El Mandarín by José María de Eça de Queiroz - HTML preview

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¡Extraños barrios! Mas nada me divertía tanto como ver a cada instanteen la puerta de un jardín, dos mandarines panzudos que para entrar sehacían infinitas zalemas y cortesías, sonriendo, todo un ceremonialdogmático, que les hacía oscilar de un modo picaresco sobre las espaldaslas largas plumas de pavo. Donde quiera que se levantaban los ojos seveían siempre enormes cometas de papel, ora en forma de dragones, ora decetáceos o aves fabulosas, llenando el espacio de una inverosímil legiónde monstruos transparentes y ondeantes.

—¡Sa-Tó, basta de ciudad tártara! Vamos a ver los barrios chinos.

Y allí fuimos, penetrando en la ciudad chinesca por la parte populosa deTchin-Men. Aquí habita la burguesía, los mercaderes y el populacho. Lascalles alíneanse como una pauta; y en el suelo vetusto y enlotado, hechocon inmundicias de cien generaciones, aún se ven algunas de aquellaslosas de mármol de color de rosa que en otra era, en tiempo de lagrandeza de Ming, lo cubrían.

Forman las calles, ora terrenos pedregosos donde aúllan manadas deperros hambrientos, ora filas de chozas toscas, ora pobres tiendas consus tabletas balanceándose en un asta de hierro.

A lo lejos se alzan los arcos triunfales hechos con barrotes de color depúrpura, ligados en lo alto por un tejado oblongo de tejas azules quebrillan como esmaltes. Una multitud rumorosa y apiñada, donde domina eltono pardo y azulado de los trajes, circula sin cesar; el polvo loenvuelve todo en una nevada amarilla; un hedor acre se respira en elaire; y a cada momento largas caravanas de camellos atraviesan lamultitud, conducidos por mongoles sombríos vestidos de pieles decarnero....

Fuimos hasta los caminos de los puentes sobre los canales, dondesaltimbanquis semidesnudos, con máscaras simulando demonios pavorosos,hacen destrezas con una picardía bárbara y sutil; y mucho tiempo estuveadmirando los astrólogos que, vestidos con largas túnicas, adornados condragones de papel, venden ruidosamente horóscopos y consultas de astros.¡Oh, ciudad, fabulosa y singular!

De repente se levantó una gritería espantosa. Corrimos; era una cuerdade presos, que un soldado, de grandes lentes, empujaba con su quitasol,amarrados los unos a los otros por el extremo de la coleta. En aquellaavenida vi también el cortejo de un funeral de Mandarín, todo ornado deoriflamas y banderolas; grupos de hombres fúnebres quemaban papeles enbraserillos portátiles; mujeres desarrapadas aullaban de dolorrevolcándose sobre los tapices; después se levantaban, y un koolí,vestido de blanco, en señal de luto, les servía el té en un gran platoen forma de ave.

Al pasar junto al Templo del Cielo, vi apiñada en una grada una legiónde mendigos; llevaban por todo indumento un trapo amarrado a la cinturacon un cordel; las mujeres, con los cabellos cubiertos de viejas floresde papel, roían huesos tranquilamente, y los cadáveres de las criaturasse pudrían a su lado bajo el vuelo de los moscardones. Más adelanteencontramos una jaula donde un condenado extendía, a través de losbarrotes, las manos descarnadas, implorando una limosna.... DespuésSa-Tó, mostróme respetuosamente una plaza estrecha: allí, sobre pilaresde piedra, se veían pequeñas jaulas conteniendo cabezas de decapitados,goteando sangre espesa y negra.

—¡Oh!—exclamé fatigado y aturdido.—Sa-Tó, ahora quiero reposo,silencio y un cigarro caro....

El intérprete inclinóse; y por una escalera de granito me llevó a lasmurallas de la ciudad, las cuales forman una explanada que cuatro carrosde guerra apareados podrían recorrer durante leguas.

Mientras Sa-Tó, sentado en el hueco de una almena, bostezaba en undesahogo de «cicerone»

fastidiado, yo, fumando, contemplé largo rato, amis pies, la vasta y sagrada Pekín.

Es como una formidable ciudad de la Biblia, Babel o Nínive, que elprofeta Jonás tardó tres días en atravesar. El grandioso muro cuadradolimita los cuatro puntos del horizonte con puertas de torresmonumentales, que el aire azulado, desde aquella distancia, hace parecertransparentes.

En la inmensidad de su recinto agloméranse confusamenteverdores de bosques, lagos artificiales, canales brillantes, puentes demármol, terrenos cubiertos de minas, tejados barnizados relucientes alsol; por todas partes se alzan pagodas heráldicas, blancas azoteas detemplos, arcos triunfales, kioscos saliendo de entre el follaje de losjardines; después, espacios que parecen montes de porcelana; y siemprea intervalos regulares la mirada encuentra algunos de los bastiones, deaspecto heróico y fabuloso.

La multitud, junto a esas edificaciones grandiosas, es apenas comogranos de arena negra que un viento blando trae y lleva.

Aquí está el vasto palacio imperial, entre arboledas misteriosas, consus tejados de un amarillo de oro muy vivo. ¡Con cuánto gusto penetraríaen sus secretos y vería desfilar, por las galerías sobrepuestas, lamagnificencia bárbara de esas dinastías seculares!

A lo lejos se levanta la torre del Templo del Cielo, semejante a tresquitasoles sobrepuestos; después la gran columna de los Principios,hierática y seca como el genio de la raza, y delante blanquean en unamedia tinta sobrenatural, las terrazas de jaspe del Santuario de laPurificación.

Entonces interrogué a Sa-Tó; y su dedo respetuoso fué señalándome elTemplo de los Antepasados, el Palacio de la Soberana Concordia, elpabellón de las Flores de las Letras, el kiosco de los Historiadores,brillando, entre los bosques sagrados que los cercan, con sus tejadoslustrosos, azules, verdes, escarlata y de color de limón. Yo devorabacon ojos ávidos aquellos monumentos de la antigüedad asiática, lleno decuriosidad por conocer las impenetrables clases que los habitan, elprincipio de las Instituciones, la significación de las inscripciones,el espíritu de sus ciencias, la gramática, el dogma y la extraña visainterior de un cerebro de letrado chino. Mas ese mundo es inviolablecomo un santuario.

Me senté en la muralla, y mis ojos perdiéronse en la planicie arenosaque se extiende más allá de los puestos hasta los contrafuertes de losmontes mongólicos; allí, airosamente, se arremolinan ondas indefiniblesde polvo; y a todas horas negrean filas vagarosas de caravanas.

Entoncesinvadió a mi alma una melancolía que el silencio de aquellas alturas,envolviendo a Pekín, hacía más desolada; era como un cansancio de mímismo, un largo pensar de mi sentir; allí, aislado, absorto en aquelmundo duro y bárbaro. Me acordé, con los ojos húmedos, de mi aldea delMiño, la venta con un ramo de laurel colgado sobre la puerta, el bancodel herrador y las riberas fresca y rozagantes cuando verdean loslinos.

Era la época en que las palomas emigran de Pekín hacia el Sur. Yo lasveía reunirse en bandadas por encima de mí, partiendo de los bosques, delos templos y de los pabellones imperiales; cada una llevaba, paralibrarse de los milanos, una cañita de bambú que el aire hacía silbar, yaquellas nubes blancas pasaban como impelidas por una brisa suave,dejando en silencio un lento y melancólico suspiro, una ondulacióncélica, que se perdía en los aires pálidos. Volví a casa, lento ypensativo.

En la comida, Camilloff, desdoblando su servilleta, me preguntó misimpresiones sobre Pekín.

—Pekín me hace sentir muy bien, mi general, los versos de un poetaportugués:

«Sóbalos

ríos

que

vào

por Babylonia me achei....»

—¡Pekín es un monstruo!—dijo Camilloff, haciendo oscilar su calvareluciente.—Y ahora considere que en esta capital, a la clase tártara yconquistadora que la posee, obedecen trescientos millones de hombres,una raza audaz, laboriosa, sufrida, política, invasora. Estudiannuestras ciencias... ¿Una copita de Medoc, Teodoro?... ¡Tienen unamarina formidable! El ejército que en otro tiempo creía destrozar alextranjero con dragones de papel de donde salían culebras de fuego,¡sigue ahora la táctica prusiana y va armado con fusil de aguja! ¡Grave,muy grave!

—Y todavía, mi general, en mi país, cuando a propósito de Macao, sehabla del Imperio Celeste, los patriotas se pasan los dedos por lasgreñas y dicen negligentemente: «Mandamos allá cincuenta hombres ybarremos la China».

Después de citar esta sandez, quedamos silenciosos. El general, tosiendoformidablemente, murmuró luego, con condescendencia:

—¡Portugal es un bello país!

Yo exclamé con sequedad y firmeza:

—¡Una pocilga, general!

La generala, colocando delicadamente en el borde del plato un alón ylimpiándose los dedos, dijo:

—Es el país de la canción de Mignon; el hermoso país donde florece lanaranja.

El gordo Meriskoff, doctor alemán de la Universidad de Bom, canciller dela legión, hombre de aficiones poéticas, y gran comentarista, observócon respeto:

—Generala, el dulce país de Mignon es Italia: «¿Conoces tú la tierraprivilegiada donde la naranja da flor?» El divino Goethe se refería aItalia, «Italia mater». Italia será el eterno amor de la humanidadsensible.

—¡Yo prefiero a Francia!—suspiró la esposa del primer secretario, unajovencita pálida de cabello rizado.

—¡Ah, la Francia!—murmuraron algunos comensales, poniendo los ojos enblanco.

El gordo Meriskoff agitó los lentes de oro.

—Francia tiene un pero, que es la cuestión social.

—¡Oh, la cuestión social!—murmuró sombríamente Camilloff.

Y conversando con tanta sabiduría, llegamos por fin al café.

Al bajar al jardín, la generala, apoyándose sentimentalmente en mibrazo, murmuró, junto a mi oído:

—Ay, ¡quién pudiera vivir en esos palacios apasionados donde verdeanlas naranjas!...

—¡Allí sí que se ama, generala!—le dije en secreto, llevándoladulcemente hacia la obscuridad de los sicomoros.

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V

Fué necesario todo un largo verano para descubrir la provincia donderesidía el difunto Ti-Chin-Fú.

¡Qué episodio administrativo tan pintoresco, tan chino! El servicialCamilloff, que se pasaba el día entero recorriendo los Yamens delEstado, tuvo que probar, primero, que el deseo de conocer la morada delviejo Mandarín no encubría ninguna conspiración contra la seguridad delImperio, y después fué preciso que jurase que no encerraba estacuriosidad un atentado contra los Ritos sagrados. Entonces, satisfecho,el príncipe Tong permitió que se hiciese la requisitoria imperial:centenares de escribientes palidecieron noche y día, con el pincel en lamano, dibujando consultas sobre papel de arroz; misteriosasconferencias susurraron insensatamente por todos los distritos de laCiudad Imperial desde el Tribunal Astronómico hasta el Palacio de laBondad Preferida; y un ejército de koolíes transportaba desde lalegación de Rusia hasta los Kioscos de la Ciudad Interdicta, y de aquíal Patio de los Archivos, parihuelas que crugían bajo el peso de loslegajos de viejos documentos.

Cuando Camilloff preguntaba por el resultado de sus investigaciones, lecontestaban satisfactoriamente que se estaban consultando los librossantos de La-o-Tsé, o que se iban a explorar viejos textos del tiempo deNor-Xa-Chú.

Y para calmar la impaciencia bélica del ruso, el príncipe Tong remitía,con estos recados sutiles, algún substancioso presente de confites ogoma de bambú en caldo de azúcar.

Mientras el general trabajaba con fervor para encontrar la familiaTi-Chin-Fú, yo iba tejiendo horas de seda y oro (así dice un poetajaponés) a los pies pequeñitos de la generala. Había un kiosco en eljardín, bajo los sicomoros, que se denominaba, al modo chino, el «Reposodiscreto»; a un lado un arroyo fresco cantaba dulcemente bajo unafuentecilla rústica pintada de color de rosa. Las paredes las formabanun enrejado de bambú forrado de seda amarilla; el sol, pasando a travésde ellas, proyectaba una luz sobrenatural de ópalo claro. En el centro,un diván de seda blanca, de una poesía de nube matutina, atraía como unlecho nupcial. En los rincones, en preciosos jarrones transparentes dela época de Yeng, alzábanse, con su esbeltez aristocrática, liriosescarlata del Japón. El suelo estaba todo cubierto de esteras finas deNankín y junto a la ventana enrejada, sobre un airoso pedestal desándalo, veíase abierto un abanico formado de varillas de cristal, quela brisa, al entrar, hacía vibrar, con modulación melancólica y tierna.

Las montañas de fines de agosto en Pekín, son muy apacibles; ya vaga enel aire una calma otoñal; a esa hora, el consejero Mariskoff y losoficiales de la legación estaban siempre en la cancillería, despachandoel correo de San Petersburgo.

Yo, entonces, con el abanico en la mano, pisando sutilmente con la puntade las babuchas de satín las calles enarenadas del jardín, iba aentreabrir la puerta del «Reposo discreto»:

—¿Mimí?

Y la voz de la generala respondía, suave como un beso:

—«All right....»

¡Qué linda estaba vestida de dama china! En sus cabellos levantadosalbeaban flores raras, y sus cejas parecían más puras y negras avivadascon tinta de Nankín. La camisa de gasa bordada, la túnica de filigranade oro, plegábase a sus senos pequeñitos y erectos. Largas y fofascalzas de fulard color «cadera de Ninfa», que le daba una gracia propiade serrallo, descendían sobre los tobillos finos, cubiertos de sedosasmedias amarillas. Y apenas tres dedos de mi mano cabían en suschinelitas.

Llamábase Wladimira; nació al pie de Nid-ji-Nowgorod y fué educada poruna vieja tía que admiraba a Rousseau, leía a Foblas, usaba cabellosempolvados, y parecía una basta litografía cosaca de una dama galante deVersalles....

El sueño de Wladimira era vivir en París; y mientras hacía hervirdelicadamente las hojas del té, me rogaba que la contase historiaspicantes de «cohetes», y me confesaba su culto por Dumas, hijo.

Yo le arremangaba la larga manga de la casaca de seda de color de hojamuerta, y hacía viajar mis labios devotos por la piel fresca de susbellos brazos; y después, sobre el diván, enlazados, pecho contrapecho, en un éxtasis mudo, sentíamos las maravillas de cristal resonareólicamente, las palomas azules arrullarse en los plátanos, y elfugitivo ritmo del arroyo murmurador....

Nuestros ojos humedecidos encontraban a veces un cuadro de satín negropor cima del diván, donde en caracteres chinos, se desarrollabansentencias del libro sagrado de Li-Nun «sobre los deberes de la esposa».Mas ninguno de nosotros entendía el chino.... Y en el silencio, nuestrosbesos volvían a comenzar espaciados, sonando dulcemente y comparables(en la lengua florida de aquellos países) a perlas que caen, una a una,sobre una bandeja de plata... ¡Oh, suaves siestas de los jardines dePekín! ¿Dónde estáis ahora? ¿Dónde estáis, hojas muertas de los liriosescarlata del Japón?

Una mañana Camilloff entró en la cancillería, donde yo fumabaamigablemente una pipa en compañía de Mariskoff y tirando su enormesable sobre el canapé, nos contó radiante de alegría, las noticias quele había dado el penetrante príncipe Tong. Descubrióse al fin que unopulento mandarín, llamado Ti-Chin-Fú, vivía en otro tiempo cerca de losconfines de la Mongolia, en la villa de Tien-Hó. Había muertosúbitamente; y su descendencia residía allá en la miseria, en una chozavil.

Este descubrimiento, ciertamente, no fué debido a la burocraciaimperial; lo hizo un astrólogo del templo de Faguas, que durante veintenoches hojeó en el cielo el luminoso archivo de los astros.

—¡Teodoro, ese mandarín es su hombre!—exclamó Camilloff.

Y Mariskoff repitió, sacudiendo la ceniza de la pipa:

—¡Ese es su hombre, Teodoro!

—¡Mi hombre!—murmuré sombríamente.

¡Era tal vez «mi hombre», sí! Mas no me seducía ir a buscar su familia,en la monotonía de una caravana, por aquellos desolados rincones de laChina. Además, desde mi llegada a Pekín, no había vuelto a ver la sombraodiosa de Ti-Chin-Fú y su cometa en forma de papagayo.

Mi conciencia reposaba como una paloma adormecida. Por lo visto, elesfuerzo supremo de voluntad que tuve que hacer para abandonar lasdulzuras del boulevard y de Loreto, y surcar los mares hasta el CelesteImperio, parecían a la Eterna Equidad una expiación suficiente y unaperegrinación reparadora. Y Ti-Chin-Fú, ya calmado, regresaría con supapagayo a la sempiterna inmovilidad.

¿Para qué ir a Tien-Hó? ¿Por qué no quedarme allá en aquel amablePekín, comiendo nenúfares en caldo de azúcar, abandonándome a lasomnolencia amorosa del «Reposo discreto» y yendo por las tardesazuladas a dar mi paseo del brazo del buen Mariskoff, por las terrazasde jaspe de la Purificación o bajo los cedros del Templo del Cielo?

El celoso Camilloff, con el lápiz en la mano, marcó en el mapa unitinerario hacia Tien-Hó.

Mostróme en desagradable entrelazamiento,sombras de montes, líneas tortuosas de ríos, dibujos ondulados delagunas.

—¡Aquí está! Suba usted hasta Ni-ku-hé, en la margen del Pei-Hó. Desdeallí en barcos chatos va a My-yun. ¡Buena ciudad! Hay en ella un Budavivo. Desde allí a caballo, sigue hasta la fortaleza de Ché-hia. Pasa lagran muralla. ¡Famoso espectáculo! Descansa en el fuerte de Ku-pi-hó.¡Allí puede cazar gacelas!... ¡Soberbias gacelas!... Y en dos días decamino llega a Tien-Hó.

Brillante itinerario. ¿Cuándo quiere partir?¿Mañana?

—Mañana—murmuré tristemente.

¡Pobre generala! Aquella noche, mientras Mariskoff, en el fondo de lassalas, jugaba con tres oficiales de la embajada su «whist» sacramental,y Camilloff, reclinado en el sofá, con los brazos cruzados, solemne comoen una poltrona del Congreso de Viena, dormía con la boca abierta, ellase sentó al piano. Yo, a su lado, en la actitud legendaria de un infantede Lara, desesperado por la fatalidad, me retorcía lúgubremente elbigote. Y la dulce criatura, entre dos gemidos del teclado, de unasonata penetrante, cantó volviendo hacia mí sus ojos brillantes yhúmedos:

«L'oiseau

s'envole,

La'bas,

la'bas!...

L'oiseau

s'envole....

Ne revient pas....»

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—El ave ha de volver al nido!—musité yo enternecido. Y, afanándome poresconder una lágrima, salí murmurando furiosamente:

—¡Canalla de Ti-Chin-Fú! ¡Por tu causa! ¡Viejo malandrín!

Al día siguiente salí para Tien-Hó, acompañado de Sa-Tó, el respetuosointérprete, una larga fila de carretas, dos cosacos y todo un pueblo dekoolíes.

Al dejar la muralla de la ciudad tártara, seguimos mucho tiempocaminando entre las cercas de los jardines sagrados que rodean el templode Confucio.

Era el fin de otoño; ya las hojas estaban amarillas; una dulzura suaveerraba en el aire.

De los kioscos santos salía un susurro de cánticos monótonos y tristes.Por las terrazas, enormes serpientes veneradas como dioses, se ibanarrastrando, ya entorpecidas por el frío. Y

aquí y allá, al pasar,encontrábamos budistas decrépitos, secos como pergaminos y nudosos comoraíces, entrecruzados de piernas en el suelo bajo los sicomoros,inmóviles como ídolos, contemplándose incesantemente el ombligo enespera de la perfección del Nirvana.

Y yo iba pensando con una tristeza tan pálida como aquel cielo asiáticode octubre, en dos lágrimas redonditas que al partir vi brillar en losojos negros de la generala.

VI

La tarde declinaba y el sol descendía bermejo como un escudo de metalcandente, cuando llegamos a Tien-Hó.

Las negras murallas de la ciudad se alzan al Sur, al pie de un torrenteque ruge entre rocas. En la parte de Oriente, la planicie lívida ypolvorienta se extiende hasta un grupo obscuro de colonias dondeblanquea el ámplio edificio de una Misión católica; y más allá, hacia elextremo Norte, se elevan las eternas montañas de la Mongolia, suspensasen el aire como nubes.

Nos alojamos en una fétida barraca titulada: «Hospedería de laConsolación Terrestre». Me fué reservado el cuarto noble, el principal,que se abría sobre una galería formada por estacas. Estaba ornado dedragones de papel recortado, sujetos por cordeles de los travesaños deltecho. Al menor soplo de la brisa, aquella legión de monstruos fabulosososcilan cadenciosamente con un rumor seco de hojarascas, como tomandovida sobrenatural y grotesca.

Antes de que oscureciese, fuí acompañado de Sa-Tó a contemplar laciudad, mas pronto tuve que regresar sofocado por el hedor repugnanteque exhalaban las viviendas. Todo se me figuró ser negro; las chozas, elsuelo cenagoso, los canes hambrientos y el populacho abyecto. Regresé ami albergue, donde arrieros, mongoles y criaturas piojosas, me mirabancon asombro.

—Tiene vuestra merced razón. Es mala ralea. Mas no hay peligro; yomaté, antes de partir, un gallo negro, y la diosa Kaonine debe estarcontenta. Podéis dormir al abrigo de los malos espíritus. ¿Quiere,vuestra merced, el té?

—Tráelo, Sa-Tó.

Después de bebernos una taza, conversamos largamente sobre el vastoplan: a la mañana siguiente llevaría la dicha y la tranquilidad a latriste choza de la viuda de Ti-Chin-Fú, anunciándole los millones que leregalaba, millones ya depositados en Pekín. Después, de acuerdo con elmandarín Gobernador, haríamos una cuantiosa distribución de arroz alpueblo, y por la noche habría danzas e iluminaciones, como en unasolemnidad pública.

—¿Qué te parece, Sa-Tó?

—En los labios de vuestra merced habita la sabiduría de Confucio... ¡Vaa ser un hermoso espectáculo!

Como venía cansado, bien pronto comencé a bostezar; me tendí sobre ellecho, envuelto en mis pieles, hice la señal de la cruz y me dormípensando en los brazos blancos de la generala y en sus ojos verdes desirena.

Sería la media noche, cuando me despertó un rumor lento y sordo queenvolvía la barraca, como un fuerte viento en una arboleda o una margruesa batiendo un paredón. Por la galería abierta, la luna entraba enel cuarto, una luna triste de otoño asiático, dando a los dragonescolgados del techo, formas y semejanzas quiméricas.

Me levanté, ya nervioso, cuando una silueta alta e inquieta, apareció ala claridad de la luna.

—¡Soy yo, señor!—murmuró la voz despavorida de Sa-Tó.

Y luego, agachándose a mis pies, me contó en un flujo de palabras roncassu aflicción: mientras yo dormía se esparció por la ciudad el rumor deque un extranjero, el «Diablo extranjero» había llegado con bagajescargados de tesoros.... Ya, desde el comienzo de la noche, él habíaentrevisto rostros ansiosos, de ojos voraces, rondando la barraca, comochacales impacientes.... Y ordenó a los koolíes que atrincherasen lapuerta con los carros de los bagajes, formados en semicírculo a lamanera tártara.

Mas poco a poco, el tumulto fué creciendo.... Ahora acababa de espiarpor un postigo, y todo el populacho de Tien-Hó rondaba en torno de lahospedería... ¡La diosa Kaonine no se había satisfecho con la sangre delgallo negro! Además, él recordaba haber visto en la puerta de unapagoda una cabra negra andando hacia atrás. ¡La noche seríaterrorífica! ¡Y su pobre mujer, el hueso de su hueso, que estaba tanlejos, allá en Pekín!

—¿Y ahora, Sa-Tó?—le pregunté.

—Ahora... ¡Vuestra señoría!... Ahora....

Callóse, y su figura escuálida temblaba, agazapándose como un perro quese le amenaza con el látigo.

Entonces yo abandoné al cobarde y me adelanté hacia la galería. Abajo,el muro fronterizo, proyectaba una sombra fatídica. Allí se apiñaba unaturba negra.

A veces, una figura, rastreando, se adelantaba en el espacio iluminado;espiaba, forcejeaba en las carretas, y al sentir la luz de la luna sobresu cara, retrocedía rápidamente, fundiéndose en la obscuridad; y como eltecho del cobertizo era bajo, brillaba un momento algún hierro de lanzainclinado.

—¿Qué queréis, canallas?—rugí en portugués.

A esta voz extranjera, un gruñido salió de las tinieblas; inmediatamenteuna piedra cayó a mi lado, agujereando el papel encerado de la celosía;después, una flecha pasó silbando cerca de mí, clavándose en un listón.

Descendí rápidamente a la cocina de la hospedería. Mis kaulíes,asustados, batían las mandíbulas de terror; y los dos cosacos que meacompañaban, impasibles, fumaban sus pipas con los sables desnudospuestos sobre las rodillas.

El viejo hostelero de lentes redondos, una vieja andrajosa que yo habíavisto en el patio echando al aire una cometa de papel, los arrierosmongoles, las criaturas piojosas, todos desaparecieron. Sólo quedó unviejo bebedor de opio, tumbado en un rincón como un fardo.

Fuera se veíala multitud que vociferaba.

Interpelé entonces a Sa-Tó, que casi se desmayaba, apoyado en la pared;nosotros estábamos sin armas, los dos cosacos solos, no podían rechazarel asalto. Era, pues, necesario ir a despintar al Mandarín gobernador,revelarle que yo era amigo de Camilloff, un convidado del Príncipe Tong,e intimarle a que acudiera a dispersar las turbas y mantener la leysanta de la hospitalidad.

Mas Sa-Tó me contestó con voz débil como un soplo, que el gobernador,seguramente, era el que estaba dirigiendo el asalto. Desde lasautoridades hasta los mendigos, la fama de mis riquezas, la leyenda delas carretas cargadas de oro, inflamó todos los apetitos. La prudenciaordenaba, como un mandamiento santo, que abandonásemos parte de lostesoros, las mulas y las cajas de comestibles.

—¿Y vamos a quedarnos aquí, en esta aldea maldita, sin camisas, sindinero y sin comida?

—¡Mas con la rica vida, vuestra señoría!

Cedí y ordené a Sa-Tó que fuese a proponer a la turba una copiosadistribución de oro, si ella consentía en regresar a sus casas yrespetar en nosotros a los huéspedes enviados por Buda.

Sa-Tó subió a la escalera de la galería, todo tembloroso, y empezó aarengar a la multitud, braceando, lanzando las palabras con la violenciade un can que ladra. Yo había abierto la maleta y le iba entregandosacos de monedas, que él arrojaba a puñados sobre la multitud con ademánde sembrador.... Abajo, a cada lluvia de metales resonaba un tumultofurioso; después, un lento suspiro de gula satisfecha; y luego, elsilencio, la suspensión del que espera más.

—Más—murmuraba ansiosamente Sa-Tó, volviéndose hacia mí.

Yo, indignado, le daba nuevos cartuchos, pilas de monedas de medio realenvueltas en papel.

Ya estaba vacía la maleta.... La turba continuabarugiendo insaciable.

—Más ¡vuestra señoría!—suplicó Sa-Tó.

—¡No tengo más, criatura! ¡El resto está en Pekín!

—¡Oh, Buda santo! ¡Perdidos! ¡Perdidos!—exclamó Sa-Tó, doblando lasrodillas.

El populacho, callado, esperaba aún. De repente, una exhalación salvajerasgó el aire. Y yo sentí aquella masa ávida, arremeter sobre lascarretas que defendían la puerta, formadas en semicírculo. Al choquetodo el maderamen de la «Hospedería de la Consolación Terrestre», crugióy osciló.

Corrí a la baranda. Abajo bullía un tropel desesperado en torno de loscarros derribados. Los machetes relucían al caer sobre la tapa de loscajones; el cuero de las maletas abríase rasgado por innumerablespuñales, y bajo el cobertizo los dos cosacos batíanse como héroes. A laluz de la luna, veía alrededor del barracón agitar teas. Un alaridoronco elevábase, haciend