El Mandarín by José María de Eça de Queiroz - HTML preview

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EL MANDARÍN

EÇA DE QUEIROZ

OBRAS DEL MISMO AUTOR

La Reliquia

1 tomos.

La ciudad y la sierra

1 "

El primo Basilio

2 "

Los Maias

3 "

El crimen del padre Amaro

2 "

Epistolario de Fradique Mendes 1 "

Versión castellana

CASA EDITORIAL MAUCCI

Gran medalla de oro en las Exposiciones

de Viena de 1903, Madrid 1907, Budapest 1907 y gran premio en la de Buenos Aires 1910

Calle de Mallorca, 166.—BARCELONA

PROLOGO

IIIIIIIVVVIVIIVIII

Páginas Selectas de Eça de Queiroz

A CLARA....

A MADAME DE JOUARRE

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PROLOGO

AMIGO 1.º (Bebiendo coñac y soda, bajo los árboles de una terraza, aorillas del agua.) Camarada; durante estos calores que embotan la imaginación, descansemosdel áspero estudio de las Realidades humanas.... Partamos hacia loscampos del Ensueño, a vagar por esas azuladas colinas donde se levantala torre abandonada de lo Sobrenatural y frescos musgos cubrenamorosamente las ruinas del Idealismo.... Fantaseemos....

AMIGO 2.º Más sobriamente, camarada, más sobriamente... y como en lassabias y amables Alegorías del Renacimiento, mezclando siempre unamoralidad discreta....

(Comedia inédita)

I

Me llamo Teodoro, y fuí amanuense en el Ministerio de la Gobernación.

En aquel tiempo vivía yo en la travesía de la Concepción, número 106, enla casa de huéspedes de doña Augusta, la espléndida doña Augusta, viudadel comandante Marques. Tenía dos compañeros: Cabritilla, empleado en laadministración del barrio central, tieso, y amarillo como una vela deentierro y el petulante teniente Conceiro, hábil tocador de violafrancesa.

Mi existencia se deslizaba equilibrada y tranquila. Toda la semanasentado ante el pupitre de mi negociado, trazaba en una hermosa letracursiva, sobre el papel de oficio del Estado, estas frases hechas:«Ilmo. y Excmo. Sr.: Tengo la honra de comunicar a V.E.... Tengo elhonor de poner en conocimiento de V.I. etc., etc.»

Los domingos descansaba. Instalado entonces en el canapé del comedor, lapipa entre los dientes, admiraba a doña Augusta, que, los días defiesta, solía limpiar con clara de huevo la caspa al teniente Conceiro.Esta hora, sobre todo en verano, era deliciosa. Por las ventanasentreabiertas penetraba el vaho cálido y soñoliento de la solanera,algún lejano repique de las campanas de la Concepción Nueva, y elarrullo de las tórtolas que se enamoran en las barandas.

El monótono susurro de las moscas se balanceaba sobre el viejo tul,antiguo velo nupcial de la señora de Marques, que cubría ahora, en elaparador, los platos de cerezas. Poco a poco, el teniente, envuelto enun paño de afeitar, como un ídolo en su manto, adormecíase, bajo lafricción suave de las cariñosas manos de doña Augusta.... Yo, entonces,enternecido, decía a la amable señora:

—¡Ay, doña Augusta, es usted un ángel!

Ella, siempre me llamaba «el encanijado». Yo sonreía sin escandalizarme.«El encanijado» era efectivamente el nombre que me daban en casa, porser delgado, entrar en todas partes con el pie derecho, asustarme de losratones, tener en la cabecera de mi cama una estampa de Nuestra Señorade los Dolores, que perteneció a mi madre, y andar un tanto corcovado.Sí, era desgraciadamente corcovado, por lo mucho que doblé el espinazo,retrocediendo asustado delante de los señores profesores, o inclinandola frente ante jefes y directores generales. Esta actitud de respeto esconveniente al covachuelista, mantiene la disciplina en un Estado bienorganizado, y me garantizaba el descanso de los domingos y díasfestivos, el uso de alguna ropa blanca y veinticinco duros al mes.

No puedo negar, a pesar de todo, que yo no tuviese ambiciones, como loreconocían sagazmente la viuda de Marques y el pedante de Conceiro. Noagitaba mi pecho el apetito heróico de dirigir, desde lo alto de untrono, vastos rebaños humanos; pero sí me abrasaba el deseo de podercomer en el Hotel Central, con champagne, apretar la mano de mimosasvizcondesas, y, por lo menos, dos veces a la semana, dormir, en unéxtasis mudo, sobre el fresco seno de Venus. ¡Oh, elegantes que osdirigíais vivamente a San Carlos abrigados en costosos paletots,luciendo la blanca corbata de «soirée!» ¡Oh, carruajes llenos de mujeresvestidas a la andaluza, rodando gallardamente hacia los toros, cuántasveces me hicísteis suspirar! Porque la certidumbre de mis veinticincoduros mensuales y mi gesto encogido de encanijado, me excluían parasiempre de aquellas alegrías sociales, y venía entonces a herir mipecho, como flecha que se clava en un tronco y queda mucho tiempovibrando.

Aun así, yo nunca llegué a considerarme un paria. La vida humilde tienesus dulzuras: es grato, en una mañana de sol alegre, con la servilletaal cuello, delante de un bistek con patatas, desdoblar el «Diario de lasNoticias;» durante las tardes de verano, en los bancos gratuitos delpaseo, se gozan suavidades de idilio; y es sabroso, de noche, enMartiño, mientras se toma a sorbos el café, oir a los charlatanesinjuriar a la patria.

Además, nunca fuí excesivamente desgraciado, porque no tengoimaginación; no me consumía rodando en torno de paraísos ficticios,nacidos de mi propia alma deseosa, como las nubes de la evaporación deun lago; no suspiraba mirando las lúcidas estrellas, por un amorespiritual a lo Romero o por una gloria humana a lo Camoens.

Soy muy positivista. Sólo aspiraba a lo racional, a lo tangible, a loque era alcanzado por otros en mi barrio, a lo que es accesible a unbachiller. Y me iba resignando como quien ante una

«table d' hôtel»mastica la corteza de pan seco en espera del rico plato de la «Charlotterusse». Las felicidades habían de llegar; y, para apresarlas, yo hacíatodo lo que me era posible como portugués y como constitucional; se laspedía todas las noches a Nuestra Señora de los Dolores y comprabadécimos de la lotería.

Entretanto procuraba distraerme. Y como las circunvoluciones de micerebro no me habilitaban para componer odas a la manera de tantosotros que, a mi lado, se desquitaban así del tedio que la profesión lesproducía; como mi escaso sueldo, apenas suficiente para pagar la casa yel tabaco, no me permitía ningún vicio, había tomado el hábito discretode comprar en la feria de Sadra libros antiguos desencuadernados, y porla noche, en mi cuarto, me entretenía con esas curiosas lecturas. Eran,siempre, obras de títulos sugestivos: «Galera de la inocencia»,

«Espejomilagroso», «Tristeza de los desheredados....» ¡El tipo venerable, elpapel amarillento, la grave encuadernación frailuna, la cintita verdemarcando la página, todo esto me encantaba!

Después, aquellos relatosingenuos en letra gorda inundaban de paz todo mi sér, produciéndome unasensación comparable a la calma penetrante de una vieja cerca de unmonasterio, en la quebradura de un valle, a la hora del crepúsculo,oyendo correr el agua muy triste....

Una noche, hace años, empecé a leer en uno de esos vetustos infolios, uncapítulo titulado

«Brecha de las almas;» e iba cayendo en una soñolenciagrata, cuando este período singular se destacó del tono neutro yapagado de la página, como el relieve de una medalla de oro nuevobrillando sobre un tapete obscuro: copio textualmente:

«En el fondo de la China existe un Mandarín más rico que todos los reyesde que nos habla la Fábula o la Historia. De él nada conoces, ni elnombre, ni el semblante, ni la seda de que se viste.

Para que tú heredessus bienes inenarrables, basta con que toques esa campanilla, puesta atu lado, sobre un libro. El exhalará entonces un suspiro, en los lejanosconfines de la Mongolia. Será un cadáver: y tú verás a tus pies más orodel que puede soñar la ambición de un avaro. Tú, que me lees y ereshombre mortal, ¿tocarás la campanilla?»

Permanecí asombrado ante la página abierta: aquella interrogación«hombre mortal, ¿tocarás tú la campanilla?» aunque me parecía burlona ypicaresca, me turbaba prodigiosamente. Quise leer más; pero las líneashuían ondulando como sierpes asustadas, y en el vacío que dejaban, deuna lividez de pergamino, volvía a brillar la interpelación extraña:«¿Tocarás tú la campanilla?»

Si el volumen hubiese sido de una moderna edición Michel Levy, decubierta amarilla, yo, que no me hallaba perdido en la floresta de unabalada alemana, y podía ver desde mi cuarto blanquear a la luz del gasel correaje de la patrulla, hubiera cerrado el libro, disipando así lanerviosa alucinación. Mas aquel sombrío infolio parecía exhalar magia;cada letra afectaba la inquietante configuración de esos signos de lavieja Kábala, que encierran un atributo fatídico; las comas tenían elretorcido petulante de rabos de diablillos, entrevistos a la luz blancade la luna; en el punto de interrogación final veía el pavoroso ganchocon que el Tentador caza las almas que adormecieron, sin refugiarse enla inviolable ciudadela de la Oración.

Una influencia sobrenatural se apoderó de mí, arrebatándome fuera de larealidad y del raciocinio; y en mi espíritu se fueron formando dosvisiones: de un lado un Mandarín decrépito, muriendo sin dolor, lejos,en un kiosco chino, al «tilín-tín» de mi campanilla; ¡y de otro todauna montaña de oro brillando a mis pies! Esto era tan claro que hastaveía los ojos oblícuos del viejo empañarse, como cubiertos de una ténuecapa de polvo; y sentía el sonido metálico del dinero rodando a misplantas. Inmóvil, horrorizado, clavaba ardientemente los ojos en lacampanilla, puesta delante de mí, sobre un diccionario francés, lacampanilla prevista, citada en el magnífico infolio.

Fué entonces cuando, del otro lado de la mesa, una voz insinuante ycristalina, me dijo misteriosamente:

—Vamos, Teodoro, amigo mío, sé fuerte, extiende la mano y toca lacampanilla.

La pantalla verde de la vela esparcía una penumbra en derredor. Melevanté temblando. Y vi, pacíficamente sentado a mi lado, un individuocorpulento, todo vestido de luto, con sombrero de copa, las manosenguantadas de negro, apoyadas en el puño de un paraguas. No tenía nadade fantástico. Parecía tan corriente, como si viviese del mísero sueldode un empleo... su originalidad estaba en su rostro, sin barba, delíneas fuertes y duras, la nariz brusca, presentaba la expresión rapazy amenazadora de un pico de águila: el corte firme y acentuado de suslabios daba a su boca una expresión maligna; los ojos, al fijarse,semejaban los encendidos fulgores de un disparo, salido súbitamente deentre las zarzas tenebrosas del entrecejo fruncido; era lívido, mas, porsu piel, corrían a veces radiaciones sanguíneas, como en un viejo mármolfenicio.

De pronto me asaltó la idea de que mi visitante fuese el demonio enpersona, pero luego, mi raciocinio se sublevó resueltamente contra estasuposición. Yo nunca creí en el diablo, como nunca tuve fe en Dios.Jamás lo dije en voz alta ni lo escribí en los periódicos para nodescontentar a los Poderes públicos encargados de mantener el respetohacia tales entidades: mas yo nunca creí que existiesen estos dospersonajes, viejos como la substancia, rivales bonachones, que se pasanla vida haciéndose mútuas y amables perrerías, uno de barbas nevadas ytúnica azul, vestido como el antiguo Zoroastro y habitando las alturasluminosas, en medio de una corte más complicada que la de Luis XIV; y elotro malhumorado y mañoso, ornado de cuernos, viviendo entre lasllamas, imitación ridícula y burguesa del pintoresco Plutón. ¡No, nocreo! Cielo e infierno son concepciones sociales para uso de la plebe, yyo pertenezco a la clase media. Rezo, es verdad, a Nuestra Señora de losDolores, porque, así como pedí una recomendación para licenciarme; asícomo, para obtener mis veinticinco duros, imploré la benevolencia deldiputado; igualmente, para sustraerme de la tisis, de las anginas, de lanavaja del chulo, de la cáscara de naranja escurridiza donde puede unoresbalar y romperse una pierna y de otros accidentes, necesito tener unaprotección sobrehumana. El hombre prudente debe ir haciendo una serie desabias adulaciones desde la Universidad hasta el paraíso. Con uncompadre en el barrio, y una comadre mística en las alturas, el porvenirdel licenciado está seguro.

Por eso, libre de torpes supersticiones, dije familiarmente al individuovestido de negro:

—¿Realmente me aconsejas que toque la campanilla?

El desconocido se levantó un poco el sombrero, descubriendo la frenteestrecha y respondió, palabra por palabra:

—He aquí tu caso, estimable Teodoro: ¡Veinticinco duros mensuales esuna vergüenza social!

Hay en este mundo cosas prodigiosas; vinos deBorgoña, como por ejemplo el «Romanée-Conti»

del 58 y «Chambertín» del61, que cuesta cada botella, de diez a once duros, y el que bebe laprimera copa, no vacila en asesinar a su padre, por beber la segunda....Fabrícanse en París y en Londres carruajes de tan suaves muelles, tansuaves forros y airosas ruedas, que es preferible recorrer en ellos elCampo Grande, a viajar, como los antiguos dioses, por el cielo, sobrelos fofos cojines de las nubes. No haré a tu cultura la ofensa deinformarte que se amueblan hoy las casas con un estilo y un «confort»tan admirables que superan a ese regalo ficticio, llamado en otro tiempoBienaventuranzas. No te hablaré, Teodoro, de otros goces terrenales,como, por ejemplo: el Teatro Real, el baile, el café Inglés.... Sólollamaré tu atención sobre este hecho.... Existen seres que se llamanmujeres. Estos seres, Teodoro, en mi tiempo, en la tercera página de laBiblia, apenas usaban exteriormente una «hoja de parra». Hoy son todauna sinfonía, todo un engañoso y delicado poema de encajes, batistas,sedas, flores, joyas, cachemires, gasas y terciopelos.

Comprende lasatisfacción inenarrable que sentirán los cinco dedos de un cristianorecorriendo y palpando esas maravillas; más también has de percibir, quecon una pieza de cinco céntimos, no se pagan las cuentas de esosserafines.... Ellas poseen cosas mejores: cabellos color de oro o colorde tinieblas, resumiendo así en sus trenzas la apariencia emblemática delas dos grandes tentaciones humanas: el hambre del metal precioso y elconocimiento del absoluto trascendente.

Y aún tienen más: brazosmarmóreos, frescos como rosas salpicadas de rocío; senos sobre loscuales el gran Praxíteles modeló su copa, que es la línea más pura y másideal de la antigüedad.... Los senos, en otra era, en la idea de eseingenuo anciano que los formó, que fabricó el mundo, y de quien unaenemistad secular me veda pronunciar el nombre, eran destinados a lanutrición augusta de la humanidad; hoy, ninguna madre racional losexpone a esa función deterioradora y severa, sirven sólo pararesplandecer entre encajes a la luz de las «soirées» y para otros usossecretos. Las conveniencias me impiden proseguir en esta exposiciónradiante de bellezas, que constituye el Fatal Femenino.... Del resto, yahablaremos más tarde. Todas estas cosas, Teodoro, están más allá de tusveinticinco duros mensuales.... Confiesa, al menos, que estas palabrastienen el venerable sello de la verdad.

Yo murmuré con las fauces abrasadas:

—¡Cierto!

Y su voz prosiguió paciente y suave:

—¿Qué me dices de veinte o veinticinco millones de pesetas? Bien sé quees una bagatela...

más, en fin, constituye un comienzo; son una ligerahabilitación para conquistar la felicidad.

Ahora reflexiona sobre esto:El Mandarín, ese Mandarín del fondo de la China, es un viejo decrépito ygotoso. Como hombre, como funcionario del Celeste imperio, es másinútil a Pekín y a la humanidad, que un pedrisco en la boca de un perrohambriento. Mas la transformación de la substancia existe: te lagarantizo yo, que sé el secreto de las cosas. Porque la tierra es así:recoge aquí un hombre podrido y lo restituye allá, en el conjunto de susformas, como vegetal vigoroso.

Bien puede ser que él, inútil comoMandarín en el Imperio del Sol, vaya a ser útil en otra tierra comoodorante rosa o sabroso repollo. Matar, hijo mío, es casi equilibrar lasnecesidades universales. Eliminar en una parte el exceso para suplir enotra la falta. Penétrate bien en estas sólidas filosofías. Una pobrecosturera de Londres ansía ver florecer en su ventana un tiesto lleno detierra negra; una flor daría consuelo a aquella desheredada; mas en ladisposición de los seres, por desgracia, en ese momento, la substanciaque allá debía ser rosa, es aquí un hombre de Estado.... Viene entoncesel chulo de navaja y hiere al estadista; la puñalada le descarga losintestinos; lo entierran: la materia comienza a desorganizarse, mézclasea la vasta evolución de los átomos, y el superfluo hombre de gobiernova a alegrar, bajo la forma de una flor a una rubia costurera. Elasesino es un filántropo. Déjame resumir, Teodoro; la muerte de eseviejo Mandarín idiota, ¡trae a tu bolsillo algunos millones de pesetas!Puedes desde ese momento dar un puntapié a los Poderes públicos: ¡meditaen lo intenso de este gusto! Y desde luego serás citado en losperiódicos, ¡a qué mayor gloria puede aspirar un sér humano! Y todo esocon sólo agarrar la campanilla y hacer «tilín-tín». Yo no soy unbárbaro: comprendo la repugnancia de un caballejo en asesinar a unsemejante suyo; la sangre ensucia vergonzosamente los puños de lacamisa, y siempre es repulsiva la agonía de un cuerpo humano. Mas eneste caso, ninguno de esos torpes espectáculos.... Es como quien llama aun criado.... Y son veinte o veinticinco millones de pesetas, norecuerdo bien, pero los tengo anotados en mis apuntes. No dudes de mí,Teodoro. Soy un caballero; lo probé, cuando, haciendo la guerra a untirano en la primera insurrección de la justicia, me ví precipitadodesde las alturas. Tu imaginación no lo puede concebir... ¡Una caídaespantosa, mi querido amigo! Grandes disgustos.

Lo que me consuela es que el «Otro» está también muy alicaído, porque,amigo mío, cuando un Jehová tiene contra sí a un Lucifer, quítase esteestorbo enviando contra el rebelde una legión de Arcángeles; mas cuandoel enemigo es el hombre armado de una pluma de pato y un cuaderno depapel blanco, está perdido.... En fin, son veinte millones de pesetas.Vamos, Teodoro, ahí tienes la campanilla, ¡sé un hombre!

Calló el enlutado caballero.

Yo bien sé lo que se debe a sí mismo un cristiano. Si este personaje mehubiese llevado a la cumbre de una montaña en Palestina, en una noche deluna llena, y desde allí, mostrándome ciudades, razas e imperiosadormecidos, me hubiera dicho sombríamente: «Mata al Mandarín, y todo loque ves en valles y colinas será tuyo», yo le habría replicado,siguiendo un ejemplo ilustre, con la mano levantada hacia lasinmensidades consteladas. «¡Mi reino no es de este mundo!»

Conozco bien mis autores. Mas eran veinte millones de pesetas, ofrecidosa la luz de una vela de esperma, en la travesía de la Concepción, por unsujeto de sombrero de copa, apoyado en un paraguas.

Entonces no dudé. Y con mano firme repiqué la campanilla. Fué tal vezuna ilusión; mas parecióme que una campana de boca tan ancha como elcielo, repicaba en la obscuridad, a través del Universo, con un sóntemeroso que ciertamente iría a despertar soles que dormían y planetaspanzudos.

El extraño individuo llevó un dedo al párpado, y limpiando una lágrimaque nublaba su ojo rutilante, exclamó:

—¡Pobre Ti-Chin-Fú!

—¿Murió?

—Estaba en su jardín, sosegadamente, armando, para lanzarlo al aire, unpapagayo de papel, pasatiempo honesto de un Mandarín jubilado, cuando lesorprendió ese «tilín-tín» de la campanilla. Ahora yace a orillas de unarroyo susurrante, vestido de seda amarilla, muerto sobre la hierbaverde, con la panza al aire, y en sus manos frías tiene su papagayo depapel, que parece tan muerto como él. Mañana son los funerales. ¡Que lasabiduría de Confucio, inspirándole, ayude a emigrar su alma!

Y el buen sujeto, levantándose, se quitó respetuosamente el sombrero, ysalió, con el paraguas debajo del brazo.

Entonces, al sentir cerrar la puerta, me pareció despertar de unapesadilla. Salté al corredor.

Una voz jovial hablaba con la señora deMarques; y la cancela de la escalera cerróse sutilmente.

—¿Quién acaba de salir ahora, doña Augusta?—pregunté sudoroso.

—Cabritilla que va a la oficina....

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Volví a mi cuarto: todo reposaba tranquilo, idéntico, real. El infolioestaba aún abierto por la página temerosa. Volví a leerla, y ahora mepareció la prosa anticuada de un moralista cansado; cada palabra sehabía vuelto como un carbón apagado.

Me acosté y soñé que estaba lejos, más allá de Pekín, en las fronterasde Tartaria, en el kiosco de un convento de Lamas, oyendo máximasprudentes y suaves que brotaban como un aroma fino de té, de los labiosde un Buda vivo.

II

Transcurrió un mes.

Yo, en tanto, continué, rutinario y triste poniendo diariamente mihermosa letra cursiva al servicio del Estado, y admirando, los domingos,la pericia con que la espléndida doña Augusta limpiaba la caspa alteniente Conceiro. Era cosa evidente para mí que aquella noche, dormido,leyendo sobre el infolio, había soñado con una «Tentación de la Montaña»bajo formas familiares. Instintivamente, sin embargo, me fui preocupandode la China. Leía los telegramas de los periódicos buscando siempre losque se referían a cosas del Celeste Imperio; mas nada pasaba entonces enla región de las razas amarillas.... La «Agencia Havas» sólotelegrafiaba sobre la Herzegovina, la Bosnia, la Bulgaria y otrascuriosidades bárbaras.

Poco a poco fuí olvidando mi episodio fantasmagórico; y al mismo tiempo,como gradualmente mi espíritu se serenaba, volvían a él las antiguasambiciones que lo habitaron: un nombramiento de Director General, elseno amoroso de Lola, bisteks más tiernos que los de doña Augusta. Mastales regalos me parecían tan inaccesibles, tan fuera de la realidad,como los propios millones del Mandarín. Y por el monótono desierto de lavida, allá fué marchando la lenta caravana de mis melancolías.

Un domingo de Agosto, de mañana, dormitaba en la cama, en mangas decamisa, con el cigarro apagado entre los labios, cuando la puerta seabrió suavemente y entreabriendo los párpados adormilados, ví inclinarsea mi lado una calva respetuosa. Y luego una voz perturbada murmuró:

—¿El señor Teodoro? ¿El señor Teodoro, del Ministerio de laGobernación?

Me levanté lentamente sobre mi cama, y, respondí bostezando:

—¡Soy yo, caballero!

El individuo inclinó el espinazo, como a presencia del Rey Bobo searquean los cortesanos.

Era pequeño y gordo: venerables lentes de ororelucían en su faz bonachona, que parecía la personificación del Orden.

Todo tembloroso, balbuceó azorado:

—¡Traigo noticias para su señoría! Noticias de considerableimportancia. Mi nombre es Silvestre.... Silvestre Juliano y C.a....Un criado servicial de vuestra excelencia.... Llegaron en el correo deSouthampton.... Nosotros somos Corresponsales de Traigand, y C.a deHong-Kong.

El hombre calvo sofocóse; y agitando nerviosamente en su gruesa mano unsobre repleto, con un sello de lacre, negro, prosiguió:

—Vuestra excelencia debe de estar prevenido. Nosotros no loestábamos.... El azoramiento es natural.... Lo que esperamos es que nosconserve su confianza. Vuestra excelencia es en esta tierra una flor devirtud, espejo de bondad. Aquí están los primeros cheques sobre Bheringand Brothers de Londres.... Letras a treinta días sobre Rothschild.

A este nombre, resonante como el mismo oro, salté velozmente del lecho.

—¿Qué es eso, señor?—grité.

Y él, gritando mas, blandiendo el sobre, alzado sobre la punta de lasbotas, exclamó:

—¡Son ciento veinte millones de pesetas sobre Londres, París, Hamburgoy Amsterdán, en letras a su favor! ¡A su favor, excelentísimo señor!¡Por casas de Hong-Kong, de Shang-Hai y de Cantón, de la herencia delMandarín Ti-Chin-Fú!

Sentí temblar el mundo bajo mis pies y cerré un momento los ojos. Mas depronto, comprendí que yo era desde aquel momento como una encarnación delo sobrenatural, recibiendo de ella mi fuerza y sus atributos. No podíaconsiderarme como un hombre, rebajándome con explicaciones humanas. Parano interrumpir la línea hierática de mi indiferencia, me abstuve de ir asollozar de alegría, como me lo pedía el alma, sobre el vasto seno de laviuda de Marques.

De ahora en adelante ostentaría la impasibilidad de un Dios o de unDemonio; me calcé con naturalidad y dije a Silvestre Juliano y C.ºestas palabras:

—Está bien. ¡El Mandarín! Ese Mandarín se portó conmigo como uncaballero. Ya sé de lo que se trata. Es una cuestión de familia. Dejeahí los papeles. Buenos días, Silvestre, Juliano y C.º.

Y se retiró, retrocediendo, con el cuerpo inclinado respetuosamente.

Entonces abrí de par en par la ventana, y, asomando la cabeza, respiréel aire cálido, como un corzo cansado.

Después miré hacia abajo, hacia la calle, donde la burguesía, saliendode misa pululaba entre dos filas de carruajes. Mis ojos se fijaban,inconscientes, ora en las joyas de las mujeres, ora en los brillantesmetales de los arreos. Y de repente la idea de mi grandeza me llenó desatisfacción.

¡Todos aquellos carruajes podrían ser míos! Ninguna de lasmujeres que veía, dejaría de ofrecerme su seno desnudo, a la menorindicación de un caprichoso deseo. Todos aquellos hombres de levita yguantes negros se postrarían delante de mí como ante un Cristo, unMahoma o un Buda, si yo arrojase sobre ellos un puñado de cheques demis ciento veinte millones de pesetas sobre los principales Bancos deEuropa.

Me apoyé en la baranda y reí viendo la agitación efímera de aquellahumanidad subalterna que se consideraba libre y fuerte, mientras alláarriba, en la habitación de un cuarto piso, yo tenía en la mano, en unsobre lacrado, el principio de su flaqueza y de su esclavitud.

Entonces, satisfacciones del Lujo, regalos del Amor, orgullos del Poder,todo, todo lo gocé con la imaginación, en un instante y en un solosorbo. Mas luego una gran saciedad me fué invadiendo el alma, ysintiendo el mundo a mis pies, bostecé como un león harto.

¿De qué me servían por fin tantos millones, sino para traerme, día pordía, la desoladora afirmación de la vileza humana?

¡Y así, al choque de tanto oro iba desapareciendo ante mis ojos, comohumo, la belleza moral del Universo! Se apoderó de mí una inmensatristeza mística. Caí sobre una silla, y con el rostro, entre las manos,lloré copiosamente.

Al poco tiempo la viuda de Marques abrió la puerta, toda vestida de sedanegra.

—¡Le estarán esper