Fiebre de Amor (Dominique) by Eugène Fromentin - HTML preview

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Caminaba bajo los árboles, hablando sólo y haciendo involuntariamenteademanes propios de un hombre largo tiempo encadenado que rompe lascadenas:

—¡Cómo!—pensaba.—¿Y no ha de saber siquiera que la he amado? ¿ha deignorar que por causa de ella he gastado mi vida, sacrificado todo,hasta la dicha inocente, de hacerle ver lo que he realizado para sureposo? ¿Creerá que he pasado junto a ella sin verla, que nuestrasexistencias han corrido paralelas sin confundirse ni tocarse siquiera,ni más ni menos que dos indiferentes arroyos? ¿Y el día que le diga«sabe usted, Magdalena, que la he amado mucho»? Me replicará:

¿Esposible?... Y ya no estará en la edad en que hubiera podido creerme.

Luego reconocí que, en efecto, nuestros destinos eran paralelos, muypróximos, pero inconfundibles; que era necesario vivir uno al lado delotro y separados, y que todo estaba concluido para mí. Entonces meperdía en hipótesis: emanaba de ellas un repetido «¿Quién sabe?» contodo el alcance de una tentación. Y a esa condicional replicaba miconciencia: «¡No, eso no será nunca!»

Pero de aquellas insensatas suposiciones me quedaba un saborhorriblemente dulce y de él estaba embriagada la débil voluntad que aunme quedaba; pensaba además que no valía la pena de haber luchado tantopara llegar a semejante extremo.

Notaba en mí tal ausencia de energía y sentía un desprecio tan hondo demí mismo, que aquel día desesperé de mi vida. No me parecía buena paranada: ni siquiera para aplicarla a los trabajos más vulgares. Nadie laquería y a mí no me importaba ya nada de ella. Unos niños se pusieron ajugar bajo los árboles. Parejas dichosas

pasaron

estrechamenteenlazadas;

evitaba

su

aproximación y me alejaba, buscando, en mi mente,qué lugar había en donde no estuviese solo.

Regresé por las calles más desiertas. Había en ellas grandes talleresindustriales amurallados y ruidosos, fábricas cuyas chimeneas humeaban,oíase hervir de calderas, estruendo de engranajes. Pensaba yo en latensión que me consumía desde muchos meses, en aquel hogar interiorsiempre encendido, siempre abrasador esperando una aplicación que noestaba prevista. Miraba los negros cristales, veía el reflejo de loshornos, escuchaba el ruido de las máquinas.

—¿Qué harán ahí dentro?—me decía.—¿Quién sabe lo que de esos talleressaldrá, madera o metal, lo grande o lo pequeño, lo útil o lo superfluo?

Y la idea de que igual pasaba en mi espíritu nada adicionó a midesaliento ya completo, no hizo más que confirmarlo.

Sobre mi mesa de trabajo había una montaña de resmas de papelmanuscrito. Nunca la miraba con orgullo; por lo común evitaba fijarme enella muy de cerca, y así pasaba cada día de las ilusiones de la víspera.Desde el siguiente al de mi resolución suprema me hice justicia: leí alazar múltiples fragmentos; un marcado sabor de mediocridad me revolvióel corazón. Agarré todos los papeles y los eché al fuego. Estaba muytranquilo mientras ejecutaba aquella obra que en cualesquiera otrascircunstancias me habría costado algún pesar. En aquel mismo instantellegó la carta de Magdalena. Era como debía ser, cordial, tierna,delicada y sin embargo, me quedé estupefacto viendo desvanecerse unaesperanza. El centelleo de muchos papelotes todavía ardiendo, alumbrabami cuarto; yo estaba de pie con la carta en la mano, como un hombre quese ahoga y aferra a una cuerda rota; por casualidad entró Oliverio.

Al ver aquel montón de cenizas humeantes comprendió y dirigió una rápidamirada a la carta.

—¿Están buenos en Nièvres?—me preguntó fríamente.

En previsión de la más leve sospecha le entregué la carta; él afectó noleerla y como si hubiera decidido que era aquel momento oportuno parahablarme a la razón y desbridar anchamente una llaga que languidecía sinresultado, comenzó:

—Pero, ¿a qué extremos has llegado? Hace seis meses pasas las nochesescribiendo y consumiéndote, llevas una vida de seminarista que ya hizosus votos o de benedictino que toma baños de ciencia para calmar lacarne. Y ¿adonde te ha conducido todo eso?

—A ninguna parte—repliqué.

—Tanto peor; porque toda decepción prueba, a lo menos, una cosa: que seha errado en cuanto a los medios de triunfar. Has creído que la soledades el mejor de los consejeros. Y ¿ahora qué opinas? ¿Qué consejo te hadado, qué opinión que te sirva, qué lección de conducta?

—¡Callar siempre!—dije con acento de desesperación.

—Si ésa es tu resolución definitiva, te invito a cambiar de sistema.Si todo lo esperas de ti mismo, si tienes bastante orgullo para suponerque llevarás a término una situación que ha desanimado a otros muchosmás fuertes y que podrás permanecer sin tambalearte, en pie sobre unadificultad espantosa, ante la cual tantos corazones han desfallecido,tanto peor, repito una vez más, porque te creo en grave peligro, y tejuro que ya no dormiré tranquilo.

—No tengo ni orgullo ni confianza, lo sabes tan bien como yo.

No soy yoel que quiere: es, como dices tú, la situación la que se me impone. Noestá en mi mano impedir lo que es, no puedo prever lo que debe ser. Mequedo en donde estoy, sobre un peligro, porque me está prohibido irme aotra parte. No amar a Magdalena, me es imposible; amarla de otro modotampoco puedo. El día que sobre esta dificultad, de la cual no puedodescender, me venza el vértigo... me llorarás como hombre muerto.

—Muerto no, caído de muy alto. No importa, de todos modos, el hecho esfúnebre. Y no es así como entiendo que debes acabar.

Baste con que lavida nos mate todos los días un poco; por Dios, no la ayudemos aconcluir más de prisa con nosotros. Prepárate, te ruego, a oír cosas muyduras, y si París te causa miedo como una mentira, acostúmbrate, a lomenos, a conversar mano a mano con la verdad.

—Habla—le dije,—habla. No me dirás nada que yo mismo no me hayarepetido un millar de veces.

—Estás en un error. Afirmo que nunca has usado el siguiente lenguaje:«Magdalena es feliz; está casada; una a una tendrá todas las legítimasalegrías de la familia, sin faltarle ni una sola, así lo deseo y así loespero.» Puede muy bien, pues, pasar sin ti.

No es para ti más que unatierna amiga y no puede considerarte más que como un camaradaexcelente, cuya pérdida lamentaría mucho, pero a quien seríaimperdonable tomar por amante. Lo que os junta es, pues, un lazo,encantador como vinculación noble, que sería horrible si se trocara encadena. Tú le eres necesario en la medida que la amistad cuenta y pesaen la vida: en ningún caso tienes el derecho de convertirte en cargapesada.

No hablemos de mi primo, el cual, si fuera consultado, haríavaler sus derechos de conformidad con las formas establecidas, usandolos argumentos que cumplen a la defensa de los maridos amenazados en suhonor—que es cosa grave,—y en su felicidad, que todavía es más serio.Por lo que a ti respecta, la situación no es más complicada. El acaso teacercó a Magdalena y él también te hizo nacer seis o siete añosdemasiado tarde; esto, que para ti representa una desgracia, quizás estambién un accidente lamentable para ella. Si otro ha llegado y casádosecon ella, no ha hecho más que tomar lo que a nadie pertenecía; por eso,tú que tienes muy buen sentido, a pesar de poseer un gran corazón, nuncahas protestado. Después de haber declinado toda pretensión respecto deMagdalena, como marido, ¿puedes y quieres aspirar a otra cosa? Sinembargo, sigues amándola. No eres digno de censura, porque un afectocomo el tuyo no es censurable; pero no estás en buen terreno, porque uncallejón sin salida a ninguna parte conduce. Ahora bien, cuando en lavida se cae en la desgracia de extraviarse en una encrucijada, lorazonable es procurar salir de ella por un lado o por otro; y en estecaso saldrás de tu atolladero, si no libre de averías, a lo menos sindejarte en él nada esencial, ni el honor ni la vida.

Todavía dospalabras, y no te ofendan: Magdalena no es la única mujer buena, bonita,sensible y capaz de comprenderte y estimarte, que hay en el mundo.Imagina que otra mujer, pues, y no Magdalena, fuese la que tú amasesexactamente lo mismo y de la cual dijeras: «Ella o ninguna.» ¿Niegas laposibilidad?

Entonces lo necesario, lo absoluto en estos casos es lanecesidad de amar y la capacidad de sentir el amor. No te pares aaveriguar si lo que afirmo es lógico o no y no digas que mis doctrinasson espantosas. Tú amas y debes amar: lo demás es cuestión de suerte. Nocreo que pueda existir mujer, digna de ti por supuesto, que no tenga elderecho de decirte: «El verdadero y único objeto de tus sentimientos soyyo.»

—De modo—exclamé,—que será necesario no amar.

—Nada de eso. Se trata sólo de amar a otra.

—Entonces habré de olvidarla.

—No, reemplazarla.

—¡Nunca!...

—No digas «nunca»; di mejor «no por ahora.»

Y en seguida Oliverio se marchó.

Tenía los ojos secos y un atroz sufrimiento me oprimía el corazón. Volvía leer la carta de Magdalena. De ella se exhalaba una vaga tibieza delas amistades vulgares, que causa desesperación cuando se desea muchomás. «Tiene razón, mucha razón», pensé recordando la abrumadoraargumentación de Oliverio, rechazando sus conclusiones con todo elhorror natural en un corazón apasionadísimo, pero reconociendo estaverdad irrefutable: «No soy nada para Magdalena, nada más que unobstáculo, una amenaza, un ente inútil o peligroso.»

Contemplé mi mesa vacía. Un montón de cenizas negras llenaba el hogar.Aquella destrucción de una parte de mí mismo, aquella total ruina de misesfuerzos y de mi dicha me abatió bajo la incomparable sensación de lanada más completa.

—¿Para qué sirvo, pues?—exclamé.

Y oculto el rostro entre las manos, la mirada en el vacío, teniendo antemi vista toda mi existencia, dudosa, sin fondo, como un precipicio,quédeme absorto.

Al cabo de una hora volvió Oliverio y me encontró en el mismo estado:inerte, inmóvil, consternado. Cariñosamente me tocó en el hombro y medijo:

—¿Quieres acompañarme esta noche al teatro?

—¿Vas solo?—le pregunté.

—No—replicó sonriendo.

—Entonces no me necesitas para nada.

—¡Está bien!—exclamó con impaciencia.

Pero cambiando súbitamente de intención, se me puso resueltamentedelante y con ruda energía me increpó:

—Eres estúpido, injusto e insolente. ¿Qué te has creído?...

¿quepretendo sorprenderte? ¡Bonito oficio me atribuyes! ¡No, querido! No soycapaz de prepararte ninguna emboscada en la cual pueda correr riesgo laprobidad de tu corazón. Sería calcular mal y proceder torpemente. Lo queyo quiero es que salgas de tu cubil, ¡pobre alma entristecida! ¡infelizcorazón herido!... Te figuras que la tierra está de luto, que la bellezase ha cubierto de un velo, que todos los rostros están bañados enlágrimas, que ya no existen esperanzas ni alegrías, ni afanes colmadosporque la suerte te es adversa. Pero mira en torno de ti, mézclate entrela multitud de hombres y mujeres que son felices o creen serlo. No lesenvidies la despreocupación, pero aprende de ellos esta doctrina: que laProvidencia—en la cual tú crees,—a todo atiende, que todo loproporciona y que ella ha creado inagotables recursos para satisfacerla necesidad de los corazones hambrientos.

No me causó vacilación aquel flujo de palabras, pero acabé porescucharlas. La afectuosa exasperación de Oliverio actuó como uncalmante sobre mis nervios, espantosamente excitados y templó sutensión. Le pedí que me perdonara aquel arranque, efecto de mi estado deaturdimiento, asegurándole que en mis palabras no había ni asomos dedesconfianza. Le rogué que dejara pasar aquella crisis de flaqueza,resultado de penas y cansancio y le prometí cambiar de género de vida.Vivíamos en el mismo medio social y reconocí que era un error de miparte no frecuentarlo. Tenía el deber, sin duda, de no singularizarmecon un sistemático alejamiento. Le dije una porción de cosas sensatas,como si de repente hubiera recobrado la razón. Y como también él echabade menos la expansión en nuestra intimidad, que nos hacía más flexibles,más conciliadores, mejores, estando juntos, le hablé de él, de su vidaque pasaba casi enteramente apartado de mí, y lamenté el no saber lo quese hacía y si tenía o no razones para estar satisfecho.

—Satisfecho. He ahí la palabra—me dijo con una expresión casicómica.—Cada hombre tiene un vocabulario particular para susambiciones. Sí, estoy casi satisfecho en este momento, y si me conformocon satisfacciones que no tengan información de quiméricas, mi vidadiscurrirá en perfecto equilibrio y será dichosa hasta la saciedad.

—¿Tienes noticias de Ormessón?

—Ninguna. Ya sabes cómo acabó aquella historia.

—¿Por una ruptura?

—No, por una ausencia, que no es lo mismo, porque de lo pasadoguardamos el uno y la otra la única memoria que nunca ensucia losrecuerdos.

—¿Y ahora?

—¡Ahora!... ¿Sabes algo?...

—Nada sé; pero imagino que habrás hecho lo que hace poco merecomendabas.

—En efecto—dijo Oliverio sonriendo.

Luego se puso serio y continuó:

—En otro momento te contaré. Ahora no hay oportunidad. El ambiente deeste cuarto está impregnado de una emoción muy respetable. No cabepromiscuidad entre la mujer de la cual te hablaré y aquella otra cuyonombre no debe ser pronunciado siquiera mientras de la otra nosocupamos.

Ruido de pasos en la antesala interrumpió nuestra conversación. Micriado anunció a Agustín que raras veces venía a aquella hora. La vistade aquella enérgica e inflexible fisonomía me devolvió hasta ciertopunto un poco de energía.

Me parecía como si la suerte me enviase unrefuerzo en aquel momento que tanto lo necesitaba.

—Llega usted en buen momento—le dije procurando mostrarme animado.—Nomerecía la pena de tomarme tanto trabajo, ¿verdad? Vea usted, todo lo hedestruido.

Hablábale siempre como cumple a un ex discípulo respecto de su maestro,y le reconocía el derecho de interrogarme acerca de mis tareas.

—Es cuestión de volver a empezar—me contestó, sin asombrarse por loque veía.—¡Sé lo que es eso!...

Oliverio callaba. Después de algunos minutos de silencio, bostezósuavemente, atusó con la mano su rizada cabellera y nos dijo:

—Me aburro y voy a dar un paseo por el Bosque...

X

—¿Trabaja?—me preguntó Agustín cuando Oliverio nos dejó.

—Muy poco; y, sin embargo, aprende como si trabajara.

—Tanto mejor. Ha seducido a la suerte. Si la vida fuese una lotería,ese mozo soñaría los números que iban a salir premiados.

Agustín no era ni de los que inducen a la suerte ni de aquellos aquienes debe enriquecer un número soñado. Lo que de él llevo ya dicho,debe haberle hecho comprender, que no había nacido para los favores delacaso y que en todas las partidas en que había hecho parada de suvoluntad, la puesta valía más que la ganancia. Desde el día que le havisto usted salir de Trembles, con una letra llegada de París en elbolsillo, como un soldado con su itinerario en la mano, sus esperanzashabían recibido más de un jaque, pero ello no había disminuido su ferobusta ni le había hecho dudar, por un minuto tan sólo, que el éxito,si no la gloria, estaban en París al fin del camino que él emprendía. Nose quejaba, no acusaba a nadie, no desesperaba por nada. Sin ningunailusión tenía la tenacidad de las esperanzas ciegas y lo que en otroshabría parecido orgullo, no existía en él más que como sentimiento muyexactamente determinado de su derecho.

Apreciaba las cosas con laserenidad de un joyero que ensaya alhajas de calidad dudosa, y rara vezse engañaba al elegir las que merecían la pena de consagrarlas tiempo ytrabajo.

Había tenido protectores. No consideraba que fuera deshonor solicitarapoyo, porque él sólo proponía un trueque de valores equivalentes. Ytales contrastes—decía,—no humillan nunca al que aporta a la sociedadel contingente de su inteligencia, su celo y su talento. No afectaba eldesprecio del dinero—del cual tenía gran necesidad.—Sabíalo yo sin queél me lo dijese. No desdeñaba los resultados, pero los colocaba muy pordebajo de un capital de ideas que, según él, nadie sabría representar nipagar. «Soy—decía—un obrero que trabaja con herramientas de pococosto, es verdad; pero lo que producen no tiene precio, cuando esbueno.»

No se considera, pues, agradecido a nadie. Los servicios que le habíanhecho los había comprado y pagádolos bien. Y en esa especie deventas—que de su parte excluían si no el convencionalismo del tratosocial, toda humillación por lo menos,—tenía

su

modo

de

ofrecer,

quedeterminaba

concretamente el alto precio que a su entender era lo justo.

—Desde el momento en que media el dinero—decía,—ya no hay más que unnegocio en el cual el corazón no entra para nada y que no compromete, deningún modo, al agradecimiento. Doy y das. El talento mismo, en talescasos, no es más que una obligación de probidad.

Había ensayado muchas posiciones e intentado diversas empresas, no porafición, sino por necesidad. No pudiendo elegir los medios, poseía eldon de la aplicación más bien que la flexibilidad que permite aplicarlostodos. A fuerza de voluntad, de clarividencia, de ardor suplía casi lasfacultades naturales de que se reconocía privado. Su voluntad, apoyadasobre extraordinario

buen

sentido

y

una

rectitud

perfecta,

hacíamilagros. Tomaba todas las formas más elevadas, más nobles, algunasveces brillantes. No lo sentía todo, pero nada había que él nocomprendiese. También se aproximaba a las manifestaciones de puraimaginación por un esfuerzo de tensión de su espíritu, en contactosiempre con todo lo que el mundo de las ideas contiene de mejor y másbello y rayaba en lo patético por el perfecto conocimiento de lasasperezas de la vida y por la devorante ambición de alcanzar legítimassatisfacciones, aunque ello fuese a trueque de mucho luchar.

Después de haber abordado el teatro—para el cual no se considerabasuficientemente recomendado, ni con preparación bastante,—se lanzó alperiodismo.

Cuando digo que se lanzó, no empleo la palabra exacta para exponer laidea; porque ella no corresponde a la acción de un hombre que, siendoincapaz de aturdimiento, se presentó en la palestra con esa valentíainformada de prudencia que no arriesga mucho más que para lograr éxitofavorable.

Por último, poco hacía que había entrado al servicio de un hombrepúblico eminente, en calidad de secretario.

—Estoy—me decía—en medio de un movimiento que no me seduce, pero queme interesa y me ilustra. La política, en estos tiempos, abarca tantasideas, elabora tantos problemas, que constituye el medio de estudio másinstructivo y la encrucijada más apropósito para una ambición que buscasalida.

Su situación material me era desconocida. La suponía difícil; pero eraése un asunto acerca del cual me parecía imprudente hablarle.

Tan sólo algunas veces el continente de aquel incansable luchadordelataba a su pesar, no vacilaciones, pero sí sufrimiento. El estoicoAgustín no decía palabra. Su actitud era la misma de siempre, su manerade razonar no había perdido ni un ápice de la fuerza habitual. Obraba,pensaba, resolvía como si jamás hubiera sufrido el más leve embate de lasuerte; pero había en él un no sé qué indefinible, algo así como lasmanchas rojas que aparecen en las vestiduras de un soldado herido. Pormucho tiempo me había preguntado qué parte vulnerable de aquellaorganización de hierro había podido ser lacerada, y al fin advertí queAgustín, al igual que todo el mundo, tenía corazón y comprendí que eraaquel noble y animoso corazón lo que sangraba.

Luego que se sentó y así que le vi cruzar las piernas una sobre otra,con la actitud de un hombre que nada tiene que decir y entra en casa deun amigo olvidando el objeto de su visita, me di cuenta de que tampocoél estaba con ánimo y disposiciones alegres.

—¿Tampoco usted es feliz, mi querido Agustín?—le pregunté.

—¡Ha adivinado usted!—replicó con un acento que revelaba amargura.

—Menester es adivinar cuando usted tiene el orgullo de no declararlo.

—Hijo mío—continuó, usando siempre aquella forma paternal que prestabacierto encanto a la rudeza de sus consejos,—el problema no está ensaber si uno es feliz, lo que importa es averiguar si se ha hecho todopara llegar a serlo. Un hombre de bien merece, indudablemente, serdichoso; pero no siempre tiene el derecho de lamentarse porque no lo estodavía. Es cuestión de tiempo, del instante, de oportunidad. Hay muchasmaneras de sufrir: unos sufren por error, otros por impaciencia.Perdóneme un desplante de modestia. Yo quizás soy tan sólo un pocoimpaciente.

—¿Impaciente? ¿y de qué? ¿Se puede saber?

—De no estar solo—me dijo con singular emoción,—con objeto de que sialgún día alcanzo un nombre no me vea reducido al triste resultado decoronar mi egoísmo.

Después añadió:

—No hablemos de estas cosas demasiado pronto. Usted será el primero aquien daré cuenta de ellas cuando llegue el momento.

Guardó silencio un instante y poniéndose de pie me dijo:

—No estemos aquí: esto huele a derrota. Y no es que eso me fastidie,pero da ganas de abandonarse.

Salimos juntos y andando, andando le puse al corriente de los motivosparticulares de fastidio y de desaliento que tenía. Mis cartas le habíanadvertido y el resto lo presumió el día que Magdalena y él se vieron. Nohallé, pues, dificultad ninguna para ponerle al corriente de las gravescircunstancias de una situación que conocía tan bien como yo, ni paraexplicarle las perplejidades de mi alma en la cual había él medido todaslas resistencias y todas las debilidades.

—Desde hace cuatro años le conozco a usted enamorado—me dijo a laprimera palabra que pronuncié.

—¿Cuatro años? ¡Pero si entonces no conocía yo a Magdalena!

—¿Recuerda usted, amigo mío, el día que le sorprendí llorando lasdesventuras de Aníbal? Pues bien, al principio me sorprendí, no pudiendoadmitir que una composición de colegio pudiera conmover a nadie de aquelmodo. Después razoné que nada tenía que ver con Aníbal su emoción. Demodo que leída la primera de sus cartas de usted pensé: «Ya lo sabía», yen cuanto vi a la señora De Nièvres comprendí que se trataba de ella.

En cuanto a mis procederes juzgaba que era difícil, pero no imposibledirigirlos. Considerando el asunto desde puntos de vista diferentes delos que adoptara Oliverio, me aconsejó curarme, pero usandoprocedimientos que consideraba ser los únicos dignos de mí.

Nos separamos después de dar muchas vueltas en torno a las murallas delSena. La noche se acercaba. Me encontré solo en medio de París a unahora desusada, sin rumbo, falto de costumbres cotidianas, sinvinculaciones, sin obligaciones, pensando con ansiedad:

—¿Qué voy a hacer esta noche? ¿Qué haré mañana?...

Olvidaba absolutamente que desde muchos meses, durante todo un largoinvierno, no había tenido compañía. Parecíame que habiéndome abandonadoaquel que actuaba en mí, ya no me quedaba ningún auxiliar paraencargarse de una vida que en lo sucesivo iba a abandonarme en el vacíode la ociosidad. La idea de volverme a mi casa no me pasó siquiera porla mente y el pensamiento de irme a hojear libros me hubiera puestoenfermo de asco.

Recordé que Oliverio debía estar en el teatro: sabía cuál era y quién leacompañaba. No teniendo por qué resistir a una cobardía más, ocupé uncoche y me hice conducir. Tomé un palco oscuro desde el cual esperabaver a Oliverio sin ser notado. No estaba en ninguno de los otros palcosque había enfrente del mío. Calculé que habría cambiado de proyecto oestaría en alguna de las localidades altas encima de la que yo ocupaba yno me era dado verlas. Habiendo fracasado el plan de sorprenderle enaventura galante, me preguntaba qué era lo que allí tenía que hacer.

Mequedé, sin embargo, y difícil sería que le explicara a usted el por qué:tal era el desorden de mi espíritu en el cual se barajaban con elaburrimiento, las penas y el desfallecimiento con perversascuriosidades. Hundía la mirada en todos los palcos ocupados por mujeres;vistas desde abajo formaban una irritante exposición de bustos casi sincuerpos y de brazos desnudos, cubiertos sólo en parte por los guantes.Examinaba las cabelleras, los ojos, las sonrisas y buscaba comparacionespersuasivas capaces de perjudicar el perfecto recuerdo de Magdalena.

Notenía más que un afán: el impetuoso deseo de substraerme de cualquiermodo a la persecución de aquel único recuerdo. Lo envilecía a mi sabor,y lo desdoraba esperando, por ese medio, tornarlo indigno de ella,librarme de él a fuerza de ensuciarlo. Al salir del teatro, cuandoatravesaba el vestíbulo oí entre un grupo de gente la voz de Oliverio.Pasó cerca de mí y no me vio.

Apenas pude ver a la persona de aspectodistinguido, muy elegante, que le acompañaba. Entramos en nuestrosrespectivos departamentos casi al mismo tiempo y todavía estaba yo entraje de calle, cuando apareció a la puerta de mi cuarto.

—¿De dónde vienes?—me dijo.

—Del teatro.

Y le dije cuál.

—¿Me buscaste?

—No fui con intención de buscarte, sólo quería verte—le repliqué.

—No te comprendo. En cualquier caso ésas son niñerías o quisquillas quesi fueras otro no te las perdonaría. Pero tú estás malo y te compadezco.

No le vi más durante dos o tres días. Tuvo la severidad de tratarme conrigor. Se informó de mí por mi criado y supe que se preocupaba de miestado y me vigilaba sin aparentarlo. Cada día de inacción me agotabamás y más me desmoralizaba. No tomaba ningún partido decisivo, pero meparecía que mi debilidad iba a abatirse al primer accidente que laconmoviera.

Tres días después, en una avenida del Bosque por la cual me paseabadesesperado, vi venir despacio un carruaje muy bien atalajado. Iban enél tres personas: dos mujeres jóvenes y Oliverio. En cuanto este últimome reconoció, saltó rápido a tierra, me agarró por un brazo, y sinpronunciar palabra me hizo subir al carruaje y luego que estuvo sentadojunto a mí, como si se tratara de un rapto le dijo al cochero:«Adelante». Me sentí perdido y lo estaba, en efecto, por algún tiempo almenos.

Respecto de los dos meses que duró aquel extravío—que sólo duró esetiempo a lo más,—le referiré tan sólo el incidente fácil de prever quelo terminó.

Al principio creí olvidar a Magdalena, porque cada vez que su recuerdovenía a mi mente, le decía: «¡Huye!» como se oculta a los ojosrespetados la vista de ciertos cuadros hirientes o vergonzosos. Ni unasola vez pronunciaba su nombre. Puse entre los dos un mundo deobstáculos y de indignidades. Un momento Oliverio llegó a creer queaquello había concluido; pero la persona con quien trataba yo de mataraquella importuna memoria no se engañó. Un día, por ligereza de miamigo, que se reportaba algo menos a medida que creía más firme mirazón, supe que sus negocios reclamaban la presencia del señor D'Orselen su provincia y que todos los habitantes de Nièvres iban a trasladarsemuy pronto a Ormessón. En aquel mismo instante quedó adoptada unaresol