En Viaje (1881-1882) by Miguel Cané - HTML preview

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Un vago enjambre de recuerdos vienen a mi memoria y agitan mi corazón.La influencia de aquel hombre sobre mis ideas juveniles, latransformación completa operada en mi ideal de arte literario por suslibros maravillosos, la música inefable de su prosa serena y radiante,aquella Vida de Jesús, libro demoledor que envuelve más poesíacristiana que los Mártires, de Chateaubriand, libro de panegírico; susnarraciones de historia, sus fantasías, sus discursos filosóficos, todasu labor gigante, había forjado en mi imaginación un tipo físicocaracterístico. Ese hombre tan odiado, contra el cual truena la voz demillares de frailes, desde millares de púlpitos, debía tener algo delaspecto satánico de Dante cruzando solitario y sombrío las calles deRavena; alto, delgado, grave y severo, con ojos de mirar intenso, cuerpoconsumido

por

la constante

excitación

intelectual... ¡Era un prior deconvento del siglo XV el que hablaba! Su ancha silla no podía conteneraquellos miembros voluminosos, repletos; un tronco obeso y prosaico, unvientre enorme, pantagruélico... y la risa rabelesiana, franca, sonora,que sacude todo el cuerpo. La cara ancha, sin barba, reposando sobre uncuello robusto, con una triple papada, la mirada viva y maliciosa, losademanes sueltos y cómodos. ¡Qué espíritu, qué chispa! Habló dos horassobre la virtud, sencilla y alegremente, con elevación, con irresistibleelocuencia por momentos. Pero cada diez minutos asomaba su cabezajuguetona le mot pour rire; él daba el ejemplo, dejaba el manuscrito,comenzaba por sonreír, miraba a Julio Simon, que se retorcía acarcajadas en un banco próximo, sobre todo cuando el trait habíarozado de cerca la política y todo el voluminoso cuerpo de Renán seagitaba como si Momo le hiciese cosquillas. Reíamos todos a la par y losujieres mismos se unían al gozoso coro. Cuando concluyó, dándonos lasgracias por haber ido a oírlo bajo aquella temperatura, lo queconstituía un acto de verdadera virtud, cuando se disipó la triple salvade nutridos aplausos y me encontré en la calle tenía todavía en el oídola voz jocosa y en los ojos las ondulaciones tumultuosas de aquelvientre que se agitaba con el último soplo de la risa, gala del cura deMeudon, más franca y comunicativa que el inextinguible reír de losdioses de Homero.

CAPITULO III

Quince días en Londres.

De París a Londres.—Merry England.—La llegada.—

Impresiones

enCovent-Garden.—El

foyer.—Mi

vecina.—Westminster.—La Cámara delos Comunes.—

Las sombras del pasado.—El último romano.—

Gladstoneorador.—Una ojeada al British Museum.—El Brown en Greendy.

¡Oh, portentosa comodidad de la vida europea! Luego al hotel, paso unmomento al salón de lectura, tomo el Times para buscar si haytelegramas de Buenos Aires, leo la buena noticia de la organizacióndefinitiva de la compañía del ferrocarril Andino y me pongo de buenhumor, pensando que en breve, la dulce y querida Mendoza estará ligadaal Plata por la arteria de hierro.

Antes de dejar el diario, echo unamirada a los anuncios de teatro: Covent-Garden: sábado, últimarepresentación del Demonio, de Rubinstein, con la Albani, Lasalle,etc.; lunes, Don Juan; miércoles, Dinorah; viernes, Etoile duNord, por la Patti.

Dispongo de quince días libres antes de tomar elvapor de América; he leído el anuncio el viernes a la tarde; tengohambre de música; París está insoportable... Un telegrama a Londres a unamigo para que me retenga localidades y a la mañana siguiente, hemevolando en el tren del Norte en dirección a Calais. Mis únicoscompañeros de vagón son dos jóvenes franceses de Marsella, reciéncasados, que van a pasar una semana en Londres, como viaje de boda. Nohablan palabra de inglés, no tienen la menor idea de lo que es Londres,ni dónde irán a parar, ni qué harán. Victimas predestinadas del guía, suporvenir me horroriza. Henos en Calais; aquel mar infame, que en 1870,en una larga travesía entre Dover y Ostende, me hizo conocer por primeray última vez el mareo, parece un lago de la Suiza. Piloteo a mis amigosdel tren, atravesamos el canal en hora y tres cuartos, sobre un soberbiovapor, y tomamos de nuevo el tren en Dover. Bellísimas las campiñas deaquel suelo que en los buenos tiempos del pasado, aún en medio de lasalvaje tragedia de las dos Rosas, se llamó Merry England, tiempo deque los alegres cuentos de Chaucer dan un reflejo brillante y quedesaparecieron para siempre bajo la atmósfera glacial de los puritanos.Los alrededores de Chatham son admirables, y la ciudad, coquetamentetendida sobre las márgenes del río, levanta su fresca cabeza sobre losraudales de esmeralda que la rodean.

Todos los campos cultivados;bosques, colinas, canales. Un verde más claro que en las campiñas de laNormandía que acabo de atravesar. Estaciones a cada paso, que adivinamospor el ruido al cruzar como el rayo su frente, sin distinguir más queuna masa informe. El tren ondea y a favor de la curva, vemos a lo lejosuna mole inmensa, coronada de humo opaco. Empezamos a entrar en Londres,estamos ya en ella y la máquina no disminuye su velocidad; a nuestrospies, millares de casas, idénticas, rojizas; vemos venir un tren contranosotros; pasa rugiendo bajo el viaducto, sobre el que corremos. Otrocruza encima de nuestras cabezas, todos con inmensa velocidad. Yandamos, cruzamos un río, nos detenemos un momento en una estación,volvemos a ponernos en camino, atravesamos de nuevo el mismo río sobreotro puente. La francesita, atónita, se estrecha contra el marido, que asu vez tiene la fisonomía inquieta y preocupada.

Es la inevitable yprimera sensación que causa Londres; la inmensidad, el ruido, eltumulto, producen los efectos del desierto; uno se siente solo,abandonado, en aquel momento adusto y de un aspecto severo...¡Charing-Cross! Al fin; me despido de los compañeros, un abrazo al amigoque espera en la estación, un salto al cab, que sale como una saeta,cruzamos doscientas calles serpeando entre millares de carruajes, saludoal pasar Waterloo Place y compruebo que el pobre Nelson tiene aún, en loalto de su columna, aquel deplorable rollo de cuerda, que hace tanequívoca la ocupación a que se entrega; enfilamos Regent's Street, veoel eterno Morning-House de Oxford Corner, que me orienta, y un momentodespués me detengo en la puerta del Langham-Hotel. Son las seis y mediade la tarde; a las siete y media se alza el telón en Covent-Garden.

Covent-Garden, en los grandes días de la season, tiene un aspectoespecial. El mundo que allí se reune pertenece a las clases elevadas dela sociedad, por su nombre, su talento o su riqueza. Dos mil personaselegidas entre los cuatro millones de habitantes de Londres, un centenarde extranjeros distinguidos, venidos de todos los puntos de la tierra:he ahí la concurrencia.

Se nota una comodidad incomparable; la animacióndiscreta del gran mundo, temperada aún por la corrección nativa delcarácter inglés; una civilidad serena, sin las bulliciosasmanifestaciones de los latinos; la tranquila conciencia de estar in theright place...

Corren por la sala, más que los nombres, rápidas miradasque indican la presencia de una persona que ocupa las alturas de lavida; en aquel palco a la derecha, se ve a la princesa de Gales con sufisonomía fina y pensativa; aquí y allí, los grandes nombres deInglaterra, que al sonar en el oído, despiertan recuerdos de gloriaspasadas, generaciones de hombres famosos en las luchas de lainteligencia y de la acción. No hay un murmullo más fuerte que otro; losaplausos son sinceros, pero amortiguados por el buen gusto. El aspectode la platea es admirable: más de la mitad está ocupada por señorascuyos trajes de colores rompen aquella desesperante monotonía del fracnegro en los teatros del continente. Pero lo que arrastra mis ojos y losdetienen, son aquellas deliciosas cabezas de mujeres; no hablo aún delos rostros, que pueden ser bellos e irregulares.

Me refiero a lacabeza, levantándose, suelta, desprendida, el pelo partido al medio,cayendo en dos hondas tupidas que se recogen sobre la nuca, jamás lisa,como en aquellos largos pescuezos de las vírgenes alemanas. El cabello,rubio, castaño, negro, tiene reflejos encantadores; pueden contarse sushilos uno a uno, y la sencillez severa y elegante del peinado, saliendode la rueda trivial y caprichosa, que cambia a cada instante, hacepensar que el dominio del arte no tiene límites en lo creado.

Henos en el foyer. Qué vale más, ¿este espactáculo de media hora o elencanto de la música, intenso y soberano bajo una interpretaciónmaravillosa? Quedémonos en este rincón y veamos desfilar todas esasmujeres de una belleza sorprendente.

Marchan con firmeza; la estaturaelevada, el aire de una distinción suprema, los trajes de un gustoexquisito y simple.

Pero sobre todo, ¡qué color incomparable en aquellosrostros, en cuyo cutis parece haberse «disuelto la luz del día»; con quétranquilidad pasan mostrando los hombros torneados, el seno firme, losbrazos de un tejido blanco y unido, la mirada serena, los labiosrosados, la frescura de una boca húmeda y un tanto altiva!... Tengo a milado, en el stall contiguo, una señora que no me deja oír la músicacon el recogimiento necesario. Debe tener treinta años y el correctogentleman que la acompaña es indudablemente su marido. Han cambiadopocas, pero afectuosas palabras durante la noche. Por mi parte, tengoclavado el anteojo en la escena... pero los ojos en las manos de mivecina, largas, blancas, transparentes, de uñas arqueadas y color derosa.

Sostiene sobre sus rodillas una pequeña partitura de Don Juan,deliciosamente encuadernada. La lee sin cesar, y sus pestañas negras ylargas proyectan una sombra impalpable sobre el párpado inferior. Elpelo es de aquel rubio oscuro con reflejos de caoba que tiene perfumespara la mirada... La Patti acaba de cantar su dúo con Mazzetto;aplaudimos todos, incluso mi vecina, que deja caer su Don Juan. Alinclinarme a tomarlo, al mismo tiempo que ella, rozó casi con mis labiossu cabello...

Recojo el libro, se lo entrego y obtengo en premio unasonrisa silenciosa. Cotogni está cantando con inefable dulzura laserenata, mientras en la orquesta los violines ríen a mezza voce, como les lutins en la sombra de los bosques... ¡Pero el inglés que acompañaa mi vecina, debe ser un hombre feliz!

De nuevo en el foyer; he ahí el lado bello e incomparable de laaristocracia, cuando es sinónimo de suprema distinción, de belleza y decultura, cuando crea esta atmósfera delicada, en la que el espíritu y laforma se armonizan de una manera perfecta.

La tradición de raza, laselección secular, la conciencia de una alta posición social que esnecesario mantener irreprochable, la fortuna que aleja de las pequeñasmiserias que marchitan el cuerpo y el alma, he ahí los elementos que secombinan para producir las mujeres que pasan ante mis ojos y aquelloshombres fuertes, esbeltos, correctos, que admiraba ayer en Hyde ParkCorner. La aristocracia, bajo ese prisma, es una elegancia de lanaturaleza.

El sentimiento predominante en el viajero que penetra en las ruinas delos templos védicos de la India, pasea sus ojos por las soberbiasreliquias de Saqqarah o de Boulaq, más aún que visita los restos delColiseo de Roma; es una mezcla de recogimiento y de asombro, unasensación puramente objetiva, si puedo expresarme así. Nuestranaturaleza moral no está comprometida en la impresión, porque los mundosaquellos se han desvanecido por completo y su influencia esimperceptible en los modos humanos del presente. No así cuando se marchabajo las bóvedas de Westminster; no así cuando se asciendesilenciosamente a ocupar un sitio en la barra de aquella Cámara de losComunes cuyas paredes conservan el eco de los acentos más generosos ymás altos que hayan salido de boca de los hombres en beneficio de laespecie entera. En vano advierto el espíritu, alarmado por la emociónintensa, que la memoria despierta en el corazón ofuscando el juicio; envano advierte que la historia inglesa no es sino el desenvolvimiento delegoísmo inglés, que esas libertades públicas, tan caramenteconquistadas, eran sólo para el pueblo inglés, que por siglos enterosvivieron amuralladas en la isla británica, sin influencia ninguna sobrelos destinos de la Europa y del mundo. El pensamiento se levanta sobreese criterio estrecho y aparta con resolución el detalle para contemplarel conjunto. Entonces se ve claro que la lenta elaboración de lasinstituciones libres se ha efectuado en aquel recinto y que la palabrade luz ha salido de su seno, en el momento preciso, para iluminar atodos los hombres...

Penetra la claridad por el techo de cristal; la sala es pequeña eincómoda, con cierto aire de templo y de colegio. Los diputados sesientan en largos bancos estrechos, sin divisiones ni mesas por delante.El speaker está metido en un nicho análogo a aquellos en cuyo fondobrilla una divinidad mongólica. A su derecha, en el primer banco, losministros... Miro con profunda atención eso escaño humilde. ¡Cuántoshombres grandes lo han ocupado en lodos los tiempos! ¡Cuántos espírituspoderosos, inquietos, sutiles, hábiles, han brillado desde allí! Meparece ver la sonrisa sardónica de Walpole, mirando con sus ojosmaliciosos a aquel mundo que domina degradándolo; el aire elegante deBolingbroke, la majestad teatral de Chatham, la inquietud, lainsuficiencia de Addington, la indiferencia de gran tono de North, lacara pensativa y fatigada de Pitt, la noble fisonomía de Fox, la rigidezde un Perceval o de un Castlereagh, la viril figura de Canning, lahonesta y grave de Peel, el rostro fino y audaz de Palmerston, la astutacara de Disraeli, y tantos, tantos otros cuyos nombres vienen amillares, cada uno con su séquito propio. En eso otro banco estabasentado Burke, el día sombrío para Fox, en que el huracán de laRevolución Francesa, salvando el estrecho, rompió para siempre losvínculos de amistad sagrada que unían a los dos tribunos. Allí caíaSheridan, rendido, con la mirada opaca, el rostro lívido por los excesosde la orgía, y allí se levantaba para gritar a Pitt, para azotarle elrostro con esta frase que cimbra como un látigo: «¡Sí, no ha corridosangre inglesa en Quiberon, pero el honor inglés ha corrido por todoslos poros!» Allí Wilberforce, más allá Mackintosch... ¿Cómo recordar atodos? Pero ahí están: su espíritu flota sobre esa reunión de hombres, yel extranjero que no tiene el hábito de ese espectáculo, cree verlos,cree oírlos aún con sus voces humanas. En el banco de los ministros,Gladstone, Bright, Forster... Pero el último romano domina a todos. Enél concluye por el momento la larga serie de los grandes hombres deestado en Inglaterra. La herencia de Beaconsfield está aún vacante entrelos tories: ¿cuál es el whig que va a cubrirse con la armadura delanciano Gladstone, que se inclina ya sobre la tumba? ¿Cuál es el brazoque va a mover esa espada abrumadora? No lo hay en el suelo británico,como no hay en la casa de Brunswick un príncipe capaz de levantar elescudo de un Plantagenet. La Inglaterra lo sabe y sigue con pasión losúltimos años,

los

últimos

relámpagos

de

ese

espíritu

de

incomparableintensidad,

los

últimos

esfuerzos

de

esa

inteligencia extraordinaria queha salvado los límites marcados por la naturaleza. Helo ahí: hatrabajado en su despacho 12 horas consecutivas, en las finanzas, en lapolítica externa, teniendo los ojos fijos en el interior del Asia, dondeel protegido de la Inglaterra cede en este momento el campo a un rivalafortunado; en el extremo austral del África, donde los toscos paisanosholandeses desafían de nuevo el poder inglés; una hora para comer, y enseguida a la Cámara. Su cabeza de águila está reclinada sobre el pecho.¿Reposa? ¿Medita? No; escucha al adversario que impugna su obra magna,su testamento político, ese «bill de Irlanda» con él que ha queridocontrarrestar el torrente enriquecido por tres siglos de dolores yamarguras, el bill con que quiere modificar en un día un régimenpetrificado ya, como el generoso Turgot quería modificar el antiguorégimen en Francia, con sus «asambleas provinciales»... De pronto, unestremecimiento agita su cuerpo; levanta la cabeza, mira a todos lados,y al fin, inclina el cuerpo, para ponerse rápidamente de pie, así que elimpugnador haya concluido. Un soplo nervioso corre por la asamblea. Hear, hear! Gladstone! M. Gladstone, dice a su vez el speaker. Elprimer ministro toma el primer sombrero que tiene a mano, pues nadiepuede hablar descubierto y se pone de pie. ¡Cómo se apiñan losirlandeses en su escaso grupo de la izquierda! La pequeña figura deBiggar, una especie de Pope, se hace notar por su movilidad. Parnellestá allí; ha hablado ya. Si la herencia política de O'Connell espesada, la tradición de su elocuencia es abrumadora... Oigamos aGladstone: ante todo, la autoridad moral, incontrastable de aquel hombresobre la asamblea. Liberales, conservadores, radicales, independientes,irlandeses, todo el mundo le escucha con respeto. Habla claro y alto: suexordio tiene corte griego y el sarcasmo va envuelto en la amargurasombría de haber vivido tantos años para alcanzar los tiempos en quebajo las bóvedas de Westminster

se

oyen

las

palabras

que

acaban

de

herirdolorosamente su oído. Poco a poco, su tono va descendiendo, y por fintoma cuerpo a cuerpo a su adversario, lo estrecha, lo hostiliza, lomodela entre sus manos, y dándole una figura deforme y raquítica, lopresenta a la burla de la Cámara, como Gulliver a un liliputiense. Lavíctima lucha; interrumpe con un sarcasmo acerado; Gladstone, en señalde acceder a la interrupción, toma asiento rápidamente; pero, al vercaer el dardo a sus pies, como si hubiese sido arrojado por la manocansada del viejo Priamo, lo toma a su vez, y, con el brazo de Aquiles,lo lanza contra aquel que deja clavado e inmóvil por muchas horas.

¡Oh!¡la palabra! Sublime manifestación de la fuerza humana, único elementocapaz de sacudir, guiar, enloquecer, los rebaños de hombres sobre elpolvo de la tierra! Tiene la armonía del verso, la influencia penetrantedel ritmo musical, la forma de los mármoles artísticos, el color de loslienzos divinos. ¡Y entre los raudales de su luz, las olas de melodía,las formas armoniosas como el metro griego, van el sarcasmo de Juvenal,la flecha de Marcial, la punta incisiva de Swift, o el golpe contundentede Junius el sublime anónimo!...

Hay más profunda diferencia entre la vida social y los aspectos urbanosde París y Londres, que entre Lima y Teheran. Parece increíble que basteuna hora y media de navegación, el espacio que un hombre atraviesa anado, para operar una transformación tan completa. Salir de una calle deParís para entrar diez horas después en una de Londres, observar elaspecto, la fisonomía moral del Támesis, después de haber pasado un parde horas estudiando el movimiento del Sena, da la sensación de habersetransportado en el hipógrifo de Ariosto a la región de los antípodas.

Nunca me ha fatigado la flânerie en las calles de Londres; no haylibro más elocuente e instructivo sobre la organización política ysocial del pueblo inglés. No intento hacer una descripción de lo que enellas he visto, sentido, porque las páginas se suceden a medida que losrecuerdos se agolpan, y tengo ya prisa por dejar la Europa y hundirme enlas regiones lejanas de los trópicos.

Pero aún tengo presente aquella rápida recorrida del British Museum, enque empleamos tres o cuatro horas con Emilio Mitre, cuya ilustraciónexcepcional e inteligencia elevada, hacen de él un compañero admirablepara excursiones. ¡Qué lucha aquella, de uno contra otro, pero casisiempre de ambos contra nosotros mismos! Metidos en Nínive y Babilonia,el tiempo corría insensible, mientras el Egipto, a dos pasos, nos mirabagravemente con los grandes ojos de sus esfinges de piedra o nos parecíaoír piafar los caballos del Parthenón en los mármoles de lord Elguin...¡Qué impresión causan, no ya la inscripción grandiosa que conserva enpomposo estilo la memoria de los gloriosos hechos de un Rhamsés o de unSennachérib, sino esos simples ladrillos rojizos, donde, ahora quince oveinte mil años, un asirio humilde consignó en caracteres cuneiformeslas cláusulas de un oscuro contrato de venta o la escritura de unahipoteca! Los detalles de la vida humana en aquellos tiempos en que loshombres tenían hasta una configuración de cráneo distinta a la nuestra,y por lo tanto, movían su espíritu dentro de diversa atmósfera, nosllamaban más la atención que las narraciones del diluvio, que los sabioshan desterrado de los viejos muros de Nínive con gritos de entusiasmo.Luego, la Grecia inimitable, y en ella, el inimitable Fidias. Abajo, lossoberanos trozos del Parthenón; arriba, las aéreas figurinas deterracotta encontradas en Tanagra. No tienen más que diez o docecentímetros de altura; pero ¡qué perfección, qué delicadeza exquisita!¡Cómo, bajo aquellos velos que las cubren como mantos de vestal, se ve,se siente el movimiento armónico del cuerpo! Unas encogidas, otras enmarcha y aquéllas...

¿recuerdas,

Emilio,

la

ráfaga

criolla

que

nosenvolvió?... ¡jugando a la taba! Sí; encorvada, una deliciosa estatuítasigue con avidez los giros del pequeño hueso, mientras su partner esperapaciente el turno. Miramos con atención y pudimos comprobar que la tabahabía echado lo contrario a suerte. ¿Y los autógrafos? ¿Cómodesprenderse de las vidrieras que los contienen, cómo arrancar los ojosde ese vivo retrato de los grandes hombres, cuya mano parece palpitaraún en el trozo de esas líneas incorrectas pero firmes?... ¡Y todo esemuseo portentoso, centro, núcleo, panorama, del espíritu humano en eltiempo y el espacio! No hay una fuente de sensación más pura, más alta,que la contemplación de esas riquezas artísticas y científicas; penetraen el alma, es cierto, un hondo desconsuelo, cuando la deficiencia de lapreparación intelectual hace que un mármol sea mudo para nosotros; pero,sin duda alguna, los horizontes de la inteligencia se ensanchan en cadavisita a un mundo semejante.

Una visita al Brown, que se mece gallardamente en las aguas del Támesis,a la altura de Greenyde. Uno de los objetos de mi viaje a Inglaterra hasido ver la gran nave argentina. El pabellón flotando en la popa mellenó de indecible emoción, que se aumentó por la cordial acogida querecibí de la oficialidad argentina, con su digno comodoro a la cabeza.Visitamos el buque en todas las direcciones, se me explican susmaravillas, se me narra la curiosidad europea que ha despertado por sunueva construcción y mientras contemplo sus cañones poderosos, susflancos de acero, su lanzatorpedos, sus ametralladoras, todos esosbárbaros elementos de destrucción, recuerdo con alegría que, hace yamuchos años, buques de guerra argentinos surcan los mares, sin que lapaz, que es nuestra aspiración y nuestra riqueza, haya sido turbada.¡Sea igual el destino del Brown; que sus cañones no truenen sino losdías de ejercicio, que su bandera respetada y amada por todos lospueblos de la tierra, no se ize jamás a su mástil en son de guerra, y sila agresión la hace inevitable, que el pecho de los hombres que lodirijan sea tan fuerte como sus escamas de hierro, que lo sepulten en elOcéano antes de arriar el pabellón blanco y celeste!

CAPITULO IV

Las Antillas francesas.

Adiós a París.—La Vendée.—Saint-Nazaire.—"La ville deBrest".—Las Islas Azores.—El bautismo en los trópicos.—LaGuadalupe.—Pointe-à-Pitre.—Las

frutas

tropicales.—Basse-Terre ySaint-Pierre.—La Martinica.—

Fort-de-France.—Una fiesta en laSabane.—Las negras.—

Las hurís de ébano.—El embarque delcarbón.—El tambor alentador.—La "bamboula" a la luzeléctrica.—La danza lasciva.—El azote de la Martinica.—Unaopinión cruda.—El antagonismo de raza.—Triste porvenir.

Pasé unos pocos días en París preparándome para la larga travesía ydespidiéndome de las comodidades de aquella vida que, una vez que se haprobado, con todas sus delicadezas intelectuales y con todo su confortmaterial, aparece como la única existencia lógica para el hombre sobrela tierra. ¡Qué error, qué triste error el de aquellos que no ven aParís sino bajo el prisma de sus placeres brutales y enervantes! Lo quetiene precisamente de irresistible ese centro, es su atmósfera elevada ypurísima, donde el espíritu respira el aire vigoroso de las alturas. Laciencia, las artes, las letras, tienen allí sus más noblesrepresentantes, y una hora en la Sorbona, en el colegio de Francia o enla Escuela Normal, hacen más por nuestra educación intelectual que unmes de lectura...

Volamos sobre los campos de la Vendée, la patria de Larochefoucauld yd'Elbée, de Cadoudal y Stofflet, la tierra de los chouans, dondeMarceau hizo sus primeras armas, donde Hoche se cubrió de gloria. Se nosha hecho cambiar de tren dos o tres veces, lo que nos pone de un humorinfernal, y en la mañana llegábamos a Nantes, que el tren atraviesa alento paso. He ahí las paisanas bretonas con sus características tocasblancas, con sus talles espesos; he ahí el río famoso, teatro de las noyades de Carrier, recuerdo bárbaro que horroriza a través deltiempo.

Somos aves de paso, y por mi parte, lamento no tener un par dedías que dedicar a Nantes; pero, como no he hecho sino cruzarlo, desistode ir a pedir fastidiosos datos a una guía cualquiera y me apresuro allegar al antipático puerto de St.-

Nazaire, la Guayra francesa, como lellamó el secretario cuando hubo conocido el símil en las costas del marCaribe. En la línea de Orleans, habríamos llegado a las cinco de lamañana; en la del Oeste, después de un fastidiosísimo viaje, llegamos alas diez.

Perdimos más de dos horas en obtener nuestros equipajes, y porfin, todo en regla, nos trasladamos al vapor Villa de Brest, queesperaba, amarrado al Dock y con las calderas calientes, el momento dela partida.

Siento placer aún en recordar aquel mundo de a bordo, tan heterogéneo,tan complejo y tan diferente del que estaba habituado a encontrar en losmares que bañan la parte oriental de la América.

La travesía es larga, pues de St.-Nazaire a la Point-à-Pitre, en laGuadalupe, no se emplean menos de quince días. Pero durante esas dossemanas la animación no desmayó un momento en el Ville de Brest, y elbuen humor supo convertir en motivo de broma hasta la detestable comidaque se nos daba.

He ahí las Azores, últimas perlas vacilantes en la antigua y espléndidacorona portuguesa. El capitán, por una galantería, se aparta ligeramentede la ruta y lanza el buque entre dos islas, cuyo aspecto verde, alegre,rompiendo la matadora monotonía del Océano, encanta la mirada y levantael corazón. Ambas están cultivadas prolijamente, y el esfuerzo humano seostenta en todas las faldas de la montaña. Aspiramos un momento condelicia la atmósfera cargada de emanaciones vegetales, y luego el grupode islas empieza a perderse en el horizonte, desvaneciéndose como unailusión.

Estamos en los trópicos; el calor comienza a ser sofocante y las largashoras que se extienden del almuerzo a la comida, son realmenteinsoportables. La mayor parte de los pasajeros, aun el nuevo gobernadorde la Martinica, cruzan el mar por primera vez, y la tripulación, con elpermiso del comandante, organiza la clásica función del bautismotropical.

No he podido averiguar de dónde viene