El Pintor de Salzburgo by Carlos Nodier - HTML preview

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Hace ocho o diez años que dejaron esta aldea dondevivían de su trabajo, para ir no se sabe dónde. Ciertas personas hastaaseguran que han acabado bastante miserablemente, pero lo más probablees que se trate de personas mal informadas. Lo que hay de cierto es quela señora priora recogió a la pequeña Adela, de la cual era madrina, yle dio cierta educación. Si mi Adela te interesa, otra vez te daré másdetalles, aunque en el fondo no se trate más que de la doncella de laseñorita de Valency, pues me olvidaba advertirte que con este titulovive Adela en el castillo.

Como yo había ido en el carruaje de la señorita de Valency, he vuelto acasa a pie a través del bosque, que es magnífico y en plena vegetación.La tarde era de una serenidad deliciosa y la puesta del sol de unapureza y de una luminosidad incomparables. Prestigios encantadores quese sucedían en mi espíritu como las ideas de un hermoso sueño, sumíanmis sentidos en el más dulce bienestar. Ahora no sé por qué meencontraba tan dichoso, porque desde entonces nada ha cambiado en mí,¡y, sin embargo!... ¡Qué difícil de comprender es el hombre!

Este bienestar de que yo gozo aquí, prueba por lo menos que no meequivocaba cuando te escribía que la paz del campo convenía a maravillaa mi situación actual y cuando yo concretaba toda mi felicidad en dejartranscurrir oscuramente mis días. Ya veo, pues, que el giro novelesco yla exaltación de mis ideas obedecían a otras causas que a las locaspasiones de la juventud, y esto es lo que nunca han querido comprenderlos que me conocen. Y es que yo tengo una conciencia de mí mismo queraramente me engaña.

3 de mayo.

Ayer por la tarde, cuando acababa de escribirte, Latour entró en mihabitación con un aire inquieto y hasta algo asustado. Sé sentó a ciertadistancia de mí, guardó por algún tiempo un silencio sombrío, y despuésempezó a murmurar no sé qué entre dientes. «¿De qué se trata—le dije—,mi pobre Latour?» «Que pierda mi nombre—continuó como si hablasesolo—, si no es Maugis, el infame, el execrable Maugis. ¿Se acuerda elseñor de aquel aventurero que se presentó al general con falsos poderes,que aprovechó cobardemente para entregar al enemigo un destacamentoconsiderable de los nuestros, y que se substrajo, desgraciadamente, poruna pronta huida al castigo que merecía?»

«He oído hablar de esemiserable, y creo, como tú, Latour, que se llamaba, efectivamente,Maugis, sea con la única intención de ocultar su verdadero nombre, seapor seguir la costumbre bastante rara de nuestros oficiales; pero, ¿asanto de qué?...» «¿A santo de qué?—exclamó—. Ese infernal Maugis, queyo hubiese reconocido entre mil, no es otro que el honrado Ferreol deMontbreuse, que usted ha visto hoy, y, sin temor a equivocarme,afirmaré que no hay otro Maugis. ¡Rabia y maldición! ¡Es una vergüenzapara la Providencia ver gentes así gozar del aire y del sol!»

Me costó gran trabajo apaciguar la cólera de Latour y hacerle comprenderque era imposible que sus sospechas fuesen fundadas, por lo que saliómás extrañado de mi incredulidad que convencido de mis razones.

Me estaba reservado para hoy sostener una discusión más difícil,discusión para la cual, por lo que te vengo escribiendo desde hacealgunos días, estarías seguramente más preparado que yo. Mi madre me hahecho entrar en sus habitaciones para hablar de cosas serias, muyserias, en efecto. Se trataba de perpetuar mi nombre ilustrándolo conuna noble alianza. Fíjate bien, ¡ilustrar el nombre de mi padre! «Yadebía saber—ha añadido—que la nobleza de mi familia, por parte de mipadre, no respondía del todo al brillo de mi fortuna; y si la fortunatiene alguna ventaja,

¿no es, sobre todo, la de favorecer unioneshonorables que dan relieve al esplendor de nuestros propios títulos ylos transmiten aún más gloriosos a nuestros hijos?» Y luego me ha hechocomprender modestamente que era una combinación de este género, a la quedebía yo tener la madre que tenía. ¡Y yo que creí deberla a lanaturaleza y al amor! ¿Cómo te lo diré? Los Valency son menos ricos queyo; Eudoxia es menos rica que yo; pero es noble como mi madre y piensacomo ella. El resto ya puedes adivinarlo.

Todo esto me ha producido una sorpresa tan viva y tan dolorosa, que hetardado mucho tiempo en buscar una idea, y más aún en encontrar unaexpresión. Todo lo que puedo recordar, y aun muy vagamente, de aquellosinstantes de confusión y de ira, es que pronuncié algunas palabras ensolicitud de un plazo de unos meses para dedicarlos a la reflexión yseguramente, añadí, para que no se hiciera ilusiones, que de otro modonada obtendrían de mí, porque mi madre salió dirigiéndome una mirada mássevera que de costumbre. Es, no obstante, probable que no haya esperadoganar gran cosa haciendo violencia a mi corazón, porque ha accedido a midemanda antes de que yo hubiese encontrado fuerzas para renovarla. Porlo demás, espera mi resolución dentro de seis semanas, y no es desuponer que en ese tiempo haya yo cambiado de modo de pensar.

Quiero decirte con esto que he tomado mi resolución en el mismoinstante, y que ésta es invariable como los principios que, hasta hoy,han dirigido mi vida. No, no compraré mi dicha, y estoy seguro de que laEudoxia no me haría dichoso; no compraré con mi tranquilidad, con milibertad, con la incertidumbre deliciosa de mis esperanzas, el ridículohonor de asociar mi nombre al de una mujer a la que no puedo amar. Si yoconcedo algún valor a mi fortuna y a la situación que ocupo en lasociedad, es, sobre todo, por la independencia que me da y por lainmensa amplitud que deja a mis elecciones; porque, en fin... a ti bienpuedo decírtelo, porque preferiría cien veces favorecer a mi mujer conmi casamiento que no que ella me favoreciese a mí. Soy demasiadoorgulloso para consentir en aumentar por un préstamo tan odioso la sumade mi valor personal y para dar esta ventaja sobre mí a la vanidad deuna mujer. Antes de sufrir semejante humillación me casaría con la mismaAdela. ¡Adela! ¡Ya lo creo!

5 de mayo.

Hay ciertos días, días pasados demasiado a prisa, que el azar, que laProvidencia nos trae cuando nuestro corazón, demasiado fatigado por losdisgustos, tiene necesidad, para no ceder, de volver a saborear lafelicidad, y que compensarían, ellos solos, toda una eternidad deabandono y de dolores. Si me fuera dable, yo pediría: Que ese día me seadevuelto, que vuelva a comenzar con todos sus encantos, con todas susilusiones; que me sea permitido vivirlo como la primera vez, sin quenada distraiga mi pensamiento, gustar sus placeres con la mismaconfianza, con el mismo abandono, agotar sus delicias; ¡y después que lanada comience su obra!

Cerca del castillo de Valency yo había notado en el bosque un lugarfresco y ameno en el que mueren encantadores senderos que parten de lasaldeas inmediatas y que más lejos van a perderse en la llanura. Estaespecie de vestíbulo de verdura, agradablemente sombreado por una ampliabóveda de follaje y tapizado de un césped florido del que se exhalan losmás dulces olores, ofrece en todas partes pequeños asientos naturalestan cómodos como si el arte hubiese intervenido en ellos. A cortadistancia se ve brillar a través del ramaje la limpia superficie de unestanque de agua clarísima, que encierra el bosque por aquel lado unavasta muralla de cristal y que atrae sobre sus bordes una multitudinnumerable de pajarillos.

Es allí donde yo estaba sentado, contando escrupulosamente los estambresde una flor desconocida para mí, cuando el ruido de un paso ligero y elroce de una falda distrajeron mi atención.

Era Adela, y aun cuando notuviese nada de particular verla allí y hasta hubiese esperadoencontrarla no sé cómo; aunque Adela no fuese para mí más que una joveninteresante, pero casi desconocida, las palpitaciones de mi corazón semultiplicaron con violencia; me estremecí, temblé; una nube, en la queentraban todos los colores, turbó mi vista, y un desfallecimiento vagorecorrió mi cuerpo y embarazó mis pasos; porque al verla me levanté, meacerqué a ella sin mirarla, o, por lo menos, sin verla, y le presenté mibrazo sin informarme a dónde iba. Cuando el velo que oscurecía mispárpados comenzó a despejarse y pude observar distintamente lasfacciones de Adela, noté que ella se extrañaba de mi proposición y, adecir verdad, yo también me extrañé de mi proposición, pero se larepetí, sin duda, con voz más segura. Después de algunos momentos de unavacilación llena de gracia, Adela pareció ceder a una orden más prontoque acceder a una súplica, apoyando ligeramente su mano en mi brazo;entonces yo fijé aquella mano con fuerza, apretando el brazo contra elcostado, y eché a andar precipitadamente en la dirección que Adelaparecía seguir.

Cuando mi agitación, sólo calmada a medias, dejó alguna libertad a miespíritu, advertí que la agitación de Adela no era menos que la mía, nopor sus miradas, que yo evitaba aún, sino por el estremecimiento de susdedos que mi mano derecha había asido por un movimiento involuntario ytenía apretados contra mi corazón. Nada más adecuado para distraernos alos dos de aquel estado de emoción que la pregunta tan fría y tannatural que yo había omitido al principio, y pensé que una conversaciónnecesariamente

menos

apasionada,

menos

tempestuosa, que nuestrosilencio, acabaría por devolvernos un poco de tranquilidad. Pregunté,pues, a Adela a dónde iba y me respondió con una ligera e inocentesonrisa que era un gran secreto. Tal misterio, puedes creerlo, no meprodujo la menor inquietud. Yo lo había olvidado ya cuando el últimosonido de las palabras aún no había acabado de agitar el aire. Erantales mis pensamientos, que buscaba en mi imaginación algo nuevo que lapudiese engañar y engañarme a mí mismo sobre lo que yo experimentaba.Sentía a la vez el deseo y el temor de que ella lo adivinase. ¡Mesentía tan dichoso de estar a su lado y tan impaciente por quedarme solopara pensar en todo lo que le hubiera dicho! Después de un minuto desilencio, renové mi pregunta con más aplomo. Entonces Adela me dijo queiba a la aldea próxima a llevar un pequeño socorro que la buena prioraenviaba todos los días a una familia enferma. No la oí casi, tan ocupadatenía la imaginación.

Paso rápidamente sobre los detalles de ese paseo de una hora, horadeliciosa que debía haber sido un siglo y que no ha sido más que unminuto. Omito esos detalles porque perderían su encanto con ladescripción; porque resultarían fríos bajo mi pluma y me abrasan elcorazón; porque hay en ellos una flor de voluptuosidad que escapa a lasfacultades imperfectas que el hombre ha recibido para expresar y paracomprender; porque yo creería limitar mi dicha limitando el espacio demis recuerdos; porque en este relato que se refiere a Adela, hay, noobstante, circunstancias que no pertenecen a Adela, que me distraeríande Adela; de un modo o de otro, es cosa bien decidida que Adela tendrátodos mis pensamientos de hoy, ¡todos los pensamientos de mi vida!

6 de mayo.

Las conveniencias sociales me prescriben ver, al menos, a Eudoxia. Elcorazón me lleva hacia su tía. Las he visto. He visto a Adela también.¡Qué digo, ay! no he visto más que a Adela.

Sí, mi querido Eduardo, sería superfluo, sería indigno de mí ocultarteeste sentimiento que me domina, que llena, que absorbe mi existencia.¡Infierno y paraíso! ¿Quién hubiera pensado que a los veintiocho años lavista de una muchacha toda sencillez y bondad y nada llamativa, mesubyugaría como en el tiempo de la debilidad y la ignorancia de micorazón? ¿Quién podría expresar el éxtasis y el delirio que yoexperimento al solo recuerdo de sus facciones y al solo rumor de sunombre? Pero no es eso tampoco.

Floto en una atmósfera tan pura defelicidad, mi pecho se ensancha con una alegría tan pura y tan nueva...Porque todo es nuevo para esta alma que se despierta aún una vez sobresus despojos para amar y para sufrir...

Para sufrir. Ya sé cuánta vergüenza y desgracia puede hacer caer sobremí semejante pasión. Yo no cierro los ojos ante este extraño extravío demi imaginación, o, mejor dicho, ante esta implacable contrariedad de mifortuna, que me impulsa obstinadamente hacia todo aquello de lo quedebería huir, y que me hunde tanto más profundamente en el abismo de misresoluciones, cuanto menos esperanza veo en volver a la superficie. Yomaldigo la locura de mis proyectos, la increíble debilidad de mi razón,que se deja deslumbrar por la menor ilusión y claudica ante cualquiercapricho; me indigno contra mí mismo y cedo, no obstante, a laindignación que me arrastra sin intentar resistir. Hay más aún. Si yoconociese un poder capaz de librarme de mis debilidades y de borrar demi pecho hasta la traza de un recuerdo, no tendría la fuerza deinvocarlo. Todo lo que

los

demás

hombres

encuentran

vil

y

odioso

seráprecisamente lo que a mí me ate con nudos más difíciles de romper, ytengo necesidad de decirte que este sentimiento ha adquirido talautoridad en mi corazón, que los consejos y las instancias de la amistadno harían más que redoblar el ímpetu.

Eduardo, mi querido Eduardo, tú, en quien el cielo me había dado unhermano, un guía y un protector en medio de las tempestades de lajuventud, tú que has sido tanto tiempo la luz de mi espíritu y el frenode mis pasiones, no me abandones en el estado de perplejidad en que meencuentro. Todo lo que he dicho antes no iba destinado a ti.

¡Oh amigo mío! ¿qué resultará de la violencia de tantos pensamientoscontrarios que me proporcionan a cada minuto un nuevo tormento? ¿Quiénme hará triunfar de la imagen que me sigue por todas partes? ¿quién ladesterrará de aquí, de mi memoria, que ocupa exclusivamente, con susgrandes ojos negros tan nobles y tan conmovedores, sus labios tanvoluptuosamente bellos, el aire de amor y de bondad que flota sobre surostro, y su hablar un poco lento cuya franca melodía me penetra?

8 de mayo.

¿Quién me impedirá buscar en otro sitio la independencia y el gozar enun olvido profundo, cobijado bajo cualquier abrigo impenetrable a lasmiradas de los hombres, la dicha que la sociedad me rehúsa? ¿Qué hago yoaquí, y quién advertirá mi ausencia en este torbellino de personas fríasy extrañas, continuamente distraídas por los intereses de su fortuna yde su orgullo? ¿No he llenado ya para con mi país los deberes que meprescribía mi nombre? ¿El límite de mis obligaciones se extiende, acaso,más allá del sacrificio de mi vida cien veces expuesta en los campos debatalla? Yo abandonaré esa sociedad.

Opondré a todas mis conveniencias ya todas las pueriles vanidades de su etiqueta el silencio y la oscuridadde mi soledad.

Llega una época en que el alma siente la necesidad detomar posesión de sí misma y de recogerse en meditaciones imponentes,lejos del caos de los negocios sociales, bien lejos, sobre la cumbre deun monte que agujerea las nubes y domina las llanuras inmensas y losmares sin orillas. Me parece que el Creador, al producir su universotan completo en belleza, al arrojar una magnificencia tan maravillosasobre las obras salidas de sus manos, y al hacer contrastar sus riquezasde una manera tan humillante con la miseria de nuestros sentimientos, haquerido revelarnos por un objeto de comparación sensible la nimiedad detodos los placeres que nos procuramos fuera de él y de todos los juiciosque fundamos sobre la vana opinión de la multitud. Yo me trasladoalgunas veces con la imaginación al día en que, muy joven aún, pero yaproscrito, ascendí por primera vez a las altas cimas del Jura. Cuando seha seguido sobre la más elevada de sus mesetas las sinuosidades de uncamino severo que se prolonga sobre los flancos del Dole; cuando sellega al fin de ese paseo taciturno en el que, todo lo más, no se hatenido más compañía que el grito de una vieja águila asustada que seextraña de oír entre aquellas rocas el sonido, olvidado desde hace muchotiempo, de una voz humana; cuando parece que la tierra va a faltar bajolos pies y que con el brazo extendido se va a tocar el azulsolidificado del firmamento, entonces se manifiesta de pronto unespectáculo tan poco vulgar que hace comprender en el mismo instante lanecesidad de una voluntad divina en el misterio de la creación. Secreería que el genio de la tierra levanta el telón que separa de unmundo mágico este mundo de fango y piedra, para introducirse en unaregión de milagros. Yo quisiera describirte esto, pero, ¿con quécolores?

Imagínate que en la extremidad del bosque de Lavatay, sobre la últimacresta de la montaña, hay una pobre casa, que de lejos parece perdida enel fondo de las nubes, y que se llama casita de las hoces, porque lossenderos que antes descendían sobre el camino escarpado del abismo, serecurvaban sobre sí mismos como la hoz del segador. Hoy, que laesclavitud y el trabajo han construido caminos suntuosos para loscambios corruptores del comercio y para las invasiones de la guerra, las hoces se desarrollan

de

una

manera

menos

amenazadora

en

lasprofundidades del precipicio y la cabra montes, sorprendida de que unamano servil haya osado embellecer su morada, no se aventura ya en loscaminos del hombre. Permanece inmóvil en el ángulo más saliente de unaroca cortada a pico, y contempla tristemente el cielo, lo único que lacivilización nos ha dejado.

Todas las partes del cuadro que se presentaen conjunto a la mirada, preocupan de tal modo el pensamiento, que hayque pasar largo tiempo antes de conseguir poner en orden las sensacionesque se experimentan y de distinguir los detalles; allá abajo, dondeacaban el Jura y Francia, un lago que en su inmensidad presenta elaspecto de un mar; sobre sus bordes las campiñas románticas del país deVaud, los paisajes agrestes del Valais, las ásperas soledades de laSaboya; confundiéndose con el horizonte, y tan vasta como él, la cadenade los Alpes, cuyas innumerables cúpulas se agrupan sobre lasemicircunferencia del cielo, diversas de formas, de carácter, defisonomía, de color, pero todas afectando al fuego del sol el brillo delos diferentes metales; las unas resplandecientes como la platapulimentada; las otras, según el efecto de las sombras que se proyectansobre sus contornos, mates como el plomo o brillantes como el acerobruñido, con reflejos azules o violados; otras, en fin, tandeslumbrantes, cuando el sol poniente las inunda, que se diría que sonmasas de hierro blanqueadas a la fragua. ¡Aquel día el sol se ponía contanta magnificencia y en un cielo tan puro! Los vapores del lago,aspirados por el crepúsculo, suspendidos de sus rayos, se balanceabansobre las aguas como un ligero crespón teñido de rosa, se levantabanpoco a poco desde los pies del viajero hasta las más elevadas cimas ydesplegaban ante él, sobre el horizonte, un telón inflamado que esparcíasobre todos los objetos el prestigio de su luz; después, más densas ymás oscuras ya, nimbaban, en fin, aquel magnífico espectáculo en undosel de púrpura y de oro cuyo esplendor únicamente palidecía ante losastros de la noche.

¡Y esas montañas inmensas, deshabitadas, desconocidas en su mayor parte,no contienen un asilo al que yo pueda llevar conmigo, robarlo a lacuriosidad insolente, a la censura hipócrita el secreto de mi felicidady de mi vida! Yo no seré dueño de relegarme, de desterrar mi porvenir.¡Moriré amarrado a la cadena odiosa que se me ha impuesto, sin hacer unesfuerzo para romperla! ¡Pero no, no se alabarán de mi esclavitud!

Antesromperé todas las cadenas a la vez.

Eduardo, apiádate de mi infortunio.

9 de mayo.

Yo no te había dicho que la conversación del otro día había versadosobre los casamientos desgraciados, a propósito de ese loco de Sublignyque ha terminado su carrera novelesca casándose con una bailarina. Yo mehe apoyado en este ejemplo con un calor y una abundancia de ideas, quedebía, más que a la riqueza del asunto, a ciertas circunstancias de misituación particular.

He

sostenido

que

no

había

nada

más

imperdonable,más antisocial, en toda la fuerza de la palabra, que las desunionesmorales, y que eran extremadamente difíciles porque es raro que lasalmas nobles no se aproximen a sus semejantes, como dice Shakespeare, oque se dejen engañar tanto tiempo por los impostores para llegar hastael momento de formar un nudo tan solemne, sin haber tenido la tristedicha de desengañarse; que lo que se llama un matrimonio equivocado, enla acepción general que se refiere solamente a la diferencia de posiciónsocial, no podía chocar más que el más absurdo, el más absurdo de losprejuicios; el que atribuye a una clase especial facultades especiales,o, mejor dicho, exclusivas; que como yo no sabía de nadie que se hubieseatrevido a decir que la virtud se probaba por títulos o se adquiría porprivilegios, no veía por qué se había de prohibir a un hombre sensible ydelicado el derecho de buscar la virtud donde se encuentre; que era unacosa atroz, en fuerza de ser ridícula, condenar a una mujer interesante,dotada de todas las cualidades y todas las gracias, a la desesperaciónde no pertenecer jamás al objeto amado, porque esta infortunada, a laque la naturaleza y la educación han concedido todos los dones, se veíaprivada por el azar de una circunstancia que no depende más que delazar; que si los grandes talentos imprimen a aquellos que los poseen uncarácter incontestable de nobleza a los ojos del siglo y de laposteridad, el ejercicio privado de los deberes más difíciles de llenarde la religión y de la moral, aunque fuese un título menos brillante alos ojos del mundo, no era un título menos recomendable para las almasrectas y honradas; que, en consecuencia, yo nunca me atrevería acensurar una alianza del género de la que se hablaba, si podía encontraren ella la feliz armonía de costumbres y de carácter, que es la únicagarantía de felicidad de los matrimonios y de la prosperidad de lasfamilias.

Es probable que estos razonamientos hayan parecido totalmente indignosde contestación al señor de Montbreuse, porque se ha contentado conmirarme severamente sin hablarme, al mismo tiempo que dirigía a Eudoxiauna mirada de inteligencia en la que me ha parecido descubrir no sé quéde desprecio y de amargura. Eudoxia misma, cuyas ideas son bienopuestas, no me ha parecido que hiciera tampoco suficiente caso de misrazonamientos para respetarlos seriamente; se ha contentado con algunoslugares comunes, a los que las gracias de su elocución y la firmeza desu ironía han prestado más agrado que solidez. Adela me escuchaba conemoción, porque sus mejillas estaban muy animadas, pero en vano hetratado de encontrar su mirada. La señora Adelaida sonreía al principio,pero después su fisonomía ha adquirido un carácter más

grave.

Hacomentado

dulcemente

mis

palabras

reprochándome, de una maneraafectuosa, el ardor que demostraba en la discusión y el entusiasmo conque había abrazado las ideas más extraordinarias y con frecuencia tanfunestas. Se ha lamentado de la facilidad con que los hombres de estageneración se apoderan y propagan los sofismas, cuyas consecuencias noaprecian, y que tienden a desnaturalizar sucesivamente todas lasrelaciones de las cosas.

Concediéndome que había verdades noblementesentidas en lo que acababa de decir, me recomendó que reflexionasesobre el origen y los efectos de esas conveniencias morales, por otraparte tan respetables por la autoridad que han ejercido sobre nuestrosantepasados, y por la consagración casi religiosa que han recibido delos siglos, cuyo juicio definitivo es, en último análisis, toda la razónsocial, añadiendo, con el tono de una resignación modesta, y no de unaconvicción imperiosa, que el deber del buen ciudadano es someterse a lasinstituciones establecidas ni discutirlas, y que, puesto que laimperfección de los hombres les hace tributarios esenciales de ciertoserrores sancionados por la necesidad o por el tiempo, el interés delgénero humano prescribe a los corazones rectos y sensatos el deber deplegar su razón a la conveniencia común.

Es posible que esto sea verdad. Y cuánto no daría yo porque no quedasenmás que recuerdos de esta débil demarcación que el azar del nacimientoha trazado entre algunas familias y la gran familia humana; de estacircunstancia tan extraña a mi voluntad, que me ha sometido a un ordenparticular de costumbres y de obligaciones,

que

ha

restringido,comprimido,

roto

la

independencia de mi corazón; que me ha prohibido losafectos más simples y más dichosos; que me ha separado de Adela y de lafelicidad.

¡Separado! ¡Bárbaro prejuicio! ¡yo te entrego a la indignación de lasalmas fuertes y sensibles!

¡Separado! ¡a mí, que atravesaría el globo por un beso de sus labios!

¡Separado! ¡Ven, ven sobre el corazón de Gastón, pobre huérfana que loshombres rechazan! ven con confianza, y te juro por la inocencia y elcandor de tu alma, que todas las potencias del infierno no conseguiránsepararnos.

16 de mayo.

Nunca había sido tan asiduo al bosquecillo como desde hace algunos días,ni nunca mi herbario había aumentado con tanta lentitud. Esto extrañamucho a Latour que se interesa por mi herbario, como por todas misdistracciones. En cambio, no te extrañará a ti, que sabes que Adela pasapor allí todos los días.

Ya habrás notado que entre esta carta y laanterior hay una gran distancia y habrás creído sin duda que laabundancia de sensaciones ha podido distraerme durante muchos días demis más dulces ocupaciones. Todo esto es verdad, mi querido Eduardo, y,sin embargo, no tengo nada nuevo que decirte, porque mi amor no esninguna novedad para ti, y toda mi vida se encierra en él.

Yo no te había dado sobre el origen de Adela más que informesimperfectos, recogidos del vulgo. La señora Adelaida me había dicho algomás, pero no lo suficiente para satisfacer mi curiosidad, que, por otraparte, temo mostrar demasiado abiertamente. En fin, el otro día, meinformé por la misma Adela, mientras la acompañaba del bosque a laaldea, abordando con todos los rodeos que exigía una cuestión tandelicada; y como este relato no carece de interés ni aun para laspersonas más extrañas a todo lo que me atañe, quiero hacértelo oír delabios de la propia Adela, tal como yo lo he oído. Perdóname si, con lasencillez de sus palabras, no he tenido la dicha de conservar su gracianatural y esa efusión tan fácil y tan conmovedora de sentimientos quele presta el encanto más atractivo. Hay cosas que no se pueden expresar.

«—Mi padre—me dijo Adela—nació en Valency, de una familia delabradores muy ricos. Se llamaba Jaime Evrard, y como anunciaba untalento y unos modales muy superiores a la mayoría, sus padresresolvieron darle una educación adecuada que le hiciera apto para seguiruna carrera más brillante en el mundo que la que ellos habían recorrido.Sus progresos superaron a todas las esperanzas, pero inútilmente. Enaquel tiempo llovieron las desgracias sobre mi abuelo; malas cosechas,dos incendios que consumieron sucesivamente su casa y su granja y, enfin, la pérdida de un proceso considerable, cambiaron su fortuna enmiseria. Era imposible llevar a la práctica los proyectos que teníasobre mi padre y se entregó a la desesperación.

»Jaime Evrard entró en un regimiento que estaba de guarnición en Saumur.En aquella época mi padre era aún muy joven, de una figura arrogante ysimpática, de un valor a toda prueba, y a esto unía gran número de esostalentos agradables que abren a los que los poseen las puertas de todaslas sociedades. Estimado por su coronel y por sus oficiales, había yaascendido dos veces seguidas con una rapidez insólita en el servicio,pero sin que despertase la menor envidia en sus camaradas, que hací