En Viaje (1881-1882) by Miguel Cané - HTML preview

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Sí, les gustan las mujeres, como les gustan a los ingleses, aún losdomingos. Cerrado el escritorio, preparado el espíritu para una pequeñasesión, suelen armar algunas... al lado de las que las explosioneslatinas son idilios. Es que también, para un hombre joven y aficionado,el teatro no puede ser más agradable. La contribución a la floraneoyorkina es universal, desde los productos franceses de serre-chaude, hasta esas rosas robustas que sólo brotan en la tierrade los madgiares.

En el alto mundo, el flirt, el abominable, el odioso flirt,inventado por alguna americana sin temperamento, la vanidad disfrazadade Cupido, el ridículo en vez del placer, la vanagloria en vez de lapasión, el flirt, mezcla del viejo patitismo italiano y del cant británico, gimnasia del cretinismo social, obliteración de lanaturaleza, traducción grotesca de un canto divino. La únicajustificación del flirt, como la del Dios de Stendhal, es que engeneral no existe. Empiezan las cosas por ahí, porque de algún modo hayque empezar; pero pronto la naturaleza hace oír su voz, y la mano, queatrae furtivamente la mano, el pie que roza el zapato de raso... semejanesas flores que brotan en los árboles, precediendo en la vida a la frutaque las reemplaza.

Son yanquis, pero son hombres.

Las obras de ante, maravillosas; High Bridge recuerda los trabajosromanos y el puente suspendido de Brooklyn parece una fantasía de cuentoárabe. El cementerio de Brooklyn es la necrópolis más lujosa que hevisto en mi vida. No vale el de Pisa como arte, ni los muertos surgen avuestro paso con todo su cortejo de gloria como en el Père-Lachaise. Sinembargo, un simple monumento, levantado por una suscripción pública, mehizo latir el corazón más aprisa que el aspecto de todas las grandestumbas de la tierra. Es el de un bombero; ni aún su nombre recuerdo,pero en su alma brilló un instante la única chispa que puede llamarse unreflejo divino. En un incendio terrible, un niño de cuatro años, hijo deobreros, había quedado solo en una pieza del cuarto piso. Las llamasrodeaban el edificio entero; el bombero toma una escalera y después deesfuerzos inauditos, medio abrasado, alcanza la ventana desde la que elniño, enloquecido por el terror, pedía auxilio. Pero el fuego consumióla escala. El bombero tomó al niño en sus brazos y lanzó una miradaansiosa a todos lados; las llamas entraban ya por la ventana. Entonces,delante de una muchedumbre que presenciaba la horrible escena con elcorazón apretado, algo como una luz divina inundó el alma de aquelhombre, grande en ese instante como la del Cristo en la cruz. Besó alniño en la frente, lo levantó en alto en sus brazos, se puso de piesobre el borde de la ventana y se dejó caer de una altura de cuarentametros. Su cuerpo se estrelló contra las piedras; el niño, sostenido ensus brazos, no había tocado el suelo, cuando fue recogido por losasistentes. No conozco una muerte más bella en los anales de la historiahumana, ni una tumba que merezca descubrirse ante ella con más profundaveneración.

No cerraré estas líneas trenzadas a la ligera, sin hacer una confesiónque no se refiere sólo a Nueva York, sino al mundo americano todo que heconocido: mi impresión ha quedado más abajo de la ilusión formada por eldato recogido. Mirado de cerca, el organismo norteamericano presenta losmismos síntomas de enfermedad que el de las más viejas sociedadeseuropeas. Su régimen político ha sido fuente de progreso,indudablemente; pero las ideas republicanas están lejos de practicarsecon la pureza que generalmente se les atribuye. La corrupciónadministrativa es mayor que la de cualquier país europeo y aunsudamericano, medianamente organizado. El fraude electoral se practicaen una escala que asombraría a la misma Inglaterra y de la que no hayremotos rasgos en Francia, único país en el mundo actual donde elsufragio universal se aproxime a la verdad.

El espíritu de secta, la anarquía religiosa, si bien se ejerce fuera delos límites del gobierno, no produce menos serias perturbacionessociales.

En una palabra, si yo buscara en el mundo un ideal político, correríaaún tras él.

Cincuenta millones de hombres en el afán de la producción, son una masatan imponente, que puede ser batida sin peligro por los vicios de unaorganización incorrecta. Pero los Estados Unidos tienen sólo un poco másde un siglo de existencia, y eso es un instante en la vida de lasnaciones. ¿Qué guarda el porvenir? Tal vez una potencia monstruo, perono espero una luz que esparza sus raudales de claridad sobre lahumanidad entera.

Una fragmentación del imperio americano es probable en época no lejana,o las leyes históricas fallarán. Será el momento de prueba; en cuanto ala libertad, formando hoy la base de la concepción humana de la vida, nopeligrará la desaparición del modo yanqui. Si un faro hay, persiste aúnbajo las bóvedas de Westminster y el egoísmo inglés es su mejorguardián.

CAPITULO XXI

En el Niágara.

La excursión obligada.—El palace-car.—La compañera deviaje.—Costumbres

americanas.—Una

opinión

yanqui.—NiágaraFall's.—La catarata.—Al pie de la cascada.—La profanación delNiágara.—El Niágara y el Tequendama.—Regreso.—ElHudson.—Conclusión.

No me era posible pensar en excursiones; el tiempo me faltaba. Pero hayuna que se impone moralmente a todo el que pisa el suelo de los EstadosUnidos; la visita al Niágara. Tenía indudablemente vivos deseos decontemplar la inmensa catarata, pero una mezcla de cansancio físico y delasitud moral, me quitaban el entusiasmo que en otros tiempos me hacíaandar centenares de de leguas por gozar de un nuevo aspecto de lanaturaleza. Además, el raudal del Tequendama vivía en mi memoria, y mialma le era fiel. Me parecía imposible que la impresión grabada sedesvaneciese ante ninguna otra. El Niágara, por otra parte, con sunotoriedad, con su fácil acceso, con la consagración universal de subelleza tiene algo de esos lieux communs de las literaturas clásicas,que, admirados por los hombres de todos los tiempos, concluyen porconvertirse en estribillos. En fin, estaba a una noche de distancia ytenía aún por delante cinco o seis días; me puse en camino. Resolví irmepor la línea del Erye que va a Búffalo y a Niágara Fall's, correr lasfronteras del Canadá hasta Albany, y luego de allí descender a NuevaYork por el Hudson.

A las siete y media de la noche entré en uno de esos soberbios palace-car, que sólo se encuentran en las líneas americanas y toméposesión del compartimento reservado de antemano. Los sleeping-car americanos, arreglados con más lujo que los europeos, sonincontestablemente más cómodos. Un corredor al centro, y a ambos lados,pequeñas divisiones que se aíslan fácilmente por medio de cortinas ytabiques ligeros; las camas están colocadas en el sentido del vagón.Anchas, limpias y abrigadas. En cada compartimento hay dos, una abajo yotra arriba; pero mientras no se tienden, los dos sofás, vis-avis,pueden contener cuatro personas. Yo había retenido el lecho de abajo;así, me llamó la atención, al llegar a la división que me correspondía,ver instaladas ya dos personas. Eran un hombre de barba blanca, de unos60 años de edad, y una niña de 20, esbelta, de facciones agradables yfinas. Faltaba aún un cuarto de hora para la partida del tren, y yoempezaba a alarmarme por la noche que me esperaba en caso de que hubierahabido error en la asignación de las piezas.

—Perdón, señor—dije en mi mal inglés;—en este compartimento no haymás que dos camas, y yo tengo el billete de una de ellas. Como calculoque habrá error, sería bueno corregirlo antes de que el tren se ponga enmarcha.

—No, señor—me contestó el yanqui;—yo desciendo. Mi hija va sola hastaUtica.

Me incliné en silencio, ligeramente intrigado. Padre e hija continuaronconversando, sin cuidarse de mi presencia, sobre asuntos del hogar,recomendaciones para la salud, recuerdos de familia, etc. Un hombre queha corrido un poco el mundo se engaña difícilmente: aquella criatura erapura y honesta. Dos fuertes besos, un largo abrazo, un saludo para mí, yel padre descendió, mientras el tren se ponía en movimiento, tomandopronto aquella marcha vertiginosa que sólo en las líneas americanas seve. La noche había caído y cada una de las veinte o treinta personas queocupaban el sleeping, comenzó a hacer lentamente sus preparativos. Sinpoder leer, me puse naturalmente a contemplar a la que tan íntimamenteiba a ser mi compañera de viaje. Era indudablemente bonita, grandes ojospardos, pelo castaño, un cuerpo modelado y un pie fino y bien calzadoasomaba la puntita por debajo del vestido. No pude vencer mi curiosidad;en Europa me habría abstenido de dirigirle la palabra; extranjero y enAmérica... ¡bah!

Su itinerario cayó; el pretexto estaba encontrado. Aquí de mi inglés, medije, y comencé:

—Señorita, según lo que he oído al caballero que acaba de bajar, y creoque es su padre de usted, usted tiene el billete de una de las dos camasde esta división. Ahora bien, como yo tengo el de la de abajo, que pormuchos motivos es la más cómoda, suplico a usted quiera permitirme quele proponga un cambio. En el momento en que usted desee recogerse, meretiraré, y le prometo—añadí sonriendo—incomodarla lo menos posible.

—Mil gracias, señor. El conductor ha prometido a mi padre darme un lowbed, si queda alguno vacante. En caso contrario, acepto agradecida suamable invitación. Tengo el sueño plácido y podrá usted dormirtranquilo.

Declaro que, a pesar de toda mi buena voluntad, no pude encontrar unátomo de malicia en la expresión con que fue dicha la frase. Pero teníaya bastante para llegar a mi objeto, y proseguí:

—Mi deplorable acento le habrá hecho comprender hace rato que soyextranjero. Con ese título, ¿me permite usted que le haga una pregunta yque hablemos como dos buenos amigos para matar una o dos horas?

With pleasure, Sir.

—Conozco un poco las costumbres americanas; pero no puedo habituarme aellas, porque me parecen, en ciertos casos, contrarias a la naturaleza.¿No se encuentra usted incómoda entre toda esta gente desconocida, quepuede ser educada o grosera al azar, en este dormitorio común, en el quecada uno se conduce según sus hábitos más o menos discretos? En unapalabra, ¿no tiene usted miedo?

—¿Miedo? ¿Y de qué?

—De viajar sola, expuesta a que algún individuo ordinario le falte alrespeto.

—¿Sola? (Y sonreía mirándome con asombro). ¿Qué haría usted si uno deesos caballeros me dijera algo impertinente? ¿No tomaría usted midefensa?

—Naturalmente.

—Esté usted seguro que, si yo diese una voz, todas las personas queocupan el vagón, se lanzarían a un tiempo y harían pasar un mal rato alcobarde que pretendiese insultar a una mujer.

—Perfectamente; pero lo que me admira es ese triunfo admirable de larazón sobre el instinto. Las mujeres son miedosas, pusilánimes pornaturaleza. Si razonaran, serían tan bravas como nosotros, que a vecesafrontamos peligros serios únicamente sostenidos por la voluntad.

—La educación lo hace todo. Ustedes los europeos (me creía español),educan mal a las mujeres. Las costumbres americanas...

Y aquí todos los argumentos conocidos en favor de la emancipación socialde la mujer, expuestos con un orden que revelaba la frecuencia de esegénero de disertaciones. Luego, empezó a hacerme preguntas sobre laEuropa, hasta que el conductor vino a decirle que la cama baja delcompartimento frente al mío, separado simplemente por el corredor de unavara, estaba a su disposición.

Le deseé buena noche y me fui a recorrer el tren de un extremo a otro.Nada más cómodo que esa facilidad que permite estirar las piernas ydistraerse con el cambio de aspectos. ¡Cómo volaba aquel monstruo paracuya carrera la tierra parecía ser pequeña!

Vista desde el último vagón,la vía daba vértigo. La claridad de la noche permitía ver las llanurascultivadas, los bosques y colinas, los canales que rayaban el paisajecon sus líneas blancas y caprichosas. Fume un cigarro, me puse a «echarglobos», como llaman en Bogotá al fantaseo indefinido del espíritu, yvolví en busca de mi cama.

Mi vecina acababa de desaparecer tras las cortinas de la suya; al sentirmis pasos, sacó la cabecita y me largó un good evening, sir! que estavez no me pareció del todo exento de picardía. ¿Qué mujer no tiene ungrano de malicia, a veces inconsciente, esparcido en la sangre?

Yo creí que se recostaría simplemente, vestida como estaba.

Me habíaengañado, porque, a poco rato, la cortina se entreabrió de nuevo, y unamano apareció sosteniendo dos botines largos y delgados, que dejó caersobre el piso. Luego, una o dos vueltas, la inmovilidad y el respirarsereno e igual. Buenas noches.

Más tarde contaba en Nueva York la aventura a un amigo mío, americano, yel buen yanqui movía tristemente la cabeza.

—No tengo la menor duda—me decía,—que su compañera era una mujerhonesta. Pero, para ella, era usted un hombre cualquiera, undesconocido. Figúrese que un muchacho audaz que hubiese sabido encontrarel camino de su corazón, se hubiera arreglado de manera parareservarse... su sitio de usted. ¿Cree usted que las cosas habríanpasado de la misma manera? Es necesario tener siempre en cuenta lamateria de que somos formados y la poca influencia que tienen sobreella, en momentos

especiales,

los

hábitos

y

convenciones

nacionales.Nuestras costumbres de independencia femenil eran perfectamenteaceptables hace cincuenta años; pero, créame, la vida europea queconquista terreno diariamente entre nosotros, los espectáculos teatralesque enseñan más de lo que se cree, las novelas francesas, leídas hoycon avidez, las gacetas de los tribunales, las revistas de policía consus ilustraciones iconográficas, han abierto nuevos rumbos en elespíritu de las mujeres americanas. No creo que hoy sea un timbre dehonor para las costumbres de nuestro país esa independencia social de lamujer, sino una causa de decadencia en el nivel moral. Es muy cómodoconvenir en que nunca se abusa; pero la realidad empieza a desalentar alos más obstinados sostenedores de tal régimen.

Más de un hombre piensa hoy como mi amigo yanqui en los Estados Unidos.Por mi parte, no he tenido pruebas... personales.

Sea porque largo tiempo hacía que no viajaba en ferrocarril, sea porqueel ir y venir de los compañeros de vagón me incomodaba, sea, en fin,porque la lucha eterna entre el sentido común y el sentido... a secas,hubiera convertido mi cabeza en un campo de batalla, el hecho es que elsueño huyó de mí. Me envolví en mi manta, vestido, corrí las cortinasque cubrían los cristales, la luna inundó mi cuartujo, y en compañía deun punch organizado a la ligera y de una serie de cigarros, esperétranquilo la mañana.

A las 5 a. m. mi vecina se levantó, humedeció una esponja diminuta, serefrescó la cara, sacó el reloj, consultó su itinerario, arregló susmaletas, y como yo hiciera mi aparición en ese momento, me tendió lamano, dándome un gracioso good morning. Nos salimos a la plataforma;media hora después (el día empezaba a clarear), el tren se detenía enUtica; mi compañera me daba el último adiós, en la vida tal vez, ydescendía en una estación solitaria, con un paso tan firme y sereno comosi fuese acompañada por toda su familia. Cuando el tren se puso enmarcha nuevamente, volvió la cabeza y me hizo un saludo con la mano. Mevolví al vagón de mal humor.

Niágara Fall's es una aldea que vivo exclusivamente de la atracción deltorrente. Eternamente mecida por el ruido atronador de la cascada,paréceme que, si una mano omnipotente detuviera un instante las aguas ensu caída, el silencio haría levantar hasta los muertos de sus tumbas.Desde la llegada, se oye a lo lejos el rumor inmenso, como un eco de lacatástrofe suprema, que sin cesar se reproduce en el despeñaderosalvaje. En el estado de mi espíritu hubiera dado un mundo por poderentregarme a mí mismo, llegar a la catarata sin más guía que su gemidocesante, y solo, en medio de la naturaleza, detenerme de pronto frente afrente y entregarme sinceramente a la impresión... ¡Veinte, cuarentaómnibus, estaban alineados en la estación, y otros tantos individuosgritaban a voz en cuello el nombre de sus hoteles, encomiando sus golpesde vista, la maravilla de sus panoramas exclusivos, la baratura de susprecios! Cinco o seis empleados me pedían el boleto de mi equipaje,otros me metían tarjetas de casas de comercio, aquél me incitaba a noolvidar el Burning Spring, éste los rápidos, etc. Aquí y allí, unachimenea, la fatigosa actividad de una fábrica, tráfico por todaspartes, mercerías, bar-rooms, tiendas, la calle moderna, con sus enormesanuncios, sus letreros, sus reclamos, un inmenso cuadro de madera Takethe Erye Railroad! , el hormiguero humano en el afán del lucro... ¡y elNiágara bramando a lo lejos!

¡O mi soberbio Tequendama, dónde estás, con tu acceso difícil, tusbosques vírgenes, tus sendas abruptas, tus rocas salvajes!

Heme instalado en un hotel trivial, el más próximo a la caída.

Consultomis instrucciones y recuerdos y hago mi plan. Me echo a la calle,contrato un carruaje para dentro de una hora, por verme libre del asediode los cocheros, me guío por el estruendo, y de improviso, heme frente ala catarata.

¿Quedé absorto? No, no comprendí. Aquello es inmenso, inaudito. Todo elesfuerzo de la imaginación no alcanza a dar una imagen de la realidad,una vez que la serena y lenta contemplación ha dado tiempo a que elespíritu se sature de la belleza del cuadro.

En centenares de grutas y en millares de libros corre la descripción delNiágara: su formación, su origen, su destino, el volumen de sus aguas,su bifurcación en el momento de la caída, etc. No intentaré, ni es mipropósito, rehacerla; cuento mi impresión y basta. Si en el Tequendamahe sido más prolijo, es porque el gran salto, perdido en las entrañas dela América, es casi desconocido por las dificultades que hay para llegarhasta él.

Cada segundo, cada momento de contemplación aumenta en mí el asombro, lafascinación irresistible. Como grandeza, no hay nada igual. Aquella masade agua colosal que se arrastra rugiendo por un plano ligeramenteinclinado, que confluye en dos raudales anchos y profundos, para caer depronto, con indecible majestad, en el cauce inferior, produce laimpresión de un dislocamiento general del orden creado. No es la alturade la caída (80 a 100 pies) lo que impone; es el volumen de las aguas,el espesor titánico de la curva enorme que se forma al borde de lacatarata. Del lado del Canadá—pues el río determina la línea divisoriacon los Estados Unidos,—la caída se extiende a todo el ancho del curso,formando una herradura cuya parte cóncava queda al centro; en tierra dela Unión, el brazo es mucho más angosto, y la caída, sin la imponentesolemnidad de la canadiense, tiene cierta gracia esbelta, una armonía deformas que seduce la mirada.

He dicho que las aguas, al precipitarse, proyectan una curva que sequiebra en el plano horizontal, unido y espeso, especie de cortina quecubre eternamente el corte vertical de la roca. Uno de los aspectosrecomendados es al pie de la catarata, en el abismo de fragor ytinieblas que existe entre la base de la roca y la columna de agua quecae rugiendo.

Preferiría mil veces el aspecto grandioso y soberbio de la cascada,desenvolviendo su fuerza salvaje bajo los cielos. Pero es necesarioverlo todo, y así, sin entusiasmo, sin convicción, tomé el ferrocarrilhidráulico que conduce al pie de la catarata, del lado de la Unión.Excusado es decir que ya había pagado al entrar en el parque general querodea al Niágara, que a cada paso que daba para mirar de un lado a otro,se me aparecían empleados con sus tiskets y talones, etc. ¡Con cuántoplacer habría dado una suma redonda, superior al monto de las pequeñas ysucesivas contribuciones con que me incomodaban sin cesar!

Una vez en el fondo, a orillas del río que se forma después de la caíday cuyas aguas tranquilas parecen aún absortas de la catástrofe reciente,manifesté mi deseo, me indicaron un cuarto y procedieron a envolverme,pies, cuerpo y cabeza, en zapatos, traje y sombrero de, caoutchout, conel objeto de preservarme de una mojadura. Sofocaba allí dentro, y estabaa punto de desistir, cuando mi compañero desconocido, pues el guía tomados personas, una de cada mano, salió de su cuarto vestido con unligerísimo traje de baño. Su idea me sedujo y a mi vez me coloqué encondiciones de desear el agua en vez de temerla. Nos hicimos un saludocordial y nos lanzamos.

Para llegar al pie de la roca, detrás de la espléndida tapicería líquidaque en ese instante brillaba bajo el sol con mil reflejos irisados quejamás alcanzaron las más ricas telas de Persia o la China, era necesariomarchar paso a paso, saltando de piedra en piedra o pasando por pequeñospuentes de madera que se deshacen con frecuencia. Estamos aún a uncentenar de varas de la caída, y las espumas nos azotan el rostro,mientras el ruido nos aturde. El guía nos habla a gritos, pero yo melimitaba a aferrarme firmemente a su mano. A cada paso, la marcha sehacía más difícil; pero en los momentos en que el vapor de agua, lostorbellinos de espuma y los cambiantes prismáticos, sucediéndose con unarapidez eléctrica, no nos enceguecían, el cuadro que teníamos pordelante, el reventar de la mole inmensa contra la roca, el torbellinoníveo que se levantaba, el fragor de ese trueno constante, erancompensaciones más que suficientes a las angustias de la marcha. Uninstante nos concertamos con el compañero, un joven alemán, paradetenernos; nos bastó un minuto de reposo dando la espalda al torrente ycon el corazón inquieto seguimos avanzando. Henos detrás de las aguas.Un ruido infernal atruena mis oídos, algo así como cien mil cañonesdisparados a un tiempo y sin discontinuar, y una honda y densa oscuridadme rodea. El alemán repite a cada instante el clásico Donnerwetter! con voz apagada, y otras interjecciones que empiezan o terminan con el teufel! Yo procuro entreabrir los ojos, hago un esfuerzo y veo unmomento, un décimo de segundo, la profunda pared líquida, veteada porfugitivos rayos de luz. Un instante más, y nos asfixiábamos. ¡Con quédelicia respiramos a la salida! Teníamos las caras rojas, candescentes ylos ojos saltados. Nos tendimos con deleite entre las mansas ondas delrío, dejando reposar el cuerpo y teniendo por delante el más estupendocuadro de la naturaleza.

He visto al Niágara, desde todos sus aspectos oficiales, he descendido alos rápidos, allí donde el capitán Webb, ese suicida sublime, con uncorazón digno de la tumba que encierra, acaba de caer vencido en sulucha insensata con el gigante americano.

Lo repito: a cada instante laimpresión crece. Se opera en el espíritu un fenómeno análogo al queproduce la contemplación de las bóvedas de San Pedro, que van creciendolentamente a medida que la mirada se habitúa a la percepción de lainmensidad. Pero los americanos han echado a perder esa maravilla que lanaturaleza arrojó en su suelo. Arrancad de la capilla Sixtina la figurade Isaías y ponedle un marco esculpido por Doré, pequeños Amorestrepando gozosos por la viña ensortijada, faunos diminutos persiguiendoa ninfas cocottes y tendréis una idea del efecto que produce ese Niágarainmenso, severo, rugiendo como un titán enfurecido, y rodeado depequeñas villas coquetas, chalets suizos en ladrillo rojo, surcado porpuentes de ferrocarril, rodeado de molinos, bar-rooms, alberguescubiertos de anuncios de Lanmann y Kemp, de la Marfilina, de laAlmohadilla de Parry, ultrajado, profanado, como el Coliseo romano porlas lápidas de mármol blanco y letras doradas que pretenden consagrarglorias efímeras y raquíticas.

Otra vez, ¿dónde está mi Tequendama? El volumen de sus aguas esinfinitamente inferior al del Niágara, pero se precipita de una alturaocho veces mayor. Su voz poderosa reina solitaria y altiva entre lasgargantas de la montaña, sin confundirse con el rechinar de las máquinasa vapor o con el crujir de las ruedas de molino. En el Salto, elespíritu ve palpitante una escena de la formación primitiva del mundo, yla visión, por largo tiempo, reproduce el vértigo. Su acceso estádefendido vigorosamente por la naturaleza, y la transición de la florade las cumbres a la lujuria tropical del hondo valle no tiene igualsobre la tierra. El Niágara es mil veces más grande, más imponente; paramí, la palma de la belleza queda al Tequendama.

¿Qué sería el Niágara cuando por primera vez lo contemplaron los ojosatónitos de los conquistadores? La leyenda dice que los grandes jefesindios, después de la batalla suprema en que caía la tribu entera, seechaban en sus canoas que abandonaban al rápido correr del río, y, fijoslos ojos en el sol, desaparecían en el abismo. ¡Los primeros europeosque hayan contemplado ese cuadro necesitan haber tenido el corazón deacero para no caer fulminados por la violencia de la impresión!

Quedé sólo un día en el Niágara. A la noche tomé el ferrocarril yamanecí en Albany, de donde descendí el Hudson hasta medio camino deNueva York, haciendo el resto de la ruta en un drawingcar, en eldelicioso ferrocarril que corro sobre las aguas mismas del río. ElHudson tiene un aspecto especial; sin el encanto poderoso de los grandesríos americanos de orillas desiertas, sin la belleza melancólica que lahistoria da al Rhin, cómo cubriéndolo de un encaje de recuerdos, lospanoramas del Hudson, en la estación estival, tienen una gracia fresca ysuave que serena la mirada. Pero los palacios, las villas y chalets quecubren sus bordes, no tienen carácter alguno... y no hay cuadro queresista cuando hacen su aparición esos comodísimos y horribles vapores,blancos y cuadrados, tortugas rápidas, símbolo del arte americano.

En Nueva York permanecí aún una semana, y por fin, a bordo del Labrador,después de un viaje agradable, llegué al Havre, pisando tierra europea,justo un año después de haberme embarcado

en

Saint-Nazaire

con

rumbo

alas

costas

septentrionales del continente sudamericano.

En mi larga narración he tenido que describir países, costumbres yaspectos sociales. Desde el punto de vista literario, la crítica me diráel mérito de mi trabajo; pero, en lo que se refiere a la veracidad delos hechos, afirmo una vez más que no he tenido otro guía fijo yconstante en mi relato. La descripción característica de mi viaje porColombia habría sido sumamente difícil tratándose de otro pueblo; perola inteligencia clara y elevada de los granadinos sabrá apreciar elconjunto de mi impresión, la más grata que haya sentido hasta hoy entierra extranjera.

Cierro estas páginas saludando con gratitud a aquel que hasta aquí mehaya acompañado. ¿Quién sabe si aun no haremos otro viaje juntos? Midestino, por mil combinaciones diversas, parece imponerme el movimientocontinuo; y mi pasión por la pluma es incorregible.

Tall. Gráf. L. J. Rosso y Cia.

Belgrano 475—Buenos Aires

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