El Tesoro Misterioso by William Le Queux - HTML preview

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Sí, ese tuerto tenía sobre ella un poder absoluto, como se había jactadodelante de la señora Percival. También conocía ese hombre el secreto delcardenal, mientras yo lo ignoraba.

Permanecimos sentados en esa pequeña y anticuada habitación hasta que elcrepúsculo se convirtió en noche profunda, y ella se levantó penosamentey encendió la lámpara. A la luz noté, sobresaltado, cómo había cambiadosu dulce rostro. Sus mejillas estaban pálidas y marchitas, sus ojoshinchados y enrojecidos, y todo su semblante denotaba una ansiedadprofunda, terrible, ardiente, un terror pánico de lo desconocido que elporvenir le reservaba.

Ciertamente, su posición era extraña, casi inconcebible: una lindajoven, con una fortuna de más de dos millones de libras depositada enpoder de sus banqueros, y sin embargo perseguida, rondada por suscrueles enemigos que buscaban su ruina, degradación y muerte.

La revelación de su casamiento me había dado un golpe terrible, comopara hacerme tambalear. Ya no podía ser para ella más que un simpleamigo como cualquier otro hombre; todos los pensamientos de amor estabanexcluidos, toda esperanza de felicidad abandonada. Jamás la había yopretendido por su fortuna, eso puedo confesarlo honradamente. La habíaamado sólo por lo que ella valía en sí, porque era dulce y pura, porqueconocía que su corazón era leal y sincero; que en carácter, fuerza devoluntad, gracia y belleza, era incomparable.

Durante un largo rato retuve su mano entre las mías, sintiendo ciertasatisfacción, supongo, en repetir de esta manera lo que tantas veceshabía hecho en otro tiempo, ahora que ya tenía que despedirme parasiempre de todas mis esperanzas y aspiraciones.

Ella permanecía sentada en silencio, dejando escapar profundos suspirosde dolor mientras yo hablaba, refiriéndole esa extraña aventura nocturnade las calles de Kensington, y cuán cerca había estado de la muerte.

—Entonces, sabiendo que ha conseguido usted leer el secreto escrito enesas cartas, han intentado sellar sus labios para siempre—exclamó alfin, en una voz dura y mecánica, casi como si hubiera estado hablandoconsigo misma.—¡Ah! ¿no se lo previne en mi carta? ¿no le he dicho queel secreto está tan bien e ingeniosamente guardado, que no conseguiránunca saberlo o sacar provecho de él?

—Pero tengo la intención de perseverar en la solución del misterio dela fortuna de su padre—declaré, siempre, con su mano entre las mías,dándole mi adiós triste y amargo.—El me dejó su secreto, y yo hedecidido partir mañana para Italia, a buscar el punto indicado y conocerla verdad.

—Entonces, es mejor que se economice esa molestia, señor—exclamó unavoz de hombre vulgar y sin ninguna educación, que al oírla me sobresaltóy, al darme vuelta rápidamente, vi que la puerta se había abierto sinruido, y en el dintel, contemplándonos con aparente satisfacción, estabade pie el hombre que se interponía entre mi bien amado y yo: ¡elcampesino rústico y brutal que la reclamaba con el derecho de darle elnombre sagrado de esposa!

XXVI

FRENTE A FRENTE

—¿Me gustaría saber qué tiene usted que hacer aquí?—preguntome aquelvulgar individuo, de facciones groseras, cuyo chato sombrero gris ycalzones cortos le daban un aspecto marcadamente de mozo de cuadra. Y sequedó de pie en el umbral de la puerta, cruzando los brazosdesafiadoramente y mirándome a la cara.

—El asunto que me ha traído aquí, sólo a mí atañe—contesté, haciéndolefrente con repugnancia.

—Si le incumbe a mi esposa, yo tengo derecho de saberlo—insistió.

—¡Su esposa!—grité, avanzando hacia él y dominando con dificultad elpoderoso impulso que sentía de golpear y arrojar al suelo a ese jovenrufián.—¡No la llame su esposa, hombre! ¡Llámela por su verdaderonombre: su víctima!

—¿Me dice usted eso como insulto?—dijo rápidamente, poniéndose blancasu cara de súbita ira. Mabel, al ver su actitud amenazadora, de un saltose interpuso entre nosotros y me suplicó que conservara mi calma.

—Hay algunos hombres para quienes no pueden ser insulto las palabras,por duras que sean—contesté violentándome,—y usted es uno de ellos.

—¿Qué quiere usted decir?—gritó.—¿Desea usted pelear?—y avanzó conlos puños cerrados.

—No deseo pelear—fue mi rápida respuesta.—Lo único que le ordeno esque deje en paz a esta dama. Puede legalmente ser su esposa, pero yoasumiré el papel de su protector.

—¡Oh!—exclamó, encogiendo el labio con burla.—¿Querría saber con quéderecho interviene usted entre nosotros?

—Con el derecho que todo hombre tiene de proteger a una mujerdesamparada y perseguida—contesté con toda firmeza.—Le conozco, yestoy bien al tanto de su ignominioso pasado. Ya que se atreve adesafiarme, ¿tendré acaso que recordarle un incidente que parece haberolvidado muy cómodamente? ¿No recuerda de cierta noche, no muy lejana,en el parque de Mayvill, cuando intentó usted cometer un crimen infame ybrutal, no recuerda?

Dio un salto sobresaltado, luego me miró iracundo, brillando en sus ojosel fuego del odio criminal.

—¡Ella se lo ha dicho! ¡Maldita sea! ¡Me ha vendido!—exclamó lanzandoa su temblorosa y aterrada mujer una mirada de profundo desdén.

—No, ella no me lo ha dicho—respondí.—Por casualidad me tocó sertestigo de su cobarde atentado. Yo fui quien la sacó con vida del ríohelado, adonde usted la arrojó criminalmente. Por ese acto que cometióentonces, va a responderme ahora.

—¿Qué es lo que quiere usted significar?—preguntó, y por las líneas desu semblante conocí que mi actitud y palabras le habían producido unainmensa inquietud.

—Quiero significar que no es a usted a quien le toca atreverse adesafiar, teniendo en vista el hecho de que, si no hubiera sido por lafeliz circunstancia de haberme encontrado presente esa noche en elparque, hoy sería usted un asesino convicto.

Al oír las últimas palabras, se contrajo aterrado. Como todos los de suclase, era arrogante y tirano con el débil, pero tan fácil de dominarcon firmeza como un perro que se somete a la voz de su amo.

—Y ahora—continué,—puedo añadir también que esa misma noche en quecasi mató a esta pobre niña que es su víctima, oí sus exigencias. Esusted un vil explotador, el tipo más despreciable y ruin del criminal, yparece haber olvidado que para delitos como los suyos hay leyes severasque castigan.

Usted exige dinero valiéndose de amenaza, y en presencia de una negativacomete un atentado desesperado contra la vida de su esposa. Las pruebasque yo podría presentar contra usted en el tribunal de Asises, lo haríancondenar a trabajos forzados por un término de años, ¿me comprende? Voy,por lo tanto, a hacer un convenio con usted: si me promete no molestarmás a su esposa, yo guardaré silencio.

—¡Y me hace el favor de decirme quién demonios es usted para que mehable de esta manera... vamos, como un capellán de cárcel en su visitasemanal a las celdas!

—Mejor es que sepa contener su lengua, hombre, y reflexione bien en mispalabras,—le dije.—No soy persona de entrar en argumentos. Procedo.

—Pues, proceda como mejor le plazca. Yo haré lo que crea másconveniente, ¿me oye?

—¿Y desafiará el peligro? ¿Se expondrá a todo? Muybien—repliqué.—Usted conoce lo peor: el presidio.

—Y usted no—rió.—Si así no fuera, no hablaría como un verdaderoidiota. Mabel es mi esposa, y nada tiene usted que hacer en el asunto,de manera que ya con esto es suficiente—añadió insolentemente.—En vezde tratar de amenazarme, soy yo quien tiene derecho de preguntarle porqué le encuentro a usted aquí... con ella.

—¡Voy a decírselo!—grité encolerizado, ardiéndome las manos de deseode darle a ese imprudente bribón una buena y merecida lección.—Estoyaquí para protegerla, porque temo por su vida. Y permaneceré aquí hastaque usted se vaya.

—Pero yo soy su marido, y por consiguiente me quedaré—exclamó elindividuo, completamente inalterable.

—Entonces ella se irá conmigo—exclamé con decisión.

—Yo no permitiré eso.

—Usted procederá como yo lo crea conveniente—le dije. Después,volviéndome a Mabel, que había permanecido callada, temblando y pálida,por temor de que nos fuéramos a las manos, añadí:—Póngase su saco ysombrero en el acto, porque se debe volver a Londres, conmigo.

—¡No lo hará!—gritó, sin ceder.—Si mis maldiciones y juramentosconsiguen irritarla, los tendrá gruesos y en abundancia.

—Mabel—le dije, sin poner atención en las palabras del rufián, peroretrocediendo para permitirle que pasara,—póngase su saco, hágame elfavor. Afuera me espera una volanta.

El bribón intentó hacer un movimiento para impedirle salir de lahabitación, pero en el acto mi mano cayó pesadamente sobre su hombro, yen mi cara leyó mi determinación.

—¡Usted se arrepentirá de esto!—silbó amenazadoramente, pronunciandoentre dientes una maldición.—Ya sé lo que anda usted buscando...pero—y se rió,—pero jamás obtendrá el secreto que le dio los millonesa Blair. Usted cree tener en su mano el hilo que le descubrirá elmisterio, pero pronto se dará cuenta de su error.

—¿Y cuál es mi error?

—No asociarse a mí, en vez de insultarme.

—No tengo necesidad de la ayuda de un hombre que atenta contra la vidade una pobre mujer desamparada—le respondí.—Tenga presente que enadelante debe permanecer alejado de ella, o ¡por Job! le aseguro que sinmás acá ni más allá, pediré la cooperación de la policía, y su historiapasada demostrará la perversidad de su carácter.

—Haga lo que guste—rió de nuevo desafiadoramente.—Entregándome a lapolicía le hará a ella el peor de los males. Si duda de lo que digo,pregúnteselo. Tenga cuidado de cómo procede antes de ponerse en ridículoy hacerla víctima a ella.

Y con esta vana y áspera insolencia se dejó caer en el sillón y colocósus pies sobre el enrejado de la chimenea, asumiendo una actitudindolente y encendiendo tranquilamente un cigarro ordinario y dedesagradable olor.

—No tema, será uno solo el que saldrá perdiendo—respondísignificativamente.—Y

ese será usted.

—Está bien—exclamó,—ya veremos.

Salí de la pieza y me reuní a Mabel, que me esperaba vestida en elvestíbulo.

Después de despedirse rápidamente de Isabel Wood, su antiguacondiscípula, la saqué de allí, la hice subir a la volanta y con ella mevolví a Chipping Norton.

Aun cuando, reflexionando con espíritu más sereno, no podía comprenderla posición exacta que ocupaba este joven rufián que se llamaba HerbertoHales, o el significado verdadero de sus ominosas palabras finales defranco desafío, había conseguido, por lo pronto, arrebatar a mi amada delas garras de ese impudente, descorazonado y arrogante bruto yexplotador, pero no me atrevía a prever por cuánto tiempo sería. Miposición era insegura e incierta, como que no podía afrontarabiertamente la situación. Amaba a Mabel, pero no tenía derecho ahacerlo.

Era, desgraciadamente, la esposa, ¡ay! la víctima, mejor dicho,de un hombre de tipo vulgar e instintos criminales.

Nuestro viaje hasta la estación de Paddington fue sin novedad, y en elmás completo silencio casi. Nuestros corazones, que palpitabantristemente, rebosaban de pena y dolor, sin alientos para poderpronunciar las más simples palabras. Una barrera insuperable se habíainterpuesto entre nosotros; ambos estábamos abatidos y enfermos depesar. El pasado, lleno de esperanzas, había terminado; teníamos pordelante el porvenir sombrío, melancólico y desesperante.

Cuando llegamos a Londres, me manifestó el deseo de ver a la señoraPercival, y como se negara a volver a vivir bajo el mismo techo conDawson, la conduje al York Hotel, en la calle Albemarle; después, en elmismo coche, me encaminé a la plaza Grosvenor, informando a la señoraPercival dónde estaba mi amada.

La viuda no perdió un minuto en ir a su lado, y, a media noche,acompañado por Reginaldo, fui otra vez al hotel, porque quería darleciertas instrucciones sobre su esposo, recomendándole que se negara averlo, si llegaba a encontrarla, y también despedirme de ella, pues alas nueve de la mañana siguiente partíamos de Charing Cross, con rumbo aItalia.

Había resuelto, con Reginaldo, que no debíamos perder un momento más detiempo, ahora que me sentía suficientemente mejorado y fuerte paraviajar, y que era preciso marchar para Toscana, con el fin de averiguarla realidad de aquel misterioso registro cifrado.

Se despidió cariñosamente de los dos, e insistió en que no nosafligiéramos más por ella, a pesar de lo cual no pudimos dejar de notarcuán grande era su ansiedad respecto al resultado de mi desafío a suinfame marido. Nos deseó buena suerte, rapidez en la peligrosa empresaque íbamos a emprender, éxito completo y pronto y feliz retorno a lapatria.

XXVII

LAS INSTRUCCIONES DE SU EMINENCIA

El verde y tortuoso valle de Serchio presentaba su más alegre y belloaspecto en el mes de mayo, la época de las flores en la vieja Italia.Alejado, bien alejado, de las grandes rutas por donde en invierno cruzanlos numerosos turistas ingleses, americanos y alemanes, solitario einexplorado, visitado sólo por los sencillos contadini de lasmontañas, el rumoroso río serpentea formando tortuosas curvas ycaprichosos recodos, alrededor de ángulos puntiagudos, y bajo inmensosárboles con sus copas inclinadas, en torno de grandes peñascos y piedrasenormes, gastadas y suavizadas por la acción del agua a través de lossiglos.

En estos parajes solitarios del río, cuando se lanza impetuosamentedesde los gigantescos Apeninos hacia el mar, moran, tranquilos ycontentos, sin que el ser humano perturbe su plácida existencia, elbrillante martín pescador y la majestuosa garza, sintiéndose dueñosabsolutos de él.

Cuando echamos a andar, habiendo dejado el coche que nos había llevadode Lucca al extraño puente medioeval llamado Puente del Diablo, lapintoresca, serena y solitaria belleza campestre del paisaje nosimpresionó. El silencio era profundo, no se oía el menor ruido, aexcepción del zumbido de los millares de insectos que pululaban al sol,y el suave rumor musical del agua, que en ese paraje se deslizatranquila sobre su lecho rocalloso.

Mi primer impulso cuando llegamos al Universo, en Lucca, fue subir alMonasterio y visitar a fray Antonio. Sin embargo, me parecía tan íntimasu relación con el socio de Blair, el excontramaestre Dawson, queresolvimos explorar primero el punto señalado y hacer algunasobservaciones. Por lo tanto, a las ocho de esa mañana subimos a uno deesos viejos y polvorientos coches toscanos de camino, cuyos caballosllevan de adorno ruidosas campanillas, y cerca del mediodía nosencontramos en la orilla izquierda del río, contando los cuatrocientoscincuenta y seis pasos, como indicaba el registro secreto inscripto enlas cartas.

Le ordenamos a nuestro conductor que se volviera a esperarnos en lapequeña posada, o bodegón, que había junto al camino y por delante delcual acabábamos de pasar; y para evitar que nos observara de lejos,porque sabíamos que trataría de espiar furtivamente nuestrosmovimientos, nos vimos obligados, en vista de no haber una senda, a daruna vuelta por el centro de un bosquecillo, saliendo de nuevo a laorilla del río un poco más arriba.

Cuando estuvimos junto al agua, de pie en medio de los altos matorralesque crecían sobre las márgenes, sólo pudimos volver la mirada hacia elpuente y calcular que estábamos como a unos cien pasos de él.

Después, marchando adelante en fila, nos abrimos camino con dificultad através de las altas malezas, pastizales, gigantes helechos y enmarañadastrepadoras, avanzando lentamente hacia el puente señalado. En ciertosparajes los árboles entrelazaban sus copas, y el brillante sol penetrabapor entre el follaje, yendo a reflejarse sus rayos sobre las rumorosas yagitadas aguas, produciendo un lindo efecto.

Según el registro, el lugar debía quedar en campo abierto, puesto que elsol brillaba sobre él durante una hora del mediodía, el cinco de abril ydos horas el cinco de mayo.

Estábamos en ese momento a diecinueve demayo, y, por lo tanto, la duración del sol sería, calculandoaproximadamente, como de un cuarto de hora más.

En ciertos sitios el río quedaba despejado y libre para recibir el sol,mientras en otros la luz no debía poder penetrar nunca allí, pues susorillas eran tan altas y encajonadas que lo impedían. De las grietas delas rocas surgían pinos de montaña y otros árboles que habían echadoraíces y crecido enormemente, doblándose sobre el río hasta casi tocarel agua con sus ramas; de consiguiente, nuestro avance era cada vez máslento y difícil, por las escabrosidades de la ribera, la enmarañadavegetación silvestre y los pastizales.

Un hecho estaba demostrado: hacía mucho que nadie se había aproximado alpunto indicado, porque no encontramos la menor huella que diera aconocer que las plantas de algunos intrusos hubiesen hollado una hoja odestruido una sola varita.

Al fin, después que subimos a lo largo de un escarpado peñasco quedescendía abruptamente al agua, y hubimos calculado que nos hallábamos acuatrocientos veinte pasos del viejo puente, dimos vuelta de pronto a unrecodo del río y salimos a un espacio en donde éste se ensanchaba, auncuando siempre se deslizaba a cien pies o más de profundidad, de modoque corría despejado con un ancho de cuarenta yardas, por lo menos,mirando hacia el firmamento.

—¡Aquí debe ser!—grité con ansiosa anticipación, parándome einspeccionando rápidamente el paraje.—En las instrucciones dice que hayque bajar veinticuatro escalones. Supongo que debe querer significarescalones hechos en la roca; es preciso que los encontremos.

Y ambos empezamos a buscarlos con todo interés, pero no pudimosdescubrir ninguna huella en medio de aquella enmarañada vegetación.

—El registro dice que hay que descender hasta el punto detrás del cualun hombre puede defenderse de cuatrocientos—exclamó Reginaldo, leyendouna copia del original que sacó del bolsillo.—Esto parece indicar quela entrada está en alguna estrecha grieta entre dos rocas. ¿No ves túalgo parecido?

Miré con ansiedad en derredor, pero me vi obligado a confesar que nodistinguía nada que coincidiera con la descripción.

Tan abrupto era el obscuro peñasco de piedra caliza que bajaba hasta elagua, que me aproximé a su borde con gran precaución, y después,echándome de bruces, me arrastré y miré por sobre su peligrosa orilla.Al hacerlo, se aflojó un enorme pedazo de roca y cayó al río con granestrépito.

Observé todo con mucho cuidado, pero no pude ver nada, absolutamentenada, que estuviera en conformidad con lo que el antiguo bandido PoldoPensi había dejado registrado.

Durante

media

hora

larga

anduvimos

escudriñando

en

vano,

hasta

quecomprendimos, alarmados, que, como no habíamos medido con exactitud lospasos señalados desde el Puente del Diablo, no estábamos en el puntopreciso. Retrocedimos el camino andado, lenta y trabajosamente,volviendo a tener que pasar por entre las malezas casi impenetrables,desgarrando nuestras ropas e hiriéndonos, y una vez que llegamos alpuente, que era el punto de partida, emprendimos de nuevo la marcha.

Tan equivocado había sido nuestro cálculo, que a los trescientos ochentay siete pasos de la segunda exploración pasamos por el lugar que contanta minuciosidad habíamos escudriñado momentos antes, y continuandonuestro camino, siempre adelante, nos paramos al llegar a loscuatrocientos cincuenta y seis pasos, sobre la cima de un alto campo muysimilar al otro, aun cuando más agreste y todavía más inaccesible.

—Aquí no parece haber nada—observó Reginaldo, cuya cara estaba todalastimada por las malezas espinosas y chorreaba sangre.

Miré en contorno y tuve, con disgusto, que ratificar sus palabras. Losárboles eran grandes y sombríos donde estábamos parados, inclinándosealgunos de ellos sobre la profunda quebrada por donde el ríoserpenteaba. Cautelosamente nos arrastramos de bruces hasta el borde dela roca, usando esta precaución, porque no sabíamos si la orilla estabapodrida, e inspeccionamos el punto con mirada penetrante.

—¡Mira!—gritó mi amigo señalando un lugar que había hacia el fondo delpeñasco, a mitad de camino del profundo río, después que daba la abruptavuelta,—allí hay unos escalones y una senda estrecha que conduce másabajo. ¿Y qué es aquello?

XXVIII

DESCRIPCIÓN DE UN DESCUBRIMIENTO ASOMBROSO

Miré y vi, sobre una especie de plataforma natural hecha en la roca, unapequeña choza de piedra, cuyo obscuro techo de teja contemplábamos desdela altura.

—Sí—exclamé,—allí están los veinticuatro escalones de que habla elregistro, no hay duda. ¿Vivirá alguien dentro de esa choza?

—Bajemos e investiguemos—indicó Reginaldo ansiosamente, y pocosminutos después descubríamos una estrecha huella que conducía del bosquede castaños directamente a los toscos escalones, los cuales bajabanhasta una angosta abertura entre dos rocas. Sobre la que quedaba a laderecha vimos, profundamente grabada en la piedra, una anticuada Emayúscula, como de un pie de largo, y pasando por junto de ella, nosencontramos con un cangilón peligroso y lleno de escabrosidades, que,haciendo ziszases, conducía a la pequeña choza. La puerta cerrada y laventanita de hierro de aquella solitaria cabaña despertaron nuestracuriosidad.

Un momento después, sin embargo, el misterio quedó descubierto. Elfrente de la choza era ojival, y sobre la clave había una pequeña cruzde piedra.

Era una celda de ermitaño, como tantos otros sitios antiguos de retiro ycontemplación que hay en la vieja Italia, y acto continuo, al pasar pordelante de las rocas y descender cautelosamente por la senda, abriose lapuerta, y salió de la ermita un monje, en el que reconocí, con gransorpresa mía, al corpulento y barbudo capuchino, fray Antonio.

—Caballeros—exclamó

en

italiano,

saludándonos,—éste

es

un

inesperadoencuentro, ciertamente.—y nos señaló el banco de piedra que había fuerade la pequeña y baja choza, el cual noté que estaba hábilmente ocultopor los grandes árboles, cuyas copas se inclinaban sobre el río, demanera que quedaba invisible de ambas márgenes del Serchio.

Cuando nos sentamos aceptando su invitación, él recogió su desteñidohábito carmesí y se sentó a nuestro lado.

Le manifesté la sorpresa que me causaba encontrarlo allí, pero él sesonrió, y dijo:

—¿Está usted decepcionado por no haber descubierto otra cosa?

—Esperamos conocer el secreto del cardenal Sannini—fue mi francarespuesta, sabiendo bien que él estaba en posesión de la verdad, ysospechando que, junto con el inglés tuerto, había sido también socio deBlair.

Las facciones, toscas y tostadas por el sol, del monje asumieron unaexpresión enigmática y confusa, porque comprendió que algo habíamosconseguido saber, pero sin embargo vaciló interrogarnos por temor dedescubrirse a sí mismo. Los capuchinos, como los jesuitas, sonadmirables diplomáticos. Indudablemente la fascinación personal queejercía el monje, se debía en parte a su espléndida presencia.

Su caraera hermosa, despejada, con facciones bien delineadas y enérgicas,dulcificadas por unos ojos en que parecía brillar la luz de la perpetuajuventud, con una cándida expresión modesta.

—Entonces ha recuperado usted el registro—observó al fin, mirándomefijamente a la cara.

—Sí, y como lo he leído—contesté,—he venido aquí a investigarlo yreclamar el secreto que me ha sido legado.

Respiró con fuerza, nos miró un momento a los dos, y sus negras cejascargadas se contrajeron. Hacía calor donde estábamos sentados, porque elbrillante sol italiano caía de plano sobre nosotros; por lo tanto, sinresponderme, se levantó y nos invitó a entrar en su pequeña celdafresca, pieza cuadrada y desnuda, con piso de tabla, cuyo mobiliario secomponía de una cama de madera, baja y anticuada, con un pedazo de unavieja colcha obscura por cobertor, un priedieu Renacimiento, de robleantiguo tallado, ennegrecido por el uso y el tiempo, una silla, unalámpara de colgar, y en la pared un gran crucifijo.

—¿Y el señor Dawson?—preguntó al fin, cuando Reginaldo se hubo sentadoen la orilla de la cama y yo en la silla.—¿Qué es lo que él dice?

—No tengo necesidad de pedirle su opinión—repliqué rápidamente.—Porla ley el secreto del cardenal es mío, y nadie puede disputármelo.

—Salvo su actual poseedor—fue su tranquila observación.

—Su actual poseedor no tiene derecho sobre él. Burton Blair me lo haregalado, y por consiguiente es mío—declaré.

—Yo no disputo eso—contestó el monje.—Pero como guardián del secretodel cardenal, tengo derecho de saber cómo ha venido a sus manos elregistro inscripto en las cartas, y cómo ha conseguido usted la clave dela cifra.

Le referí exactamente todo lo que deseaba saber, y cuando se hubocerciorado, exclamó:

—Ha conseguido usted triunfar ciertamente en lo que yo le predije quefracasaría, y su presencia aquí me llena de sorpresa. Aparentemente havencido todos los obstáculos que se le han presentado, y hoy viene areclamar de mí lo que por derecho es suyo, sin duda alguna.

Parecía hablar con sinceridad, pero debo confesar que yo no teníaconfianza en él y que todavía abrigaba recelos.

—Antes de que pasemos adelante, sin embargo—continuó, de pie, con susmanos metidas dentro de las anchas mangas de su hábito,—voy apreguntarle si tiene usted la intención de observar los mismos métodosque puso en práctica el señor Blair, el cual adjudicaba una octava partedel dinero derivado del secreto a nuestra orden de capuchinos.

—Ciertamente que sí—repliqué, algo sorprendido.—Mi deseo es respetaren todos conceptos las obligaciones de mi difunto amigo.

—Esa es una promesa que hace usted—dijo con cierta ansiedad.—Espreciso que la haga solemnemente... vamos, que jure. ¿Quiere repetirla?¡Levante su mano—Y

señaló el gran crucifijo que había en la blancapared.

Levanté mi mano y exclamé:

—Juro proceder como Burton Blair ha procedido.

—Muy bien—replicó el monje, al parecer satisfecho de que era un hombrede honor.—Supongo entonces que ha llegado el momento de revelarle elsecreto, aunque no dudo que le causará indecible sorpresa. Piense,señor, que es usted todavía un hombre relativamente pobre, pero quedentro de media hora será más rico de lo que se ha forjado en sus másextravagantes sueños... que tendrá millones, como sucedió con BurtonBlair.

Le atendía atónito, dando apenas crédito a lo que mis oídos escuchaban.Sin embargo, ¿para qué me servía poseer riquezas fabulosas, ahora quehabía perdido a mi amor?

De una pequeña alacena sacó una vieja linterna herrumbrosa, y laencendió cuidadosamente, mientras nosotros dos la mirábamos llenos deinterés y faltos de aliento. Después echó llave a la puerta y la asegurócon una barra de hierro, cerró los postigos de la ventana, y quedamos entinieblas.

¿Iríamos a ver acaso alguna ilusión sobrenatural? Quedamos de pieesperando, ávidos y extáticos, sin darnos cuenta ni adivinar lo que ibaa suceder.

Un momento después corrió su pesada cama, retirándola del rincón do