Fiebre de Amor (Dominique) by Eugène Fromentin - HTML preview

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Eraentusiasta de la caza y de los caballos, y después de haber adorado losviajes no viajaba ya. Parisiense por adopción, casi por nacimiento, unbuen día se supo que había abandonado París sin que nadie fuera capaz dedeterminar la causa de aquella retirada, y que había ido a encerrarse ensu castillo de Orsel absolutamente solo.

Su vida era verdaderamente extraña. Como en un lugar de refugio y deolvido dejándose ver muy poco, no recibiendo a nadie, no se explicaba suconducta más que por causa de desesperación, puesto que se trataba de unhombre todavía joven, rico, en quien era razonable suponer, si nograndes pasiones, a lo menos vivos ardores de carácter muy diverso. Pocoinstruido, aunque

había

adquirido

de

oídas

cierto

grado

de

culturaintelectual, manifestaba altivo menosprecio por los libros y profundaconmiseración por aquellos que a escribirlos se consagraban. ¡Para quéeso! Después de todo la existencia es sobradamente corta y no merece lapena de tomarse tantas preocupaciones... Y sostenía con más ingenio quelógica la tesis vulgar de los descorazonados, por más que nadajustificara el que se considerase uno de ellos. Lo que había de mássensible en aquel carácter—un poco difuso, como si estuviera cubiertode una capa de polvo de soledad, y cuyos rasgos originales comenzaban adesgastarse,—era una especie de pasión indecisa y no extinguida almismo tiempo, por el gran lujo, los grandes placeres y las vanidadesartificiales de la vida. Y la hipocondría fría y elegante que dominabatodo su ser demostraba que si algo subsistía después del desaliento antetales ambiciones tan vulgares, era el disgusto de sí mismo y al propiotiempo el excesivo apego al bienestar.

En Trembles siempre era recibido con mucho cariño, y Domingo leperdonaba la mayor parte de sus rarezas en gracia a la vieja amistad queles unía, y en la cual D'Orsel ponía, por cierto, todo lo que le quedabade corazón.

Durante los pocos días que pasó en Trembles, tal como sabía ser ensociedad, es decir, un compañero amable de agradabilísima conversación yaparte, alguna que otra salida de la ordinaria reserva, nada revelóhasta qué punto el fastidio dominaba en su espíritu.

La señora de Bray se había impuesto la tarea de casarlo: quiméricaempresa, pues nada era más difícil que llevarle a discutirrazonablemente sobre tales ideas. Su respuesta ordinaria era que yahabía pasado la edad en que uno se casa por inclinación, y que elmatrimonio, como todos los actos capitales y peligrosos de la vida,reclama un gran impulso de entusiasmo.

—Es el más aleatorio de los juegos—decía,—que sólo tiene excusa porel valor, el número, el ardor y la sinceridad de las ilusiones que en élse ponen y que no resulta divertido más que cuando de una y otra partese juega fuerte.

Y como causaba asombro verle encerrarse en Orsel abandonado a unainacción de la cual se lamentaban sus amigos, a esta observación, que noera nueva, replicaba:

—Cada uno procede según sus fuerzas.

Alguien dijo:

—Eso es prudencia.

—Puede ser—repuso D'Orsel.—En todo caso, nadie podría decir que seauna locura vivir tranquilamente en una finca propia y encontrarse agusto.

—Eso depende...—dijo la señora de Bray.

—¿De qué, señora?

—De la opinión que se tiene sobre los méritos de la soledad y sobretodo de la mayor o menor importancia que uno da a la familia—añadíaella mirando involuntariamente a sus hijos y a su marido.

—Ha de tenerse en cuenta—interrumpió Domingo,—que mi mujer consideracierta costumbre social, con frecuencia discutida por hombres de talentosuperior, como un caso de conciencia y un acto obligatorio. Pretende queel hombre no es libre e incurre en culpa cuando no procura labrar ladicha de alguien pudiendo hacerlo.

—Entonces, ¿nunca se casará usted?—insistió la señora de Bray.

—Es lo más probable—dijo D'Orsel en tono mucho más serio.—Son tantaslas cosas que he debido hacer y no he hecho, con menos riesgos paraotros y menos temores de mi parte...

¡Arriesgar la propia existencia novale nada; comprometer la libertad es algo más grave; pero casarse y serárbitro de la libertad y de la dicha de una mujer!... Hace ya muchosaños reflexioné sobre ese asunto y la conclusión fue que me abstendría.

La tarde misma en que mantuvo esta conversación, D'Orsel partió deTrembles a caballo y acompañado de un sirviente. La noche fue clara yfría.

—¡Pobre Oliverio!—murmuró Domingo luego que le vio alejarse al galopecorto de su caballo con dirección a Orsel.

Pocos días después llegó del castillo un correo que venía a escape ytraía para Domingo una carta enlutada, cuya lectura le anonadó a pesardel gran dominio que tenía sobre sí mismo en materia de emociones.

Oliverio había sido víctima de un grave accidente. ¿De qué clase? No loexpresaba la carta, o Domingo tenía sus razones para no explicarlo másque a medias.

Sin perder momento mandó enganchar su carruaje, hizo venir al doctorrogándole que le acompañara, y aún no había pasado una hora desde lallegada del mensajero de la triste nueva, cuando de Bray y el médicopartieron a toda prisa camino del castillo de Orsel.

Tardaron varios días en volver; ya a mediados de noviembre y de nocheregresaron. El doctor, que fue el primero que me dio noticias delenfermo, se encerró en la más absoluta reserva como cumple a los hombresde su profesión. Sólo pude saber que la vida de Oliverio ya no corríapeligro, que se había ausentado, que su convalecencia sería larga yexigiría su permanencia en país de clima cálido. Añadió el médico que elaccidente sufrido por D'Orsel acarreaba el resultado de arrancar alincorregible solitario del espantoso aislamiento que se había impuestoen su castillo haciéndole cambiar de residencia, de aires y acaso decostumbres.

Encontré a Domingo muy abatido y la más viva expresión de pena se pintóen su rostro cuando me permití dirigirle algunas preguntas acerca de lasalud de su amigo.

—Creo inútil engañarle a usted—me dijo.—Tarde o temprano seráconocida la verdad de una catástrofe muy fácil de prever y,desgraciadamente, inevitable.

Y me entregó la carta misma de Oliverio.

«Orsel noviembre de 18...

»Mi querido Domingo: Es verdaderamente un muerto quien te escribe. Mivida no servía para nadie—demasiado me lo han repetido,—y no podíamenos de humillar a todos los que me aman. Es tiempo de acabar por mímismo. Esta idea, que no data de ayer, volvió a mi mente el otro día alsepararme de ti. La maduré por el camino, la encontré razonable, sininconvenientes para ninguno, y el regreso a mi vivienda, de noche y enuna tierra que tú conoces, no era, por cierto, distracción capaz dehacerme cambiar de propósito. Me faltó habilidad y sólo he logradodesfigurarme. No importa: he matado a Oliverio y ya le llegará su horaa lo poco que queda de él. Me marcho de Orsel y no volveré más. Nuncaolvidaré que has sido, no mi mejor amigo, el único amigo. Eres la excusade mi vida. Atestiguaros por ella. Adiós, sé feliz, y si alguna vezhablas a tu hijo de mí, sea para que a mí no se parezca.

»OLIVERIO.»

Hacia mediodía comenzó a llover. Domingo se retiró a su gabinete y yo leseguí. Aquella semimuerte de un compañero de la juventud, del únicoantiguo amigo que le conocí, había reanimado amargamente ciertosrecuerdos que sólo esperaban una circunstancia propicia para esparcirse.Yo no le pedí confidencias; fue él quien me las ofreció. Y como si nohiciera más que traducir en palabras las memorias cifradas que tenía ala vista, me refirió sin disfraces, pero no sin emoción, la historiasiguiente:

III

Lo que de mí tengo que decirle es poca cosa, y podría reducirse aalgunas palabras nada más: un campesino que se aleja un momento de sualdea, un escritor descontento de sí mismo que renuncia a la manía deescribir; y el techo de la casa nativa destacándose sobre el comienzo yel final de su historia.

El prosaico desenlace que usted conoce, es lomejor que resultará de mi historia en cuanto a moralidad y quizás lo másnovelesco como aventura. Lo demás no es instructivo para nadie, y sólosabría conmover mis recuerdos. No he tratado de hacer misterio, créame,pero hablo de ello lo menos posible por razones particulares que en nadase parecen al deseo de hacerme más interesante que lo que soy enrealidad.

Varias personas están mezcladas en los hechos que voy a referirle: unaes un amigo muy antiguo—difícil de definir y todavía más difícil dejuzgar sin amargura,—del cual acaba usted de leer la carta de despediday de luto. Jamás se explicó acerca de una existencia que no pudoagradarle. Mezclarle en estas confidencias es casi rehabilitarle. Otra,no tengo porque referirme a ella poniendo discreción en mis palabras;figura en situaciones que hacen de él un hombre público; o le conoceusted o probablemente llegará a conocerle, y no creo disminuir en lo másmínimo sus méritos revelándole a usted la modestia de su linaje. Encuanto a la tercera persona, cuyo contacto ejerció vivísima influenciaen mi juventud, está colocada ahora en condiciones de seguridad, dedicha y de olvido capaces de imposibilitar toda comparación entre losrecuerdos del que de ella le hablará y los suyos.

Puede decirse que no tuve familia; menester ha sido que mis hijos medieran medios para apreciar la dulzura, la firmeza que caracterizan alos vínculos que me faltaron cuando yo era niño como ellos. Mi madreapenas tuvo fuerzas para amamantarme y murió. Mi padre vivió algunosaños más que ella; pero en tan mísero estado de salud, que dejé desentir el influjo de su presencia muchos años antes de perderle. Sumuerte es un hecho que para mí se produjo en puridad mucho antes de sufallecimiento. Realmente, pues, no conocí a la una ni al otro, y el díaque me quedé solo llevando luto por mi padre, no aprecié ningún cambioque me hiciera sufrir. La palabra huérfano, que oía repetir en tornomío, como expresión de desventura, tenía para mí un sentido muy vago:viendo que las personas dedicadas a mi servicio me compadecían,llorando, me daba cuenta de que era digno de compasión, pero nada más.

En medio de aquellas buenas gentes crecí vigilado de lejos por unahermana de mi padre, la señora Ceyssac, que no vino a establecerse enTrembles, hasta que el cuidado de mi fortuna y de mi educaciónreclamaron decididamente su presencia.

Encontró en mi un niño salvaje,inculto, en plena ignorancia, fácil de someter, difícil de convencer,vagabundo en toda la extensión de la palabra, sin la menor idea dedisciplina y de trabajo y que se quedó con la boca abierta la primeravez que le hablaron de estudio y empleo del tiempo, asombrado ante laidea de que la vida no estuviera reducida al hecho de corretear de acápara allá por el campo. Hasta entonces no había hecho yo nada más queeso. Los únicos recuerdos que me quedaban de la existencia de mi padreeran éstos: en los escasos momentos en que le daba un poco de reposo laenfermedad que le consumía, salía, ganaba a pie el muro exterior delparque y se paseaba horas y horas tomando el sol, marchando penosamenteapoyado en un grueso bastón, dándome la impresión de la ancianidaddecrépita.

Entretanto corría yo por el campo entretenido en tender lazosa los pájaros. No habiendo recibido otras lecciones, creía yo imitar,poco más o menos exactamente, lo que había visto hacer a mi padre. Miscamaradas eran todos hijos de campesinos de la vecindad o muy perezosospara ir a la escuela o demasiado pequeños para trabajar la tierra, ytodos ellos me animaban con su ejemplo a vivir sin preocuparme lo másmínimo del porvenir.

La educación que me resultaba agradable, la solaenseñanza que no me impulsaba a rebelarme, y fíjese usted bien, lo únicoque debía dar frutos durables y positivos me venía de ellos. Llegaba amí confusamente, por rutina, el conocimiento de esa porción de hechos ypequeñeces que constituyen la ciencia y el encanto de la vida campesina;y para aprovechar tales enseñanzas poseía yo todas las aptitudesdeseables: salud robusta, ojos de aldeano, es decir, una vistaadmirable, el oído acostumbrado desde muy temprano a percibir losruidos más leves, piernas infatigables, y con todo esto gran afición alas cosas que suceden al aire libre, que se observan, que se escuchan,poco gusto por lo que se lee y una curiosidad insaciable por lo que serefiere: las historias maravillosas contenidas en libros me interesabanmucho menos que las consejas y ponía las supersticiones locales muy porencima de los cuentos de hadas.

A los diez años me parecía a todos los chicos de Villanueva: sabía tantocomo cualquiera de ellos, y algo menos que sus padres; pero entre ellosy yo había una diferencia imperceptible entonces, que se determinó depronto más adelante: la existencia y los hechos que nos eran comunes mecausaban sensaciones que ellos no sentían. Así, es evidente para mí,cuando me acuerdo, que el placer de poner trampas tendidas a lo largo delas enramadas, de espiar a los pájaros, no era lo que más me cautivabaen la caza; y lo prueba que el único testimonio un poco vivo que mequeda de aquellas emboscadas continuas es la visión neta de ciertoslugares, la noción exacta de la hora y de la estación y hasta lapercepción de ciertos ruidos. Acaso juzgue usted demasiado pueril el queme acuerde de que, hace treinta y cinco años, un día que levantaba mistrampas en un terreno recientemente labrado, hacía este o el otrotiempo, que las tórtolas de septiembre cruzaban con un batir de alas muysonoro, y que en torno del llano los molinos de viento esperaban con lasaspas desnudas el viento que no llegaba. No sabría decir yo, cómo es queuna particularidad de tan nimio valor pudo fijarse en mi memoria con ladata precisa del año y hasta del día, hasta el punto de hallar su lugaren este instante en la conversación de un hombre más que maduro ya; y alcitar este hecho—como podría hacerlo con otros muchos,—sólo mepropongo hacerle notar a usted que algo se desprendía ya de mi vidaexterna y se formaba en mí cierta memoria especial muy poco sensible ala impresión de los hechos, pero de singular aptitud para fijar elrecuerdo de las sensaciones.

Lo que había de más positivo—sobre todo para quienes mi porvenirhubiera podido ser objeto de atención,—es que aquella manera de vivirmal llamada sana y vigorizadora, constituía una pésima forma deeducación.

Por muy despreocupado que yo fuese, tuteándome y codeándome concamaradas de aldea, en el fondo estaba solo: porque era solo de mi raza,solo de mi rango, y en desacuerdo, por múltiples conceptos, con elporvenir que me esperaba.

Me ligaba a gentes que podían ser mis servidores, no mis amigos; mearraigaba sin advertirlo, sabe Dios con qué resistentes fibras, enlugares que habría de abandonar lo más pronto posible; adquiría, en fin,costumbres que no conducirían más que a hacer de mí la persona ambiguaque usted conocerá más adelante, mitad campesino y mitad dilettante,tan pronto lo uno como lo otro, y muchas veces uno y otro sin que jamásninguno de los dos prevaleciera. Mi ignorancia, como queda dicho, eraextrema: mi tía se dio cuenta de ello y se apresuró a traer a Tremblesun preceptor, joven maestro del colegio de Ormessón. Era un espíritubien conformado: sencillo, discreto, preciso, nutrido de lecturas,teniendo una opinión sobre todas las cosas, dispuesto a proceder, peronunca antes de haber discutido los motivos de sus actos, muy práctico ypor fuerza muy ambicioso. A nadie como a él he visto entrar en la vidacon menos ideal y más sangre fría, ni apreciar su destino con visualmás firme contando con menos recursos. Tenía la mirada franca, el gestolibre, la palabra neta; y exactamente el atractivo, el tipo y el talentoque son necesarios para deslizarse insensiblemente en las masas eimponerse. Un carácter semejante, en oposición absoluta con el mío, erael más apropiado para hacerme sufrir; pero debo añadir que, además deser realmente bueno, poseía una rectitud de espíritu a toda prueba.Aparentaba más de treinta años, aunque sólo contaba veinticuatro, y sellamaba Agustín, nombre que usaré para designarlo, hasta nueva orden.

Tan pronto como se instaló entre nosotros cambió mi vida, en el sentidoa lo menos de que de ella hicieron dos partes. No renuncié a lascostumbres adquiridas, pero me fueron impuestas otras. Tuve libros,cuadernos de estudio, horas de trabajo; con eso se acrecentó mi aficióna las distracciones permitidas en los intervalos dedicados al recreo, ylo que bien puedo llamar mi pasión por el campo aumentó con la necesidadde diversiones.

La casa de Trembles era entonces igual que usted la ve. ¿Más alegre omás triste?... Los niños tienen la predisposición a alegrar yengrandecer lo que les rodea en términos que más tarde todo seempequeñece y se torna triste sin causa aparente y tan sólo porque elpunto de mira no es el mismo. Andrés—a quien usted conoce y que no hasalido de la casa desde hace sesenta años, me ha repetido muchas vecesque entonces todo sucedía poco más o menos como ahora. La manía quecontraje muy temprano de escribir mis iniciales y de estampar sellosconmemorativos por cualquier cosa, podría servirme para rectificar misrecuerdos si ellos no fueran completos e infalibles. En algunosmomentos, como usted comprenderá, los largos años que me separan de laépoca de que estoy hablando desaparecen, olvido que he vivido después,que el tiempo y las circunstancias me han impuesto cuidados más graves,han creado causas diferentes de alegría y de tristeza y establecidorazones de enternecimiento mucho más serias: es como una antigua trampaen que se cae de nuevo, y permítame usted esta imagen en gracia a queestá un poco más conforme con lo que siento; como una vieja llaga yacompletamente curada, pero sensible, que de pronto se reanima, y altocarla duele y hace gritar. Imagine usted que antes de ingresar en elcolegio, al que fui más tarde, ni un solo día dejé de ver aquelcampanario que se distingue allá lejos, viviendo en los mismos lugares yobservando las mismas costumbres, y comprenderá que al encontrar hoy lascosas de entonces en igual ser y estado que las conocí y las amé, sigaamándolas. Sepa usted que ni uno solo de los recuerdos de aquella épocase ha borrado—diré más aún,—ninguno de ellos se ha debilitado y no lecausará asombro el que divague hablándole de reminiscencias que tienenel poder de rejuvenecerme al punto de volverme niño.

Hay nombres delugares especialmente, que nunca he podido pronunciar a sangre fría, yel de Trembles es uno de ellos.

Aun conociendo usted estos lugares tan bien como yo, es dificilísimo quellegue a comprender hasta qué punto yo los hallaba deliciosos: todos loeran para mí, hasta el jardín que, ya lo ve usted, es bien modesto.Había en él árboles, cosa rara en todo el contorno, y muchos pájaros enellos, porque el arbolado los atrae y no los podrían hallar en otraparte; había también en él, orden y desorden, paseos enarenados queconducían a las verjas de entrada y que halagaban cierto afán quesiempre tuve por los sitios en que puede uno discurrir con ciertoaparato; paseos en los cuales las damas de otra época habrían podidodesplegar sus vestidos de ceremonia; oscuros rincones, bosquecilloshúmedos, apenas penetrados por el sol, en los cuales todo el año crecíael verdoso césped sobre la tierra esponjosa, lugares solitariosvisitados sólo por mí, que ofrecían cierto aspecto de vejez y deabandono y estaban llenos de recuerdos. Gustábame sentarme en losmacizos que limitan las sendas e informarme de la edad de los arbustosque los poblaban, todos muy viejos; tanto, que aseguraba Andrés que nimi padre, ni mi abuelo, ni mi bisabuelo los habían visto plantar. Porlas tardes, desde lo alto de la casa contemplaba el jardín; en el ángulodel parque los almendros, los primeros árboles cuyas hojas arrancaba elviento de septiembre, formando raro transparente sobre el fondollameante del cielo teñido por los rojos destellos del sol poniente. Enel parque había muchos árboles blancos, los fresnos y los laureles enlos cuales habitaba una multitud de zorzales y de mirlos durante todo elotoño; y más lejos se destacaba un grupo de añosas encinas—el árbol quese despoja el último y reverdece el primero; que hasta en diciembreconservaba su rojiza hojarasca, cuando todo el bosque parecía muerto;que asilaba en sus nidos a las urracas y ofrecía elevado lugar de reposoa las aves de alto vuelo; en cuyas ramas se posaban los primeros cuervosque el invierno atraía al país.

Cada estación nos traía sus huéspedes y cada uno de ellos elegía el másadecuado alojamiento: los pájaros de primavera en los árboles en flor;los de otoño un poco más alto; los del invierno en la espesura, en losgrupos de árboles de hoja perenne, en las encinas y en los laureles.Algunas veces, en pleno invierno, por la mañana, un ave más rara volabaen algún rincón muy solitario del bosque; su vuelo era ruidoso, torpe,pero rápido; era una chocha-perdiz llegada por la noche; subía chocandolas alas con las ramas desnudas de los árboles y se deslizaba entreellos; apenas se le veía un momento, el tiempo preciso para mostrar supico largo y recto. Después ya no se volvía a encontrarla hasta el añosiguiente por la misma época y en el sitio mismo, al punto que parecíaser el mismo emigrante que retornaba.

Las tórtolas llegaban en mayo, al mismo tiempo que las abubillas ocucos. En las noches serenas y tibias oíase su arrullo, suave y lento,cuando en el aire había un hálito de juventud que parecía exhalarse dela activa expansión de la savia nueva. En las profundidades de laespesura, sobre el límite del jardín, en los cerezos blancos, en lasalheñas en flor, en los tilos cargados de aromosos ramos, toda lanoche—durante aquellas largas noches en que yo dormía poco, cuandobrillaba la luna o a veces caía la lluvia, lenta, caliente, silenciosa,como lágrimas de gozo,—para mi delicia y mi tormento gorjeaban o no losruiseñores. Callaban si el tiempo era triste; y si brillaba el solrecomenzaban sus trinos prometiendo el próximo verano. Después de lacría ya no se les oía. Y muchas veces, a fines de junio, cuando el solabrasaba, en la espesura del bosque solía encontrar un pajarito mudo, decolor oscuro, azorado, que erraba sólo revoloteando de rama en rama: erala avecilla de primavera que nos abandonaba.

En la campiña, los prados, próximos a madurar, amarilleaban; lossarmientos más viejos crepitaban; las viñas mostraban sus primerosbotones. Las mieses, aun verdes, se extendían a lo lejos por todo elllano, ondulantes, teñidas de amaranto y de rojo. Un mundo sin fin deinsectos, de mariposas, de pájaros se agitaba, se multiplicaba bajoaquel sol de junio en indescriptible expansión de vida. Las golondrinassurcaban el aire, y por las noches, cuando los vencejos cesaban deperseguirse lanzando agudos chillidos, salían los murciélagos, y aquelraro enjambre que parecía resucitado en las cálidas noches, comenzaba suincierto revoloteo en derredor de las viviendas. Desde que comenzaba larecolección del heno la vida del campo era de constante fiesta.

Era elprimer trabajo colectivo que obligaba a reunirse en el mismo sitionumerosos grupos de trabajadores.

Estaba yo presente cuando se guadañaban los prados, cuando se hacinabael heno, y gozaba dejándome llevar sobre alguna carreta que regresaba alpoblado. Tendido en lo más alto de la enorme carga como niño en un granlecho, mecido por el dulce movimiento del vehículo rodando sobre lahierba cortada, miraba desde más alto que de ordinario un horizonte queme parecía infinito. Veía el mar extendiéndose hasta perderse de vista,por encima de la línea verdosa de los campos cultivados; los pájarospasaban volando más cerca de mí; experimentaba la sensación de unambiente más amplio, de una extensión más vasta que me hacía perder porun momento la noción de la vida real.

Apenas recolectados los forrajes comenzaban a amarillear los trigos. Yse reproducían el mismo trabajo, igual movimiento en estación máscálida, bajo sol más vivo, con alternativas de fuertes vientos o calmaatmosférica que producía jornadas de espantoso calor y noches comoauroras, precursoras de días de tormenta en que el ambiente, cargado deirritante electricidad, reaccionaba

aparatosamente.

Menos

embriaguez

ymás

abundancia: haces de mies cayendo sobre la tierra cansada deproducir y consumida por el sol: he ahí el verano. El otoño de nuestropaís ya lo conoce usted; es la estación bendita. Después el invierno; elcírculo del año cerrándose sobre él. Entonces habitaba más en mi cuarto;mis ojos, siempre despiertos, se ejercitaban en penetrar las nieblas dediciembre y las tupidas cortinas de lluvia que cubrían la campiña de unlato más sombrío que la escarcha.

Cuando los árboles quedaban del todo despojados de sus hojas abarcaba yomejor la extensión del parque. Nada lo engrandecía tanto como la brumainvernal cubriendo de un velo azulado la lejanía y falseando la nociónexacta de la distancia. Ninguno o muy escaso ruido, pero cada nota másperceptible; por la noche, sobre todo, extrema sonoridad en el aire. Elcanto de un pinzón se prolongaba infinitamente en las alamedas desiertasy mudas, sin obstáculos a la vibración, embebidas de aire húmedo ypenetradas de silencio. El recogimiento que caía entonces sobre Tremblesera inexplicable; durante cuatro meses de invierno condensaba,concentraba, grababa con caracteres indelebles en mi espíritu aquelmundo alado, sutil, de visiones y de dones, de ruido y de imágenes quehabía vivido durante los otros ocho meses del año con una actividad quetanto asemejaba a un ensueño.

Entonces se apoderaba Agustín de mí. La estación le ayudaba: en ella lepertenecía casi del todo y expiaba lo mejor posible el largo olvido detantos días sin empleo. Pero, ¿también sin provecho?...

Muy poco sensible a las cosas que nos rodeaban, mientras su discípuloestaba a tal punto absorbido en ellas; bastante indiferente al curso delas estaciones para equivocarse de mes como podía tergiversar la hora;invulnerable a tantas sensaciones de las cuales estaba yo acribillado,deliciosamente herido en todo mi ser; frío, metódico y tan correcto yregular de humor como era desigual el mío, Agustín vivía a mi lado sinpreocuparse de lo que pasaba en mí ni sospecharlo siquiera. Salía poco,raras veces abandonaba su habitación en la cual trabajaba desde lamañana a la noche y sólo se permitía reposo en las noches de estío queno se velaba y porque le faltaba la luz del día. Leía, tomaba notas; porespacio de meses y meses le veía yo escribir en prosa y las más vecesmuchas cosillas en diálogo. Un calendario le servía para elegir seriesde nombres propios. Los estampaba en forma de lista con anotaciones; lesasignaba una edad, señalaba los rasgos fisonómicos de cada uno, sucarácter, alguna originalidad, una rareza, algo ridículo. Era elpersonal imaginado para los dramas o las comedias. Escribía muy deprisa, con una caligrafía simétrica, muy clara, y parecía dictarse losescritos a media voz.

Algunas veces, cuando una observación más agudasurgía de la pluma, sonreía; y después de un párrafo largo y compacto enel cual alguno de sus personajes había hablado largo y tendido,reflexionaba un instante, como si tomara aliento, y oíale yo murmurar:«Vamos a ver, ¿qué replicamos?» Y cuando le venía el deseo de hacerconfidencias, me llamaba y me decía:

«Oiga esto, señorito Domingo.»Raras veces llegaba a comprenderle. ¿Cómo era posible que me interesarapor asuntos de personas a quienes no conocía, a las cuales jamás habíavisto?

Todas aquellas complicaciones de diversas existencias tan perfectamenteextrañas a la mía, me parecía que pertenecían a una sociedad imaginariaen la cual maldito si deseaba penetrar.

—Ya lo comprenderá usted más tarde—decía Agustín.

Bien se me alcanzaba que lo que tanto deleite encerraba para mi jovenpreceptor, era el espectáculo del juego de la vida, el mecanismo de lossentimientos, el conflicto de inter