschiquillos del Demonio. Maximiliano y su mujer se detuvieron un rato aver aquello; pero doña Lupe dirigió a la infantil tropa miradas yexpresiones de desdén, diciendo que la culpa la tenían los padres quetal sacrilegio consentían.

Subieron, y cuando Fortunata pasó a la alcoba de Mauricia, que estabasola, retirose Maxi, diciendo que volvería a las once. Estaba aquellanoche la enferma sumamente inquieta, y lo poco que hablaba no era unmodelo de claridad. El temor de pronunciar palabras malas parecíahaberse desvanecido en ella, porque escupió de sus labios algunas queardían. La memoria no debía de estar muy firme, porque cuando su amigale dijo: «Sosiégate y acuérdate de lo de esta mañana»

replicó: «¡Lo deesta mañana...!, ¿qué ha sido...?». Y mirando con extraviados ojos altecho, parecía entregarse al doloroso trabajo de recordar, cazando lasideas como si fueran moscas. Más presente que la administración delSacramento tenía el paso con su hija; ¡ay, qué paso!... «¿No vistes a la Jacinta?—preguntó a Fortunata, volviéndose de un costado yponiéndole la mano en el hombro...—. ¿Habló contigo?... Tú eres unasosona y no tienes genio... Si a mí me llega a pasar lo que te ha pasadoa ti con esa pastelera; si el hombre mío me lo quita una mona golosa, yse me pone delante, ¡ay!, por algo me llaman Mauricia la Dura. Si me laveo delante, digo, y me viene con palabras superfirolíticas... la trincopor el moño y así, así, le doy cuatro vueltas hasta que la acogoto...».Uniendo la acción a la palabra, Mauricia hacía contorsiones violentas,se destapaba, rechinaba los dientes... no pudiendo sujetarla Fortunata,llamó a Severiana: «¡Ay, venga usted!

Está diciendo mil disparates...por Dios, vea usted de reducirla... Dele algo para que se calme,aguardiente...».

«A mí no me puede nadie—gritó la infeliz con frenesí, los ojosdesencajados, forcejeando contra los cuatro brazos que la queríansujetar—. Soy Mauricia la Dura, la que le abrió una ventana en el cascoa aquella ladrona que me robaba los pañuelos, la que le arrancó el moñoa la Pepa, la que le arañó la cara a doña Malvina la protestanta...Suéltame tiorra pastelera, o de una mordida te arranco media cara.¡Persona decente tú!... tú, que dejas un soldado pa tomar otro... tú quetienes ya el corazón como la puerta de Alcalá, de tanta gente como haentrado por él... Ja, ja, ja... Loba, más que loba, so asquerosa, judía,con más babas que un perro tiñoso... cara de escupidera, zurrón, celemínde peinetas... verás qué recorrido te doy... así, así, y te arranco lanariz, y te escupo los ojos, y te saco todo el mondongo...». Por fin noeran voces humanas las que de sus labios llenos de espuma salían, sinorugidos de fiera sujeta y acorralada. No pudiendo librar sus brazos delos vigorosos que la contenían, sus dedos se agarraron con rabiaepiléptica a lo que encontraban, y querían deshacer y rasgar la sábana yla colcha. El fatigoso mugido iba calmándose poco a poco, lascontorsiones eran menos violentas, y por fin, cayó en un colapsoprofundísimo. La sedación era instantánea, y a la misma muerte separecía.

La señora de Rubín estaba aterrada. Severiana le dijo: «ya ha tenidoesta noche tres achuchones de estos, y anteanoche tuvo seis. Si vinierael médico la aplacaría dándole esos pinchacitos que llaman yeciones...¿sabe?, una gotita de morfina». Sin duda por esta frecuencia de losaccesos veíalos Severiana con relativa calma, como los que seacostumbran a los prodigios del dolor humano en las clínicas. A poco detranquilizarse Mauricia, la otra se dedicó a preparar la lámpara quedebía arder toda la noche, un vaso con agua, aceite y una mariposaencima.

Media hora estuvo la tarasca como dormida, pronunciando en sueñosretazos de palabras y fragmentos de cláusulas groseras, como retumban enlontananza los dejos de la tempestad que ha pasado. Despertó luego, ycon voz sosegada dijo a su amiga: «¿Estás aquí?... ¡qué gusto me daverte! De todas las personas que veo aquí, la que me gusta más eres tú.Te quiero más que a mi hermana. Lo primerito que he de pedirle al Señorcuando me meta en el Cielo, es que te haga feliz, dándote lo que es muyre-tuyo, lo que te han quitado... Su Divina Majestad puede arreglarlo,si quiere...».

A Fortunata no se le ocurría nada que responder a estos disparates.

«Porque tú has padecido... ¡pobrecita! Buenas perradas te han jugado enesta vida. La pobre siempre debajo, y las ricas pateándole la cara. Perodéjate estar, que el Señor te arreglará, haciendo justicia y dándote loque te quitaron. Lo sé, lo he soñado ahora, cuando me dormí pensando queme moría y que entraba en el Cielo escoltada por la mar de angelitos...¡tan monos...! Créetelo, porque yo te lo digo... Y yo, mismamente lehe de decir a la Virgen y al Verbo y Gracia que te hagan feliz y seacuerden de las amarguras que has pasado».

Callose un instante, y después de los dos o tres suspiros que Fortunataechó de su seno, volvió a hablar la enferma de este modo: «¿Has visto aJacinta?... porque ella fue quien trajo a mi niña.

Es un serafín esamujer... Ahora cuando me pensé que estaba en el Cielo, la vi encima deuna nube con un velo blanco... Estaba allí, entremedio de aquellosgrandes corros de ángeles. ¿Será que se va a morir? Lo sentiré por miniña. Pero Dios sabe más que nosotras, ¿verdad?, y lo que él hace, biensabido se lo tiene... Pero dime, ¿te habló ella? ¿Le soltaste algunapatochada? Harías mal. Porque ella no tiene la culpa. Perdónala, chica,perdónala; que lo primerito para salvarse es perdonar a una parte yotra. Mírame a mí, que no hago más que lo que me manda el Padre Nones, yhe perdonado a la Pepa, a la Matilde, que me quiso envenenar, y a doñaMalvina la protestanta y a todo el género mundano... ¡re...! Párateboca que ya ibas a soltarlo... Pues sí, perdonar; créetelo porque yo telo digo. ¿Ves qué tranquila estoy? Pues a cuenta que lo mismo estarástú, y Dios te dará lo tuyo; eso no tiene duda... porque es de ley. Y porla santidad que tengo entre mí, te digo que si el marido de la señoritase quiere volver contigo y le recibes, no pecas, no pecas...».

Fortunata creyó prudente mandarla callar, pues aquel concepto searmonizaba mal con la santidad de que hacía gala su amiga.

—Me parece—le dijo—, que si el Padre Nones te oye eso, te ha dereprender... porque ya ves...

quien manda manda, y está dispuesto que nosean las cosas así.

—¡Qué risa contigo! ¿Pues tú qué sabes? Yo estoy arrepentida de todo lomalo que he hecho; yo he perdonado a todo Cristo. ¿Qué más quieren? Estoque te cuento es, como quien dice, una idea. ¿No puede una tener unaidea?... Cuando me muera, veremos, créetelo... el Santísimo me dirá quetengo razón...

Callose fatigada, y Fortunata le impuso silencio. De repente determinoseuna brusca sacudida en su espíritu, y tomándole la mano a su queridaamiga y apretándosela mucho, le dijo con expresión de terror:

«¿Qué te parece a ti, me salvaré yo?».

—¿Pues qué duda tiene?—replicó la otra tranquilizándola—Dicen queaunque los pecados de una sean tantos como las arenas de la mar...figúrate tú la cantidad de arenas que habrá en todita la mar...

—¡Oh!... ¡si habrá arenas en todita la mar y sus arenales!—repitióMauricia con voz patética.

—Pues aunque los pecados de una sean más que las arenas, Dios losperdona cuando una se arrepiente de verdad.

—¿Y crees tú que una idea, pongo por caso, es también pecado?

—Según y conforme. Pero tú no tienes malas ideas. Estate tranquila.

—Dios te oiga... Se me arranca el alma de verte penando... con unhombre que no quieres...

¡qué traspaso! Chavala querida, muérete, yvente conmigo. Verás qué bien vamos a estar las dos allá. ¡Porque tequiero tanto...! Dame un abrazo, hija, y muérete conmigo.

—No lo digas mucho—balbució Fortunata conmovidísima, acariciando a suamiga—. Bien podría ser que me muriera pronto. Para lo que yo hago eneste mundo... no sé... valdría más...

¡Ay, qué desgraciada soy!

—¡Re...! ¡Bendita sea tu alma! Lo primerito que le pido al Señor, lojuro por estas cruces, es que te mueras.

Las dos se echaron a llorar. En tanto doña Lupe sostenía una gallardadisputa con Severiana.

«Ya lo he dicho y no hay más que hablar. Yo mequedo esta noche para que usted descanse un poco».—«Señora, no loconsiento. Hay vecinas que se quieren quedar».—«¡Vecinas!...

Aviadaestá la enferma con las vecinas. ¡Son tan torpes y tan descuidadas...!Verá usted cómo trabucan las medicinas y le encajan una porotra».—«¡Oh!, no señora, no consiento que usted se moleste».—«Repitoque me quedo, ¡vaya! Si no hay en ello mérito alguno, ni sacrificio. Nome cuesta ningún trabajo estar en vela toda la noche. Y además, hija,hay que hacer algo por el prójimo. Velaremos, pues, y no me hable ustedde gratitud que es ridículo hacer tanto aspaviento por lo que no valetres cominos».

La viuda de Jáuregui no hacía gran sacrificio, y su determinación estabacalculada con habilidad, pues como una de las vecinas le dijera queGuillermina pensaba echar un guante al día siguiente para atender a lasapremiantes necesidades de algunos inquilinos de la casa, doña Lupepensó de esta suerte: «Con quedarme a velar, cumplo; y eso del guante nova conmigo, porque en todo el día de mañana no aparezco por aquí, ni amedia legua a la redonda».

Severiana explicó minuciosamente a la señora cuanto había que hacer,advirtiéndole que la llamase si ocurría algo extraordinario. Otra vecinase quedaba también, en calidad de ayudante. A las doce, Fortunata seretiró a su casa con su marido, que fue a buscarla. Cogiditos del brazorecorrieron el trayecto más tortuoso que largo que les separaba de sudomicilio, hablando de alcoholismo y de beneficencia domiciliaria, yponiendo muy en duda que doña Lupe resistiese toda la noche sindormirse, pues era persona que en dando las diez ya estaba haciendocortesías aunque se encontrase en visita.

A la mañana siguiente, determinó la esposa ir a enterarse de la nochetoledana que habría pasado doña Lupe, y Maximiliano no se opuso a ello.Cumplidas las sabias órdenes que había dado la directora de la casa,Fortunata salió con Papitos, y después de encaminarla a la compra,indicándole algunas cosas que debía tomar, separose de ella en laplazuela de Lavapiés para dirigirse a la calle Mira el Río. Encontró asu tía en el cuarto de la comandanta en un estado verdaderamenteaflictivo, ojerosa, con la cabeza pesada y un humor poco dispuesto a lasbromas.

«¡Bien por las valentías!...—le dijo Fortunata—. ¿Y qué tal se haportado la enferma?».

—No me hables, hija; noche más perra no la he pasado en mi vida. No meha dejado ni siquiera descabezar un sueño de diez minutos. La malditaparecía que lo hacía a propósito y por vengarse de lo muy derecha que lahe obligado a andar cuando me corría mantones... Figúrate; en un purodelirio hasta que Dios amaneció. Juraría que todo el aguardiente que habebido en su vida se le subió a la cabeza esta noche. Ya se levantaba,ya se revolvía, echaba las piernazas fuera de la cama, y los brazos comoaspas de molino... ¡Luego unas voces y unos berridos...! Ya sabes eldiccionario que gasta... Y a lo mejor se quedaba como un gato queacecha, los ojos como ascuas, y hablando bajito, bajito, y señalandopara la mesa en que está el altar y la lamparilla, decía: «Mírenlo,mírenlo; allí está». ¡A mí me daba un miedo...! Prefería oírla gritar...Créete que me horripilaba cuando le veía señalar a la luz y al altarito.

Doña Lupe empezó a tomar el chocolate que le trajo doña Fuensanta, y arenglón seguido continuó la relación, imitando la voz y la actitud de ladelirante.

«Y se ponía así: 'Allí está, mírenlo... el señor de Sor Natividad...La bribona lo tiene preso...

Bribona, más que loba...'. ¿Sabes tú quiénes el señor... con retintín, de Sor Natividad? Pues la custodia, hija,el Santísimo... Y seguía: 'Ahora voy allá, te cojo, te saco y te echo alpozo...'. ¡Al pozo!, ¿has visto?, ¡arrojar la custodia al pozo! Mira túsi tendrá malas ideas... Luego dice que se salva. ¡Como no se salveesa...! Me ha dicho Severiana que cuando delira fuerte, siempre se salecon eso, con que va a sacar del Sagrario la custodia y a guardarla en subaúl, o qué sé yo qué.

Verás: soltaba una risa que a mí me ponía lospelos de punta, y decía muy callandito: «¡Qué guapo estás con tu carablanca, con tu cara de hostia dentro del cerco de piedras finas!... ¡Oh,qué reguapo estás! No creas que te robo las piedras... Para nada lasquiero... Me gustas... ¡te comería!

No me digas que no te coja, porquete cojo, aunque me muera y me eches al infierno... Sor Natividad tefalta; para que lo sepas; te falta con el Padre Pintado...'. En fin,hija, que era un horror. Suprimo las flores que iba entreverando, porqueme ardería la boca».

Doña Lupe hizo esfuerzos por atraer hacia su paladar, con la lengua ycon los rechupidos de sus labios, lo que en el fondo del pocilloquedaba, y conseguido esto al fin, acabó así: «Con estos disparatessacrílegos estuve toda la noche en vilo, horrorizada, el estómagorevuelto, y deseando que el día llegara».

—Me lo figuraba—dijo Fortunata, y después le dio cuenta de lo quehabía dispuesto y de lo que le indicó a Papitos que comprase.

«¡Ay! Me parece que he estado un año fuera de mi casa. Me ocurría que nosabríais desenvolveros y que la mona se declararía en cantón, haciendolo que le daba la gana. Ahora a casa, que es madre. Ya hemos cumplido.Claro que esto no es ninguna santidad extraordinaria, ni un caso deheroísmo; pero algo es algo...».

Vieron entonces que Guillermina pasaba en dirección al cuarto deSeveriana, y doña Lupe corrió a recibir de su boca augusta los plácemesque merecía. «¡Oh, qué buena es usted!—le dijo la santa, estrechándolelas manos—. ¡Quedarse aquí cuidando a esta pobre...! No, no diga ustedque esto no vale nada. Vaya si vale. ¡Dejar las comodidades de su casapara velar a la cabecera de una infeliz...! Pues lo que yo sé es que nolo hacen todas... Dios se lo pagará. Más de agradecer es esto que losdonativos que hacen otras... quedándose muy abrigaditas en sus camas...porque esta es la verdadera caridad que sale del corazón... En fin, veoque su modestia se ofende, amiga mía, y no quiero sacarle a usted loscolores a la cara. Gracias, gracias».

Doña Lupe estaba muy satisfecha; pero sospechando que la fundadora iba asacar el temido guante, se despidió con prisa. «Amiga de mi alma, laobligación me llama a mi choza...».

—Sí, sí—le dijo Guillermina—. La obligación antes que nada. Hastaluego.

Y llevando aparte a Fortunata en el corredor, su tía le dijo: «Tú tequedarás aquí un ratito; si hay petitorio, no quedaremos nosotras en mallugar. Le dices que apunte un duro por ti y otro por mí. Es bastante.Bien debe saber que no somos potentadas. No me gustan guantes; pero sécumplir en todas las circunstancias y no hacer un mal papel. Un duro porti y otro por mí; no lo olvides.

No digas si podemos o no podemos más.Tú lo sueltas seco, sin achicarte ni engrandecerte; que ella, aunque sele dé un ochavo, siempre da las gracias con la misma boquita demerengue. Vaya...

Mentira me parece que he de verme en mis cuatroparedes...».

-V-

Cuando Fortunata, después de un ratito de palique con lacomandanta, penetró en la otra casa, vio cosas que la pasmaron.Guillermina, dejando su mantilla y su libro de misa sobre el sofá,desempeñaba junto a Mauricia las obligaciones más penosas del arte decuidar enfermos, acometiendo con actividad maquinal las faenas másrepugnantes, como persona que tiene la obligación y la costumbre dehacerlo. Severiana se esforzaba en impedirlo; pero Guillermina no cedía.«Déjame tú... si a mí esto no me cuesta ningún trabajo... Vete a ver loque quiere Juan Antonio, que está dando voces hace un rato». La pobremenestrala deseaba tener tres o cuatro cuerpos para atender todo.«Hombre, ten consideración. ¿Cómo quieres que deje a la señora en...?».Al ver la de Rubín este tráfago y la poca gente que había para tandiversos quehaceres, brindose gustosa a ayudar. Lo que hacía Guillerminaera para asustar a cualquiera. Fortunata no se creía con valor paratanto. Y sin embargo, al ver a la insigne dama aristocrática humillarsede aquel modo, avergonzose de no tener valor para imitarla, y sacandofuerzas de flaqueza, ofreció su ayuda. Como hija del pueblo, no queríaser menos que la señora de la grandeza en aquellos bajísimosmenesteres... «Quite usted allá, por Díos, hija...—replicó la santa—.No faltaba más; no lo consiento... de ninguna manera. ¿Es que quiereusted ayudarnos? Pues si tan buen deseo tiene, barra la sala, que va avenir el médico».

Apenas hubo cogido Fortunata la escoba, entró Severiana, y que quierasque no, se la quitó de las manos. «No faltaba más... señorita. Se vausted a poner perdida...».

—Por Dios, déjeme usted que la ayude. ¿Quiere que le haga el almuerzo asu marido?

—¡Qué cosas tiene...!

—¡Ay qué gracia!... ¿Cree usted que no sé?... La tortillita en lafiambrera, y el pan abierto con la sardina dentro. Si he hecho yo en mivida más almuerzos de obreros que pelos tengo en la cabeza...

—Hemos encendido la lumbre en la casa de la vecina. Allá está doñaFuensanta; pero va a salir a la compra, y si usted hiciera el favor...

Fortunata no necesitó más, y fue a la otra casa, donde encontró a lacomandanta muy afanada, porque no era un almuerzo, sino tres los quetenía que preparar, el de Juan Antonio y el de dos obreros más, cuyasrespectivas mujeres se habían ido ya para la fábrica, dejándole aquelencargo.

«Váyase usted a la compra—le dijo—, que de las tortillas seencarga una servidora...». Mucho agradeció esto doña Fuensanta, yponiéndose su toquilla encarnada, quedándose con la bata de tartán y lasgruesas zapatillas de orillo, cogió el cesto y el portamonedas y fue apedir órdenes a Severiana, que estaba en la sala, dentro de una nube depolvo. «Tráigame usted un codillo como el del otro día, para ponerlo ensal... un cuarterón de agujas cortas... Tocino hay en casa... ¡Ah!, noolvide las zanahorias, ni el cuarto de gallina... Si trae para ustedsesada de carnero, cómpreme otra a mí...

Oiga, oiga; si ve una buena lengua, tráigamela descargada, y lasalaremos para las dos...».

Salió la viuda del comandante renqueando por aquellas escaleras abajo, ya poco partieron Juan Antonio y los otros dos obreros con sus saquitosde comida en la mano. La señora de Rubín había desempeñado su cometidocon tanta presteza como acierto, y mientras se lavaba las manos, dejosellevar por su vagabundo pensamiento a un orden de ideas que no era nuevoen ella. «¡Si es lo que a mí me gusta, ser obrera, mujer de untrabajador honradote que me quiera...! No le des vueltas, chica; pueblonaciste y pueblo serás toda tu vida. La cabra tira al monte, y se tedespega el señorío, créetelo, se te despega...».

Cuando pasó a decir a Severiana que estaba servida, esta había concluidode limpiar la sala.

Como había tan mal olor allí, trajeron una paletadade carbones encendidos, y echando un puñado de espliego, la pasearon portoda la casa, desde el pasillo hasta la cocina. Después del sahumerio,Fortunata entró a ver a Mauricia, a quien encontró muy mal, en un estadode decaimiento y postración muy visibles. El médico, que llegó entonces,la examinó detenidamente, observando hinchazón en las piernas y en elvientre. La parálisis agitante crecía de una manera aterradora. Antes departir, el doctor habló con Guillermina en la sala, diciéndole queaquello no podía menos de acabar mal, y que a todo tirar, tiraría dosdías... Acercábase Fortunata para enterarse de esto, cuando vio entrarinesperadamente a una persona cuya presencia le hizo el efecto de unadescarga eléctrica.

«¡Jesús, esa mona otra vez...!, yo me voy».

Jacinta y Guillermina hablaron un momento con el médico, que se despidióluego. «Entraré un ratito a verla—dijo la Delfina a su amiga,sentándose en el sofá—. ¿Va usted a estar aquí mucho tiempo?».

—Tengo que pasar al otro corredor a ver al zapatero... Pobre hombre, noha querido ir al hospital. Yo no había visto nunca un caso de hidropesíasemejante. La barriga de ese infeliz era anoche como un tonel... Y ya lehan dado tres barrenos; pero el de ayer con tan mala fortuna, que no lesacaron más que medio litro, y dicen que tiene en aquel cuerpo lafriolera de catorce litros...

¡Qué humanidad, Dios mío!

Fortunata pasó a la otra sala, y a poco volvió diciendo que Mauriciadormía profundamente. La fundadora hizo entonces una observaciónhumorística. Dirigiéndose a las dos, les dijo: «¿Oyen ustedes esetrombón que toca la marcha real?». En efecto, se oía bien clara, aunquelejana, la marcha real tocada con verdadero frenesí por Leopardi, que enla repetición le ponía un lujo escandaloso de mordentes y apoyaturas.

«Pues ese pobre hombre—añadió la santa conteniendo la risa—, desde quese entera de que estoy aquí, se pone a tocar como un descosido. Es lamanera de recordarme que le prometí vestirle, porque el desventuradoestá mejor de pulmones que de ropa. Mira—propuso a Jacinta, cogiéndoleun brazo—; en cuanto vayas hoy a tu casa, has de ver si tiene tu maridoalgunos pantalones que no le sirvan... Puede que no tenga porque ¡yahemos hecho tantos escrutinios en su guardarropa!».

—No sé, no sé—dijo la señora de Santa Cruz, procurando recordar...—meparece.

—Si no—manifestó prontamente la de Rubín—, yo traeré unos del mío...

—Dios se lo pagará a usted... porque verdaderamente parte el corazónver a ese pobre hombre, en este tiempo, con unos calzones de hilo, delos que traen los soldados de Cuba...

Salió Guillermina para ir al almacén de maderas de la Ronda, y Jacintala acompañó hasta el corredor. Sentose Fortunata en el sofá, creyendoque las dos se marchaban. Pero la de Santa Cruz, después de hablar consu amiga de varias cosas, le dijo: «Aquí la espero a usted. Lleve micoche, y luego me recogerá y nos iremos juntas». Entró inmediatamente,sentándose también en el sofá.

¡Ponerse a su lado! ¡No conocerle en la cara que las dos no podían estarjuntas en parte alguna!...

Esto pensaba la mujer de Maxi, que sintió deseos de huir, y luegovergüenza y miedo de hacerlo. Si la otra le hablaba, no tendría másremedio que responderle. «Pues si yo le dijera quién soy, la haríatemblar. Veríamos entonces quién temblaba más».

Jacinta la miró. Ya el día anterior había despertado su curiosidadhermosura tan expresiva. Y

cuando sus ojos se encontraban con el rayo deaquellos ojos negros, sentía una impresión no muy grata, al modo de esospresentimientos inseguros que son, no como el contacto de un objeto,sino como la sensación del aire que hace el objeto al pasar rápidamente.

«Según ha dicho el médico—indicó la Delfina decidida a pegar lahebra—, la pobre Mauricia no saldrá de esta».

—No saldrá la pobre—opinó Fortunata algo cortada, porque le asaltabala idea de que su lenguaje no sería bastante fino.

—Si sigue así, traeré esta tarde a la niña, para que la vea... De todosmodos, debo traerla ¿no le parece a usted?