Fortunata y Jacinta: Dos Historias de Casadas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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Levantose la chulita muy tarde y recibió un recado de su amigodiciéndole que estaba mejor y que se levantaría y saldría a la calle conpermiso del tiempo. Esperó su visita, y en tanto no cesaba de cavilar enlo mismo. La gratitud que hacia Feijoo sentía, era más viva aún queantes, y habría deseado que la vida que con él llevaba continuase, puesaunque algo tediosa, era tan pacífica que no debía ambicionar otramejor. «Si dura mucho esto, ¿llegaré a cansarme y a no poder sufrir estasosería?

Puede que sí». El apetito del corazón, aquella necesidad de quererfuerte, le daba sus desazones de tiempo en tiempo, produciéndole lailusión triste de estar como encarcelada y puesta a pan y agua. Pero nose conformaba; quizás cada día la conformidad era menor... quizás veíacon agrado en las lontananzas de su imaginación algo nuevo y desconocidoque interesara profundamente su alma, y pusiera en ejercicio susfacultades, que se desentumecían después de una larga inactividad.

Don Evaristo llegó en coche a eso de las cuatro muy animado, y le mandóque le hiciera un chocolatito para las cinco. Esmerose ella en esto, ycuando el buen señor tomaba con gana su merienda, le dijo entre otrascosas que, si seguía mejor, al día siguiente hablaría con Juan Pablo,planteándole la cuestión resueltamente. «Y también te digo una cosa. Noveo la causa de que tu marido te sea tan odioso. Podrá no ser simpático;pero no es mala persona. Podrá no ser un Adonis; pero tampoco es elcoco. Mujeres hay casadas con hombres infinitamente peores, y viven conellos; allá tendrán sus encontronazos; pero se arreglan y viven... Tú noseas tonta, que no sabes la ganga que es tener un hombre y una chapadecorosa en el casillero de la sociedad. Si sacas partido de esto, serásfeliz. Casi estoy por decirte que mejor te cuadra un marido como el quetienes, que otro de mejor lámina, porque con un poco de muleta harás deél lo que quieras. Me han dicho que desde la separación está muytaciturno, muy dado a sus estudios, y que no se le conocen trapicheos nidistracciones... Por grandes que sean sus resentimientos, chica, creoque en cuanto le hablen de volver contigo, se le hace la boca agua».

Fortunata, sonriendo, dio a entender su incredulidad.

«¿Que no? ¡Ay, chulita!, tú no conoces la naturaleza humana. Cree lo quete he dicho.

Maximiliano te abrirá los brazos. ¿No ves que es como tú,un apasionado, un sentimental? Te idolatra, y los que aman así, con esalocura, se pirran por perdonar. ¡Ah, perdonar! Todo lo que sea rasgos les vuelve locos de gusto. Tú déjate querer, grandísima tonta, y haztecargo de que se te presenta un ancho horizonte de vida... si lo sabesaprovechar».

Esto del horizonte avivó en la mente de la joven aquel naciente anhelode lo desconocido, del querer fuerte sin saber cómo ni a quién. Lo queno podía era compaginar esperanza tan incierta con la vida de familiaque se le recomendaba. Pero algo y aun algos se le iba clareando en elentendimiento.

Feijoo mejoró sensiblemente en los días que siguieron al arrechuchoaquel. Recobró parte de sus fuerzas, algo del buen humor, y laspresunciones de próxima muerte se desvanecieron en su espíritu. Mas nopor esto desistió de llevar adelante un plan que había llegado a sercasi una manía, absorbiendo todos sus pensamientos. Decidido a hablarcon Juan Pablo, fue a verle una mañana al café de Madrid, donde tenía unrato de tertulia antes de entrar en la oficina, pues al fin

¡miseriahumana!, hubo de aceptar la credencialeja de doce mil que le había dadoVillalonga, por recomendación del mismo Feijoo. No estaba contento nimucho menos con esto del orgulloso Rubín, y se quejaba de que unaamistad sagrada le hubiera puesto en el compromiso de aceptar el turrónalfonsino. Por supuesto que la situación no duraba ni podía durar.Cánovas no sabía por dónde andaba. Entre tanto, y supiera o no donAntonio lo que traía entre manos, ello es que Juan Pablo se habíacomprado una chistera nueva, y tenía el proyecto de trocar su capa, algodeshilachada de ribetes y mugrienta de forros, por otra nueva. Eso almenos iba ganando el país.

Pero de todas las mejoras de ropa que publicaban en los círculospolíticos y en las calles de Madrid el cambio de instituciones, ningunatan digna de pasar a la historia como el estreno de levita de paño finoque transformó a don Basilio Andrés de la Caña a los seis días decolocado.

Hundiose en los abismos del ayer la levita antigua, con todasu mugre, testimonio lustroso de luengos años de cesantía y de arrastrarlas mangas por las mesas de las redacciones. Completaba el buen ver dela prenda un sombrero de moda, y el gran D. Basilio parecía un sol,porque su cara echaba lumbre de satisfacción. Desde que entró a servir en su ramo y en la categoría que le cuadraba, estaba el hombre que nocabía en su chaleco. Hasta parecía que había engordado, que tenía máspelo en la cabeza, que era menos miope, y que se le habían quitado diezaños de encima. Se afeitaba ya todos los días, lo que en realidad lequitaba el parecido consigo mismo.

No quiero hablar de las otras muchaslevitas y gabanes flamantes que se veían por Madrid, ni de las señorasque trocaban sus anticuados trajes por otros elegantes y de últimanovedad. Este es un fenómeno histórico muy conocido. Por eso cuando pasamucho tiempo sin cambio político, cogen el cielo con las manos lossastres y mercaderes de trapos, y con sus quejas acaloran a losdescontentos y azuzan a los revolucionarios. «Están los negocios muyparados» dicen los tenderos; y otro resuella también por la heridadiciendo: «No se protege al comercio ni a la industria...».

Cuando Feijoo entró en el café de Madrid, Juan Pablo no había llegadoaún, y decidió esperarle en el sitio que su amigo acostumbraba ocupar. Apoco entró D. Basilio presuroso, de levita nueva, el palillo entre losdientes, y se dirigió al mostrador con ademanes gubernamentales.

«Que melleven el café a la oficina» dijo en voz alta, mirando el reloj yhaciendo un gesto, por el cual los circunstantes podrían comprender, sinnecesidad de más explicaciones, el cataclismo que iba a ocurrir en laHacienda si D. Basilio se retrasaba un minuto más.

«Hola, D. Evaristo—dijo deteniéndose un instante a estrecharle lamano—. ¿Cómo va la salud...? ¿Bien? Me alegro... Conservarse... Muyocupado... Junta en el despacho del jefe...

Abur».

—Buen pelo echamos, ¿eh?... Sea enhorabuena. Yo tal cual. Adiós.

Al quedarse otra vez solo, D. Evaristo arrugó el ceño. Ocurriósele unacontrariedad que entorpecería su plan. Al ir hacia el café habíapreparado por el camino el discurso que le espetaría a Juan Pablo. Estediscurso empezaba así: «Amigo mío, me he enterado de que la pobre mujerde su hermano de usted vive en el más grande apartamiento, arrepentidaya de su falta, indigente y sin amparo alguno...» y por aquí seguía.Pero esto era insigne torpeza, porque si después de encarecer lo tronaday hambrienta que estaba Fortunata, ¡la veían tan hermosa...! No, deninguna manera. Facilillo era compaginar la lozanía de la señora deRubín con su desgracia. ¿Y cómo evitar que del indicio de aquellasapretadas carnes y de aquel color admirable indujeran los parientes lacerteza de una vida regalona, alegre y descuidada?... Uno rato estuvo mihombre discurriendo cómo probar que no es cosa del otro jueves que laspersonas afligidas engorden, y aún no había logrado construir su planlógico, cuando llegó Juan Pablo, frotándose las manos, y dejando ver ensu cara la satisfacción íntima que el simple hecho de entrar en el caféle producía.

Era como el tinte de placidez que toma la cara del buenburgués al penetrar en el hogar doméstico. Saludáronse los dos amigoscon el afecto de siempre. Después de oír, acerca de su salud, todas lasvulgaridades hipocráticas con que el sano trastea al enfermo, comoaquello de es nervioso... pasee usted... yo también estuve así, Feijooabordó la cuestión, y por zancas y barrancas, soltando lo primero que sele ocurría, llegó a decir que él se había propuesto, por pura caridad,negociar la reconciliación.

«¡Probrecilla!—dijo Rubín, echando los terrones de azúcar en el vaso,con aquella pausa que constituía un verdadero placer—. Dice usted quepasando miserias y muy arrepentida... ¡Cuánto se habrá desmejorado!».

—Le diré a usted... Precisamente desmejorarse, no; lo que está es así,muy... ensimismada.

Pero sigue tan guapa como antes.

—¿Y Santa Cruz, no...?—Quite usted, hombre. Si hace la mar de tiempoque tronaron. A poco de las trapisondas de marras... Desde entonces sucuñada de usted ha vivido apartada del bullicio, llorando sus faltas ycomiéndose los ahorros que tenía, hasta que han venido los apuros. Hasido una casualidad que yo me enterara. Verá usted... me la encontréhace días... contome sus cuitas...

Me dio mucha pena. Hágase usted cargode lo que sufrirá una criatura con la conciencia alborotada y en estasituación...

—¡Ah! Sr. D. Evaristo, a mí no me la da usted... Usted es muy tunante ylas mata callando...

Al oír esto, la diplomacia de Feijoo se alarmó, creyendo llegada laocasión de sacar, si no todo el Cristo, la cabeza de él.

«Mire usted, compañero—le dijo con reposado acento—; cuando trato lascosas en serio, ya sabe usted que las bromas me parecen impertinentes,¿estamos? Es poco delicado en usted suponer que he tenido algún lío conesa señora, y que lo disimilo con la hipocresía de querer reconciliar elmatrimonio. Vamos, que se pasa usted de pillín...».

—Era un suponer, D. Evaristo—manifestó Rubín desdiciéndose.

—Pues hacía yo bonito papel... Hombre, muchas gracias...

—No, no he dicho nada...—Además, diferentes veces me ha oído usteddecir que hace tiempo que me corté la coleta.

—Sí, sí.—Y si en mis treinta, y en mis cuarenta y aun en miscincuenta, he toreado de lo fino, lo que es ahora... ¡Pues estoy yobueno para fiestas con mis sesenta y nueve años y estos achaques...!Hágame usted más favor, y cuando le digo una cosa, créamela, porque paraeso son los buenos amigos, para creerle a uno...

—Tiene usted razón, y lo que siento ¡qué cuña!, es que no viera en mireticencia una broma...

—Me parecía a mí que el asunto, por tratarse de una persona de lafamilia de usted y por iniciarlo yo, no era para bromear.

Rubín creyó o aparentó creer, y puso la atención más filosófica delmundo en lo que su amigo siguió diciendo sobre materia tan importante. Yaquí viene bien un dato: Juan Pablo había recibido de Feijoo algunospréstamos a plazo indefinido. Este excelente hombre, viendo susangustias, halló una manera delicada de suministrarle la cantidadnecesaria para librarse de Cándido Samaniego, que le perseguía con sañainquisidora. Estas caridades discretas las hacía muy a menudo Feijoo conlos amigos a quienes estimaba, favoreciéndoles sin humillarles.

Porsupuesto, ya sabía él que aquello no era prestar, sino hacer limosna,quizás la más evangélica, la más aceptable a los ojos de Dios. Y no sedio el caso de que recordase la deuda a ninguno de los deudores, ni auna los que luego fueron ingratos y olvidadizos. Juan Pablo no era deestos, y se ponía gustoso, con respecto a su generoso inglés, en eseestado de subordinación moral, propio del insolvente a quien se le dantodas las largas que él quiere tomarse. Demasiado sabía que un hombre dequien se han recibido tales favores hay que creerle siempre todo lo quedice, y que se contrae con él la obligación tácita de ser de su opiniónen cualquier disputa, y de ponerse serio cuando él recomienda laseriedad. Allá en su interior pensaría Rubín lo que quisiese; pero dedientes afuera se mantuvo en el papel que le correspondía.

«Por mi parte, no he de poner inconvenientes... Qué quiere usted que lediga. No sé lo que pensará Maximiliano. Desde aquellas cosas, no le heoído mentar a su mujer... Si algo se ha de hacer, crea usted que no sedará un paso si mi tía no va por delante... Yo estoy un poco torcido conella... Lo mejor es que le hable usted».

Después se enteró Feijoo con mucha maña de ciertas particularidades dela familia. Maxi había tomado el grado y estaba ya practicando en labotica de Samaniego, a las órdenes de un tal Ballester, encargado delestablecimiento.

Supo además el anciano que doña Lupe no vivía ya en Chamberí, sino en lacalle del Ave María, y que todo el tiempo que le dejaba libre a Maxi lafarmacia, lo empleaba en darse buenos atracones de lectura filosófica.Le había dado por ahí.

Luego hablaron de otras cosas. El filósofo cafetero dijo a su amigo quecuando quisiera echar otro párrafo no le buscase más en el Café deMadrid, porque allí había caído en un círculo de cazadores que le teníanmarcado y aburrido con la perra pechona, el hurón, y con que si laperdiz venía o no venía al reclamo. No sabía aún a qué local mudarse;pero probablemente sería al Suizo Viejo, donde iban Federico Ruiz yotros chicos atrozmente panteístas. De los antiguos cofrades sólo iban a Madrid D. Basilio, insufrible con su ministerialismo, Leopoldo Montesy el Pater. Pero este se marcharía aquella misma noche a Cuevas deVera, su pueblo, a trabajar las elecciones de Villalonga. También charlóJuan Pablo de política, diciendo con mucho tupé que el Gobierno estaba de cuerpo presente, y que la situación duraría... a todo tirar,a todo tirar, tres o cuatro meses.

-VIII-

La primera vez que D. Evaristo visitó a su dama después de estaentrevista, abrazola gozoso, y le dijo: «Albricias... vamos bien, vamosbien».

—¿Pero qué... qué hay? ¿buenas noticias?

—Oro molido; mejor dicho, excelentes impresiones. Tu marido...

—¿Le ha visto usted?—No he tenido esa satisfacción. Pero me hancontado de él una cosa que es en extremo favorable. Te lo diré para queno caviles. Maximiliano se ha dedicado a la filosofía...

Fortunata se quedó mirando a su amigo, sin saber qué expresión tomar. Noveía la tostada, ni sabía en rigor lo que era la filosofía, aunquesospechaba que fuese una cosa muy enrevesada, incomprensible y quevuelve gilís a los hombres.

«No me llama la atención que te quedes con la boca abierta. Ya iráscomprendiendo... ¡Se da unos atracones de filosofía!, y me parece quedijo Juan Pablo que era filosofía espiritualista...».

—¡Ah!... ¿De esos que hablan con las patas de las mesas? ¡Alabadosea...!

—No, esos no. Pero estamos de enhorabuena: cualquiera que sea la sectao escuela que le sorbe el seso a tu marido, tenemos ya noventa y seisprobabilidades contra cuatro de que te reciba con los brazos abiertos.Tú lo has de ver.

Fortunata dudaba que esto fuera así. La partida que ella le había jugadoa Maxi era demasiado serrana para que este la olvidara por lo que dicenlos libros. Al otro día entró el simpático amigo más alegre y excitado.Su proyecto llegó a dominarle de tal modo, que no sabía pensar en otracosa, y de la mañana a la noche estaba dando vueltas al tema. Habíamejorado mucho su salud y al mismo tiempo no ponía tanto cuidado comoantes en el adorno de su persona. Desde que tomara con tanto cariño lasfunciones paternales, se había dejado toda la barba, usaba hongo y unagran bufanda alrededor del cuello. Salía a sus diligencias en cochesimón por horas. Cuando la prójima le vio entrar aquel día con elsombrero echado hacia atrás, los ojos chispeantes, los movimientoságiles, comprendió que las noticias eran buenas. «Con estosalegrones—dijo él abrazándola—, se rejuvenece uno. Chulita, otroabrazo, otro. Vengo de hablar con la mismísima doña Lupe la de losPavos». Fortunata se asustó sólo de oír el nombre de su tía política.

«Impresiones muy buenas—añadió el diplomático...—. Ha empezado porahuecar la voz, y por negarse a proponer la reconciliación. Peromientras más cerdea ella, más claro veo yo que hará lo que deseamos.¡Oh!, entiendo bien a mi gente. También esta tiene sus filosofíaspardas, y a mí no me la da. Conozco las callejuelas de la naturalezahumana mejor que los rincones de mi casa.

Doña Lupe está deseando quevuelvas; pero deseándolo, para que lo sepas. Se lo he conocido en lacara y en el modo de decir que no... Yo no sé si te he contado que en untiempo, a poco de enviudar, tuvo sus pretensiones respecto a mí...pretensiones honestas... Decía la muy fatua que yo le paseaba la calle.¿Creerás que se le descompone la cara siempre que me ve?».

Fortunata soltó la carcajada. «Dime, ¿y cuando te pretendía, ya lehabían cortado el pecho que le falte?».

—Pues no lo sé. Por mí que le cortaran los dos... En fin, chica, queesto marcha. Yo le dije que si había reconciliación, vivirías con ella,pues yo estimaba muy conveniente esta vida común.

Tan hueca se puso aloírme decir esto, que aún creo que le nacía un pecho nuevo... Oye lo quetienes que hacer cuando esto se realice: Yo te daré una cantidad que leentregarás a ella el primer día, suplicándole que te la coloque. Teniegas a admitirle recibo. Nada le gusta tanto como que tengan confianzaen ella en asuntos de dinero... ¡Ah!... leo en ella como leo en ti. ¿Noves que la traté bastante en vida de Jáuregui, que, entre paréntesis,era un hombre excelente? Ya te daré una lección larga sobre el tole tolecon que debes tratarla, una mezcla hábil de sumisión e independencia,haciéndole una raya, pero una raya bien clarita, y diciéndole: «de aquípara allá manda usted; de aquí para acá estoy yo...». Ahora la tecla queme falta tocar es tu marido. He hablado pocas veces con él, apenas letrato; pero no importa...

La mejoría se acentuó tanto, que D. Evaristo atreviose a salir de noche,y lo primero que hizo fue ir en busca de Juan Pablo. No le encontró enel Suizo Viejo. Allí estaban Villalonga, Juanito Santa Cruz, Zalamero,Severiano Rodríguez, el médico Moreno Rubio, Sánchez Botín, Joaquín Pezy otros que tenían constituida la más ingeniosa y regocijada peña que enlos cafés de Madrid ha existido. Habían hecho un reglamento humorístico,del cual cada uno de los socios tenía su ejemplar en el bolsillo. Deaquellas célebres mesas habían salido ya un ministro, dos subsecretariosy varios gobernadores. Aunque era amigo de algunos, no quiso Feijooacercarse, y se fue a una mesa lejana. Junto a él, los ingenieros deCaminos hablaban de política europea, y más acá los de Minas disputabansobre literatura dramática. No lejos de estos, un grupo de empleados enla Contaduría central se ocupaba con gran calor de pozos artesianos, ydos jueces de primera instancia, unidos a un actor retirado, a unempresario de caballos para la Plaza de Toros y a un oficial de laArmada, discutían si eran más bonitas las mujeres con polisón o sinél. Después llamó la atención de D. Evaristo la facha de un hombre queiba por entre las mesas, el cual sujeto más bien parecía momia animadapor arte de brujería. «Yo conozco esta cara—se dijo Feijoo—.

¡Ah! ya;es el que llamábamos Ramsés II, el pobre Villaamil que sólo necesitabados meses para jubilarse». Acercose tímidamente este desgraciado aVillalonga, que ya estaba levantado para marcharse; y en actitudcohibida, echando los ojos fuera del casco, le habló de algo que debíaser los maldecidos dos meses. Jacinto alzaba los hombros, respondiéndolecon benevolencia quejumbrosa. Parecía decirle: «¡Yo, qué másquisiera...! He hecho todo lo posible... Veremos...

he dado una nota...Crea usted que por mí no queda... Si, ya sé, dos meses nada más...».

Uninstante después Ramsés II pasó junto a D. Evaristo, deslizándose porentre las mesas y sillas como sombra impalpable. Llamole por su nombreverdadero Feijoo, y acercose el otro a la mesa, inclinando, para verquién le llamaba, su cara amarilla, requemada por el sol de Cuba yFilipinas.

Se reconocieron. Villaamil, invitado por su amigo, dobló suesqueleto para sentarse, y tomó café... con más leche que café... «¡Ah!,¿buscaba usted a Juan Pablo? Pues del salto se ha ido al café deZaragoza. Dice que le cargan los ingenieros...».

Como le convenía retirarse temprano, no fue D. Evaristo aquella noche alindicado café.

Las nueve serían de la siguiente, cuando entró en el establecimiento dela Plaza de Antón Martín, que lleno de gente estaba, con una atmósferaespesa y sofocante que se podía mascar, y un ensordecedor ruido decolmena; bulla y ambiente que soportan sin molestia los madrileños, comolos herreros el calor y el estrépito de una fragua. Desembozándose,avanzó el anciano por la tortuosa calle que dejaran libre las mesas delcentro, y miraba a un lado y otro buscando a su amigo. Ya tropezaba conun mozo encargado de servicio, ya su capa se llevaba la toquilla deuna cursi; aquí se le interponía el brazo del vendedor de Correspondencias que alargaba ejemplares a los parroquianos, y allá lehacían barricada dos individuos gordos que salían o cuatro flacos queentraban. Por fin, distinguió a Juan Pablo en el rincón inmediato a laescalera de caracol por donde se sube al billar. Acompañábanle en lamisma mesa dos personas: una mujer bastante bonita, aunque estropeada, yun joven en quien al pronto reconoció D. Evaristo a Maximiliano.

Los doshermanos sostenían conversación muy animada. La indivudua eran el amorde Juan Pablo, una tal Refugio, personaje de historia, aunque nohistórico, de cara graciosa y picante, con un diente de menos en laencía superior. Feijoo no la había visto nunca, ni el filósofo de caféacostumbraba a presentarse en público en compañía de aquella Aspasia,por cuya razón quedose Rubín un tanto cortado al ver a su amigo.

Maximiliano saludó a D. Evaristo, preguntándole con mucho interés por susalud, a lo que respondió el anciano con mucha viveza: «Ya ve usted... Cinco meses llevo así... un día caigo, otro me levanto... ¡ Cinco meses!... Nada; que viene un día en que la máquina dice, 'hasta aquíllegamos, compañero' y no se empeñe usted en remendarla, ni echarleaceite. Que no anda, y que no anda, y se tiene que parar».

—¿Pero qué es lo que usted tiene?—preguntó Maximiliano con presunciónde médico novel o de boticario incipiente, que unos y otros se desvivenpor ser útiles a la humanidad.

—¿Que qué tengo? ¡Ah!, una cosa muy mala. La peor de las enfermedades.¡Sesenta años!, ¿le parece a usted poco?

Todos se echaron a reír. «Me ha dicho mi hermano—añadió Maxi—, quedigiere usted mal».

—Cinco meses lleva mi estómago de indisciplina—replicó el ladinoviejo, que quería sin duda meterle a Maxi en la cabeza aquello de loscinco meses—. Ya no le hago caso. Me he rendido, y espero tranquilo el cese.

—Si quiere usted, le haré un preparado de peptona.

—Gracias... Veremos lo que dice mi médico.

—Poco mal y bien quejado—afirmó el otro Rubín, dándole palmadas en elhombro.

—Pero ustedes estaban hablando de algo que debía de serinteresante—dijo Feijoo—. Por mí no se interrumpan.

—Estábamos... pásmese usted... en las regiones etéreas.

—Nada, es que me quiere convencer—manifestó Maximiliano con calor—,de que todo es fuerza y materia. Yo le digo una cosa, «pues a eso que túllamas fuerza, lo llamo yo espíritu, el Verbo, el querer universal; yvolvemos a la misma historia, al Dios uno y creador y al alma que de élemana».

Don Evaristo, en tanto, miraba a Refugio, examinándole el rostro, laboca, el diente menos. La muchacha sentía vergüenza de verse tanobservada, y no sabía cómo ponerse, ni qué dengues hacer con los labiosal llevarse a ellos la cucharilla con leche merengada.

«Eso, eso... por ahí duele—dijo el ex-coronel, arrimándose al partidode Maximiliano—. ¡El alma!... Estos señores materialistas creen que convariar el nombre a las cosas han vuelto el mundo patas arriba».

—Pero si ya te he dicho...—argüía sofocado Juan Pablo.

—Déjame que acabe...—No es eso... ¡qué cuña!

—Volvemos a lo mismo. ¿No me conozco yo en mí, uno, consciente,responsable?

—¡Otra te pego! Pero ven acá...

—Aguarda. Si yo me reconozco íntimamente en la sustancia de mi yo...

Se expresaba con exaltación sin dejar meter baza a su hermano, y este,en cambio, no se la dejaba meter a él, y simultáneamente se quitaban lapalabra de la boca.

—Espérate un poco... no es eso.

—Allá voy... yo vivo en mi conciencia, por mí y antes y después de mí.

—¡Ah!, pero lo primero es distinguir... Mira...

—¡Buen par de chiflados estáis los dos!—dijo para sí D. Evaristomirando con curiosidad el portillo que en la dentadura tenía Refugio.

—¡Dale, bola!...—replicó Maxi—. Si no es eso... Yo, ¿soy yo?... ¿mereconozco como tal yo en todos mis actos?

—No, yo no soy más que un accidente del concierto total; yo no mepertenezco, soy un fenómeno.

—¡Que yo soy un fenómeno!... ¡Ave-María Purísima, qué disparate!

—Estás tú fresco... Lo permanente no soy yo, ¡qué cuña!, es elconjunto... Yo lo reconozco así en el fenómeno pasajero de miconocimiento.

¡Y estas cosas se decían en el rincón de un café, al lado de unparroquiano que leía La Correspondencia y de otro que hablaba delprecio de la carne! En una de las mesas próximas había un grupo deindividuos que tenían facha de matuteros o cosa tal. A la derechaveíanse dos cursis acompañadas de una buscona y obsequiadas por un señorque les decía mil tonterías empalagosas; enfrente una trinca en que sedisputaba acerca de Lagartijo y Frascuelo, con voces destempladas

ymanotazos.

Y

por

la

escalera

de

caracol

subían

y

bajaban

constantementeparroquianos, dando patadas que más parecían coces; y por aquellaespiral venían rumores de disputa, el chasquido de las bolas de billar,y el canto del mozo que apuntaba.

«Si se me permite dar una opinión—dijo Feijoo, que empezaba a marearsecon tanto barullo—, voto con el pollo».

En esto sonó el piano, que se alzaba sobre una tarima en medio del café,con la tapa triangular levantada para que hiciera más ruido; y empezó latocata, que era de piano y violín. La música, los aplausos, las voces yel murmullo constante del café formaban un run run tan insoportable, queel buen D. Evaristo creyó que se le iba la cabeza, y que caería redondoal suelo si permanecía allí un cuarto de hora más. Decidió retirarse,descontento de no haber encontrado solo a Juan Pablo, pues delante delfarmacéutico no podía hablar del espinoso asunto que entre manos traía.Su enojo se trocó en alegría cuando Maxi, al verle en pie, dijo que éltambién se iba porque era hora de volver a su farmacia. Salieron, pues,juntos, y antes de llegar a la puerta, vio el anciano que le cortaba elpaso una figura macilenta y sepulcral. Era Ramsés II, que venía enbusca suya. «Señor D. Evaristo, por Dios, hable usted de mí al señor deVillalonga» le dijo la momia, interponiéndose como si no quisiera darlepaso sino a cambio de una promesa.

—Se hará, compañero, se hará; hablaremos a Villalonga—dijo D. Evaristoembozándose—; pero ahora estoy de prisa... no puedo detenerme... Hijo,vamos.

Y abriéndose paso, salió con el chico de Rubín.

-IX-

Al cual dijo en la puerta: «¿Hacia dónde va usted con su cuerpo?».

—¿Yo? A la calle del Ave María.

—¡Qué casualidad! Yo llevo esa dirección. Iremos juntos... Deje ustedque me emboce bien...

Ahora deme usted el brazo. Las piernas no meayudan. Ya se ve... cinco meses... cabalitos...