El Manuscrito de Mi Madre Aumentado con los Comentarios, Prólogo y Epílogo by Alphonse de Lamartine - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

alma,

y

ésta

residía

en

el

corazónprincipalmente, lugar en donde la Naturaleza ha colocado el genio de lamujer, puesto que las obras de la mujer son todas hijas del amor. Desuerte que únicamente por la simpatía se siente el hombre unido a ellas.Esta superioridad, casi incomprensible e inofensiva, nos subyugadulcemente.

X

Dueño de estos recuerdos íntimos, he pensado muchas veces en si debíaesconderlos en el cajón más profundo de mi secreter o entresacar deellos un pequeño extracto acompañado de algunas observaciones para lafamilia, al objeto de que los restos del alma de semejante madre, no seevaporen por completo sin haber sido, cuando menos, leídos de susnietezuelos.

Este pensamiento ha renacido en mí con mayor fuerza al sentir lasvibraciones clamorosas de la campana que llora sobre su tumba y queparece hacerme cargos por mi silencio, cuando el mismo bronce llora pararecordármelo.

Acumúlanse los años, la tarde de la vida se acerca, el polvo del tiempocomienza a empañar las hojas con el tinte pálido del otoño. Me hallo enuno de estos momentos de recogimiento crepuscular en los que elpensamiento se detiene ante las inquietudes de la vida activaremontándose a su origen, como agua estancada sin viento que la agite ala cual le es imposible encontrar la corriente; es el momento, en fin,de cumplir con mi piadoso deseo examinando esta reliquia venerada.

Solamente la luz del hogar mismo de mi madre alumbrará estas páginas; ysólo quien haya llorado su muerte encontrará este libro interesante. Apesar de los variados espectáculos que representan a la mirada delhombre sensible y reflexivo la historia y la naturaleza, no existe en sufondo un solo punto más interesante de que haya concurrido en una solaalma, dadas las circunstancias, tal conjunto de alegrías, penas yvicisitudes de la vida, habiendo pertenecido esta alma a una mujerignorada entre la oscura y tranquila vida doméstica.

Este drama no pertenece a la escena, se encierra dentro del corazón;pero una lágrima, ya sea producida por la caída de un imperio o por elhundimiento de una cabaña, contiene siempre la misma cantidad de agua yde amargura...

XI

Cuando oímos hablar del alma de una persona, nos gusta conocerexteriormente la envoltura que la encierra. He aquí el retrato de mimadre, tal como está trazado en las primeras páginas de las notasconfidenciales de su vida.

Alicia de Roys, tal fue el nombre de mi madre, hija de M.

Roys, directorgeneral de la hacienda del señor duque de Orleans. Mme. de Roys, suesposa, segunda aya de los hijos del duque, fue favorita de aquellabellísima y virtuosa duquesa de Orleans, que la Revolución respetó apesar de haber destruido su palacio y de haber mandado sus hijos aldestierro y su marido al patíbulo.

M. y Mme. de Roys habitaban en el palacio real durante el invierno y enel de Saint-Cloud los veranos.

En este palacio nació y creció mi madre, pasando su infancia en compañíadel rey Luis-Felipe, niño también. Ambos pasaron la niñez en medio de lafamiliaridad respetuosa que se establece generalmente

entre

los

niños

deuna

misma

edad

aproximadamente, que reciben iguales lecciones yparticipan de las mismas inocentes distracciones.

¡Cuántas veces nuestra madre nos hablaba de la educación de estepríncipe, que una revolución había desterrado de su patria, y que otrarevolución debía levantar sobre su trono! No existe una fuente, unaarboleda, ni un cuadro solamente en los jardines de Saint-Cloud que noconociéramos antes de haberlos visto.

¡Cuántas veces los nombraba alrecordar su infancia! Saint-Cloud había sido para ella su Milly, sucuna, el lugar en el cual todos sus primeros pensamientos e impresioneshabían germinado,

florecido,

crecido

y

vegetado

con

las

exuberantesplantaciones del magnífico parque.

Los personajes que tuvieron más resonancia durante el siglo XVIII,quedaron en su memoria profundamente grabados.

Mme. de Roys, su madre, fue mujer de gran mérito. Sus funciones en elpalacio del primer príncipe de la sangre, atraían a su alrededor muchospersonajes célebres de la época. El mismo Voltaire, durante su triunfaly último viaje a París, hizo una visita de atención a los jóvenespríncipes.

Mi madre, que no contaba a la sazón más que siete u ocho años, asistió ala visita, y aunque muy niña, comprendió por las impresiones que semanifestaban en torno suyo, que estaba viendo un personaje superior a unemperador.

Aquella actitud soberana de Voltaire, sus vestidos, su porte, en fin, ysus palabras, quedaron impresas en su memoria de niña, como quedan losseres antidiluvianos sobre las piedras que forman las montañas.

Dalembert, Laclos, Mme. de Genlis, Buffon, Florián, el historiadoringlés Gibbon, Grimm, Morellet, M. Necker. Los hombres de Estado, losliteratos y los filósofos de su tiempo vivían en la sociedad de Madamede Roys, distinguiéndose entre todos ellos al más inmortal, a JuanJacobo Rousseau.

Aunque mi madre era muy religiosa, conservaba cierta tiernísimaveneración por este grande hombre; sin duda porque veía que a más de sugran genio, atesoraba un generoso corazón.

Y si ella no participaba delas ideas religiosas del gran genio, sentía las bellezas de su alma.

XII

Unía el duque de Orleans a este título el de conde de Beaujolais, y poresta causa tenía el derecho de nombrar cierto número de damas para elcabildo de Salles. Mi madre fue nombrada a los quince o dieciséis años.Conservaba todavía un retrato suyo de aquella época, además del quetodas sus hermanas y mi padre mismo, me han hecho infinidad de veces alrelatarme su vida.

Está representada con el mismo uniforme del colegio. Vese en él a unajoven alta y delgada, de talle flexible, de blanquísimos brazos,cubiertos hasta el codo por mangas ajustadas de un tejido negro. Sobresu pecho ostenta la crucecita de oro del capítulo.

Caen por ambos ladosde su gallarda cabeza, sus flotantes cabellos negros, y sobre éstos unvelo de encaje menos negro aún que los rizos que orlan su cara, de unblanco mate pálido que resplandece mejor entre aquella oscuridad decolores.

A causa del tiempo, han desaparecido un tanto los colores y frescura delos dieciséis años, pero los rasgos son aún tan puros y recientes, quelos colores no se han secado todavía en la paleta.

Se encuentra aprimera vista en su fisonomía, aquella sonrisa interior de la vida,aquella ternura inagotable en la mirada que revela en todo su ser unaextraordinaria bondad: rayos de luz de una razón serena empapada enserenidad, flotando como una caricia eterna en su mirada un tantoprofunda y otro tanto velada por los párpados, como si quisiera evitarque se escapase todo el fuego y todo el amor que se encerraba en sushermosos ojos. Al ver este retrato se comprende muy bien toda la pasiónque semejante mujer debió inspirar a mi padre, y todo el respeto yveneración que debía inspirar después a sus hijos.

A pesar de esto, tampoco mi padre era indigno por ningún concepto deatraerse las simpatías de una mujer amorosa y sensible. No era demasiadojoven: contaba treinta y ocho años.

Pero para un hombre como él, quedebía morir joven todavía de cuerpo y espíritu a los noventa años, contodos sus dientes, todos sus cabellos y en toda la varonil belleza deuna vejez fuerte, treinta y ocho años representaban la flor de laexistencia.

Era de elevada estatura, porte militar, líneas varoniles y caráctersevero. La altivez y la franqueza leíanse en su fisonomía a primeravista. No afectaba ingenuidad y gracia, y eso que poseía en su interiory en alto grado ambas cualidades. A pesar de su temperamento fogoso,parecía indiferente y frío en el exterior, creyendo, sin duda, que unhombre como él debía avergonzarse de manifestar demasiada sensibilidad.Dudo que hubiera otro hombre en el mundo que dudase más de sus virtudesy que envolviese con todo el pudor de una mujer las severas perfeccionesde un héroe. Yo mismo tardé en conocerle muchos años.

Le creía duro y áspero, cuando no era más que justo y rígido.

Eran sus gustos sencillos e inocentes como su alma.

Patriarca y militar: he aquí el hombre.

La caza y el bosque, mientras permanecía en el campo; el resto del año,su regimiento, su caballo, sus armas, la ordenanza escrupulosamenteobservada y ennoblecida por el entusiasmo del soldado: éstas eran todassus ocupaciones. Nada ambicionaba, y mostrábase cumplidamente satisfechocon su grado de capitán de caballería. La estimación de sus camaradasera lo único que, procurando conservarlo con delicadeza suma, encontrabadigno de envidia, y su única ambición.

Consideraba el honor de su regimiento como el suyo propio, y sabía dememoria los nombres de los oficiales y soldados de todos losescuadrones. Sin la menor ambición de fortuna ni de grados, cifraba todosu ideal en ser lo que era: un buen militar, teniendo el honor por almay el servicio del rey por religión.

Pasábase los seis meses del año deguarnición en una ciudad y los otros seis en su pequeña casa de campo,con su esposa y sus hijos. En una palabra, el hombre primitivo un tantomodificado por el militar; he aquí mi padre.

La Revolución, las desgracias, los años y las ideas fueron modificandosu manera de ser y se completaron en su vejez. Yo mismo puedo asegurarpor mi parte haber visto cómo su espléndida y fácil naturaleza sedesenvolvía después de los sesenta años de existencia. Parecíase a lasencinas que vegetan y se rejuvenecen de continuo hasta el día en que elhacha del leñador

rompe

su

tronco.

A

los

ochenta

años

continuabamodificando sus ideas y buscando la perfección de ellas.

XIII

Y constante como era, logró vencer, en unión de mi madre (no sin tenerque superar grandes obstáculos), todas las dificultades de la fortuna ylas preocupaciones de familia que se interpusieron entre ambos.Casáronse en el tiempo en que la Revolución removió todas lasedificaciones humanas y hasta la tierra en que se asentaban.

La Asamblea constituyente había realizado su obra. Sabía por la fuerzade una razón sobrehumana, por decirlo así, los privilegios ypreocupaciones sobre los cuales descansaba el antiguo orden social deFrancia.

Habían los tumultos populares removido ya, como remueven las olas losvientos precursores de los temporales, el palacio de Versalles, elfuerte de la Bastilla y el Municipio de París.

Los primeros temblores que removieron los cimientos creíase que seríanuna ligera tempestad sin consecuencias.

No existía escala para medir la altura a que debía alcanzar eldesbordamiento de las nuevas ideas.

Mi padre no había abandonado el servicio a pesar de su casamiento: él noveía en todo aquello más que la bandera que debía seguir, el rey a quiendefender, algunos meses de lucha contra el desorden y algunas gotas desangre que derramar en el cumplimiento de su deber.

Los primeros relámpagos de una tempestad que debía sumergir un tronosecular y conmover a Europa durante medio siglo a lo menos, se perdieronpara mi madre y para él, entre las primeras alegrías de su amor y lasperspectivas primeras de su felicidad.

Yo recuerdo haber visto cierto día una rama de sauce desgajada deltronco por la tempestad de la noche, flotando a la mañana sobre lasaguas desbordadas del Saone. Un ruiseñor hembra empollaba todavía en sunido flotante, mientras el macho revoloteaba sobre las aguas espumosasque pretendían tragarse aquella dulce mansión de amor.

XIV

Apenas hubieron probado el deseado bienestar, cuando les fue precisointerrumpirlo, separándose ¡quién sabe si para no volverse a ver! Llegóel momento de la emigración. En esta primera época, no fue la emigraciónlo que debía ser más tarde; un refugio contra las persecuciones o contrala muerte. Fue una especie de contagio que existía entre la noblezafrancesa. El ejemplo dado por los nobles cundió y casi todos losregimientos perdieron sus oficiales. Necesitaban grande firmeza decarácter para resistir aquella epidemia que tomó el nombre de honor.

Mi padre tuvo esta firmeza y no emigró.

Solamente cuando se exigió a los oficiales del ejército un juramento querechazaba su conciencia de servidores del rey, presentó su dimisión.Pero el 10 de Agosto se aproximaba, se le sentía venir.

Sabíase de antemano que el fuerte de las Tullerías sería atacado, quelos días del rey correrían peligro; que la Constitución de 1791, pactoprovisional de conciliación lo que debía ser más tarde: un refugiocontra las derribado o elevarse triunfante entre ríos de sangre. Losamigos que aún quedaban a la monarquía y los hombres personalmenteunidos al rey, se contaron y unieron para ir a reformar la guardiaconstitucional de Luis XVI.

Mi padre fue uno de estos hombres de corazón.

Mi madre, que a la sazón me llevaba en su seno, no hizo el menoresfuerzo para detenerle. Aun en medio de sus lágrimas, no comprendióella nunca la vida sin honor, ni vaciló un minuto entre el dolor y eldeber.

Mi padre partió sin esperanza, pero sin vacilar un momento.

Combatió conla guardia constitucional y con los suizos para defender el castillo.Cuando Luis XVI abandonó el palacio, la lucha se convirtió en matanza.Mi padre fue herido de un tiro de fusil. Cuando a pesar de elloprocuraba escaparse, fue detenido frente a los Inválidos al intentaratravesar el río. Conducido a Vaugirard se le encerró en una cueva poralgunas horas. Después fue reclamado y salvado por el jardinero de unpariente suyo, quien, estando de oficial municipal de la Commune, lereconoció casualmente.

Al escapar así de la muerte, volvió al lado de mi madre, encerrándose enla más profunda oscuridad del campo hasta el día que las persecucionesrevolucionarias no permitieron a los partidarios del antiguo régimenotro asilo que la prisión o el patíbulo.

XV

El pueblo fue una noche a arrancar de su hogar a mi abuelo, a pesar desus ochenta y cuatro años, a mi abuela, casi tan anciana como él yenfermiza, a mis dos tíos y tres tías, religiosas que habían sidoarrojadas ya de sus respectivos conventos.

Colocaron a esta respetable familia dentro de un carro escoltado porgendarmes, y la condujeron en medio de un espantoso alboroto y de gritosde muerte hasta Autún. Había en este pueblo una inmensa cárcel destinadaa encerrar todos los sospechosos de la provincia.

Mi padre, por una excepción de la cual ignoro la causa, fue separado delresto de la familia y encerrado en la cárcel de Mâcón. Mi madre, que meamamantaba a la sazón, fue depositada sola en la casa de mi abuelo, bajola salvaguardia de algunos soldados del ejército revolucionario. ¡Y aúncausará asombro el que aquellos en quienes data la vida de estossiniestros días, hayan aportado con su conocimiento cierto sabor detristeza y cierta impresión melancólica al genio francés!

Virgilio,Cicerón, Tíbulo, y el mismo Horacio, que imprimieron semejante carácteral genio romano, ¿no habían nacido por cierto, como nosotros, durantelas espantosas luchas civiles de Roma, entre el barullo de lasproscripciones de Mario, de Syla o de César?

¡Es preciso no olvidar las impresiones de terror o de piedad queagitaron las entrañas de las mujeres romanas, durante el tiempo quellevaron en ellas a aquellos hombres! ¡Es preciso calcular cuan amargadasería por las lágrimas la leche de que mi madre misma me nutría,mientras la familia sufría un prolongado cautiverio del que sólo lamuerte debía librarla, mientras el esposo adorado estaba sobre lasgradas del cadalso y ella permanecía encerrada en su desierta casa,guardada por los feroces soldados que espiaban sus lágrimas considerandosu cariño como un crimen e insultando su dolor!

XVI

Detrás de la casa de mi abuelo, que se extiende entre dos calles,existía una casita baja y sombría que comunicaba con la grande por mediode un corredor oscuro y unos pequeños y reducidos patios húmedos comopozos.

Esta casa servía de alojamiento a los antiguos criados de mi abueloretirados del servicio, y a quienes sostenía la familia con pequeñaspensiones que continuaban percibiendo por algunos servicios queprestaban de cuando en cuando a sus viejos señores; especie de libertosromanos, que muchas familias tenían empeño en conservar.

Cuando la casa solariega fue secuestrada, mi madre se retiró a lapequeña en compañía de una o dos mujeres. Otro poderoso atractivo laseducía.

Precisamente frente a las ventanas de la otra parte de la oscuracallejuela estrecha y silenciosa, se alzaban y alzan todavía loselevados y sombríos muros aspillerados por algunas ventanas de unconvento de monjas Ursulinas. Edificio de aspecto austero y recogidocomo propio del objeto a que se destinaba, como la bella fachada de laiglesia adjunta a uno de sus lados y en su trasera unos patios profundosy un jardín, cercados por negros y espesos muros cuya altura esinfranqueable.

El tribunal revolucionario de Mâcón hizo servir este convento de cárcelprovisional, cuando las cárceles de la ciudad estaban llenas de presos.Dio la casualidad de que mi padre fuera encerrado en estacárcel-convento, cuyo edificio conocía perfectamente en todos susdetalles.

Mme. Lucy, hermana de mi abuelo, había sido abadesa de las Ursulinas deMâcón, y en aquel tiempo iban a visitarla y a jugar en el convento loshijos pequeños de su hermano.

No había pasadizo, jardín, celda ni escalera secreta que fuesedesconocido por ellos. Mi padre, por lo tanto, retenía en su memoria losmás insignificantes detalles de aquel edificio que cuando niño le habíaservido de casa de recreo y ahora de prisión.

Cuando mi padre entró en semejante prisión, se figuró estar en su propiacasa. Por fortuna, también, el carcelero había servido en su mismoescuadrón, y acostumbrado a respetar a su capitán, enterneciose al verlede nuevo. Aquel republicano lloró cuando las puertas de las Ursulinas secerraron para detener al prisionero.

Encontrose mi padre allí con buena y numerosa compañía, puesto que habíaen aquella cárcel más de doscientos sospechosos de la provincia,amontonados en las habitaciones y los corredores del antiguo convento.

Mi padre pidió por todo favor le concedieran para él solo un rincón enel granero. Un tragaluz abierto en lo alto y que daba a la calle, leproporcionó cuando menos la satisfacción de ver a través de las rejas dehierro el tejado de su casa. Fácilmente le fue concedido este favor, yquedó instalado definitivamente bajo las negras tejas del edificio,teniendo por cama dos tablas de madera únicamente.

Durante el día bajaba con sus compañeros de prisión a pasar el tiempojugando, única cosa que les era permitido. Ni aun se les permitíaescribir a sus familias. Este aislamiento no fue para mi padre de largaduración.

La misma idea que había tenido de pedir al carcelero una habitación enlo alto de la casa, para poder desde allí ver el tejado de la suya, lahabía tenido mi madre de subir con frecuencia al desván de su casita ysentarse allí a contemplar a través de su dolor y con los ojoshumedecidos por el llanto, los muros de la prisión que retenía aquelloque tanto amaba en el mundo.

Si las miradas se buscan, acaban por encontrarse a través del universo;fácilmente podían los ojos de mis padres encontrarse, no mediando entreunos y otros más que dos paredes y un callejón estrecho.

Amábanse sus almas, compenetrábanse sus pensamientos y pronto los signossuplieron a las palabras que jamás salieron de sus labios por temor arevelar a los centinelas su sistema de comunicarse. La mayor parte delas horas del día pasábanlas sentados uno enfrente del otro.Concentrábanse sus almas en las pupilas de sus ojos.

Un día se le ocurrió a mi madre escribir algunas líneas de letras muygrandes, diciendo en pocas palabras lo que necesitaba que el presosupiese. Mi padre le contestó por medio de una seña, y desde aquel díaquedaron sus relaciones establecidas: después fueron éstas,ensanchándose más cada día.

Como quiera que mi padre había sido arcabucero de caballería, guardabaen casa una arco con sus flechas correspondientes: recuerdo que en miinfancia jugué muchas veces con ellas.

Tuvo la idea mi madre de servirse de aquel medio para comunicarse con elprisionero. Algunos días se estuvo ejercitando en su habitación tirandoel arco, y cuando ya estuvo bien diestra, ató a la flecha un hilo,disparó hacia el tragaluz del convento, y mi padre, al ver la flecha yel hilo, tiró de éste, y llegó una carta a sus manos. Si por semejantemedio el hilo había llegado, no sería difícil pasar durante la noche,tinta, papel y plumas: así se hizo, y todos los días, al amanecer, mipobre madre recogía las cartas, en las cuales los cautivos expresabansus dolores y sus ternezas, preguntaba, aconsejaba, consolaba, en fin, asu esposa, hablándole de su hijo, de los asuntos de la casa y de sussufrimientos.

Al mediodía, mi madre me hacía subir al desván y me alzaba en sus brazospara que mi desgraciado padre pudiera verme, haciéndome extender mismanecitas hacia las rejas de la prisión, y devorándome después a besos.

XVII

En aquel tiempo, después de haber los hombres de la Convención repartidoa su capricho las provincias de Francia, ejercían sobre ellas un podersanguinario y absoluto, en nombre del orden público.

La vida de las familias dependía casi siempre de una palabra o de unafirma de los representantes del pueblo. En tal estado las cosas, no erade extrañar que mi madre creyera suspendida sobre la cabeza de su esposoel hacha del verdugo. Algunas veces tuvo la idea de arrojarse a los piesde los delegados de la Convención y pedirles la libertad de mi padre.Los consejos de éste la hicieron desistir de sus propósitos por algúntiempo, pero a instancias del resto de la familia, que también sehallaban encerrados en las cárceles de Autún, decidiose al fin, y pudoconseguir de las autoridades de Mâcón un pasaporte para Dijón y Lyón.

¡Cuántos temores, cuántas súplicas, cuántas idas y venidas, cuántosdisgustos le costó el conseguir hablar solamente con uno de aquellosrepresentantes del poder revolucionario!

Muchas veces, este representante, con el cual mi madre había por finconseguido hablar, era un hombre brutal y grosero, que se negaba a oírlos lamentos de una mujer desolada o la despedía con amenazas,culpándola de pretender enternecer a los encargados de administrarjusticia. Otras, sin embargo, era algún hombre sensible y piadoso, perola presencia de sus compañeros no le permitía obrar con arreglo a susideas, y rechazaba con la boca lo que con el corazón otorgaba. Javoques,el representante de mejor carácter entre todos aquellos procónsules, fuequien sirvió a mi madre tan bien como las circunstancias y su deber lepermitieron, y quien la recibió en audiencia escuchando con respeto yatención cuanto le expuso.

El día que la recibió en audiencia, me llevaba a mí en brazos, sin dudapara que la piedad encontrase dos motivos para manifestarse: la de unamujer joven y madre, y la de una inocente criatura.

Javoques, después de haberla hecho tomar asiento y deplorado elsentimiento que le causaba el haber de ejercer sus rigurosas funciones,me tomó en sus brazos y me colocó sobre sus rodillas: mi madre, creyendoque me dejaría caer, hizo un movimiento de temor.

«No temas, ciudadana—le dijo:—también nosotros los republicanostenemos hijos.» Al ver que yo sonreía jugando con su escarapelatricolor, añadió: «A fe mía que tienes un niño bien hermoso para serhijo de un aristócrata. Debes educarlo para la patria y hacer de él unbuen ciudadano.» Después de esto, le dijo algunas palabras que sereferían a mi padre, y le hizo tener alguna esperanza en su libertad.

Acaso a esta entrevista fue debido el que no lo encausaran y lo dejaronolvidado en la cárcel. En aquella época, toda formación de una causa,equivalía a una sentencia de muerte.

De regreso a Mâcón, mi madre volvió a encerrarse en su pequeña casitajunto a las Ursulinas. Cuando la noche estaba oscura y apagados losfaroles de la calle, se deslizaba desde el aposento de mi padre hasta eldesván, una cuerda llena de nudos, por medio de la cual se valía parapasar junto a los seres que idolatraba, algunas horas deliciosas eintranquilas a la vez.

Más de un año transcurrió de esta manera.

El 9 de Termidor abriéronse las prisiones y fue libre mi padre.

Losviejos y enfermizos parientes de mi madre, volvieron también a micasita, y poco después murieron tranquilamente en su propio lecho, queno fue poca suerte. El horroroso temporal había pasado sobre ellos.Ninguno de sus hijos había perecido durante aquel huracánrevolucionario.

XVIII

Muerto mi abuelo, toda su fortuna había de pasar por entero a su hijomayor, según las costumbres de la época; pero las leyes nuevas habíansuprimido los mayorazgos, así como también los votos de pobreza, demanera que las hermanas de mi padre que los habían hecho, quedaban deellos relevadas, y por esta circunstancia debían proceder al reparto debienes.

Eran éstos de alguna importancia, y estaban divididos entre Borgoña y elFranco-Condado.

Si mi padre hubiera reclamado la parte que le correspondía, del mismomodo que lo hicieron sus hermanas, hubiera cambiado su suerte porcompleto, obteniendo algunas de las magníficas posesiones territorialesy que debían repartirse entre la familia.

No fue así; sus escrúpulos le impidieron violar las intenciones de miabuelo, a pesar de ser recientes las leyes revolucionarias que suprimíanlos mayorazgos. Estas leyes las encontraba muy justas, pero a suentender, violaban la autoridad paterna y le parecía faltar a un deberde conciencia pidiendo el cumplimiento de esta ley contra su hermanomayor.

Renunció, pues, a la herencia legal de sus padres, y se hizo pobrepudiendo con una sola palabra hacerse rico.

Fueron repartidos los bienes entre los hermanos y hermanas, y él noquiso nada. Únicamente quedaba como propiedad suya, porque así estabaconsignado en los capítulos matrimoniales, la pequeña propiedad deMilly, que sólo producía de renta unos quinientos pesos anuales.

La revolución había suprimido también los sueldos que sus padres y sushermanos disfrutaban en la casa de Orleans. Los príncipes de estafamilia escribían alguna vez a mi madre desde el destierro donde seencontraban, y mitigaban, sin duda, los dolores, recordando en lascartas los bellos días de su infancia.

XIX

Jamás creyó mi padre que la Revolución le impidiera guardar fidelidad alhonor de su bandera.

Una casita en el campo medio arruinada y quinientos pesos de renta, noeran lo suficiente para sostener con algo de holgura a su esposa y a losmuchos hijos que rodeaban la mesa a la hora de comer.

Ciertamente que tenía la satisfacción de su conciencia, el amor de sumujer y su confianza en Dio