En el Fondo del Abismo by Georges Ohnet - HTML preview

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—¿Por qué?

Sorege se sentó á horcajadas en una banqueta, de modo que el calor y laclaridad de la chimenea le diesen en la espalda y dijo con admirabletranquilidad á Tragomer, que, estupefacto, se había sentado al ladosuyo:

—Figúrate tú que estando en San Francisco con M. Harvey y sus hijos, lacasualidad me hizo encontrar á una antigua amiga á la que no había vistoen tres ó cuatro años y que estaba corriendo el mundo en busca defortuna…

—¿Jenny Hawkins?

—La misma. No he de andar en hipocresías contigo. Hacía dos meses quemi futuro suegro me llevaba dando tumbos por sus ranchos, lo que meresultaba monótono. Aquella muchacha me hizo una acogida calurosa y laocasión, la primavera… Salí de toda aquella cuaresma americana conuna buena cena á la europea…

—¿Estabas entonces en el cuarto cuando yo entré?

—Estaba allí cuando te presentaste con tus dos yanquis. Puedesfigurarte que no me dí prisa á mostrarme.

Tú me hubieras abrazado; mipresentación á tus indígenas era inevitable; éstos hubieran hablado denuestro encuentro y Harvey y sus hijos hubieran sabido que yo me iba ápicos pardos, lo que, contando con el pudor anglosajón era para mí unserio contratiempo… Preferí, pues, suprimir el abrazo… ¿Me guardasrencor?

Tragomer se había repuesto y estaba reflexionando. La explicación deSorege era ciertamente aceptable y hasta verosímil, pero aquel relato,para un espíritu tan prevenido como el de Cristián, adolecía de excesode habilidad, estaba demasiado bien compuesto y establecido y revelabala preocupación de engañar. Tragomer quiso llevar hasta el últimoextremo á aquel admirable actor y obligarle á mostrar todos tusrecursos.

—No te guardo rencor, puesto que tuviste interés en obrar de ese modo.

¿Pero me conocía también Jenny Hawkins?

—¿Por qué?

—En el momento en que se cerró la puerta, tú dijiste en voz baja:

"¡Cuidado! ¡Tragomer!…"

Sorege frunció imperceptiblemente las cejas. Acaso se sentía algorudamente apurado y empezaba á ponerse de mal humor. Con cierta sequedadrespondió.

—¿Oíste? ¡Ladino! Tienes buen oído. Pues bien, sí, Jenny te conocía. Yde un modo muy sencillo. Yo te había visto desde mi localidad en cuantoentraste en el teatro, pero ella, como artista interesada en conocer elpúblico y en descubrir á sus amigos, te había observado y visto que erasextranjero. En cuanto llegué á su cuarto me habló de tu yanqui y de sucompañero. "Juraría que es francés" dijo.—Y parisiense,respondí—

¿Sabes quién es?—Cáspita, es mi mejor amigo—Tráemele—Túbromeas. Si Tragomer te gusta, espera que yo me vaya." Jenny me llamótonto. Yo no podía contarle que si no quería ser visto con ella eraporque me iba á casar y salí del paso fingiendo una escena de celos. Poreso, cuando entraste me apresuré á cerrar la puerta diciendo comoadvertencia tu nombre y como amenaza ¡cuidado!

Tragomer no discutió aquel relato un poco largo. Tenía prisa poresclarecer los hechos en su conjunto.

—Entonces eras tú el que venía con ella en coche después de larepresentación?

—Naturalmente. Bien nos contrariaste con tu aparición repentina en elmomento en que me disponía á bajar del coche. Íbamos á cenar juntos.

—¿Y os separásteis allí, sin volver á veros?

—¡Por supuesto! dijo Sorege con alegre abandono. En cuanto te decidisteá entrar en el hotel, volvió á salir Jenny y fué á reunirse conmigo enel carruaje. En vez de cenar en el hotel de los Extranjeros, fuimos á

Golden House

. Justamente al salir de allí, á las dos de la mañana,Jenny cogió frió y una ronquera que le obligó á suspender larepresentación y á marchar á Chicago.

—¿Marchaste con ella?

—Puedes figurártelo. Allí nos indemnizamos cumplidamente de losembarazos que nos habías causado. Y

ahora, á mi vez, ¿quieres explicarmequé furor te entró de espiar á aquella pobre Jenny como lo hiciste?

—¡Bah! ¡Esa es buena! La encontraba encantadora y observé que unpersonaje misterioso ocupaba el sitio que yo ambicionaba. Quise saber áqué atenerme y ver el partido que podría sacar. Prontamente me convencí.

Sorege, con los ojos cerrados, fumaba sonriendo.

—La cosa es muy sencilla… Hemos sido rivales durante veinticuatrohoras. Á no ser por el diablo de mi suegro y de sus

cow-boys

de hijos,te hubiera presentado yo mismo sencillamente y de muy buena gana, yhubieras participado de mi buena fortuna. Eso se hace entre amigos,sobre todo de viaje.

Tragomer dejó pasar unos instantes y después, como si le acometiese denuevo la curiosidad, preguntó:

—¿Dónde conociste á Jenny Hawkins!

—¡Ah! ¿eso te preocupa? Pues bien, sal de dudas. La conocí en Londres,en la Alhambra, donde cantaba y bailaba, sin que se pudiese sospecharque llegaría á ser una estrella.

—¿No es italiana? preguntó bruscamente Tragomer.

Los ojos de Sorege se abrieron y dijo con voz seca, solo detalle quetradujo un poco su emoción:

—¿Por qué ha de ser italiana? ¿Porque canta en italiano? Todas lascantantes saben esa lengua; es para ellas indispensable; pero eso seaprende en veinte lecciones.

—En todo caso, no es ni inglesa ni americana. Mis yanquis de San Francisco me lo dijeron.

—Si lo sabes, amigo mío, ¿por qué me lo preguntas?

—Para saber si tú lo ignoras.

—Podría ignorarlo perfectamente, pues el pasado de esa amable muchachano me interesa gran cosa, pero no lo ignoro, querido Cristián. Me enteropor gusto de lo que se refiere á las personas que trato, aunque sea depasada, y estoy al cabo de la calle acerca de Jenny Hawkins.

—Que no se llama así.

—No, dijo fríamente Sorege, se llama Juana Baud, ó Baudier, y esfrancesa. ¿Estás contento, Tragomer?

En el tono de estas palabras hubo tal acento de sarcasmo, que Cristiánapretó los puños de rabia. Su interlocutor parecía decirle: "¡Busca,desgraciado, que no encontrarás nada! No me cogerás en ningún renuncio.Hace una hora que te traigo y te llevo contándote mentiras para hacertedescubrir á Juana Baud, que es un personaje real, en cuya autenticidadte vas á estrellar."

En este mismo momento Tragomer adquirió la certidumbre de que JennyHawkins no era Juana Baud y de que en esto estaba el nudo de la intriga.Era preciso descubrir debajo de Juana Baud á Lea Peralli. Porque lamáscara con que la cubría Sorege era doble á no dudar. El conde habíalevantado la de Jenny y mostrado á Juana; no había nada más que esperar.Cristián, por otra parte, tenía un interés capital en no agriar susrelaciones con Sorege. Tomó, pues, un tono jovial y respondió:

—Perfectamente. Veo que eres el mismo de siempre; muy avisado y cautoen cuanto haces. En el tiempo en que vivimos, no es ciertamente malacualidad.

—Trato de razonar un poco. Hay tantas personas que dan vueltas comopalominos atontados… Bastantes ocasiones hay de romperse la cabezasin divertirse en escoger los malos caminos.

—Cuando te cases ¿irás á vivir en América?

—Dios me libre. América, como has podido ver, es un país imposible.Tanto valdría vivir en una manufactura de provincia, en medio de laagitación de los negocios y sin ningún recurso para distraerse.

Losamericanos que han hecho fortuna saben bien que su país es inhabitablecomo no sea para ganar dinero. Por eso se apresuran á venir áestablecerse en Europa. Si se les quisiera jugar una mala pasada, nohabía más que obligarles á vivir en sus

United States

. Se morirían defastidio.

—Por eso sus hijas manifiestan tan decidida propensión á casarse confranceses ó ingleses.

—Si tienes en ello alguna idea, en las relaciones de Harvey quedanalgunas encantadoras misses

, muy rubias, de talle largo y piernascortas y la barbilla un poco maciza, que tienen dotes apetecibles.

Hayque cruzar las razas, Tragomer.

—Sí, esas son las nuevas cruzadas. No estoy de esa opinión por elmomento. Pero daré con mucho gusto la enhorabuena á tu prometida por labuena elección que ha sabido hacer.

—Pues bien, te llevaré á casa de Harvey una de estas noches. Se bebenallí licores extraordinarios. Tú no los extrañarás mucho.

—Lo que haré será no beber nada.

Ambos reían con perfecta seguridad de buenos muchachos sin segundaintención. Al verlos y al oirlos no se hubiera sospechado la gravedad delas palabras que habían cambiado ni la importancia de los intereses queandaban en juego. Sin embargo, si alguien hubiera tocado el cuello deSorege, hubiera observado que le tenía empapado en sudor como si acabarade dar una larga carrera. Los dos amigos se levantaron y, familiarmentecogidos del brazo, pasaron á la sala de juego y se aproximaron á la mesadel baccará

.

—¿Juegas ahora? preguntó Tragomer.

—De vez en cuando, para pasar una hora.

—¿Y ganas?

—Algunas veces.

Tragomer miró á Sorege y dijo tristemente:

—No eres entonces como el pobre Jacobo. Ese no ganaba nunca.

Por muy dueño que fuese de sí mismo, Sorege se estremeció al oir aquelnombre. Su cara se cubrió de palidez y, casi en voz baja, replicó:

—En el juego que él hacía era imposible ganar.

Tragomer, entonces, sacudió la cabeza y dijo con voz firme:

—Sobre todo cuando hay que habérselas con adversarios que señalan lascartas…

Los ojos de Sorege aparecieron chispeantes y sus labios temblaron, comosi fuese á dejarse llevar á alguna declaración imprudente. Pero logródominarse, dió tres pasos para dejar á Tragomer y volviendo en seguidahacia él, le dijo:

—¡Cada cual es dueño de su destino, Tragomer! Si el desgraciado Jacoboestuviese aquí, él mismo te lo atestiguaría.

Levantó la cabeza orgullosamente, dirigió á Tragomer un ademán dedespedida y se alejó.

IV

La agencia dramática Campistrón está establecida en un piso tercerointerior de la calle de Lancry, y allí, retirado de la escena después deuna carrera llena de incidentes realizada en los teatros de provincia,el antiguo primer tenor se ocupa en proveer á sus ex directores delpersonal que necesitan para todos los géneros. La señora de Campistrón,más conocida con el nombre de Glorieta, tuvo un momento de reputacióncomo cantante de café concierto. Ahora ayuda á su marido á daraudiciones, á montar espectáculos mixtos, á aconsejar á los aficionados.Porque Campistrón no se limita á colocar en las provincias á lasdesechadas de los teatros de París, sino que se encarga también deproporcionar á los dueños de casa espectáculos á la medida, comedias,revistas, óperas cómicas y, en general, todo lo que se necesita paramontar una reunión en pocas horas.

Sus negocios marchan bien y ha tenido que alquilar otro cuarto del mismopiso para establecer en él un diminuto escenario, donde da las leccionesy hace los ensayos y al que llama pomposamente su conservatorio.Campistrón no es un simple agente dramático; es también un innovador,pues ha inventado un nuevo método de canto: el canto de vientre.

—No se respira con el pecho, declara con su voz

del Profeta

, un pocoenronquecida; se respira con el vientre.

Por su procedimiento ha cambiado ya numerosos barítonos en bajos y noescasos tenores en barítonos, sin contar los que ha dejado afónicos.Pero él continúa imperturbable su degollina vocal. Vive de su agencia,pero la desprecia; en cambio su profesorado no le da más queobligaciones, pero eso le enorgullece.

Los ladinos que quieren buenosajustes conocen bien lo que tienen que hacer; dicen que cantan según elmétodo Campistrón y en seguida son presentados como fenómenos de artepor el vanidoso agente.

Siguiendo las indicaciones de Frecourt, Tragomer y Marenval se bajaronun día, á eso de las cuatro, ante el número 17 de la calle de Lancry. Laportera que estaba en su casilla bruñendo un perol, respondió á Marenvalen tono malhumorado:

—La escalera de enfrente. Si es para un ajuste, tercero de laizquierda; si es para una lección, de la derecha.

Al ver que los dos hombres parecían vacilar, añadió:

—No es posible engañarse… Cuando oigan ustedes chillar es que hanllegado.

Tragomer se echó á reir y dijo:

—Gracias, señora.

—No hay de qué.

La buena mujer continuó frotando su cacharro y Tragomer oyó que gruñía:

—Más comienchos con mucho gabán de pieles y sin un céntimo en elbolsillo.

—Mi querido amigo, dijo Marenval mientras subía la húmeda y mal olienteescalera, esa mujer nos ha tomado por un galán joven y un barba quebuscan contrata, y hasta nos ha expresado su desdén con frases pococorrectas…

—Tiene usted que acorazarse contra todas estas impresiones, Marenval.

Nos veremos en muchos casos semejantes.

—No me quejo, amigo mío; lo hago constar. Por otra parte el hecho no memolesta lo más mínimo.

Tragomer se detuvo en el segundo al oir en el piso de arriba violentosgritos.

—Oigo chillar, como dice la señora del perol; señal de que nosaproximamos.

Subieron otro tramo empinado como una escala.

—¡Uf! exclamó Marenval. Este es un tercero que vale por dos. Déjemeusted tomar aliento, Tragomer; usted trepa como una ardilla…

Se detuvieron delante de una puerta en la cual se leían estasinscripciones en letras negras: Campistrón agente dramático. Leccionesde declamación y canto

. Nuevo Método; y en un papel pegado con cuatroobleas, esta advertencia manuscrita: ¡

Llamad fuerte

! La recomendaciónno era inútil, porque en las profundidades del departamento se estabadesencadenando una tempestad de gritos cavernosos, como si se practicarauna operación quirúrgica muy dolorosa á un paciente bien despierto.

—Vamos á ver; estamos en la puerta de la izquierda, la de laslecciones, dijo Tragomer; hay, pues, que llamar á la de la derecha, lade los ajustes.

En este lado las inscripciones decían:

Agencia Campistrón

. Contratas.

Informes. Representaciones de todas clases. De 10 á 5. E.L.P.

—E.L.P., dijo Marenval; esto quiero decir: empujad la puerta.

Así lo hicieron y al abrirse la puerta apareció ante su vista una piezatriste, empapelada con un papel ajado y dividida en dos mitades por unabalaustrada de madera. Detrás de la balaustrada estaban escribiendo dosempleados de lastimoso aspecto y en la primera parte de la habitaciónesperaban algunos hombres y algunas mujeres sentados en vetustasbanquetas. Uno de los empleados levantó la cabeza, dejó la pluma, miro álos dos visitantes y reconociendo en ellos unos clientes poco comunes,se levantó de su asiento y dijo:

—¿Qué desean ustedes, señores?

—Hablar al señor Campistrón, respondió Tragomer.

—Está ocupado en este momento, pero si ustedes quieren hablar con laseñora…

Marenval y Tragomer se consultaron con la vista.

—No hay inconveniente, respondió Marenval.

El empleado abrió una puerta practicada en la balaustrada y salió á laantesala. Llamó á una puerta y entró con aire misterioso. Al cabo de uninstante salió y dijo:

—¿Quieren ustedes seguirme?

Las personas que esperaban en las banquetas, hacía mucho tiempo sin duday acaso con poca esperanza, produjeron un murmullo de protesta contraaquella preferencia otorgada ante su vista.

—¡Siempre pasa lo mismo! Estaremos de plantón hasta que se cierre y nosdirán que volvamos mañana… Campistrón no era tan orgulloso cuandocantaba conmigo la Favorita

en Perpiñán…

Marenval y Tragomer no oyeron más; estaban en un gabinete severamenteamueblado de reps

verde, donde sentada detrás de una mesa de despacho,una mujer regordeta y demasiado rubia acababa de firmar una contrata conuna guapa muchacha muy pintada y que olía fuertemente á almizcle.

Laseñora de Campistrón dijo á los visitantes indicándoles un sofá:

—Siéntense, señores; soy con ustedes. Después dijo á la joven:

—Aquí tiene usted. Partirá usted mañana y empezará á trabajar la semanaque viene. Tendrá usted cien francos el primer mes y ciento cincuenta elsegundo…

—Está convenido, mi querida señora de Campistrón… ¿Es Rouen unapoblación de recursos?

—Ciudad de guarnición, hija mía, célebre por su riqueza y su buen gustoartístico… Los hombres son allí un poco zorros, pero serios; se puedecontar con ellos… En cuanto al público, es como la sidra del país,tan pronto dulce como agria… Eso depende de los años. ¡Buen viaje,amiguita, y que sea usted exacta en los pagos.

La muchacha dirigió á Tragomer una viva ojeada y una graciosa sonrisa áMarenval, y doblando su contrata se la metió en el pecho, no sin enseñarcomo al descuido la batista de la camisa, y se marchó dejando laatmósfera saturada de perfumes. La señora de Campistrón se sentó al ladode los visitantes.

—¿En qué puedo servir á ustedes, señores? dijo en tono insinuante.

—Dispénsenos usted, señora, contestó Tragomer; el paso que nosatrevemos á dar cerca de usted es bastante delicado. El señor y yobuscamos á una cantante que anda corriendo el mundo en una compañíalírica, y hemos tenido la idea de dirigirnos al señor Campistrón, quesegún se nos ha dicho, no tiene rival en esta clase de informes, á finde saber dónde puede encontrarse ahora esa compañía.

—No han contado ustedes en vano con nuestra competencia en este ramo,señores, dijo con énfasis la agente consorte, y mucho me sorprendería elno poder informarles exactamente. Tenemos aquí el repertorio y elitinerario de todas las compañías que se forman en París ó en Londres, ylas familias de los artistas vienen con frecuencia á preguntarnos ádónde deben dirigirles las cartas. ¿De qué compañía se trata?

—De la de Novelli.

—¡Ah! ¿Novelli? continuó la buena señora con cura desdeñosa. ¡Unavocecilla blanca!… Un buen tenor para los que gustan de ese tipo devoz… Eso no tiene éxito en Francia. Aquí hace falta timbre… Y eltimbre no se adquiere emitiendo la voz por la nariz… Si Campistrónestuviese aquí, él les explicaría su método…

Para saber dar timbre nohay como Campistrón… Pero ustedes dispensen… ¿Cómo se llama lapersona que les interesa?

—Miss Jenny Hawkins.

Al oir este nombre la cara de la señora de Campistrón cambiórepentinamente, sus mejillas se hincharon, su barbilla se hizo saliente,sus cejas pintadas su juntaron, marcando en su frente una barrerafomidable, dió una fuerte palmada y dijo con voz amarga:

—¡Ah! ¡Jenny Hawkins! ¡Hacía mucho tiempo que no oía hablar de talpersona! ¡Jenny Hawkins! Me alegro de que no esté aquí Campistrón,porque hubiera tenido una impresión dolorosa…

—¿Cómo así, señora?

—Campistrón ha tenido grandes disgustos con la artista de que setrata… Pero, dispénsenme ustedes, eso importa poco… Sin duda unode estos señores se interesa por Jenny…

—No, por cierto, señora, respondió Tragomer, que veía contrariado queaquella mujer terminaba las confidencias apenas empezadas. Se trata,sencillamente, de un asunto de herencia.

—¿Hereda? exclamó la gruesa rubia con acento de indignación. ¿Va áheredar? No hay como esas muchachuelas para tener una suertesemejante… ¡Oh! Voy á llamar á Campistrón. ¿Permiten ustedes?

Cogió un tubo acústico, sopló fuertemente y dijo en el portavoz:

—Campistrón, ven en seguida. Hay aquí unos señores que te van á contarcosas curiosas…

Aplicó el aparato al oído, escuchó y dijo con vivacidad:

—Deja ese imbécil á tu ayudante y ven. Te digo que vale la pena. Quehaga escalas mientras te espera.

Unos pasos pesados resonaron en la pieza inmediata, se oyó una vozsonora y el moreno, barbudo y bigotudo Campistrón entró con nobleademán, se inclinó sonriendo, con la mano en el pecho, como un cantanteque sale á recibir los aplausos, y dijo modulando la voz como sicantara:

—Servidor de ustedes, señores. ¿De qué se trata?

—¡Ah! Prepárate á desmayarte, Campistrón, contestó la gruesa rubia.

Estos señores buscan á Jenny Hawkins para una herencia.

Campistrón adoptó la actitud de Hipócrates rehusando los presentes deArtajerjes. Cerró los ojos, volvió la cabeza y extendió los brazos, comosi la herencia fuese para él, y respondió en el registro grave:

—¡Esperaba no oir hablar más de aquella ingrata!

—¿Ven ustedes, señores? ¿Qué es lo que yo les decía? Campistrón,domínate; se trata de responder á estos señores. Quieren saber dóndeestá la compañía de Novelli.

—¡Novelli! ¡Novelli! dijo desdeñosamente el antiguo tenor. Sí, porcantar con ese polichinela napolitano me dejó Jenny. ¡Una muchacha queyo hubiera colocado en la Ópera si hubiera querido escucharme! Pero no;se empeñó en cantar de pecho… ¡Ella, cantar de pecho! ¡Horror! Puesbien, no, señores, á despecho de todo, mi enseñanza hizo su efecto. Ápesar de Novelli y de la escuela italiana, esa mujer canta devientre…

¿Fué con el pecho ó con el vientre con lo que habló Campistrón? Marenvaly Tragomer no pudieron saberlo; ello fué que se estremecieron y que losvidrios temblaron al formidable rugido que salió de la boca del tenor.Pero Campistrón se calmó pronto. Sus momentos de cólera eran teatrales yno duraban sino el tiempo de producir efecto. Se pasó la mano por lafrente, sonrió y dijo:

—Por lo demás, señores, no se llama Jenny Hawkins, sino Juana Baud. Heconocido mucho á su madre…

La señora de Campistrón se enfadó y repuso con una acritud queimpresionó á su altisonante esposo:

—¡Mira! Habla de la hija, pero no de la madre. ¡Bastantes disgustos hetenido con la tal mujer, que tanto te persiguió! Pues la hija no temiraba con malos ojos… Señores, este hombre ha sido magnífico; lo estodavía.

Y todas las mujeres, sí, todas, estaban con él como locas…habla, pues, á estos señores y no cuentes tus historias…

Campistrón abrió un libro y dijo, golpeando en las hojas con la palma dela mano:

—He aquí, señores, la marcha de las grandes compañías del universo.

¿Quieren ustedes saber dónde está Lassalle?

Volvió varios folios y dijo:

—El 17 de este mes, en Bucharest… El 21, en Budapesth… El 23, en Viena, el…

—Pero ¿y Novelli? interrumpió la señora de Campistrón.

—Novelli y su compañía se encuentran en este momento en Veracruz…Desde allí van á Méjico y á Tampico, después pasan á la Guyana… bajaná las Indias Neerlandesas, tocan en Colombo y vuelven á Europa en laprimavera para hacer la temporada de Londres…

—¡Ah! dijo Tragomer, ¿Jenny Hawkins irá á Londres?

—En el mes de mayo cantará en

Covent-Garden

—Y diga usted, señor Campistrón, ¿en qué época exacta se marchó de Francia?

—Partió hace dos años con Novelli.

—Dos años… ¿Está usted seguro?

—Segurísimo; en el mes de agosto trabajaba todavía conmigo… Miseñora puede decirlo y nuestro acompañante puede atestiguarlo… Todala casa lo afirmará… ¿Pero con qué objeto?

—Nadie sabe lo que puede ocurrir, dijo gravemente Marenval. Convieneque tengamos certeza sobre ese punto…

—Pues bien, señores, hay más. Ella, que pagaba con mucha exactitud laslecciones, se marchó sin satisfacer las del último mes. No le acuso porello, dijo Campistrón con nobleza; los artistas no somos mercaderes…Trabajamos de buena gana por la gloria… Hago constar solamente elhecho. He escrito á la interesada para reprocharle el haberse marchadosin advertírmelo, sin decirme adiós… Ni siquiera me ha respondido…Y no era que quisiera tener un autógrafo suyo… Poseo aquí más deveinte cartas.

—¿Podría usted enseñarnos una?

—Declaren ustedes antes, señores, que no quieren abusar de esa cartapara hacer daño á una mujer, dijo Campistrón con acento de dignidad,poniéndose una mano sobre el corazón. Juana Baud ha sido muy amada…¡Era tan hermosa! ¿Pueden ustedes darme su palabra de que no hay celosde por medio?

—Se la doy á usted, dijo Tragomer, por el señor y por mí.

—Entonces, señores, voy á complacerles… Mujer, busca en la taquillala letra B… Aquí todo es administrativo; de otro modo no nosentenderíamos.

La señora de Campistrón abrió un mueble y se puso á buscar los papeles.

Tragomer, deseoso de completar sus noticias, continuó:

—Ha dicho usted, señor Campistrón, que Juana Baud era muy hermosa…

¿Tiene usted, por casualidad, algún retrato suyo?

—Su fotografía, con una dedicatoria llena de efusión… Mujer, tráela.

—Aquí está, dijo la señora de Campistrón.

Y entregó á su marido una tarjeta álbum que el cantante contempló consatisfacción y con rabia al mismo tiempo.

—Sí, hela aquí… ¡Es la ingrata! Se puede decir, señores, que elcielo le ha dotado de sus más preciosos dones, la estatura, el andar, laexpresión… ¡Oh! la expresión… Pero juzguen ustedes mismos.

Entregó el retrato á Tragomer, que le cogió con verdadera ansiedad.Vaciló antes de mirarle; una ojeada iba á decidirlo todo. Si lafotografía representaba á Jenny Hawkins, tal como la había visto en SanFrancisco, la partida se perdía y habría que creer en una semejanzasorprendente entre la cantante y Lea Peralli. Pero si no era Jenny…Miró de repente el retrato y lanzó un grito:

—¡No es Jenny Hawkins!

—¡Vamos, caballero, dijo Campistrón con una sonrisa de condescendencia,usted bromea! Es Juana Baud, y como Juana Baud es Jenny Hawkins, nopuede haber error.

Tragomer no respondió, abstraído en mirar el retrato, que representabauna hermosa joven morena, de alta estatura, admirablemente formada,desnudos los brazos, escotada y sonriendo con expresión soñadora. Ni unrasgo de la mujer del teatro de San Francisco. Había pues, á no dudar,error de persona. Si Jenny Hawkins era Juana Baud, existía unasustitución de estado civil y Lea Peralli vivía con un nombre que no erael suyo.

Pero, entonces, ¿quién era la muerta?

Aquí Tragomer se estrellaba contra realidades abrumadoras. La mujerasesinada en la calle Marbeuf era Lea Peralli. Todo el mundo lareconoció y el mismo Jacobo no puso en duda su identidad. Á falta de lacara, enteramente desfigurada por los tiros, su alta estatura, sumagnífica cabellera rubia, los vestidos que tenía puestos, las sortijasencontradas en sus dedos, todo, en fin, atestiguaba que la mujer muertaera, en efecto, la querida de Jacobo. Y sin embargo, no era ella, puestoque ahora Tragomer, después de haber sospechado que vivía, estaba ciertode que llevaba un nombre distinto del suyo.