Fígaro (Artículos Selectos) by Mariano José de Larra - HTML preview

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—¿Qué tiene usted que mandarme?...

—¿Usted es el dueño de la casa que se está haciendo?...

—Sí, señor.

—Hay varios cuartos en la casa.

—Están dados.

—¡Cómo! si no están hechos.

—Ahi verá usted.

—Pero, ¿no habría?...

—Un tercero queda.

—Bueno; he dicho que quiero casa nueva.

—No es tampoco de los más altos, caballero; no tiene más que noventa ytres escalones y un tramito.

—Ya se ve que no es mucho; se baja uno a Madrid en un momento; quierocasa nueva.

—¿Pagará usted adelantado?

—Hombre, ¿adelantado? A mí nadie me paga adelantado.

—Pues, déjelo usted.

—¡Ah! no, eso no; bien; pagaré, ¿un mes?

—Tres meses o seis.

—Pero, hombre...

—Dejarlo.

—No, bien, bien, ¿cuánto renta? Es tercero y tiene pocas piezas yestrechas, y...

—Diez reales diarios; dé usted gracias que no se le pone en doce.

—¡Diez reales!

—Si no acomoda...

—Sí, señor, sí. ¡Cómo ha de ser! ¡Casa nueva!

—Fiador.

—¿Fiador?

—Y abonado.

—Bueno, ¡paciencia! Tengo amigos, el marqués de...

—¿Marqués? no, no, señor.

—El coronel de...

—¿Militar? menos.

—Un mayordomo de semana.

—¿Tiene fuero? no, señor.

—Pero, hombre, ¿adónde he de ir a buscar?

—Ha de tener casa abierta.

—Pero si yo no me trato con taberneros, ni...

—Pues dejarlo.

—¡Voto va!

No hubo más remedio que buscar el fiador; ya daba mi amigo la mudanza atodos los diablos. Venciéronse por fin las dificultades; ya cogió lasllaves, y cogió al celador, y cogió el padrón, y cogió... ¿qué había decoger por último? el cielo con las manos, lectores míos. Comenzó lamudanza; el sofá no cupo por la escalera; fue preciso izarle por elbalcón, y en el camino rompió los cristales del cuarto principal, lostiestos del segundo, y al llegar al tercero, una de sus propias patas,que era precisamente la que le había estorbado; si se hubiese roto alprincipio, pleito por menos; fue preciso pagar los daños; el bufeteentró como taco en escopeta, haciendo más allá la pared a fuerza derascarle el yeso con las esquinas; la cama del matrimonio tuvo quequedarse en la sala, porque fue imposible meterla en la alcoba; elhermano de mi amigo, que es tan alto como toda la casa, se levantó unchichón, en vez de levantar la cabeza, con el techo que estaba hombre enmedio con el piso. En fin, mal que bien, estuvo ya la casa adornada,pero ¡oh desgracia! mi amigo tiene un suegro sumamente gordo; verdad quees monstruoso; y es hombre que ha menester dos billetes en ladiligencia para viajar; como a éste no se le podía romper la pata comoal sofá, no hubo forma de meterlo en casa. ¿Qué medio en este conflicto?¿Reñir con él y separarse porque no cabe en casa? no es decente.¿Meterlo por el balcón? no es para todos los días. ¡Santo Dios! ¡que nose hagan las casas en el día para los hombres gordos! En una palabra,desde ayer están los trastos dentro; mi amigo en la escalera mesándoselos cabellos, luchando entre la casa nueva y el amor filial; y el viejoen la calle esperando, o a perder carnes o a ganar casa.

EL DUELO

Muy incrédulo sería preciso ser para negar que estamos en el siglo delas luces y de la más extremada civilización: el hombre ha dado ya conla verdad, y la razón más severa preside a todas las acciones ycostumbres de la generación del año 1835.

Dejaremos a un lado, por no ser hoy de nuestro asunto, la perfección enque se ha llegado en punto a religión y a política, dos cosasesencialísimas en nuestra manera actual de existir, y a que los pueblosdan toda la importancia que indudablemente se merecen. En el primero notenemos preocupación ninguna, no abrigamos el más pequeño error; cuandodecimos con orgullo que el hombre es el ser más perfecto, la hechura másacabada de la creación, sólo añadimos a las verdades reconocidas otraverdad más innegable todavía. Hacemos muy bien en tener vanidad. Sihemos adelantado en política, dígalo la estabilidad que alcanzamos, lafijación de nuestras ideas y principios: no sólo sabemos ya cuál es elbuen gobierno, el único bueno, el verdadero secreto para constituir yconservar una sociedad bien organizada, sino que lo sabemos establecer ylo gozamos con toda paz y tranquilidad. Acerca de sus bases estamostodos acordes, y es tal nuestra ilustración, que una vez reconocida laverdad y el interés político de la sociedad, toda guerra civil, todadiscordia, viene a ser imposible entre nosotros; así es que no las hay.Que hubiese guerra en los tiempos bárbaros y de atraso, en los cualesera preciso valerse hasta de la fuerza para hacer conocer al hombre cuálera el Dios a quien había de adorar o el rey a quien había de servir...nada más natural. Ignorantes entonces los más, y poco ilustrados, nofijadas sus ideas sobre ninguna cosa, forzoso era que fuesen presa demultitud de ambiciosos, cuyos intereses estaban encontrados. Emperoahora, en el siglo de la ilustración, es cosa bien difícil que haya unaguerra en el mundo. Así es que no las hay. Y si las hubiera sería endefensa de derechos positivos, de intereses materiales, no de unapellido, no del nombre de un ídolo. La prueba de esto mismo es bienfácil de encontrar. Esa poca de guerra, que empieza ahora, en nuestrasprovincias, es indudablemente por derechos claros y bien entendidos:sobre todo, si alguno de los partidos contendientes pudiese ir a ciegasen la lid, e ignorar lo que defiende, no sería ciertamente el partidomás ilustrado, es decir, el liberal. Este bien sabe por lo que pelea;pelea por lo que tiene, por lo que le han concedido, por lo que él haconquistado.

En un siglo en que ya se ven las cosas tan claras, y en que ya no esfácil abusar de nadie, en el siglo de las luces, una de las cosas sobreque está más fijada la pública opinión, es el honor, quisicosa que, enel sentido que en el día le damos, no se encuentra nombrada en ningunalengua antigua. Hijo este honor de la Edad Media y de la confluencia delos Godos y los Arabes, se ha ido comprendiendo y perfeccionando a talgrado, a la par de la civilización, que en el día no hay una solapersona que no tenga su honor a su manera: todo el mundo tiene honor.

En los tiempos antiguos, tiempos de confusión y de barbarie, el que hafaltado a otro, abusaba de cualquier superioridad que le daban lascircunstancias o su atrevimiento, se infamaba a sí mismo, y sin hablartanto de honor, quedaba deshonrado. Ahora es enteramente al revés. Siuna persona baja o mal intencionada le falta a usted, usted es elinfamado. ¿Le dan a usted un bofetón? Todo el mundo lo desprecia austed, no al que le dio. ¿Le faltan a usted su mujer, su hija, suquerida? Ya no tiene usted honor. ¿Le roban a usted? Usted, robado,queda pobre, y, por consiguiente, deshonrado. El que le robó que quedórico, es un hombre de honor. Va en el coche de usted y es un hombredecente, caballero. Usted se quedó a pie, es usted gente ordinaria,canalla. ¡Milagros todos de la ilustración!

En la historia antigua no se ve un solo ejemplo de un duelo. Agamenóninjuria a Aquiles, y Aquiles se encierra en su tienda, pero no le pidesatisfacción. Alcibíades alza el palo sobre Temístocles, y el granTemístocles, según una expresión de nuestra moderna civilización, quedacomo un cobarde.

El duelo, en medio de la duración del mundo, es una invención de ayer:cerca de seis mil años se ha tardado en comprender que cuando uno seporta mal con otro, le queda siempre un medio de enmendar el daño que leha hecho, y este medio es matarlo. El hombre es lento en todos susadelantos, y si bien camina indudablemente hacia la verdad, suele tardaren encontrarla.

Pero una vez hallado el desafío, se apresuraron los reyes y los pueblos,visto que era cosa buena, a erigirlo en ley, y por espacio de muchossiglos no hubo entre caballeros otra forma de enjuiciar y sentenciar elcombate. El muerto, el caído, era el culpable siempre en aquellostiempos; la cosa no ha cambiado por cierto. Siguiendo, empero, el cursode nuestros adelantos, se fueron haciendo cabida los jueces en lasociedad, se levantó el edificio de los tribunales con su séquito deescribanos, notarios, autos, fiscales y abogados, que dura todavía yparece tener larga vida, y se convino en que los juicios de Dios (así sehabía llamado a los desafíos jurídicos, merced al empeño de mezclarconstantemente a Dios en nuestras pequeñeces) eran cosa mala. Los reyesentonces alzaron la voz en nombre del Altísimo, y dijeron a los pueblos:«No más juicios de Dios; en lo sucesivo, nosotros juzgaremos».

Prohibidos los juicios de Dios, no tardaron en prohibirse los duelos;pero si las leyes dijeron: «No os batiréis», los hombres dijeron: «No osobedeceremos»; y un autor de muy buen criterio asegura que las épocas derigurosa prohibición han sido las más señaladas por el abuso deldesafío. Cuando los delitos llegan a ser de cierto bulto, no hay penaque los reprima. Efectivamente, decir a un hombre: «No te harás matar,pena de muerte», es provocarlo a que se ría del legislador cara a cara;es casi tan ridículo como la pena de muerte establecida en algunospaíses contra el suicidio; sabia ley que determina que se quite la vidaa todo el que se mate, sin duda para su escarmiento.

Se podría hacer a propósito de esto la observación general de que sólose han obedecido en todos tiempos las leyes que han mandado hacer a loshombres su gusto; las demás se han infringido y han acabado por caducar.El lector podrá sacar de esto alguna consecuencia importante.

Efectivamente, al prohibir los duelos en distintas épocas, no se hahecho más que lo que haría un jardinero que tirase la fruta queriendoacabarla; el árbol en pie todos los años volvería a darle nueva tarea.

Mientras el honor siga entronizado donde se le ha puesto; mientras laopinión pública valga algo, y mientras la ley no esté de acuerdo con laopinión pública, el duelo será una consecuencia forzosa de estacontradicción social. Mientras todo el mundo se ría del que se dejeinjuriar impunemente, o del que acuda a un tribunal para decir: «Me haninjuriado», será forzoso que todo agraviado elija entre la muerte y unaposición ridícula en sociedad. Para todo corazón bien puesto, la duda nopuede ser de larga duración: y el mismo juez que con la ley en la manosentencia a pena capital al desafiado indistintamente o al agresor, dejaacaso la pluma para tomar la espada en desagravio de una ofensapersonal.

Por otra parte, si se prescinde de la porción de preocupación más omenos visible o sublime del pundonor, y si se considera en el duelo elmero hecho de satisfacer una cuenta personal, diré francamente quecomprendo que el asesino no tenga derecho a quitar la vida a otro, pordos razones: primera, porque se la quita contra su gusto, siendo suya;segunda, porque él no da nada en cambio.

Los duelos han tenido sus épocas y sus fases enteramente distintas: enun principio se batían los duelistas a muerte, a todas armas, y trasellos sus segundos: cada injuria producía entonces una escaramuza.Posteriormente se introdujo el duelo a primera sangre; el primero locomprendo sin disculparlo; el segundo ni lo comprendo ni lo disculpo; esde todas las ridiculeces la mayor: los padrinos o testigos han sucedidoa los segundos, y su incumbencia en el día se reduce a impedir que sumala fe abuse del valor o del miedo. Al arma blanca se substituye muchasveces la pistola, arma de cobarde, con que nada le queda que hacer alvalor sino morir; en que la destreza es infame si hay superioridad, einútil si hay igualdad.

La libertad, empero, si no es la licencia de mi imaginación, me hallevado más lejos de lo que yo pretendía ir: al comenzar este artículono era mi objeto explorar si las sociedades modernas entienden bien elhonor, ni si esta palabra es algo; individuo de ellas y amamantado consus preocupaciones, no seré yo quien me ponga de parte de unas leyes quela opinión pública repugna, ni menos de parte de una costumbre que larazón reprueba. Confieso que pensaré siempre en este particular comoRousseau, y los más rígidos moralistas y legisladores, y obraré como elprimer calavera de Madrid.

¡Triste lote del hombre el de lainconsecuencia!

Mi objeto era referir simplemente un hecho de que no ha muchos meses fuitestigo ocular; pero como yo no presencié, digámoslo así, más que eldesenlace, mis lectores me perdonarán si tomo mi relación ab ovo.

Mi amigo Carlos, hijo del marqués de ***, era heredero de bienescuantiosos, que eran en él, al revés que en el mundo, la menosapreciable de sus circunstancias.

Adorado de sus padres, que habíanempleado en su educación cuanto esmero es imaginable, Carlos se presentóen el mundo con talento, con instrucción, con todas esas superfluidadesde primera necesidad, con una herencia capaz de asegurar la fortuna devarias familias, con una figura a propósito para hacer la de muchasmujeres, y con un carácter destinado a constituir la de todo el que deél dependiese.

Pero desgraciadamente, la diferencia que existe entre los necios y loshombres de talento, suele ser sólo que los primeros dicen necedades, ylos segundos las hacen: mi amigo entró en sociedad, y a poco tiempo hubode enamorarse; los hombres de imaginación necesitan mujeres muy picanteso muy sensibles, y esta especie de mujeres deben de ser mejores paraajenas que para propias. La joven Adela era, sin duda alguna, de laspicantes: hermosa a sabiendas suyas, y con una conciencia de su belleza,acaso harto pronunciada, sus padres habían tratado de adornarla de todaslas buenas cualidades de sociedad; la sociedad llama buenas cualidadesen una mujer, lo que se llama alcance en una escopeta y tino en uncazador; es decir, que se había formado a Adela como una arma ofensivacon todas las reglas de la destrucción: en punto a la coquetería era unaobra acabada, y capaz de acabar con cualquiera muy poco sensible; enrealidad, podía fingir admirablemente todo ese sentimentalismo, sin elcual no se alcanza en el día una sola victoria; contaba con unalanguidez mortal; le miraba a usted con ojos de víctima expirante,siendo ella el verdugo; bailaba como una sílfide desmayada; hablaba conel acento del candor y de la conmoción; y de cuando en cuando undestello de talento o de gracia venía a iluminar su tétricaconversación, como un relámpago derrama una ráfaga de luz sobre unanoche obscura.

¿Cómo no adorar a Adela? Era la verdad entre la mentira, el candor entrela malicia, decía mi amigo al verla en el gran mundo; era el cielo enla tierra.

Los padres no deseaban otra cosa: era un partido brillante, la boda erapara entrambos una especulación; de suerte que lo que sin razón deestado no hubiera pasado de ser un amor, una calamidad, pasó a ser unmatrimonio. Pero cuando el mundo exige sacrificios los exige completos,y el de Carlos lo fue; la víctima debía ir adornada al altar. Negociohecho: de allí a poco Carlos y Adela eran uno.

He oído decir muchas veces que suele salir de una coqueta una buenamadre de familia: también suele salir de una tormenta una cosecha: yosoy de opinión que la mujer que empieza mal acaba peor. Adela fue unejemplo de esta verdad: medio año hacía que se había unido con santosvínculos a Carlos; la moda exigía cierta separación, cierto abandono.¿Cuánto no se hubiera reído el mundo de un marido atento con su mujer?Adela, por otra parte, estaba demasiado bien educada para hacer caso desu marido. ¡La sociedad es tan divertida y los jóvenes tan amables! ¿Quéhace usted en un rigodón si le oprimen la mano? ¿Qué contesta usted sile repiten cien veces que es interesante? Si tiene usted visita todoslos días, ¿cómo cierra usted sus puertas?

Es forzoso abrirlas, y por loregular de par en par.

Un joven del mejor tono fue más asiduo y mañoso, y Adela abrazó por finlas reglas del gran mundo: el joven era orgulloso, y entre el cúmulo deadoradores de camino trillado parece despreciar a Adela; con mujerescoquetas y acostumbradas a vencer, rara vez se deja de llegar a la metapor ese camino. ¡Adela no quería faltar a su virtud!... ¡pero Eduardoera tan orgulloso! Era preciso humillarlo: esto no era malo; era unjuego; siempre se empieza jugando. Cómo se acaba no lo diré; pero asíacabó Adela, como se acaba siempre.

La mala suerte de mi amigo quiso que entre tanto marido como llega a unaedad avanzada diariamente con la venda de himeneo sobre los ojos, élsólo entreviese primero su destino, y lo supiese después positivamente.La cosa, desgraciadamente fue escandalosa, y el mundo exigía unasatisfacción. Carlos hubo de dársela. Eduardo fue retado, y llamado yocomo padrino no pude menos de asistir a la satisfacción.

A las cinco de la mañana estábamos los contendientes y los padrinos enla puerta de... de donde nos dirigimos al teatro frecuente de estaespecie de luchas. Esta no era de aquellas que debían acabar con unalmuerzo. Una mujer había faltado, y el honor exigía en reparación lamuerte de dos hombres. Es incomprensible, pero es cierto.

Se eligió el terreno, se dio la señal, y los dos tiros salieron a untiempo: de allí a poco había expirado un hombre útil a la sociedad.Carlos había caído, pero habían quedado en pie su mujer y su honor.

Un año hizo ayer de la muerte de Carlos: su familia, sus amigos lolloran todavía.

¡He aquí el mundo, he aquí el honor, he aquí el duelo!

EL ALBUM

El escritor de costumbres no escribe exclusivamente para esta o aquellaclase de la sociedad, y si le puede suceder el trabajo de no ser deninguna de ellas leído, debe de figurarse al menos, mientras que sumodestia o su desgracia no sean suficientes a hacerle dejar la pluma,que escribe imparcialmente para todos. Ni los colores que han de darvida al cuadro de las costumbres de un pueblo o de una época pudieranpor otra parte tomarse en un cálculo determinado y reducido; la mezclaatinada de todas las gradaciones diversas es la que puede únicamenteformar el todo, y es forzoso ir a buscar en distintos puntos las tintasfuertes y las medias tintas, el claro obscuro, sin los cuales no habríacuadro.

La cuna, la riqueza, el talento, la educación, a veces obrandoseparadamente, obrando otras de consuno, han subdividido siempre a loshombres hasta lo infinito, y lo que se llama en general la sociedad, esuna amalgama de mil sociedades colocadas en escalón, que sólo se rozanen sus fronteras respectivas unas con otras, y las cuales no reúne en untodo compacto en cada país sino el vínculo de una lengua común, y de loque se llama entre los hombres patriotismo o nacionalismo. Hay máspuntos de contacto entre una reunión de buen tono de Madrid y otra deLondres o de París, que entre un habitante de un cuarto principal de lacalle del Príncipe y otro de un cuarto bajo de Avapiés, sin embargo deser estos dos, españoles y madrileños.

Sabiendo esto el escritor de costumbres, no desdeña muchas veces salirde un brillante rout, o del más elegante sarao y previa la convenientetransformación de traje, pasar en seguida a contemplar una escenaanimada de un mercado público, o entrar en una simple horchatería a sertestigo del modesto refresco de la capa inferior del pueblo, cuyocarácter trata de escudriñar y bosquejar.

¡Qué de costumbres diversas establecidas en una atmósfera, que en otrainferior, ni aun sabiéndolas se comprenderían! El título de esteartículo, sin ir más lejos, es verdadero griego para la inmensa mayoríaque compone este pueblo. No harán, pues, un gesto de desagrado nuestraselegantes lectoras cuando nos vean explicar la significación de nuestrotítulo: esta explicación no es ciertamente para ellas; pero nosotros notenemos la culpa si su extraordinaria delicadeza y si su civilizaciónllevada al extremo, que forma de ellas un pueblo aparte, y puebloescogido, nos pone en el caso de empezar por traducir hasta las palabrasde su elegante vocabulario, cuando queremos dar cuenta al público enterode los usos de su impagable sociedad.

El que la voz álbum no sea castellana, es para nosotros, que ni somos niqueremos ser puristas, objeción de poquísima importancia; en ningunaparte hemos encontrado todavía el pacto que ha hecho el hombre con ladivinidad ni con la Naturaleza de usar tal o cual combinación de sílabaspara explicarse: desde el momento en que por mutuo acuerdo una palabrase entiende, ya es buena: desde el punto en que una lengua es buena parahacerse entender en ella, cumple con su objeto, y mejor seráindudablemente aquella cuya elasticidad le permite dar entrada a mayornúmero de palabras exóticas, porque estará segura de no carecer jamás delas voces que necesite: cuando no las tenga por sí, las traerá de fuera.En esta parte diremos de buena fe, lo que ponía Iriarte irónicamente enboca de uno que estropeaba la lengua de Garcilaso:

«Que

si

él

habla

la

lengua

castellana,

Yo hablo la lengua que me da la gana.»

Pasando por alto este inconveniente, el álbum es un enorme libro, encuya forma es esencial condición que se observe la del papel de música.Debe de estar, como la mayor parte de los hombres, por de fuera,encuadernado con un lujo asiático, y por dentro en blanco: su carpeta,que será más elegante si puede cerrarse a guisa de cartera, debe ser dela materia más rica que se encuentre, adornada con relieves del mayorgusto, y la cifra o las armas del dueño: lo más caro, lo más inglés, esoes lo mejor: razón por la cual sería muy difícil lograr en España unocapaz de competir con los extranjeros. Sólo el conocido y el hábilAlegría podría hacer una cosa que se aproximase a un álbum decente. Peroen cambio es bueno advertir que una de las circunstancias que debetener, es que se pueda decir de él:

—Ya me han traído el álbum que encargué a Londres.

También se puede decir en lugar de Londres, París; pero es más vulgar,más trivial.

Por lo tanto, nosotros aconsejamos a nuestras lectoras quedigan Londres: lo mismo cuesta una palabra que otra; y por supuesto, quedigan de todas suertes que se lo han enviado de fuera, o que lo hantraído ellas mismas cuando estuvieron allá la primera, la segunda, ocualquiera vez, y aunque sea obra de Alegría.

¿Y para qué sirve, me dirá otra especie de lectores, ese gran librote,esa especie de misal, tan rico y tan enorme, tan extranjero y tan raro?¿De qué trata?

Vamos allá. Ese librote es, como el abanico, como la sombrilla, como latarjeta, un mueble enteramente de uso de señora, y una elegante sinálbum sería ya en el día un cuerpo sin alma, un río sin agua, en unapalabra, una especie de Manzanares. El álbum, claro está, no se lleva enla mano, pero se transporta en el coche; el álbum y el coche senecesitan mutuamente: lo uno no puede ir sin lo otro; es el agua con elchocolate; el álbum se envía además con el lacayo de una parte a otra. Ycomo siempre está yendo y viniendo, hay un lacayo destinado a sacarlo;el lacayo y el álbum es el ayo y el niño.

¿De qué trata? No trata de nada; es un libro en blanco. Como una bellaconoce de rigor a los hombres de talento en todos ramos, es un libro elálbum que la bella envía al hombre distinguido para que éste estampe enuna de sus inmensas hojas, si es poeta, unos versos, si es pintor, undibujo, si es músico, una composición, etc. En su verdadero objeto es unrepertorio de la vanidad: cuando una hermosa, por otra parte, le hadispensado a usted la lisonjera distinción de suplicarle que incluyaalgo en su álbum, es muy natural pagarle en la misma moneda; de aquí elque la mayor parte de los versos contenidos en él, suelen servariaciones de distintos autores sobre el mismo tema de la hermosura yde la amabilidad de su dueño. Son distintas fuentes donde se mira y serefleja un solo Narciso. El álbum tiene una virtud singular, por la cualdeben apresurarse a hacerse con él todas las elegantes que no lo tengan,si hay alguna a la sazón en Madrid: hemos reparado que todas las dueñasde álbum son hermosas, graciosas, de gran virtud y talento, yamabilísimas: así consta a lo menos de todos estos libros en blanco,conforme van tomando color.

Como el caso es tener un recuerdo, propio, intrínsecamente de la personamisma, es indispensable que lo que se estampe vaya de puño y letra delautor; un álbum, pues, viene a ser un panteón donde vienen a enterrarseen calidad de préstamos adelantados hechos a la posteridad una porciónde notabilidades; a pesar de que no todos los hombres de mérito de unálbum lo son igualmente en las edades futuras. Y como por unadistinción de exquisito precio, la amistad participa del privilegio delmérito, de poner algo en el álbum, y como se puede ser muy buen amigo yno tener ninguna especie de mérito, un álbum viene a ser frecuentemente,más bien que un panteón, un cementerio, donde están enterrados, tabiquepor medio, los tontos al lado de los discretos, con la única diferenciade que los segundos honran al álbum, y éste honra a los primeros.

Sabido el objeto del álbum, cualquiera puede conocer la causa a que debesu origen: el orgullo del hombre se empeña en dejar huellas por todaspartes; en rigor, las pirámides famosas, ¿qué son sino la firma de losFaraones en el gran álbum de Egipto?

Todo monumento es el facsímile del pueblo que lo erigió, estampado en el gran álbum del triunfo. ¿Quées la historia sino el álbum donde cada pueblo viene a depositar susobras?

La Alhambra está llena de los nombres de viajeros ilustres que no hanquerido pasar adelante sin enlazar con aquellos grandes recuerdos susgrandes nombres; esto, que es lícito en un hombre de mérito, confesadopor todos, es risible en un desconocido, y conocemos un sujeto que se hapuesto en ridículo en sociedad por haber estampado en las paredes de lavenerable antigüedad de que acabamos de hablar, debajo del letreropuesto por Chateaubriand: «Aquí estuvo también Pedro Fernández, el díatantos de tal año.» Sin embargo, la acción es la misma, por parte delque la hace.

He aquí cómo motiva el origen de la moda del álbum un autor francés, queescribía, como nosotros, un artículo de costumbres acerca de él el año11, época en que comenzó a hacer furor esta moda en París:

«El origen del álbum es noble, santo, majestuoso. San Bruno habíafundado en el corazón de los Alpes la cuna de su orden; dábase allíhospitalidad por espacio de tres días a todo viajero. En el momento desu partida se le presentaba un registro, invitándolo a escribir en él sunombre, el cual iba acompañado, por lo regular, de algunas frases deagradecimiento, frases verdaderamente inspiradas. El aspecto de lasmontañas, el ruido de los torrentes, el silencio del monasterio, lareligión grande y majestuosa, los religiosos humildes y penitentes, eltiempo despreciado, y la eternidad siempre presente, debían de hacernacer bajo la pluma de los huéspedes que se sucedían en la augustamorada, altos pensamientos y delicadas expresiones. Hombres de

granmérito

depositaron

en

este

repertorio

cantidad

de

versos

y

pensamientosjustamente

célebres.

El

álbum

de

la

Gran

Cartuja

es

incontestablementeel padre y modelo de los álbums.»

Esta afición, recién nacida, cundió extraordinariamente; los inglesesasieron de ella; los franceses no la despreciaron, y todo hombre dealguna celebridad fue puesto a contribución: el valor, por consiguiente,de un álbum, puede ser considerable; una pincelada de Goya, un caprichode David, o de Vernet, un trozo de Chateaubriand, o de lord Byron, lafirma de Napoleón, todo esto puede llegar a hacer de un álbum unmayorazgo para una familia.