En Viaje (1881-1882) by Miguel Cané - HTML preview

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Tengo la seguridad de que, si alguna vez la independencia de Colombia esamenazada o su honor ultrajado, podrá contar para defenderse con unejército de más de 100.000 hombres, bravo, paciente y entusiasta.

De todos los países de la América del Sur, sólo en las regiones que bañael Plata se ha desenvuelto y reina soberana la institución social delduelo. En Chile y el Perú son tan raros los encuentros individuales, quese citan y recuerdan los pocos que han tenido lugar. ¿Es la influenciade la sociabilidad francesa la que, haciéndose sentir entre nosotros pormedio de su literatura corriente, ha hecho persistir en nuestros hábitosla manía del duelo?

¿Responde

acaso

esa

práctica

a

una

vaga

presiónetnográfica, si puedo expresarme así, puesto que la vemos imperar ennuestros campos, convertida en una ley ineludible para el gaucho?Tenemos, es cierto, la sangre ardiente, el punto de honor de unasusceptibilidad a veces excesiva, la vanidad del valor llevada a laaltura de la pasión; pero sería ridículo pretender que esos caracteresno distinguían también a los demás pueblos americanos.

En Colombia, el duelo, aunque más frecuente que en Chile y el Perú, noes común. En cambio, reina desgraciadamente una costumbre que los mismoscolombianos califican de salvaje. A pesar de toda mi simpatía y cariñopor ellos, no puedo desmentirlos.

Un hombre insultado en su honor o en su reputación, hace lealmente decira su enemigo que se arme, porque lo atacará donde lo encuentre. Ahorabien, en Bogotá, la gente de cierta clase social (porque esdesgraciadamente entre el alto mundo donde tienen lugar esas escenasdeplorables), sólo se encuentra durante el día en las calles Florián oReal, y por la mañana y a la tarde en el Altozano. Yo mismo hepresenciado, en la primera de las calles mencionadas, a las cuatro de latarde, hora en que se agrupa allí una numerosa concurrencia, unencuentro de ese género entre dos hombres pertenecientes a la más altasociedad bogotana. Revólver en mano, separados sólo por el caño, seatacaron con violencia, disparando uno sobre el otro casi todas lasbalas de su arma. ¿Cómo no se hirieron? La excitación natural, elmovimiento recíproco lo explican suficientemente. Lo que me llamó laatención, fue que ninguno de los circunstantes (la mayor parte de loscuales, la verdad sea dicha, tomaron una prudente y precipitadaretirada), no saliera con un balazo en el cuerpo. Los proyectiles sehabían enterrado a la altura de un hombre en las dos paredes opuestas alos combatientes que concluyeron por venirse a las manos, siendoentonces separados por algunas personas.

Por desgracia, raro es el incidente de ese género que se termina de unamanera tan feliz. Más de un joven brillante, más de un hombre de méritohan muerto en uno de esos combates, leales, es cierto, porque no hayjamás traición ni sorpresa, pero, lo repito, no por eso menos salvajes.No citaré ninguno de esos casos; pero, ¿quién no recuerda en Bogotá lahistoria terrible de aquel anciano que habiendo ofendidoinvoluntariamente a un hombre joven y de pasiones profundas, le pidiópúblicamente perdón, se arrodilló a los pies del arzobispo para que ésteevitara el encuentro a que su adversario lo incitaba de una maneraimplacable; hizo, en una palabra, cuanto es dado hacer a un hombre paraaplacar a otro? Todo fue inútil y un día el anciano se vio atacado bajoel portal de una iglesia; marchó recto a su enemigo, sufriendo el fuegocontinuo de su revólver, llegó junto a él, lo tendió de un balazo, yluego le enterró una daga en el corazón hasta la empuñadura.... ¡Nolancéis la primera piedra contra ese hombre de cabellos blancos, débil,creyente y devoto, que se había humillado, hundido la frente entre elpolvo a los pies de su adversario y que había vivido la vida amarga yangustiosa del peligro a todas horas y en todos los momentos!

Eseanciano vive aún, legítimamente rodeado del respeto colectivo, pero suslabios no han vuelto a sonreír.

¿Y aquel joven deslumbrante, que en un encuentro, tal vez suscitado porél, muere entre los brazos de una mujer abnegada, que quiere defenderlocon su cuerpo contra los golpes de su matador implacable?... Y elmatador, poco después, cae en una plaza pública, bajo las primeras balasde un motín insignificante....

Sí, bárbara, esa tradición de otros tiempos, persistiendo como unfenómeno en nuestros días, dentro de la cultura de nuestra atmósferasocial; bárbara, pero que revela la virilidad de ese pueblo. Nada másvulgar y común que el valor necesario para un duelo; pero esaexpectativa de todos los instantes, esa sobreexcitación continua de lossentidos, olfateando, como la bestia, un peligro en cada sombra, unenemigo en cada hombre que avanza, requiere una firmeza moralinquebrantable.

Hay también los duelos famosos, entre otros el de Ricardo Becerra yCarlos Holguín, dos de las cabezas más brillantes y dos de los corazonesmás generosos que tiene Colombia; la política los llevó al terreno, lasangre corrió... pero el rencor no penetró en las almas tan hechas paracomprenderse, Holguín, jefe de una de las secciones más importantes delpartido conservador, acaba de representar a su país en varias corteseuropeas, con dignidad, brillo y talento. Será siempre un timbre dehonor para el gobierno del doctor Núñez haber destruido la barrera de laintransigencia política, llamando a los altos puestos diplomáticos aconservadores de la talla de Holguín... Verdad es, y esto sea dicho aquíentre nosotros, que Holguín fue uno de los cachacos más queridos deBogotá, que le ha conservado siempre el viejo cariño. Tiene un espírituy una sangre fría incomparables.

Después

de

la

revolución

de

1876,

losconservadores, cuyas propiedades habían soportado todo el peso de ladura ley de la guerra, quedaron vencidos, agobiados, más

aún,

achatados.Una

tarde,

Holguín

se

paseaba

melancólicamente en Bogotá, cuando delseno de un grupo liberal, salió el grito de: «¡Abajo losconservadores!». Holguín se dio vuelta tranquilamente y encarándose conel gritón, le dijo con su acento más culto: «¿Tendría usted la bondad deindicarme cómo es posible colocarnos más abajo aun de lo que estamos?»Los rieurs se pusieron de su lado y siguió plácidamente su camino.

Resumiendo, una sociedad culta, inteligente, instruida y característica.He dicho antes que Colombia se ha refugiado en las alturas, huyendo dela penosa vida de las costas, indemnizándose, por una culturaintelectual incomparable, de la falta completa de progresos materiales.Es, por cierto, curioso llegar sobre una mula, por sendas primitivas enla montaña, durmiendo en posadas de la Edad Media, a una ciudad derefinado gusto literario, de exquisita civilidad social y donde se hablade los últimos progresos de la ciencia como en el seno de una academiaeuropea. No se figuran por cierto en España, cuando sus hombres deletras más distinguidos aplauden sin reserva los grandes trabajos de unCaro o de un Cuervo, que sus autores viven en la región del cóndor, enlas entrañas de la América; a veces, y por largos días, sin comunicacióncon el mundo civilizado...

El extranjero vive mal en Bogotá, sobre todo, cuando su permanencia estransitoria. Los hoteles son deplorables y no pueden ser de otra manera.Bogotá no es punto de tránsito para ninguna parte. El que llega allí, esporque viene a Bogotá, y los que a Bogotá van, no son tan numerosos quepuedan sostener un buen establecimiento de ese género.

Pero, ¡cómo se allanan las dificultades materiales de la vida en el senode aquella cultura simpática y hospitalaria! ¡Cómo os abren los brazos yel corazón aquellos hombres inteligentes, varoniles y despreocupados! Hepasado seis meses en Bogotá; no sé si una vez más volveré a remontar elMagdalena y a cruzar los Andes al monótono paso de la mula; ¡pero, si eldestino me reserva esa nueva peregrinación, siempre veré con júbilo lospuntos de la ruta que conduce a la ciudad querida, cuyo recuerdo estáiluminado por la gratitud de mi alma!

CAPITULO XV

El Salto de Tequendama.

La partida.—Los compañeros.—Los caballos de la sabana.—

El trajede viaje.—Rosa.—Soacha.—La hacienda de San Benito.—Una

nochetoledana.—La

leyenda

del

Tequendama.—El mitochiboha.—Humboldt.—El brazo de Neuquetheba.—El ríoFunza.—Formación del Salto.—

La hacienda de Cincha.—Paisajes.—Lacascada vista de frente.—Impresión serena.—En busca de otroaspecto.—

Cara

a

cara

con

el

Salto.—El

torrente.—

Impresiónviolenta.—La muerte bajo esa faz.—La hazaña de Bolívar.—Laaltura del Salto.—Una opinión de Humboldt.—Discusión.—El

Saltoal

pie.—El

Dr.

Cuervo.—Regreso.

Al fin llegó el día tan deseado del paseo clásico de Colombia, la visitaal Salto de Tequendama, la maravilla natural más estupenda que esposible encontrar en la corteza de la tierra.

Desde que he puesto el pieen la altiplanicie andina, sueño con la catarata, y cuando, al cansadopaso de mi mula, llegué a aquel punto admirable que se llama el Alto deRobe, desde el cual vi desenvolverse a mis ojos atónitos, la inmensasabana, pareciome oír ya «del Tequendama el retemblar profundo».

Ha llegado el momento de ponernos en marcha; el día está claro y sereno,lo que nos promete una atmósfera transparente al borde del Salto. A lastres de la tarde, la caravana se pone en movimiento. Somos ocho amigos,sanos, contentos, jóvenes y respirando alegremente el aire de loscampos, viendo la vida en esos momentos color de rosa, bajo la impresiónde la profunda cordialidad que impera y ante la perspectiva de lashondas emociones del día siguiente. Son Emilio Pardo, tan culto, tanalegre y simpático; Eugenio Umaña, el señor feudal del Tequendama, enuna de cuyas haciendas vamos a dormir, caballeroso, con todos losrefinamientos de la vida europea por la que suspira sin cesar, músicoconsumado; Emilio del Perojo, Encargado de Negocios de España, jinete,decididor, pronto para toda empresa, con un cuerpo de hierro contra elque se embota la fatiga; Roberto Suárez, varonil, utópico, trepadoeternamente en los extremos, exagerado, pintoresco en sus arranques,incapaz de concebir la vida bajo su chata y positiva monotonía,apasionado, inteligente e instruido; Carlos Sáenz, poeta de una galanuraexquisita y de una facilidad vertiginosa, chispeante, sereno, igual enel carácter a un cielo sin nubes; Julio Mallarino, hijo del dignísimohombre de Estado que fue presidente de Colombia, espiritual, hábil,emprendedor, literato en sus ratos perdidos; Martín García Mérou,meditando su oda obligada al Salto, y por fin, yo, en uno de los mejoresinstantes de mi espíritu, nadando en la conciencia de un bienestarprofundo, con buenas cartas de mi tierra recibidas en el momento departir y con la tranquilidad que comunican los pequeños éxitos de lavida.

Volábamos sobre la tendida sabana, gozando de aquella indecible fruiciónfísica que se siente cuando se corre por los campos sobre un caballo defuego y sangre, estremeciéndose al menor ademán que adivina en eljinete, la boca llena de espuma, el cuello encorvado y pidiendolibertad, para correr, volar, saltar en el espacio como un pájaro.

No he montado en mi vida un animal más noble y generoso que aquel bayosoberbio que mi amigo J. M. de Francisco tuvo la amabilidad de enviarmea la puerta de mi casa, aparejado a la orejón, como si dijéramos a lagaucha. Verdad que el caballo de la sabana de Bogotá es unaespecialidad; todos ellos son de paseo, y es imposible formarse una ideade la comodidad de aquel andar sereno, cuya suavidad de movimientos nose pierde, ni aun en los instantes de mayor agitación del animal. Notienen aquel ridículo braceo de los caballos chilenos, tan contrarios ala naturaleza; pero su brío elegante es incomparable. Encorvan lacabeza, levantan el pecho, pisan con sus férreos cascos con una firmezaque parte la piedra y fatigan el brazo del jinete que tiene quellevarlos con la rienda rígida. La espuela o el látigo son inútiles;basta una ligera inclinación del cuerpo para que el animal salte, y comodicen nuestros paisanos, pida rienda. Y así marchan días enteros;después de un violento viaje de diez y seis leguas, con sus carreras,saltos, etc. He entrado en Bogotá con los brazos muertos y casi sinpoder contener mi caballo, que, embriagándose con el resonar de suscascos herrados sobre las piedras, aumentaba su brío, saltaba el arroyocomo en un circo y daba muestras inequívocas de tener veleidades detreparse a los balcones. Todos los animales que montábamos, eran por elestilo; en el camino llano que va a Soacha, sólo una nube de polvorevelaba nuestra presencia. Volábamos por él, y los caballos,excitándose mutuamente, tascaban frenéticos los frenos, y cuando algúnjinete los precipitaba contra una pared baja de adobes o contra un foso,salvaban el obstáculo con indecible elegancia.

El traje que llevábamos es también digno de mención, porque era el queusa todo colombiano en viaje. En la cabeza, el enorme sombrero suaza, depaja, de anchas alas que protegen contra el sol, y de elevada copa quemantienen fresco el cráneo. Al cuello, un amplio pañuelo de seda queabriga la garganta contra la fría atmósfera de la sabana al caer lanoche; luego, nuestro poncho, la ruana colombiana, de paño azul eimpermeable, corta, llegando por ambos lados sólo basta la cintura. Porfin, los zamarros nacionales, indispensables, sin los cuales nadiemonta, que yo creía, antes de ensayarlos, el aparato más inútil que loshombres hubieran inventado para mortificación propia, opinión sobre laque, más tarde, hice enmienda honorable. Los zamarros son dos piernas decalzón, de media vara de ancho, cerradas a lo largo, pero abiertas en supunto de unión, de manera que sólo protegen las extremidades. Cayendosobre el pie metido en el estribo morisco que semeja un escarpín, dan aljinete un aire elegante y seguro sobre la silla. Son generalmente decaoutchouc, pero los orejones verdaderos, la gente de campo, los usan decuero de vaca con pelo, simplemente sobados[17]. Si se tiene en cuentaque en aquellas regiones los aguaceros torrenciales persisten las trescuartas partes del año, se comprenderá que estas precauciones sonindispensables para los viajeros en la montaña, en climas donde unamojadura puede costar la vida.

Pronto estuvimos en Bosa, distrito del departamento de Bogotá,antiquísimo pueblo chibcha, que fue el cuartel general de GonzaloJiménez de Quesada, antes de la fundación de Bogotá, y lugar de recreodel virrey Solís, que podía allí dar rienda suelta a su pasión por lacaza de patos.

Una hora más tarde cruzábamos bulliciosamente las muertas calles de latriste aldea de Soacha, de dos mil quinientos habitantes y con un metrode elevación sobre el nivel del mar por habitante. En las inmediacionesde Soacha, y a 2660 metros de elevación, dice Humboldt que encontróhuesos de mastodonte.

¡Deben esos restos de un mundo desvanecido haberreposado allí muchos millares de años antes de ser hollados por laplanta del viajero alemán!

Los visitantes comunes del Salto hacen noche en Soacha, para madrugar aldía siguiente y llegar a la catarata antes que las nieblas la haganinvisible. Pero nosotros íbamos con el señor de la comarca, pues laregión del Tequendama, pertenece a la familia Umaña, por concesión delrey de España, otorgada hace doscientos y tantos años. Nos dirigíamos auna de las numerosas haciendas en que está subdividida, la de SanBenito, a la que llegamos cuando la noche caía y el viento fresco de lasabana abierta empezaba a hacernos bendecir los zamarros y la ruanacariñosa. Allí nos esperaba una verdadera sorpresa, en la mesa luculianaque nos presentó el anfitrión, con un menú digno del Café Anglais, yunos vinos, especialmente un Oporto feudal, que habría hecho honor a lasbodegas de Rothschild.

Allí pasamos la noche, es decir, allí la pasaron los que, como Pardo,Perojo y yo, tuvimos la buena idea de dar un largo paseo después decomer. Mientras, tendidos en el declive de una parva, hablábamos de lapatria ausente y contemplábamos la sabana, débilmente iluminada por laclaridad de la noche y las cimas caprichosas de las pequeñas montañasque la limitan, llegaban a nuestros oídos ruidos confusos desde elinterior de la casa, rumor de duro batallar, gritos de victoria,imprecaciones, himnos.

Cuando, dos horas más tarde, entramos en demandade nuestros lechos, los campos de la Moskowa, de Eylau o de Sedán, eranidilios al lado del cuadro que se nos ofreció a la vista. Aún recuerdouna almohada que era un poema. Como aquellos sables que en el furor delcombate se convierten en tirabuzones, la almohada, abierta de par enpar, dejaba escapar la lana por las anchas heridas, mientras que undébil pedazo de funda procuraba retenerla en su forma pristina. Mesasderribadas, sillas desvencijadas, botines solitarios en medio del cuartoy en los rincones, sobre los revueltos lechos, los combatientes inertes,exhaustos. El cuarto diplomático había sido respetado, y ganamosnuestras camas con la sensación deliciosa del peligro evitado.

Como al amanecer debemos ponernos en camino del Salto, ha llegado elmomento de explicar su formación, buscando previamente su fe debautismo, su filiación en la teogonía chibcha. La imaginación de losamericanos primitivos, que ha creado las leyendas originarias del Méjicoy del Perú, tiene que brillar también en estas alturas, donde laproximidad de los cielos debe haberle comunicado mayor intensidad yesplendor.

No fatigaré exponiendo aquí toda la mitología chibcha, raza principal delas que poblaban las alturas de lo que hoy se llama Colombia, cuando en1535 llegaban por tres rumbos distintos los conquistadores españoles.Entre éstos, Quesada, el más notable, recogió las principales leyendas,y aunque desgraciadamente su manuscrito se perdió, los historiadoresprimitivos del nuevo reino de Granada las han conservado salvándolas delolvido.

Humboldt, refiriéndose a las tradiciones religiosas de los indiosrespecto al origen del Salto de Tequendama, dice así:

«Según ellas, en los más remotos tiempos, antes que la Luna acompañase ala Tierra, los habitantes de la meseta de Bogotá vivían como bárbaros,desnudos y sin agricultura, ni leyes, ni culto alguno, según lamitología de los indios muíscas o moscas.

De improviso se aparece entreellos un anciano que venía de las llanuras situadas al este de laCordillera de Chingasa, cuya barba, larga y espesa, le hacía de razadistinta de la de los indígenas.

Conocíase a este anciano por los tresnombres de Bochica, Neuquetheba y Zuhé, y asemejábase a Manco Capac.Enseñó a los hombres el modo de vestirse, a construir cabañas, acultivar la tierra y reunirse en sociedad; acompañábalo una mujer aquien también la tradición da tres nombres: Chia, Yubecahiguava yHuitaca. De rara belleza, aunque de una excesiva malignidad, contrarióesta mujer a su esposo en cuanto él emprendía para favorecer la dicha delos hombres. A su arte mágico se debe el crecimiento del río Funza,cuyas aguas inundaron todo el valle de Bogotá, pereciendo en estediluvio la mayoría de los habitantes, de los que se salvaron unos pocossobre la cima de las montañas cercanas. Irritado el anciano, arrojó a lahermosa Huitaca

lejos

de

la

Tierra;

convirtiose

en

Luna

entonces,comenzando a iluminar nuestro planeta durante la noche. Bochica,después, movido a piedad de la situación de los hombres dispersos porlas montañas, rompió con mano potente las rocas que cerraban el vallepor el lado de Canoas y Tequendama, haciendo que por esta aberturacorrieran las aguas del lago de Funza, reuniendo nuevamente a lospueblos en el valle de Bogotá. Construyó ciudades, introdujo el cultodel Sol y nombró dos jefes a quienes confirió el poder eclesiástico ysecular, retirándose luego, bajo el nombre de Idacanzas, al valle Santode Iraca, cerca de Tunja, donde vivió en los ejercicios de la másaustera penitencia, por espacio de 2000

años».

Es necesario haber visto aquella solución de la montaña por donde elFunza penetra bullicioso y violento, aquellas rocas enormes, suspendidassobre el camino, como si hubieran sido demasiado pesadas para el brazode los titanes en su lucha con los dioses, para apreciar el mito chibchaen todo su valor. Hay allí algo como el rastro de una voluntadinteligente y de la tutela eterna y profunda de la naturaleza sobre elhombre, tiene que haber sido personificada por el indio cándido en lafuerza sobrehumana de uno de esos personajes que aparecen en el albor delas teogonías indígenas como emanaciones directas de la divinidad.

La mañana estaba bellísima, y el aire fresco y puro de los campos exaltala energía de los animales que nos llevan a escape por la sabana. Prontollegamos a la hacienda de Tequendama, situada al pie del cerro, en unaposición sumamente pintoresca.

Pasamos sin detenernos, entramos en lasgargantas y pronto costeamos el Funza, que como el hilo de la virgengriega, nos guía por entre aquel laberinto de rocas, piedras sueltasciclópeas, desfiladeros y riscos.

El río Funza o Bogotá se forma en la sabana del mismo nombre de lasvertientes de las montañas, y toma pronto caudal con la infinidad deafluentes que arrojan en él sus aguas.

Después de haber atravesado lasaldeas de Fontibon y Cipaquirá, tiene, al acercarse a Canoas, unaanchura de 44 metros. Pero, a medida que se aproxima al Salto se vaencajonando y, por lo tanto, su ancho se reduce hasta 12 y 10 metros.Desde que abandona

la

sabana,

corre

por

un

violento

plano

inclinado,estrellándose contra las rocas y guijarros que le salen al paso comopara detenerlo y advertirle que a cierta distancia está el temidodespeñadero. El río parece enfurecerse, aumenta su rapidez, brama, batelas riberas, y de pronto la inmensa mole se enrosca sobre sí misma y seprecipita furiosa en el vacío, cayendo a la profundidad de un llano quese extiende a lo lejos, a 200 metros[18] del cauce primitivo. Tal es laformación de Salto de Tequendama.

Luego de haber seguido el río por espacio de media hora, gozando de lospanoramas más variados y grandiosos que pueden soñarse, nos apartamos dela senda y comenzamos a trepar la montaña. El ruido de la cascada, queempezábamos ya a oír distintamente, se fue debilitando poco a poco. Nohabía duda que nos alejábamos del Salto. Era simplemente una nuevagalantería de Umaña que quería mostrarnos la maravilla, primero, bajo suaspecto puramente artístico, idealmente bello, para más tarde llevarnosal punto donde ese sentimiento de suave armonía que despierta el cuadroincomparable, cediera el paso a la profunda impresión de terror y queinvade el alma, la sacude, se fija allí y persiste por largo tiempo.¡Oh!, ¡por largo tiempo!

Han pasado algunos meses desde que mis ojos ymi espíritu contemplaron aquel espectáculo estupendo, y aún, durante lanoche, suelo despertarme sobresaltado con la sensación del vértigo,creyéndome despeñado al profundo abismo...

De improviso apareció, en una altura, la poética hacienda de Cincha,desde la que se distingue una vista hermosísima. A la izquierda, lacuriosa altiplanicie llamada la Mesa, que se levanta sobre la tierracaliente. A la derecha, Canoas, con las faldas de sus cerros, verdes ylisas, donde se corre el venado, soberbio y abundante allí. Abajo, SanAntonio de Tena, medio perdido entre las sombras de la llanura y lasluminosas ondas solares. Todo esto, contemplado por entre la abertura deun bosque y al borde de un precipicio, donde el caballo se detieneestremecido, prepara el alma dignamente para las poderosas sensacionesque le esperan.

Empezamos el descenso por sendas imposibles y en medio de la vigorosavegetación de la tierra fría, pues respiramos una atmósfera de 13 gradoscentigrados. Pronto dejamos los caballos y continuarnos a pie, guiadospor entre la maleza, las lianas y los parásitos que obstruyen el paso,por dos o tres muchachos de la hacienda que van saltando sobre las rocasgregarias y los troncos enormes tendidos en el suelo, con tanta solturay elegancia como las cabras del Tyrol.

Así marchamos un cuarto de hora, conmovidos ya por un ruido profundo,solemne, imponente, que suena a la distancia. Es un himno grave ymonótono, algo como el coro de titanes impotentes al pie de la roca dePrometeo, levantando sus cantos de dolor para consolar el alma delvencido...

—¡Preparad el alma, amigo!

Quedamos estáticos, inmóviles, y la palabra humilde ante la idea, serefugió en el silencio. Silencio imprescindible, fecundo, porque a suamparo el espíritu tiende sus alas calladas y vuela, vuela, lejos de latierra, lejos de los mundos, a esas regiones vagas y desconocidas, quese atraviesan sin conciencia y de las que se retorna sin recuerdo.

¿Cómo pintar el cuadro que teníamos delante?

¿Cómo dar la sensación de aquella grandeza sin igual sobre la tierra?¡Oh! ¡cuántas veces he estado a punto de romper estas pálidas y fríaspáginas, en las que no puedo, en las que no sé traducir este mundo desentimientos levantados bajo la evocación de ese espectáculo a que loshombres no estamos habituados!

Figuraos un inmenso semicírculo casi completo, cuyos dos lados reposansobre la cuerda formada por la línea de la cascada.

Nos encontrábamos enel vértice opuesto, a mucha distancia, por consiguiente. Las paredesgraníticas, de una altura de 180

metros, están cortadas a pico yostentan mil colores diferentes, por la variedad de capas que el ojodescubre a la simple vista. De sus intersticios a la par que brotanchorros de agua formados por vertientes naturales y por la condensaciónde la enorme masa de vapores que se desprenden del Salto, arrancanárboles de diversas

clases,

creciendo

sobre

el

abismo

con

tranquilaserenidad. En la altura, pinos y robles, las plantas todas de la regiónandina: en el fondo, allá en el valle que se descubre entre el vértigo,la lujosa vegetación de los trópicos, la savia generosa de la tierracaliente, la palmera, la caña, y revoloteando en los aires que miramosdesde lo alto, como el águila las nubes, bandadas de loros y guacamayosque juguetean entre los vapores irisados, salen, desaparecen y dan lanota de las regiones cálidas al que los mira desde las regiones frías.Figuraos que desde la cumbre del Mont-Blanc tendéis la mirada buscandola eterna mar de hielo, como un sudario de las aguas muertas y que veisde pronto surgir un valle tropical, riente, lujoso, lascivo, frente afrente a aquella naturaleza severa, rígida e imperturbable.

Quitad de allí el Salto si queréis, suprimid el mito, dejad en reposo elbrazo potente de Neuquetheba: siempre aquellas murallas profundas yrectas, aquel abismo abierto, insaciable en el vértigo que causa,siempre aquella llanura que la mirada contempla y que el espíritupersiste en creer una ficción, siempre ese espectáculo será uno de losmás bellos creados por Dios sobre la cáscara de la tierra.

Ahora, apartad los ojos de cuanto os rodea: y mirad al frente, confuerza