En el Fondo del Abismo by Georges Ohnet - HTML preview

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1899

EN EL FONDO DEL ABISMO

PRIMERA PARTE

I

En el comedor de los Extranjeros del Club Automóvil, los convidadosestaban acabando de comer. Eran las diez de la noche y los jefes decomedor servían el café. Los mozos se habían retirado y en el salóncontiguo estaban preparadas las cajas de cigarros para los fumadores.Había allí doce comensales, seis hombres y seis mujeres, además delanfitrión, Cipriano Marenval, célebre industrial que había hecho unainmensa fortuna fabricando y vendiendo una fécula alimenticia que llevasu nombre. En torno de la mesa, adornada de flores extrañas y chispeantede cristales y de argentería, las mujeres de dudosa moral y los amablesvividores convocados por Marenval estaban agrupados en un desorden tanfamiliar como explicable, dada la excelencia de los manjares y lacalidad de los vinos, y escuchaban á un joven alto y rubio que, á pesarde las frecuentes interrupciones de que era objeto, seguía hablando contranquilidad imperturbable:

—¡No! no creo en la infalibilidad humana; ni siquiera en la de los quetienen la profesión de dictar sentencias y que pueden por consecuenciaatribuirse una experiencia particular. ¡No! no creo que en el momento enque un ciudadano como ustedes y como yo se sienta en el banco de maderade la tribuna del jurado se vea súbitamente iluminado por revelacionessuperiores que le otorguen la ciencia infusa. ¡No! no creo que unoshonrados padres de familia, ni siquiera los solteros, en cuanto seendosan una toga, con ó sin armiño, no sean ya susceptibles de engañarseni de dictar sentencias discutibles. En resumen, reclamo el derecho decreer en la ceguera de nuestros compatriotas en general y de los juecesen particular y siento, en principio, la posibilidad del errorjudicial!…

La concurrencia prorrumpió en voces tumultuosas, se elevó un conciertode imprecaciones y algunas de aquellas señoras empezaron á golpear losvasos con la hoja de los cuchillos. Los amigos del orador trataron unavez más de imponerle silencio con sus risotadas.

—¡Maugirón, nos estás aburriendo!

—¡Una cena de multa, Maugirón!

—¡Se escurre como un macarrón, este tipo!

—¡Qué cursi es eso! ¡Pues no se ocupa de la magistratura!…

—¡Oye! Pide una plaza de fiscal…

—¡Sois todos unos idiotas! exclamo Maugirón aprovechando un momento decalma.

—¡Qué grosero! dijo Marieta de Fontenoy. Oíd, debíamos marcharnos ydejarle solo.

—Marenval, ¿por qué nos invitas á comer con personas que tienenconversaciones serias á los postres?

preguntó la linda Lucía Pithiviers.

—Mira, ahí tienes á Tragomer, dijo Lorenza Margillier á Maugirón, queescuchaba impasible todos esos apóstrofes. Ahí tienes un guapo muchachoque no es fastidioso en la mesa. Solamente ha hablado para decir cosasagradables. Tengo un capricho por él, y si él quiere te planto, paraenseñarte á hacer conferencias.

—¡Digo, digo! exclamó Maugirón; ahí tienes un buen negocio, Tragomer, yyo también. Lorenza me quiere dejar por ti… No vaciles, amigo mío,tómala. No desperdicies tanta dicha, ni aun al precio de midesesperación. Pero, ante todo, dinos qué opinas sobre los erroresjudiciales.

—¡Oh! basta… ¡Pues no vuelve á empezar! ¡Esta chiflado! ¡Al ateneo!

¡Hacedle tragar la servilleta!

Todas estas interrupciones surgían de un coro de carcajadas, mientras,el convidado á quien se había dirigido Maugirón permanecía silencioso éimpasible. Era el tal un hombre como de treinta años, alto, fornido, decabeza cuadrada, color tostado, negros y rizosos cabellos y magníficosojos azules. Su boca se dibujaba grave bajo un oscuro bigote y subarbilla afeitada ofrecía todos los caracteres de la firmeza, casi de laobstinación. Su ancha frente limitada por las cejas, era blanca, surcadapor admirables sinuosidades en las que se revelaban las facultades dereflexión y de imaginación. Al verle de pronto serio y un poco sombrío,la animación de los convidados se enfrió súbitamente. El viejo Chambol,amigo inseparable de Marenval, interrogó con una especie de inquietud aljoven, cuya gravedad contrastaba tan fuertemente con la alegría deaquella comida.

—¡Eh! señor de Tragomer, ¿qué le pasa á usted? ¿Es que ese charlatán deMaugirón le ha impresionado con sus paradojas? ¿Ó es que la declaraciónde nuestra gentil Lorenza le parece á V. un cataclismo social?

Muysilencioso está usted y muy triste para ser un hombre á quien se hanpuesto debajo de la nariz las más hermosas muestras de una bodega sinrival y ante los ojos los más bonitos hombros de París.

Tragomer levantó la frente y una sonrisa iluminó su semblante.

—Lorenza es encantadora, pero si aceptase su proposición, no meperdonaría el haberla hecho dejar á Maugirón y éste me guardaría rencorpor habérsela quitado. No arriesgaré, pues, esta doble pérdida. Si mehabéis visto un momento pensativo es que reflexionaba sobre lo que acabade decir nuestro amigo y que bajo los excesos de elocuencia á que se haentregado creo que hay un fondo de verdad…

—¡Ah! exclamó triunfalmente Maugirón. ¿Lo veis? Tragomer, noble bretóncuya sinceridad está fuera de duda, puesto que no quiere engañarme conmi… amiga que se le ofrece sin ambages, comparte conmigo la opiniónque yo he tenido el honor de desarrollar ante esta honradaconcurrencia… Habla, Tragomer; tú debes tener argumentos para estosmogigatos que me chillaban hace un momento y ahora te escuchan con laboca abierta porque tomas esos aires tenebrosos que les hacen esperarrevelaciones sensacionales. ¡Anda, amigo mío, rompe los diques de tuelocuencia, convéncelos, aplástalos, á Marenval sobre todo, que haestado innoble conmigo, interrumpiéndome continuamente, como siestuviese yo elogiando alguna falsificación de su fécula, que es, dichosea de paso, la más sospechosa porquería que se ha fabricado nunca enlos dos hemisferios!

—¡Adiós! ya se disparó… exclamó Marenval con desesperación. ¿Quiéndetiene ese molino de palabras?

—¡Cállate! gritó el coro de convidados.

—¡Tragomer! ¡Tragomer!

Y los cuchillos golpeaban los vasos en cadencia, con un ruidoensordecedor. El joven Maugirón hizo un signo con la mano para reclamarsilencio y con voz aflautada dijo:

—El señor vizconde Cristián de Tragomer tiene la palabra sobre el errorjudicial y sus fatales consecuencias.

En seguida se volvió á sentar y un silencio profundo se produjo, como sitodos los concurrentes sospechasen que Cristián tenía revelacionesimportantes que hacer.

—No ignoráis, dijo entonces Tragomer, que partí hace dos años para unviaje al rededor del mundo que me ha tenido alejado de París y de misamigos hasta el otoño último. Durante esos veinticuatro meses herecorrido numerosos y variados países y paseado por ellos miaburrimiento y mi tristeza. Tenía serias razones para dejar la Francia.Una gran pena había alterado mi vida. Un suceso misterioso, todavíainexplicable para mí, había producido la prisión, el procesamiento y lacondena de mi compañero de la juventud, de Jacobo de Freneuse…

—¡Sí! nos acordamos de aquel deplorable asunto, dijo Chambol, y auncreo que Marenval era algo pariente ó aliado de la familia de Freneuse yque este pobre amigo estuvo muy afectado por el escándalo horrible queprodujo el proceso.

—No es divertido, ciertamente, dijo Marieta de

Fontenoy, para un hombre como Marenval, que es la corrección y laelegancia mismas, el ver á uno de sus parientes en el banquillo de losacusados.

Marenval dirigió á la hermosa muchacha una sonrisa de agradecimiento y,tomando una actitud solemne, declaró:

—Aquello me podía hacer un daño inmenso ante el mundo, en el queacababa de entrar y al que había conquistado, me atrevo á decirlo, porel lujo de mi casa, por la esplendidez de mis fiestas y por misescogidas relaciones. No hacía falta más para hundirme por completo. Yoera ya un industrial enriquecido en los artículos alimenticios, variedadsocial difícil de imponer en los círculos y de implantar en la buenasociedad, y tenía que pasar de repente á la situación de pariente de uncondenado á muerte… ¡La cosa no era halagüeña!

—Bien puedes decir, amigo mío, afirmó Lorenza Margillier, que para serun snob

, tuviste una entrada que no fué ordinaria…

—Yo no soy un

snob

, dijo vivamente y en tono de protesta Marenval.Solamente, me gusta la distinción en todo. Toda mi vida ha transcurridoen el trato de gente nauseabunda y ya estoy harto. ¡No quiero ya ver másque personas correctas!

—¡Te dejarías azotar por tutear á un duque!

—Tienes razón, Marenval; debemos fijar siempre nuestra vista en lasalturas.

—¡Y buscar á los que nos desprecian!

—En todo caso, corrí gran riesgo de ser despreciado á causa de esemaldito asunto! replicó Marenval con aire ofendido. Así, podéis creerque la cosa me hizo brotar canas…

—¿Dónde las tienes?

—¿Te las tiñes?

—¡Para no exponerlas á enrojecer!

—Pero, eso sí, cumplí mi deber con la familia de Freneuse, pues me puseá la disposición de la madre del desgraciado y culpable Jacobo.

—¿Culpable? interrumpió bruscamente Tragomer. ¿Está usted seguro?

Á esta pregunta, tan directamente formulada, se produjo un efecto deestupor.

—He participado, por desgracia, de la convicción de los magistrados,del jurado y de la opinión pública, dijo Marenval, pues, en realidad,era imposible dudar. El mismo acusado, en medio de sus protestas, de suexasperación, no encontró ni un argumento, ni un hecho que citar en sudefensa. Ni una declaración le fué favorable, y en cambio hubo en contrasuya veinte de las más abrumadoras. ¡Oh! Se puede decir que todocontribuyó á perderle, su misma imprudencia, su conducta anterior, todo,en fin. Me duele en el alma hablar así, pero me obliga á ello elconvencimiento. No creo, no puedo creer en la inocencia de esedesgraciado, á menos de ser un insensato. Es imposible dudar que mató ásu querida, la encantadora Lea Peralli.

—¿Para robarla? añadió irónicamente Tragomer.

—Él mismo había empeñado, el día anterior, en el Monte de Piedad, todaslas alhajas de la víctima.

—Entonces, ¿por qué matarla, pues que ella misma le había dado todocuanto tenía?

—Las papeletas valían, lo menos veinte mil francos… Jacobo debía unasuma igual á la caja del círculo. La deuda fué pagada en el momentopreciso, las papeletas fueron presentadas el mismo día y las alhajasdesempeñadas… Lea Peralli vivía aún en ese momento; murió aquellamisma noche… ¡Ah! Ese maldito asunto está muy presento en miespíritu.

—Sí, todo lo que acaba usted de contar es exacto, repuso Tragomer; elpobre Jacobo desempeñó las joyas, pero negó siempre haber vendido laspapeletas. Pretendía que el verdadero asesino las había robado ydesempeñado las alhajas antes de que el crimen fuese conocido. Puesbien, si Jacobo no hubiera cometido el crimen por el cual fué condenado,¿qué diríais?

Esta vez el bello Cristián no pudo dudar de que se había apoderado de suauditorio. Todos se callaron y sus ojos fijos en él con apasionadoardor, sus actitudes violentadas por una intensa curiosidad, indicabanel interés que había sabido excitar en todos los espíritus.

—¿Y entonces? preguntó, por fin, Marieta.

—Entonces, dijo lentamente Tragomer, creo que se ha cometido en esteasunto un error judicial y que nuestro amigo Maugirón hablaba hace unmomento con mucha razón.

—Yo he conocido mucho á Lea Peralli, dijo Lorenza Margillier. Era unamuchacha muy agradable y que cantaba deliciosamente.

Los demás perdieron la paciencia y, no pudiendo contentarse con tanpoco, exclamaron:

—¡La historia! ¡La historia! ¡En esto hay una historia!

—Sí, por cierto, respondió tranquilamente Tragomer; pero no esperéisque os la cuente.

—¿Por qué no?

—Porque sé que tengo que habérmelas con las diez lenguas mejor cortadasde París, y no quiero que mi secreto…

—¿Hay un secreto?

—Que mi secreto corra mañana por las calles, por los salones y por losperiódicos.

—¡Oh!

Aquello fué un grito de reprobacción general y el mismo Maugirónabandonó el partido de Cristián y se pasó al enemigo, gritando másfuerte que todos.

—¡Abajo Tragomer! ¡Fuera Tragomer!

Pero el noble bretón les miraba con sus hermosos y tranquilos ojos, yescuchaba impasible sus maldiciones, el codo sobre la mesa y la barbaapoyada en la mano. Dejó que se exhalase el descontento general y dijocon voz sosegada:

—Si el señor Marenval quiere escucharme, voy á contarle lo que sé.

—¿Y por qué á él y no á nosotros?

—Porque él está unido á la familia de Freneuse y porque, como él decíahace un instante, esos sucesos le han hecho sufrir grandemente. Es,pues, equitativo darle hoy ocasión de sacar algún provecho…

—¿Y cómo?

—Eso es lo que me propongo explicarle dentro de un momento…

—¡Muy bien! ¡Nos pone en la puerta, por añadidura!

—Maugirón, te perdono; has encontrado la horma de tu zapato. Tragomeres todavía más fastidioso que tú.

—¡Como! ¿No dejáis quedarse ni á Chambol, el indispensable Chambol?

—Son las once, dijo Tragomer, y la ópera reclama á Chambol: hoy hacen Coppelia

. Si no va por allí, ¿qué dirán las bailarinas?

—¿Veis, amigos? Nos esforzamos por ser buenos y no se nos hacequedar…

—¡No! Marenval; excusas insistir para que nos quedemos…

—¡Es inútil que nos supliques; somos inflexibles Nos vamos, Marenval,nos vamos.

—Entonces, no hagáis el tonto, dijo Marenval con solemnidad. Lascircunstancias, como veis, son graves.

Dejadme amablemente con Tragomer.Y en recompensa…

—¡Ah! ¡ah! Un regalo! exclamaron las damas.

—¡Bueno! sí, un regalo, dijo Marenval. Mañana, en todo el día,recibiréis un recuerdo mío.

Las mujeres batieron palmas. La generosidad de Cipriano era conocida: elrecuerdo sería de valor.

Maugirón entonó, con la música de la marcha delProfeta:

—¡Marenval! ¡Honor á Marenval!

Y todos entonaron en coro el himno solemne hasta que el héroe de aquelhomenaje les interrumpió diciendo:

—¡Silencio! Vais á hacer venir los comisarios del círculo. Sedrazonables y marchaos con orden. Un beso y buenas noches.

Todas aquellas bonitas caras se aproximaron á los labios glotones deMarenval y se rozaron con su rudo bigote. Se cruzaron unos cuantosapretones de manos y la alegre cuadrilla pasó al salón inmediato paravestirse. Marenval cerró la puerta, y una vez solo con Tragomer, sesentó de nuevo, encendió un cigarro y dijo al joven:

—Ahora, podemos hablar.

—Bien sabe usted, querido amigo, los lazos de cariño que me unían desdela niñez á Jacobo de Freneuse.

Hemos sido compañeros de colegio yservido juntos en el regimiento. Nuestra existencia ha sido, por decirloasí, común. He participado de todas sus locuras juveniles. No hemos sidociertamente muy moderados en nuestros placeres y con frecuencia hemosdado lugar á críticas, pero estábamos llenos de ardor y de fuerza ymerecíamos un poco de indulgencia.

—Usted sí, amigo mío, usted, que siempre ha conservado, aun en losexcesos, una corrección perfecta; pero Jacobo…

—Sí, bien sé; Jacobo pasaba los límites y no sabía detenerse á tiempo.Era un exagerado y así en los goces como en las penas iba hasta elúltimo extremo… Le he visto llorar arrepentido en los brazos de sumadre, como un niño, después de alguna calaverada gorda, lo que no leimpedía repetirla el día siguiente. Lo peor del caso era que la fortunade su familia no permitía las prodigalidades á que él se entregaba, porlo que, disipada la herencia de su padre, mi desgraciado amigo tuvo queestar á cargo de su madre y de su hermana.

—¡Ah! querido amigo, ahí es donde yo dejé de comprenderle y me hicesevero para él. Mientras no hizo más que derrochar su capital, le juzguéimprudente, sabiendo que era incapaz de bastarse á sí mismo, pero no levituperé. Cada cual tiene derecho de hacer lo que quiere de su dinero.Uno atesora y otro malgasta; cuestión de gusto. Pero imponer sacrificiosá los parientes, estar á cargo de dos pobres señoras para ir después ácorrerla con mujeres perdidas, creo que merece todas las severidades.

—No es usted el único que piensa de ese modo; todos los consejos que ledí entonces estuvieron conformes con los principios que usted sustentamuy justamente. Pero Jacobo, arrebatado por la fuerza de las pasiones,no tuvo en cuenta mis advertencias. Me respondía que á mi me era fácilla moral, porque la basaba sobre cien mil libras de renta; que los ricostenían gran facilidad en predicar la virtud á los que están sin uncéntimo y que, ciertamente, si él pudiera no contraer deudas, sería elhombre más feliz del mundo. Y las contraía, lo sé por experiencia. Si lehubiera dejado hacer, hubiera dado al traste con mi caja, pero, aunquele quería tiernamente, tuve que calmar su afición desmedida á pedirmeprestado, porque vi que muy pronto me pondría en apuro, sin salir deellos él mismo. Por otra parte, la señora de Freneuse me suplicó que nofomentase con mi dinero los desórdenes de Jacobo. La pobre señora creíaque se detiene un caballo desbocado tirándole de las riendas, como sitoda presión y toda resistencia no sirviesen, por el contrario, paraexasperar su locura.

—¿No existió en aquel momento un proyecto de enlace entre la señoritade Freneuse y usted?

Tragomer palideció y su cara tomó una expresión dura y dolorosa. Susojos se hundieron bajo las cejas y su color azul se ensombreció como unlago sobre el cual pasa una negra nube. Bajó la voz y dijo:

—Me recuerda usted uno de los momentos más dolorosos de mi vida. Sí, yoamaba y amo aún á María de Freneuse. Iba á casarme con ella cuandoocurrió la catástrofe… Parece que estoy viendo á la madre de Jacobocuando llegó á mi casa una mañana, medio loca de dolor y de espanto, sedejó caer en un sofá, pues no podía tenerse en pie, y me dijosollozando: acaban de prender á Jacobo… en casa… hace unmomento…

—¿Se acababa de descubrir la muerte de Lea Peralli?

—Sí, se acababa de encontrar en el cuarto de Lea una mujer muerta de untiro de revólver y con la cara enteramente desfigurada por la herida…

—¡Una mujer! repitió Marenval, muy extrañado de la forma de la frase ydel tono en que Tragomer la había dicho. ¿Acaso duda usted que la muertafuese Lea Peralli?

—Lo dudo.

—Pero, amigo mío, replicó Marenval con viveza, ¿por qué no ha dichousted eso más pronto? ¿Al cabo de un año viene usted á aventurar unaopinión tan extraordinaria? ¿Quién le ha impedido á usted hablar en elmomento del proceso?

—En aquella época no tenía las mismas razones que hoy para dudar.

—Pero, ¿cuáles son esas razones? ¡Diablo! ¡Me hace usted saltar con susangre fría! Cuenta usted cosas que le hacen á uno caerse de espaldas,con el tono de un caballero que está leyendo los carteles de losteatros…

¿Por qué cree usted que Jacobo de Freneuse no ha matado áLea Peralli?

—Pues, sencillamente, porque Lea Peralli está viva.

Esta vez Marenval se quedó aturdido. Abrió la boca, pero no acertó áarticular ningún sonido; sus ojos se abrieron desmesuradamente y toda suemoción se tradujo en un movimiento de cabeza y un chasquido de manos,aplicadas con fuerza al borde de la mesa. Pero Tragomer no le dió tiempopara reponerse y añadió en seguida:

—Lea Peralli está viva. La he encontrado en San Francisco, hace tresmeses, y justamente porque tuve el convencimiento de que la teníadelante, di por terminado mi viaje y he vuelto á Francia.

El entusiasmo que este relato produjo en Marenval fué más fuerte que suescepticismo. Se levantó, dió la vuelta al comedor y dijo con vozentrecortada:

—¡Increíble! ¡Asombroso! Este Tragomer… Ahora comprendo por qué hahecho marcharse á los demás…

¡Vaya un escándalo que hubieran armado!¡Este sí que es asunto!

Cristián, con mucha calma, le dejaba agitarse y hacer exclamaciones deasombro y esperaba que su interlocutor volviese á él, atraído por suviolenta curiosidad. No le miraba; su vista parecía seguir una visiónlejana mientras una triste sonrisa se dibujaba en sus labios. Después deun instante de silencio, dijo lentamente:

—Cuando pienso que Jacobo está rodeado de bandidos, encerrado en unpresidio por un crimen que no ha cometido, se apodera de mí una profundatristeza. No hay destino más espantoso que el de un desgraciado que oyeafirmar violentamente su culpabilidad, que oye probarla, á quien searroja en un calabozo y se pone en incomunicación, y que al oirseinsultar en el despacho del juez de instrucción y en el banquillo, sufreen público la agonía moral y física del más atroz martirio y repite álos demás y á si mismo hasta volverse loco:

¡Soy inocente! Sus protestasson acogidas con voces y sarcasmos. Los jueces se dicen: ¡qué monstruo!Los jurados piensan: ¡vaya un malvado endurecido! Los periodistas hacená su costa frases ingeniosas y el público entero se deja llevar porellos. He aquí un hombre cuya suerte está decidida sin apelaciónposible. La sociedad, por medio de sus jueces, le ha puesto el estigmade asesino y es preciso que lo sea para siempre.

No tratéis de discutir;la ley está ahí y detrás de ella los jueces, que nunca se engañan, pues,como se ha dicho aquí hace un momento, el error judicial no existe, esuna impostura inventada por los periodistas. Si de vez en cuando serehabilita algún condenado, cuya inocencia ha logrado salir á luz, casisiempre después de muerto el víctima, ha sido que una facción poderosaha logrado arrancar á la justicia infalible la confesión de su error. Yaun entonces se retracta de mala gana. Si, por una gran casualidad, elsentenciado vive todavía, la fuerza pública, en vez de darlesolemnemente todo género de excusas, en vez de reparar el daño moral ymaterial que ha sufrido aquel hombre, confiándole un puesto honroso ylucrativo, le declara á regañadientes que está libre y le pone en lacalle diciéndole, poco más ó menos: "Anda, buen mozo, y que no te dejespescar otra vez…" ¡Oh, justicia! ¡Hermosa justicia! ¡Bien pagada, muycondecorada y grandemente honrada justicia! ¡Yo te admiro!

Al decir esto Cristián prorrumpió en una carcajada. Ya no era el frío ytranquilo Tragomer, del que se burlaban amablemente las muchachas porencontrarle demasiado reservado. La sangre asomaba á su tez y sus ojosbrillaban. Se volvió hacia Marenval, que no acertaba á decir palabra, ycontinuó:

—Hace dos años que Jacobo está agonizando bajo el peso abrumador de unacondena no merecida. Su madre está en duelo y su hermana, desesperada,quiere hacerse religiosa. Y todo porque un bribón desconocido hacometido un crimen y con extremada habilidad ha sabido atribuírselo áese infeliz, quien por su parte no parece sino que lo había preparadotodo de antemano, á fuerza de desorden, de imprudencia y de locura, paraque se le supusiese culpable y para que le fuese imposible probar que nolo era.

Marenval empezaba á estar inquieto. Los comentarios de Cristián sobre lapretendida infalibilidad de los jueces habían enfriado su entusiasmo.Encontraba que el interés del relato había languidecido y con todo elrigor de un crítico que reclama un corte en el diálogo, dijo:

—Nos estamos extraviando, Tragomer: volvamos á Lea Peralli. Me ha dichousted que la encontró. Pero, dónde, en qué circunstancias… Eso es loque yo quiero saber. Ahí está el nudo de la intriga. Dejemos lo demáspara otra ocasión y hábleme usted de Lea Peralli. Estaba usted en SanFrancisco y se encontró con ella. ¿Dónde? ¿Cómo?

—De un modo tan sencillo como inesperado. Había yo llegado el díaanterior con Raleigh-Stirling, el famoso

sportman

escocés, que sededica á la pesca del salmón y al que había encontrado en el lago saladocapturando monstruos. Se vino conmigo, dispuesto á seguir su pesca enSacramento, y yo me entretuve en cazar en el Canadá, donde maté algunosbisontes. Hacía, pues, algunas semanas que ambos vivíamos en el desiertoy fué para nosotros un cambio agradable el encontrarnos en medio de laanimación civilizada de una ciudad, entre compañeros amables.Precisamente, el banquero más rico de la ciudad, Sam Poetor, erapariente de mi compañero de camino, y en cuanto supo nuestra llegada,nos envió á buscar en su coche, hizo recoger nuestros equipajes en elhotel y de grado ó por fuerza nos instaló en su casa. Era el tal unsolterón de cincuenta años, y rico como lo son los de aquel país, vivíacomo un príncipe sin privarse de ningún placer. El primer día, despuésde una comida excelente, nos dijo: "Esta noche hay ópera: se cantaOtello, por Jenny Hawkins, que hace de Desdémona, y el gran tenoritaliano Novelli, en el personaje del moro. Iremos, si queréis, á oirlosen mi palco. Si os aburrís, volveremos á casa ó nos iremos al círculoCaliforniense; como queráis." Á las diez entrábamos en el proscenio dePector y nos encontramos un público entusiasmado con los cantantes, querealmente tenían talento, pero que estaban secundados por detestablesartistas que convertían la representación, fuera de las escenas de losprotagonistas, en un verdadero escándalo musical. Jenny Hawkins noestaba en escena ni apareció hasta el final del acto. Al verla,experimenté la impresión muy clara de conocer á la mujer que acababa depresentarse ante mí. Era una morena de facciones acentuadas, ojosatrevidos y aventajada estatura. Se adelantó hacia el proscenio y empezóá cantar. En el mismo instante, como si la memoria me acudieserepentinamente, me di cuenta del parecido que me había chocado. JennyHawkins era el vivo retrato de Lea Peralli, pero una Lea tan morena comorubia era la otra, más alta y más gruesa. La impresión que experimentéfué sumamente penosa. Me volví á mirar hacia el público para no veraquel fantasma que allá, en el fin del mundo, venía á recordarmeprecisamente las dolorosas circunstancias que me habían hechoexpatriarme. Pero si no la veía, oía su voz, que cantaba la hermosamelodía de la plegaria. Con mucha frecuencia había oído cantar á Leacuando iba á su casa con Jacobo, pero no reconocía su voz. Era la mismay no lo era, así como la cara de Jenny era la de Lea y sin embargo sediferenciaba de ella en ciertos detalles. Y después, ¿cómo había de seraquella cantante Lea Peralli, que había muerto en la calle Marbeuf dosaños antes y cuya muerte expiaba Jacobo en la Numea?

¡Locura! ¡Ilusión!Encuentro fortuito que no podía tener ninguna consecuencia. Sensaciónque duraría el espacio de una velada y que se desvanecería en cuantocayese el telón. ¡Ay! La terrible realidad que aquel parecido evocaba enmí se grabaría en mi alma más irrevocable que nunca. Pensaba yo todoesto mientras oía cantar á la artista y, sin embargo, la emoción quehabía sentido al verla aparecer en escena había sido tan viva, que quisecomprobarla por un nuevo examen. Me volví y miré á aquella mujer.

Estabaarrodillada en un reclinatorio, con la hermosa cabeza apoyada en lasmanos cruzadas y con los ojos fijos en el cielo como para implorarle. Meestremecí. Por segunda vez y con mucho mayor intensidad que la primera,tuve la sensación de que Lea Peralli estaba delante de mí. Una noche, enque Jacobo la había maltratado, después de una de sus violentas yfrecuentes querellas, la vi arrodillarse así delante del sillón en quesu amante estaba recostado. En aquel momento me parecía verla con loscodos en los brazos del sillón y la mejilla apoyada en las manoscruzadas, dirigiendo á Jacobo una sonrisa tierna y suplicante. Era lamisma fisonomía, la misma actitud, la misma mirada, la misma sonrisa.¿Era posible que existiera tal semejanza, no ya tan sólo física, sinomoral? Aquella prueba afirmó mi creencia más de lo que yo deseaba y unaturbación extraordinaria se apoderó de mí. Me incliné hacia el banqueroy le pregunté:

—¿Conoce usted á esta Jenny Hawkins?

—Ciertamente. Es la tercera vez que viene á cantar en San Francisco ysiempre ha tenido mucho éxito.

—¿Ha hablado usted con ella?

—Más de diez veces. He cenado con ella cuando era querida de mi amigoJohn-Lewis Day, el gran tratante en oro del Sacramento. Es una muchachamuy amable.

—¿Qué edad cree usted que tendrá?

—Podrá tener, acaso, unos veinticinco años. Parece de más edad en lacalle que en la escena, porque allí no está pintada, y además laexistencia de artista en expedición aja mucho la belleza de una mujer.Es muy agradable. En este momento no tiene á nadie; si le gusta á usted,le presentaré.

El pensamiento de encontrarme en presencia de aquella mujer hizo latirviolentamente mi corazón y debí palidecer, porqu