Fortunata y Jacinta: Dos Historias de Casadas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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Por fin llegaron, y los dos subieron. La criada les abrió. «Ahora—dijoel simpático coronel retirado—, a acostarse. ¿Quiere usted que letraiga un médico?».

Sin contestar, metiose ella en su alcoba. Feijoo la siguió, afligidísimode verla en tan lastimoso estado. Después, él y la criada, cuchichearon.

—Rompimiento... Le ha dado otra vez el canuto ese bergante—decía D.Evaristo—. Si no es más que eso, la trinquetada pasará.

Despidiose hasta el día siguiente, y la dolorida se acostó diciendo a lacriada mientras la ayudaba a desnudarse: «Honrada soy, y lo he sidosiempre. ¿Qué?... ¿lo dudas tú?».

—Yo... no señorita; ¿qué he de dudarlo?—replicó la criada, volviendola cara para disimular una sonrisa.

Durmiose pronto la infeliz señora de Rubín; pero a la media hora yaestaba despierta y muy excitada. Dorotea, que se quedó junto a ella, laoyó cantando, a media voz y con las manos cruzadas, las coplas místicasde las Micaelas.

-IV-

Un curso de filosofía práctica

-I-

Dos o tres veces fue D. Evaristo al siguiente día a enterarse de lasalud de Fortunata; pero no la pudo ver. Dorotea le dijo que la señoritano quería ver a nadie, y que de tanto pensar que era honrada, le dolíahorriblemente la cabeza. Al otro día la señorita estaba un poco mejor,se había levantado y apetecido un sopicaldo. «Pero sigue con la mismaidea—añadió no sin malicia la chica, que era graciosa y avisada—. Selo prevengo, señor, para que le lleve el genio y le diga que sí».

—Descuida, hija—replicó el caballero—, que por mí no ha de quedar.¿Puedo verla? ¿No la molestaré mucho? ¿Sabe que estoy aquí?

—Ya lo sabe. Espérese un ratito y pasará.

Quedose solo en el comedor mi hombre, y después de quince minutos deespera, Dorotea le mandó pasar. Estaba Fortunata en su gabinete, tendidaen el sofá, la cabeza reclinada sobre un almohadón de raso azul. Teníapuesta la bata de seda y un pañuelo blanco finísimo a la cabeza, tanajustado, que no se le veía más que el óvalo del rostro. Estaba ojerosa,pálida y muy abatida.

Como D. Evaristo se preciaba de saber algo demedicina, tomole el pulso.

«Si está usted como un reloj, hija. Si no tiene fiebre ni ese es elcamino... ¡Bah!, coqueterías...

un poco de rabietina y nada más. Y queestá usted guapísima con ese pañolito, ya, ya. No se le ven ni el peloni las orejas. Parece una hermana de la Caridad... ¡Vaya con los malesde esta señora!».

—Ayer estuve muy malita—dijo ella con voz apagada—. La cabeza se mepartía, y como no me podía quitar de entre mí aquella idea, y dale conlo mismo... ¡Lo que una piensa!... Tengo que declarar que soy...

—Honrada, sí, hoy más que ayer y mañana más que hoy. Por sabido secalla.

—No, hombre, no digo eso.—¿Cómo que no?—Lo que soy es muy mala, lamujer más mala que ha nacido. ¿Pero usted sabe bien lo que yo he hecho?Lo que me pasa me lo tengo bien ganado, sí, bien ganado me lo tengo,¡porque cuidado que he hecho yo perrerías en este mundo...!

—¡Quite usted allá!... No habrá sido tanto.

—Vamos ahora a otra cosa—dijo la joven, sacando de debajo del mantouna mano, en la que tenía una carta—. Ayer me mandó esto.

—¿Quién? ¡Ah! Santa Cruz.

—No la he leído hasta esta mañana. Aquí se despide otra vez, dándomeconsejos y echándoselas de santo varón. Me manda dentro de la cartacuatro mil reales.

—Vamos... No se ha corrido que digamos.

—Quiero escribirle hoy mismo—indicó ella animándose un poco—.Escribirle, no... nada más que meter los dos billetes de dos mil realesdentro de un sobre y devolvérselos.

—Hija mía, párese usted y piense bien lo que hace—dijo el amigo,acercándose cariñosamente a ella—. Eso de devolver dinero es unromanticismo impropio de estos tiempos. Sólo se devuelve el dinero quese ha robado, y usted tenía derecho a que él le diera, no sólo eso, sinomuchísimo más. Con que déjese usted de rasgos si no quiere que lasilbe, porque esas simplezas no se ven ya más que en las comedias malas.Nada, yo me he propuesto sacarla a usted del terreno de la tontería yponerla sólidamente sobre el terreno práctico.

—Lo que es el dinero no lo tomo—declaró la enferma del corazón,alargando los labios como los niños mimosos.

—¡Ay, qué gracia!... Eso es, y coma usted mimitos—dijo el coronel,haciendo también con sus labios la trompeta más larga que le fueposible—. ¡Devolverle los santos cuartos! Sí, para que se ría más. Esoes lo que él quiere... ¿Tiene usted ahorros?

—Tendré unos treinta duros.

—Pues eso y nada... ¿De qué va usted a vivir ahora?

—Quiero ser honrada.—Magnífico... sublime. Lo que no veo tan claro esque para ser honrada sea preciso no comer... ¿Acaso piensa ustedtrabajar? ¿En qué?... Al menos, con esos cuatro mil reales tiene tiempode pensarlo y vivir algunos meses. Con que a guardar los monises, y nose hable más del asunto.

No se convenció Fortunata, que era algo terca; pero aplazó la devoluciónde los billetes para el día siguiente. Como tenía clavada en su mente lainjuria recibida, sin querer hablaba de ella.

«¡Vaya la que me ha hecho!—murmuró después de una pausa, mirando alsuelo—. ¡Qué manera de pagarme! ¡Yo, que lo dejé todo por él, y a losque me habían hecho decente les di una patada!... Perdone usted si hablomal. Soy muy ordinaria. Es mi ser natural; y como a los que me queríanafinar y hacerme honrada les di con su honradez en los hocicos... ¡Quéingrata, ¿verdad?, qué indecente he sido! Todo por querer más de lo quees debido, por querer como una leona. Y

para que calcule usted si soysimple, aquí, donde usted me ve, si ese hombre me vuelve a decir tansiquiera media palabra, le perdono y le quiero otra vez».

—Sí, ya se conoce que es usted más tierna que el requesón—dijo D.Evaristo, meditando.

—Es que los demás me parece que no son tales hombres. Para mí hay dosclases de hombres; él a este lado, todos los demás al otro. No voy deaquí a esa puerta por todos ellos. Soy así, no lo puedo remediar.

—No me dice usted nada que yo no sepa. He visto mucho mundo—afirmóFeijoo, con tolerancia de sacerdote hecho al confesonario—. Laspersonas que son como usted suelen pasar una vida de perros. No haymayor desgracia que tener el corazón demasiado grande. Cerebro grande,estómago grande, hígado grande, son males también; pero menores. Y yo hede poder poco o le he de recortar a usted el corazón, para que hayaequilibrio.

—¿Equi...?—Equilibrio.—Ya; no lo digo bien; pero comprendo lo que es.¿Y cómo me va usted a recortar?

—¡Oh! Se necesitan muchas lecciones... es la única manera de que ustedno sea desgraciada toda la vida. ¡Ah!, este mundo es una gaita conmuchos agujeros, y hay que templar, templar para que suene bien. Ustedno sabe de la misa la media. Parece que acaba de nacer, y que la hanpuesto de patitas en el mundo. ¿Qué resulta?, que no sabe por dóndeanda. Devuelve el dinero que le dan, y se chifla dos, tres veces por unamisma persona. ¡Bonito porvenir! Yo le voy a enseñar a usted una cosaque no sabe.

—¿Qué?—Vivir... Vivir es nuestra primera obligación en este valle delágrimas, y sin embargo... ¡qué pocos hay que sepan desempeñarla!... Selo dice a usted un hombre que ha visto mucho mundo, que ha tenido, comousted, un corazón del tamaño de hoy y mañana. Conque prepararse, queempiezo mis lecciones.

—¿Y seré feliz?—dijo Fortunata con expectación supersticiosa, como sile estuvieran echando las cartas.

—Por de pronto, de lo que yo trato es de que sea usted práctica.

—¡Práctica!—replicó ella arrugando la nariz con salero, como hacíasiempre que afectaba no comprender una cosa y burlarse de ella al mismotiempo—. Práctica, ¿qué quiere decir eso?

—¿Y no lo sabe?... ¡No se haga usted más tonta de lo que es!—indicó D.Evaristo arrugando también su nariz.

—Pues nos haremos pléiticas—dijo la señora de Rubín, ridiculizandola palabra para ridiculizar la idea.

Poco más duró aquella visita, porque el señor de Feijoo no queríamolestar. Despidiose, prometiendo volver pronto. Por él, volvería dentrode una hora. «Amiguita, usted no puede estar mucho tiempo sola, porqueesa cabeza se pone a trabajar... Como usted no me eche, aquí me tendráotra vez esta tarde».

Y volvió cerca de anochecido trayendo un ramo de flores, y poco despuésfue un mozo de cuerda con dos o tres tiestos. A Fortunata le gustabanmucho las flores, así vivas como cortadas; tenía los balcones llenos demacetas y se pasaba buena parte de la mañana cuidándolas.

Muchoagradeció al buen caballero tales obsequios, que tenían mayor precio enla estación que corría. Las flores del ramo eran de las más bellas,raras y valiosas que hay en invierno. De lo que sobre plantas se hablóaquella tarde, coligió D. Evaristo que su amiga tenía gustos un pocodesacordes con el gusto corriente. No le hacía gracia ninguna flor queno tuviese fragancia, y particularmente las camelias le eranantipáticas. Entre la mejor de las camelias y el más amarillo y sosón delos girasoles, no hallaba gran diferencia en cuanto al mérito. Diéranlea ella un buen clavel, un nardo, una rosa de la tierra, y en fin, todasaquellas flores que ilusionan el sentido en cuanto uno se acerca aellas...

—¿Y qué tal nos encontramos esta tarde?—dijo D. Evaristo inclinándosepara verle la cara.

Echábaselas de médico; pero examinaba la cara por lo bonita que leparecía, no por buscar en ella síntomas hipocráticos; y como avanzara lanoche y no había luz, tenía que acercarse mucho para ver bien.Continuaba ella en el propio sitio y postura que por la mañana.

—Estoy lo mismo—replicó sin moverse—. Desde que usted se fue, estuvellorando hasta ahorita.

—Pues no hay que devanarse los sesos para encontrar el remedio. Con nomoverme de aquí...

Pero podría ser el remedio peor que la enfermedad, yal fin tendría usted que llorar para que me marchase... Vamos, hija,modere esos suspiros tan fuertes, que parece se le va a salir el almapor la boca. Ya nos iremos consolando. El tiempo es un médico que sepinta solo para curar estas cosas; y todavía he de ver yo a mi amiga máscontenta que unas Pascuas, sin acordarse para nada de lo que tanto laaflige hoy. Y pronto, muy pronto... Y es preciso distraerse. ¿Sabe ustedjugar al tresillo?

—¿Yo? No sé más que el tute. Ese quiso enseñarme el tresillo; peronunca lo pude aprender.

No sabe usted bien lo torpe que soy.

—¿Le gusta a usted el teatro?

—Eso sí, sobre todo los dramas en que hay cosas que la hacen llorar auna.

—¡Ave María Purísima!... Esas obras en que sale aquello de «¡hijomío!... ¡padre mío!...».

—Esas, y otras en que hay pasos de mucha aflicción, y sacan lasespadas, y se desmaya una actriz porque le quitan el hijo.

—¡Alabado sea el Santísimo!...—dijo Feijoo con socarronería—. En esosí que son contrarios nuestros gustos, porque yo, en cuanto veo que losactores pegan gritos y las actrices principian a hacerme pucheritos, yaestoy bufando en mi butaca y mirando para la puerta... Nada de lágrimas.Lo que le conviene a usted ahora es reírse con las piececitas de Lara yVariedades. Para dramas, hija, los de la realidad... ¿Le gustan a ustedlos bailes de máscaras?

—Se va usted a reír—replicó Fortunata incorporándose—. En el pocotiempo que anduve yo suelta en Barcelona, de la ceca a la meca, solía ira bailes y divertirme algo; después no... Este año me llevó Juan dosveces, y otra vez fui yo sola con una amiga, por ver si le sorprendíapegándomela con algún trasto... ¿Creerá usted que no me he divertido niesto? La careta me da un calor que me abrasa... me la quiero quitar.Pues digo... si me pongo a dar bromas, yo misma me río de mi pocagracia. No puede usted figurarse lo desaborida que soy. No se meocurre nada más que sandeces. Juan me decía que no sirvo para nada, yque no me merezco el palmito que tengo. Él se empeñaba en que yo fuerade otro modo; pero la cabra siempre tira al monte. Pueblo nací y pueblosoy; quiero decir, ordinariota y salvaje... ¡Ah, si viera usted lofurioso que se ponía cuando le decía yo que me gusta un guisado de falday pechos como los que se comen en los bodegones!

Pues nada; que tenía que esconderme para comer a mi gusto. ¿Y cuando mesermoneaba porque no tengo ese aire de francesa que tiene la Antoñita,esa que está con Villalonga, y otra que llaman Sofía la Ferrolana?«Hasta en la manera de sentarse se diferencian de ti—me decía—.

Fíjatebien en aquel aire de abandono o de viveza según los casos; en aquellagracia, en aquel modo de andar por la calle. Tú cuando vas por ahí contu velito y ese pasito reposado, sin mirar a nadie, parece que vas decasa en casa pidiendo para una misa». ¿Ve usted lo que me decía?

¿Ycuando se empeñaba en que me pusiera yo esos cuerpos tan ceñidos, tanceñidos que con ellos parece que enseña una todo lo que Dios le hadado?...

—Esta mujer me vuelve loco—pensaba Feijoo, experimentando, al oír aFortunata, una sensación de inefable contento—. Si estoy chocho, si nosé lo que me pasa... ¡Ay Dios mío, a mi edad!... No hay remedio, medeclaro... Pero no, refrénate, compañero, aún no es tiempo...

Al buen señor se le ponían los ojos encandilados oyéndole contaraquellas cosas con tan encantadora sinceridad. Sonrisa de alegría yesperanza contraía sus labios, mostrando su dentadura intachable. Sucara, que era siempre sonrosada, poníasele encendida, con verdaderosardores de juventud en las mejillas. Era, en suma, el viejo más guapo,simpático y frescachón que se podía imaginar; limpio como los chorrosdel oro, el cabello rizado, el bigote como la pura plata; lo demás de lacara tan bien afeitadito, que daba gloria verle; la frente espaciosa yde color marfil, con las arrugas finas y bien rasgueadas. Pues decuerpo, ya quisieran parecérsele la mayor parte de los muchachos de hoy.Otro más derecho y bien plantado no había.

«No, lo que es hoy no le digo nada—pensaba—. Temo hacer el bisoño.Calma, compañero, y repliégate un poco; tiempo tienes de picar espuelas.Hoy lo recibiría mal. Está muy reciente la herida».

-II-

Pues lo que es hoy sí que no me quedo con esto dentro delcuerpo—pensó mi hombre al otro día, entrando en la sala, hecho un solde limpio y despidiendo, como todas las mañanas al salir de su casa, unfuerte olor a colonia—. ¿Y dónde está?, ¿qué hace que no sale? Es unencanto esa mujer, y tengo al tal Santa Cruz por el gaznápiro más grandeque come pan... ¡Cuánto me hace esperar! Paréceme que oigo trastazoscomo de dar con el zorro en los muebles. Estará de limpieza, aunque hoyno es sábado. Pero no importa que no sea sábado. Eso le conviene:trabajar, hacer ejercicio, distraerse, andar de aquí para allí.¡Magnífico!... Sí, sí, sin duda está de limpieza.

Es un diamante enbruto esa mujer. Si hubiera caído en mis manos, en vez de caer en las deese simplín, ¡qué facetas, Dios mío, qué facetas le habría talladoyo!... Y sigue el traqueteo allá dentro. Parece que arrastran muebles...Bien, muy bien, dale duro. Para cosas del corazón, sudar, sudar. ¡Ay quécontento estoy hoy! Tiempo hacía, compañero, mucho tiempo hacía que note sentías tan feliz como te sientes hoy. Desde que estuviste enFilipinas... Pues ahora parece que están moviendo la cama de hierro.¡Cómo rechina el metal!... ¡Ah!, por fin sale...».

—Dispénseme usted, amigo D. Evaristo—dijo Fortunata apareciendo en lapuerta del gabinete, con bata de diario, un delantal muy grande ypañuelo liado a la cabeza—. Estoy de limpia». Tras ella se veía unaatmósfera polvorienta, turbia y luminosa; el sol entraba por el balcón,de par en par abierto.

«Porque yo tengo esta costumbre... Cuando me siento con ganas de llorary dada a todos los demonios, ¿sabe usted qué hago?, pues coger el zorro,las escobas, una esponja grande y un cubo de agua. Siempre que tengo unapena muy grande le meto mano al polvo».

—Pues ¡ay, hija mía!, la compadezco a usted... porque la casa está comouna plata...

—¡Cómo ha de ser!... Sí, esta es mi única distracción. Y no sé ningunalabor delicada; no sé coser en fino; no bordo ni toco el piano. Tampocopinto platos como esa Antonia, amiga de Villalonga, la cual está siemprede pinceles; yo apenas sé leer y no le saco sentido a ningún libro...¿qué he de hacer?, fregar y limpiar. Con esto no me acuerdo de otrascosas.

—Me la comería—pensó D. Evaristo, que la contemplaba embobado, sindecir nada.

—Conque lo mejor es que se vaya usted ahora, y vuelva más tarde. Levamos a llenar de polvo y basura.

—No, hija, yo no me voy de aquí.

—¡Uy!... Cómo huele usted a colonia. Ese olor sí que me gusta... Perole vamos a poner perdido. Mire que ahora empezaremos con la sala.

—No me importa—replicó el buen señor con sonrisa inefable—. ¿Meempolva?, mejor. Yo me sacudiré.

—Como usted quiera... Pues ándese por ahí... Yo no tengo aquí álbumes ni libros para que se entretenga.

—Maldita la falta que me hacen a mí los álbumes... Siga, siga usted ytrabaje firme. Eso, eso es lo que nos conviene. Luego hablaremos. Yo notengo absolutamente nada que hacer...

Y dos horas más tarde estaban sentados ambos en el gabinete, uno frentea otro, ella en el mismo pergenio en que antes se presentara, y algofatigada...

«¡Debo tener una facha...!—dijo levantándose para mirarse al espejo quesobre el sofá estaba—. ¡María Santísima! ¿Ve usted las pestañas cómolas tengo, llenas de polvo?».

—No estarían así sino fueran tan negras y tan grandes y hermosas...

—Quisiera aviarme un poco. Es una falta recibir visitas con esta facha.

—Por mí no se apure usted... Me agrada más verla así. Descanse ahora yechemos un parrafito.

Voy a permitirme una pregunta. ¿Qué piensa ustedhacer ahora?

Fortunata, que se inclinaba hacia adelante para oír mejor, dejó caer lacabeza sobre el respaldo; la mejor manera de expresar que no habíapensado nada sobre aquel punto.

—¿Piensa usted pedir perdón a su marido y reconciliarse con él?

—¡Jesús! ¡Y qué cosas se le ocurren!—exclamó ella, llevándose lasmanos a la cabeza, cual si oyera el mayor de los absurdos.

—Pues me parece que no he dicho ningún disparate.

—Antes que volver con Maximiliano—afirmó Fortunata poniendo la caramás seria que sabía poner—, todo lo paso, todo...

—Incluso la miseria, la deshonra...

—Sí señor.—Bueno. Pues quiere decir que cuando se acabe lo poquito queusted tiene... y supongo que no habrá insistido en devolver los cuatromil reales... pues cuando se acabe, no tendrá usted más remedio quebuscarse la vida como pueda. Usted no sabe ningún trabajo honrado queproduzca dinero; conque claro es... si me aciertas lo que llevo en lamano te doy un racimo.

Fortunata frunció el ceño, y sin levantar las miradas del suelo, doblabay desdoblaba un pico del delantal.

—Eso no tiene vuelta de hoja, compañera. O a casa con su marido, o a lacalle con Juan, Pedro y Diego, a ver si sale algún primo con quien irtirando. De este camino malo parten varios senderos, y no todosconcluyen en el hospital y en la abyección. De modo que piénselo usted.Por más que se devane los sesos, no podrá salir de este dilema.

—¿De este qué?—Dilema; quiere decir que a fondo o a Flandes.

—Yo quiero ser honrada—afirmó la joven con la mayor seriedad delmundo, atormentando más la punta del delantal.

—¿Honrada?, me parece muy bien. Y dígame usted con toda franqueza:¿honrada comiendo o sin comer?

Fortunata se sonrió un poco. Aquella sonrisa iluminó su pena uninstante; pero pronto quedó su rostro envuelto otra vez en seriedadsombría, señal de la duda horrible que agitaba su alma.

—Eso de la honradez es muy bonito—prosiguió Feijoo—. No hay nada quese diga tan fácilmente y que luego resulte más difícil en la práctica.Yo creo que usted ha querido decir honradez relativa...

—No; yo quiero ser honrada a carta cabal, honrada, honrada.

—¿Sin volver con su marido?

—Sin volver con mi marido. Feijoo hizo con los labios, con los ojos,con todos los músculos de su cara un mohín muy humano y expresivo, signoperteneciente al lenguaje universal y a la mímica de todos los países,el cual quería decir:

«Hija mía, no lo entiendo...».

Ni Fortunata lo entendía tampoco, por lo cual estaba verdaderamenteanonadada. Faltábale poco para echarse a llorar.

«Vamos, vamos—dijo el coronel sacudiendo toda aquella argumentacióncapciosa, como se sacuden las moscas—; hablemos claro y seamosprácticos sin miedo a la situación verdadera. Las cosas son como son, nocomo deseamos que sean. ¡Qué más quisiéramos sino que usted pudiera sertan honrada y pura como el sol! Pero tarde piache, como dijo el pájarocuando se lo estaban comiendo. De lo que tratamos ahora es de que ustedsea lo menos deshonrada posible. Porque me río yo de las virtudes quesólo están en el pico de la lengua. ¿Y el vivir y el comer?

Usted, compañera, no tiene ahora más remedio que aceptar el amparo de unhombre. Sólo falta que la suerte le depare un buen hombre. ¿Se echaráusted a buscarlo por ahí entre sus relaciones, o saldrá a pescar undesconocido por las calles, teatros y paseos? A ver... Dígolo porque siquiere usted ahorrarse ese trabajo, figúrese que aburrida ha salido poresos mundos, que ha echado el anzuelo, que le han picado, que tira paraarriba, y que ¡oh, sorpresa!, me ha pescado a mí. Aquí me tiene ustedfuera del agua dando coletazos de gusto por verme tan bien pescado. Soyalgo viejo, pero sin vanidad creo que sirvo para todo, y por fuera y pordentro valgo más que la mayoría de los muchachos. No tengo nada quehacer, vivo de mis rentas, soy solo en el mundo, me doy buena vida ypuedo dársela a quien me acomoda. Conque a decidirse. Modestia a unlado, dígole a usted que dificilillo le sería, en su situación,encontrar un acomodo mejor. Bien lo comprenderá cuando le pasen lastristezas, que ojalá sea pronto. Ahora no tiene la cabeza despejada. Yno vacilo en decirlo—agregó alzando la voz, como si se incomodara—. Leha caído a usted la lotería, y no así un premio cualquiera, sino elgordo de Navidad».

—Quiero ser honrada—repitió Fortunata sin mirarle, como los niñosmimosos que insisten en decir la cosa fea por que les reprenden.

—No seré yo quien le quite a usted eso de la cabeza—dijo el caballerosonriendo, sin dudar de su victoria—. Y bien podría ser que hubierausted descubierto la cuadratura del círculo.

—¿Qué dice?—Nada... También se me ocurre que dentro de mi proposiciónpuede usted ser todo lo honrada que quiera. Mientras más, mejor... Enfin, no quiero marearla a usted más, y la dejo sola para que piense enlo que le he dicho. Siga limpiando, trabaje, dé bofetadas a los muebles,fregotee hasta que le escuezan los dedos; mecánica, mucha mecánica, ymientras tanto, piense bien en esto, y mañana o pasado mañana... no hayprisa... vengo por la rimpuesta, como dice el payo...

-III-

Como lo que debe suceder sucede, y no hay bromas con la realidad,las cosas vinieron y ocurrieron conforme a los deseos de D. EvaristoGonzález Feijoo. Bien sabía él que no podía ser de otro modo, a menosque aquella mujer estuviese loca. ¿Qué salida tenía fuera de lapropuesta por él? Ninguna. ¿Qué honradez era aquella que apetecía, nosabiendo trabajar, no queriendo volver con su marido y no teniendomalditas ganas de irse a un yermo a comer raíces? Moraleja: Lo que teníaque llegar, por la sucesión infalible de las necesidades humanas, llegó.«Y para que veas si sé yo hacer las cosas y me intereso por ti—le dijoun día D. Evaristo tuteándola ya—; me propongo evitar el escándalo porti y por mí. Pondré singular cuidado en que ignore esto Juan PabloRubín, que fue quien me presentó a ti, en la calle, ¿te acuerdas?, y deahí viene nuestro dichoso conocimiento. Estas relaciones las hemos deesconder y reservar hasta donde sea humanamente posible. Verás qué bienvamos a estar. Yo te enseñaré a ser práctica, y cuando pruebes el serpráctica, te ha de parecer mentira que hayas hecho en tu vida tantísimastonterías contrarias a la ley de la realidad».

Fortunata, preciso es decirlo, no estaba contenta, ni aun medianamente.Hallábase más bien resignada y se consolaba con la idea de que dentro desu desgracia no había solución mejor que aquella, y de que vale más caersobre un montón de paja que sobre un montón de piedras. En los primerosdías tuvo horas de melancolía intensísima, en las cuales su conciencia,confabulada con la memoria, le representaba de un modo vivo todas lasmaldades que cometiera en su vida, singularmente la de casarse y seradúltera con pocas horas de diferencia. Pero de repente, sin saber cómoni por qué, todo se le volvía del revés allá en las cavidadesdesconocidas de su espíritu, y la conciencia se le presentaba limpia,clara y firme. Juzgábase entonces sin culpa alguna, inocente de todo elmal causado, como el que obra a impulsos de un mandato extraño ysuperior. «Si yo no soy mala—pensaba—. ¿Qué tengo yo de malo aquí entre mí? Pues nada».

Con estos diferentes estados de su espíritu se relacionaban ciertasintermitencias de manía religiosa. En las horas en que se sentía muyculpable, entrábale temor de los castigos temporales y eternos.Acordábase de cuanto le enseñaron D. León y las Micaelas, y volvían a sumente las impresiones de la vida del convento con frescura y claridadpasmosas. Cuando le daba por ahí, iba a misa, y aun se le ocurríaconfesarse; pero de pronto le entraba miedo y lo dejaba para másadelante. Luego venía la contraria, o sea el sentimiento de suinculpabilidad, como una reversión mecánica del estado anterior, y todaslas somnolencias y aprensiones místicas huían de su mente. Se pasabaentonces dos o tres días en completa tranquilidad, sin rezar más que losPadrenuestros que por rutina le salían de entre dientes todas lasmañanas. Su conciencia giraba sobre un pivote, presentándole, ya el ladoblanco, ya el lado negro. A veces esta brusca revuelta dependía de unapalabra, de una idea caprichosa que pasaba volando por su espíritu, comopasa un pájaro fugaz por la inmensidad del Cielo. Entre creerse unmonstruo de maldad o un ser inocente y desgraciado, mediaban a veces ellapso de tiempo más breve o el accidente más sencillo; que sedesprendiese una hoja del tallo ya marchito de una planta cayendo sinruido sobre la alfombra; que cantase el canario del vecino o que pasaraun coche cualquiera por la calle, haciendo mucho ruido.

Estaba muy agradecida al señor de Feijoo, que se portaba con ella comoun caballero, y no tenía nada de quisquilloso, ni las impertinencias quesuelen gastar los hombres. El primer día le leyó la cartilla, que eramuy breve: «Mira, yo te dejo en absoluta libertad. Puedes salir y entrara la hora que quieras, y hacer lo que te dé tu real gana. No soypartidario del sistema preventivo.

Quiero que seas leal conmigo, como yolo soy contigo. En cuanto te canses avisas... Aquí no me entres a ningúnhombre, porque si algún día descubro gatuperio, me marcho tan calladitoy no me vuelves a ver... Lo mismo haré si lo descubro fuera. Si teportas bien, no dejaré de protegerte, ni aun en el caso de que me fuerapreciso dejarte».

Lo que propiamente llamamos amor, la verdad, Fortunata no lo sentía porsu amigo; pero sí le tenía respeto, y el cariño apacible a que eraacreedor por su hidalgo comportamiento. Teníale ella por la persona másdecente que había tratado en su vida. ¡Y cuánto sabía! ¡Qué experienciadel mundo la suya, y con qué habilidad se las gobernaba! Para poner enejecuc