El Maestrante by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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Pero teniendo noticia de que ibala policía a registrarles la casa, pensaron con terroren el uniforme del teniente. ¿Dónde guardarloque no diesen con él? Carmelita, en aquellosinstantes críticos, tuvo un rasgo de ingenioy bravura. Se vistió el uniforme debajo de susropas de mujer. Por cierto que este teniente seportó con ellas con bastante ingratitud. No tuvoen su vida diez minutos para escribirles unacarta dándoles las gracias.

No fue la única que hubieron de sufrir por partede sus tertulios. Acostumbraban éstos aprovecharsede su amabilidad cuanto podían; recreábanseen su casa, gozaban de la compañía yconversación de las jóvenes más bellas de Lancia,concertaban algunos su matrimonio, y luegoque lo realizaban, o porque sus negocios o suedad les impedían asistir a la tertulia, si te vi,no me acuerdo; apenas las saludaban en la calle.Lo mismo puede decirse de las mamas, tan rendidasy aduladoras antes de casar a sus hijas, ytan despegadas así que lo conseguían. Pero talesflaquezas no alteraban el buen humor deaquellas benditas ni destruían su optimismo.Como se estaban renovando sin cesar los asistentesa su casa, olvidaban la ingratitud de losantiguos para pensar tan sólo en el aprecio queles tributaban los nuevos. Además, en sus corazonesno cabía rencor, ni siquiera hostilidad; lasbromas no las ofendían. ¡Y cuidado que algunaseran bien pesadas! La que les dio Paco Gómezen cierta ocasión hizo raya: aún se cuenta conregocijo en Lancia.

No todas las noches de invierno iban damas ala tertulia. Generalmente asistían los sábados ylos miércoles. Pero había un grupo de muchachosque casi nunca dejaban de hacerles un ratode compañía a primera hora, aunque después semarchasen a otras casas. Uno de ellos era PacoGómez. En estas noches de soledad se formabageneralmente un partido de brisca. Paco iba decompañero con Nuncita y el capitán Núñez, oJaime Moro, o cualquier otro muchacho conCarmelita. Paco una noche se dolió de que lasseñas que se hacían durante el juego fuesen tanvulgares y conocidas: era imposible hacerlaspasar inadvertidas para los contrarios. Entonces,de acuerdo con el otro, propuso cambiarlas.Él enseñaría unas a Nuncita, y el contrario otrasa Carmelita. Las nuevas señas fueron todas ademanesobscenos, de esos que no se ven más queen las tabernas y lupanares. Aquellas inocentesmujeres las aceptaron sin saber lo que hacíany se sirvieron de ellas con la mayor desenvoltura.Así que pasaron algunos días, y estabanperfectamente avezadas a usarlas, Paco invitóuna noche a muchos de los tertulios a presenciarel juego. Resultó una escena de cómicosubido.

Cada vez que cualquiera de las dos señoritashacía una seña, había una explosión dealegría. Pues bien, apesar de lo brutal y desvergonzadode la broma, las bondadosas señoritas,en vez de ponerle de patas en la calle y cerrarlela puerta para siempre, se contentaron alsaberlo con hacerse cruces de sorpresa y reírsecomo los demás.

—¡Santo Cristo bendito de Rodillero, quién lodiría! ¡Tantos pecados como hemos cometido sinsaberlo!

—Pues yo no los confieso—exclamó Nuncitacon resolución.

—Los confesarás, Niña—expresó gravementela primera.

—Que no.

—¡Niña!

—Que no quiero.

—¡Silencio, Niña! Los confesarás y tres más.Mañana mismo te llevaré a Fray Diego.

Nuncita protestó todavía sordamente, comouna chica mimosa, hasta que las miradas severasde su Hermana mayor la hicieron callar. Perotodavía estuvo buen rato enfurruñada. A veces,sin saber por qué, se mostraba díscola y rebeldeen sumo grado.

Necesitaba Carmelita hacergala de toda su autoridad para someterla.Mas, ordinariamente no sucedía así. Aunque nole llevase más de tres o cuatro años, Nuncita,por la costumbre adquirida, por debilidad de carácter,o por ventura porque no le disgustabaaparecer más joven en presencia de la gente,reconocía la jefatura de su hermana y la obedecíacon una sumisión que envidiarían las madrespara sus hijas.

Pocas veces tenía necesidad dereprenderla, pero cuando lo hacía, Nuncita bajabala cabeza y al poco rato se la veía llevarseel pañuelo a los ojos y salir de la sala, mientrasCarmelita seguía sus movimientos con miradafija, sacudiendo al mismo tiempo la cabeza severamente.Poco faltaba para que la castigasedejándola sin postre o mandándola a la cama.Por tales razones y porque Carmelita así la llamasecon frecuencia, D.ª Nuncia, que pasabaalgo de los ochenta, era conocida en Lancia porel sobrenombre de «la Niña.»

En los amores de Emilita Mateo se portaronambas hermanas heroicamente. El capitán Núñezfue bloqueado en toda regla. Por espacio deun mes lo menos, y hasta que le vieron bienencarrilado, ni una silla le dejaron libre másque la que estaba próxima a la más joven de laschicas de D. Cristóbal. En el juego de la lotería,al cual se entregaba con pasión desordenadaaquella sociedad, Nuncita se encargaba, sin quenadie se lo pidiese, de buscarles cartones quefuesen combinados. Cuando se referían al oficialde Pontevedra y a Emilita hablaban como deuna sola persona. Tan unidos y compactos losapreciaban ya.

Servicios a tal extremo importantes los pagabael Jubilado con una gratitud que le rebosabadel alma y le salía por los ojos. De buenagana se prosternaría ante ellas y les besaría laorla del vestido de cúbica. Pero su dignidad yaquella larga serie de diatribas contra el ejércitoque llevaba colgadas a los pies como grilletes,le impedían estas y otras manifestaciones.Ni siquiera tenía el consuelo de poder mostrarsealegre cuando aquel pundonoroso militar acompañabaa su niña en el paseo. Pero ya se sabeque las señoritas se preocupaban muy poco de lagratitud de sus tertulios. Los casaban por vocaciónirresistible de su espíritu, por una necesidadde su organismo, como teje la araña la telay cantan los pájaros en el bosque. Una vez enlazadospor el vínculo matrimonial, los tertulios,lo mismo hombres que mujeres, perdíantodo su atractivo para las señoritas de Meré.Su atención se concentraba inmediatamente enlos nuevos pollastres que venían piando a cobijarsebajo sus alas protectoras.

Quien les causó una serie de decepciones yamarguras, que a poco dan con ellas en el sepulcro,fue el conde de Onís. En su vida habíantropezado con un hombre más incomprensible.¡Lo que las pobres sudaron para meterle en vereda,en la florida vereda de Himeneo! Pero aqueldiablo se les resbalaba por entre los dedos comouna anguila.

Mostrábase durante algunas nochestierno y amartelado con Fernanda; no se apartabade ella el canto de un duro. Las miradasde las dos hermanas se posaban sobre ellos convisible enternecimiento; procuraban con ahíncoque nadie fuese a interrumpirles; poco les faltabapara mandar a los demás que bajasen la voza fin de que no les molestase el ruido. Pues bien,repentinamente, cuando menos podía pensarse,el conde cometía el absurdo de alzarse distraídamentede la silla, bostezar y marcharse ahacer solitarios a un rincón de la mesa. Por suparte Fernanda caía en idénticas flaquezas, poniéndosea charlar animadamente con el chicodel regente de la audiencia sin dirigir una miradaa su novio. Carmelita y Nuncita quedabanaterradas cuando esto sucedía, se iban a la cama,presa de la mayor consternación.

Después del rompimiento definitivo, y cuandoal cabo se convencieron de que la ventura derealizar tan sublime matrimonio no estaba reservadapara ellas, humillaron un poco su ambicióny prestaron auxilio a Granate, que hacía muchotiempo lo demandaba con instancia. También poreste lado la suerte impía les hirió cruelmente.Fernanda rechazaba con irritación cualquier palabrasuasoria que le dirigiesen en favor del indiano.Si observaba que las señoritas tenían dispuestaslas sillas de modo que resultase aquélsentándose a su lado, en un instante destruía sucombinación yéndose con ademán displicente alextremo opuesto. Al formarse las partidas de brisca o de tute no consentía que se lo diesen porcompañero so pena de renunciar al juego. En fin,que estaba tan alerta y sobre sí que era imposibleatacarla por ningún lado. No obstante, lasde Meré persistían en su proyecto y trabajabanpor llevarlo a cabo con paciencia; que es la garantíamás segura para dar cima a las grandesempresas.

Algunos días después de la guasa de Paco Gómezse hallaban en la famosa tertulia, a más detres o cuatro pollastres, el mismo Paco, ManuelAntonio, D. Santos, el capitán Núñez, D. Cristóbal,Fernanda, María Josefa Hevia y dos de laschicas de Mateo. No se pensaba todavía en jugar.Todos estaban sentados menos Paco, que dabavueltas por la sala contándoles la broma que habíadado la otra noche en el teatro a Manín, elmayordomo de Quiñones. Desde que éste habíaquedado paralítico, su famoso acompañante andabasin sombra por la ciudad. Mas, por la granconfianza que su amo le otorgaba, los tertuliosde D. Pedro le guardaban consideraciones, yapesar de la rusticidad de su trato y del trajecampestre que llevaba, cuando le tropezaban enla calle le abrazaban familiarmente, le convidabana entrar en el café y a veces le llevaban alteatro. Manín para aquí, para allá: el grosero aldeanose había hecho famoso no sólo en Lancia,sino en toda la provincia. Aquel calzón corto,aquella media blanca de lana con ligas de color,chaqueta de bayeta verde y sombrero calañés,le daban un aspecto original en la ciudad, dondepor milagro se veía ya un hombre con estearreo. Era una de las cosas que más sorprendíana los forasteros, sobre todo viéndole alternar encierto pie de igualdad con los señores de la población.No sólo por respeto al maestrante, sinoporque les hacía mucha gracia las salidas brutalesde Manín, éstos se perecían por llevarle ensu compañía. Además, Manín era un célebre cazadorde osos, con los cuales se decía que habíaluchado algunas veces cuerpo a cuerpo. Los aficionadosa tal clase de ejercicio le profesabanpor esto respeto y simpatía. Sin embargo, losenemigos que el mayordomo tenía allá en su aldeaaseguraban, riendo sarcásticamente, que lode los osos era una farsa, que en su vida los habíavisto, cuanto más luchar con ellos.

Añadíanque Manín había sido siempre un zampatortashasta que D. Pedro había tenido el capricho desacarle de la oscuridad. La imparcialidad nosobliga a estampar esta opinión, que desde luegosuponemos infundada. Hay que confesar, no obstante,que la conducta de Manín, ofreciendo repetidasveces a sus amigos llevarles a cazar eloso, sin que jamás cumpliera la promesa, la prestabacierta verosimilitud. Pero el profesar respetoa la salud e integridad de los osos de su país¿es acaso motivo suficiente para arrojar a unhombre a la cara el calificativo de zampatortas?Nadie osará afirmarlo.

Más lógico es suponerque el célebre Manín era, como todos los hombresque logran sobreponerse a la multitud, víctimade las asechanzas de la envidia.

Refería Paco, con el desenfado procaz que lecaracterizaba y del que no prescindía ni aun hallándoseentre damas, cómo había llevado aManín al palco proscenio que con otros amigostenía abonado en el teatro. El mayordomo nohabía visto jamás bailarinas.

Al presentarse éstasen escena le hizo creer que traían las piernasdesnudas. Manín quedó escandalizado, fijandoen ellas sus ojos, donde se pintaba el asombro yla indignación. «Pues aún no has visto lo mejor;¡aguarda, aguarda un poco!» Al comenzarla orquesta a tocar, las bailarinas hacen chasquearlos palillos, y dando una vuelta levantantodas la pierna a la altura de la cabeza. «¡Sollo!»exclama el pobre tapándose la cara con lasmanos. ¡Dios sabe lo que pensó que iba a ver!

Paco narraba el lance con naturalidad, paseandode un cabo de la sala, la cabeza baja ylas manos metidas en los bolsillos del pantalón.Las jóvenes tertulianas se creyeron en el casode ruborizarse. Todos reían menos Granate, queaún tenía en el corazón la broma del día pasado.Desde su rincón, donde estaba como un oso aletargado,dirigíale miradas torvas, agresivas. ¿Quéhabía pasado en casa de Estrada-Rosa cuando elindiano fue a ella en demanda de la mano de laseñorita? Ni a D. Juan ni a su hija se les pudosacar una palabra; pero cierta doncellita enteróa todo el mundo de que D.

Juan había rehusadoen términos desdeñosos, que Granate hizo ostentaciónde sus millones y aun se autorizó el manifestarque Fernanda no encontraría un matrimoniomás ventajoso. Entonces D. Juan se incomodó,le llamo zángano y lo despidió con cajasdestempladas. Paco, cada vez que sorprendíauna de aquellas miradas furibundas, sonreía yhacía guiños a Manuel Antonio.

—Oye, Carmela—dijo parándose frente a uncuadrito pintado al óleo,—¿dónde habéis compradoeste San Juan?

—¡Jesús! señor—exclamó Carmelita,—no esun San Juan, que es un Salvador,

¡míralo cómose ríe el pobrecito!

—¡Ah! es un Salvador. ¿En qué se distinguen?

Las señoritas de Meré, al escuchar tal pregunta,quisieron volverse locas de alegría.

Se lescaían las lágrimas de risa.

—¡Ay, qué Paquito! ¡Ay, qué corazón!... ¡Nodistingue un San Juan de un Salvador!

Y ríe y que te ríe. Hacía muchos años que nohabían oído nada tan gracioso. Cuando hubieronsosegado un poco y se limpiaron las lágrimas yse sonaron estrepitosamente con un pañuelo dehierbas, Paco, que gozaba viéndolas tan alegres,les preguntó:

—Pero vamos, ¿cuándo lo habéis comprado, elSalvador, que yo no lo he visto hasta ahora?

—Estaba en el cuarto de Nuncia, mi alma;pero allí no estaba bien, porque tropezaba lacama en él, y lo hemos traído.

—Se lo regaló a Carmela, cuando vivía papá,un pintor de Madrid que pasó aquí unos días—dijoNuncita.

—¿Eras tú joven?—preguntó gravemente Pacodirigiéndose a Carmelita.

—Sí, muy jovencita.

—¿El pintor tenía fama?

—Mucha.

—Entonces ya sé quién era, Murillo.

—No; me parece que no se llamaba así.

—Entonces sería Velázquez.

—Ese nombre ya me suena más. Era hombremozo, muy cortés y muy galán,

¿verdad, Nuncia?...A tí me parece que te hizo algunas carantoñas...

Nuncita bajó los ojos ruborizada.

—¿Quién se acuerda de eso ya?

—Era muy enamoradizo—prosiguió Carmelita;—peroal mismo tiempo bien criado y bienentendido...

—¿Enamoradizo dijiste? Justo, no puede serotro que Velázquez.

—No se llamaba Velázquez; se llamaba González—apuntótímidamente Nuncita.

Y después de decirlo volvió a ruborizarse.

—¡Eso es, González!—exclamó su hermanahaciendo memoria.

—Bueno, es igual, sería un contemporáneo suyo,de la buena raza de pintores del siglo XVII—manifestóPaco sin turbarse por las carcajadasde los tertulios, que se espantaban de la inocenciade aquellas pobres mujeres.

—¿Conque te ha hecho la corte a ti, Niña?—prosiguiócogiendo con dos dedos cariñosamentela barba de Nuncita.—Me parece que tú debistede haber sido muy torerita, ¿verdad, Carmela?

—Fue un poco tentada de la risa.

—¡Carmela, por Dios, que estos señores vana creer que he sido una coqueta!—

exclamó conangustia la Niña.

—No creerían más que la verdad, chica—dijoPaco.—¿Ya no te acuerdas que has dado oídosa un procurador eclesiástico llamado donMáximo, y después que éste se iba de tu casahablabas con el teniente Paniagua por el balcón?

Nuncita sonrió con enternecimiento al recuerdode aquellos tiempos, y repuso bajando los ojoscon graciosa timidez:

—D. Máximo venía a casa todos los días,pero nunca me requirió de amores.

—¡Qué amores ni qué calabazas!—exclamóPaco.—Di tú que quien te gustaba de verdadera el teniente, y concluirás más pronto.

—¿Conque ha estado usted enamorada de unmilitar?—preguntó con graciosa volubilidadEmilita, dirigiendo al mismo tiempo una miradaprovocativa a Núñez.—

Pues ha tenido ustedbien mal gusto.

El Jubilado se puso repentinamente serio y sele erizaron los bigotes de terror ante aquella salidade su hija; pero se tranquilizó inmediatamenteal observar que el capitán, en vez de darsepor ofendido, la pagaba con una sonrisa amorosay lo echaba a broma como todos los demás.

—No es ella sola la que ha tenido ese malgusto—expresó con marcada intención Carmelita,muy alegre de haber encontrado aquel rasgode ingenio.

—Y ¿quién era ese teniente?... Algún trasto...¡cómo si lo viera!...—tornó a preguntar Emilitacon la misma adorable ligereza.

—¡Alto, alto, Emilia!—manifestó Paco.—Paniaguaera teniente de los tercios de Flandes ymuy bizarro.

—No, corazón, no—se apresuró a rectificarNuncita,—que era de la guardia real.

—¿No era arcabucero?

—No, mi alma; de la guardia real te digo.

D. Cristóbal disimulaba la risa con un flujo detos. Manuel Antonio y los pollastres reían descaradamente.

—Paniagua era hombre muy notable—prosiguióPaco.—Poseía esa decisión que tan biensienta a los militares. El mismo día que llegóvio a Nuncia por la mañana al balcón. Por latarde le entregó en el pórtico de San Rafael, alsalir de la novena, un billete de declaración, queempezaba: «Señorita: Entre confuso y medroso,y dudando si en gracia de lo rendido me perdonaráusted lo osado, confieso que mi único delitoconsiste en amar a usted...»

—¡Qué picarón! ¡cómo lo recuerda!—exclamóNuncita, enternecida de verdad.

Lo cierto era que Paco, a quien la Niña, despuésde muy rogada, había mostrado las cartasque conservaba de Paniagua, se había aprendidode memoria aquel originalísimo documento y lorecitaba en todas partes para regocijo de susamigos.

—Eso se llama un hombre resuelto. Así semanifiesta el carácter de la persona. ¡Qué diferenciade los militares de hoy, que antes de declararsea una muchacha la pasean un año lacalle y luego tardan otro en decir: «Niña, ¿cuándonos vamos a la vicaría?»

Pronunció estas palabras mirando al rincóndonde estaban Emilita y el capitán. Éste recogióla alusión y se puso serio. La chica se hizo ladistraída, pero agradeciendo mucho a Paco en elfondo de su corazón el capote, mientras el Jubiladose atusaba el bigote con mano temblorosa,temiendo que Núñez se enfadara, pero alegre almismo tiempo por la esperanza de que estos capotazosoportunos le sacaran de su atonía.

Cansados de platicar, los pollastres propusieronjugar un ratito a las prendas. Es un juegodonde los hombres de criterio siempre pescanalgo. Fernanda consintió en que Granate se sentasea su lado. Los guiños de Paco, que habíasorprendido, le habían hecho mal efecto. Erauna criatura muy orgullosa, pero en la cual sehallaba arraigado el sentimiento de justicia. Nopodía sufrir que se burlasen en su presencia denadie, aunque fuese del ser más ínfimo y despreciable.Podía decirse que el sentimiento dela dignidad, que era en ella tan delicado y vidrioso,la hacía sentir las heridas causadas en lade los otros con más viveza. Aunque aborrecía aGranate, la molestaba que se le mortificase en supresencia, sobre todo si era por su causa; sin perjuicio,por supuesto, de que ella le diese a cadamomento descomunales desaires; pero entendía,y no le faltaba razón, que los desdenes de lamujer que se ama, si causan dolor, no resquemancomo las burlas. El indiano, que se vio tanhonrado, no cabía en sí de gozo, y comenzó convoluntad excesiva y la ordinariez que le caracterizabaa prodigarle mil atenciones. Fernandalas recibió con semblante grave, pero sin repugnancia.

Y vino, como es natural, aquello de las «tresveces sí y tres veces no,» el «contentar a todos lospresentes,» «un favor y un disfavor,» etc., etc.La sociedad se recreaba con lo que se habían recreadosus padres y sus abuelos, y con lo quepensaban que se recrearían sus hijos. ¡Inocentes!Había allí un espíritu, sin embargo, que nomerecía este calificativo. Paco Gómez jugabacon una condescendencia displicente, como hombreque se adelantaba mucho a su época, cometiendomil torpezas y desaciertos que demostrabanla distracción que caracteriza a los seres superiores.En cambio, Núñez tenía puestos loscinco sentidos. No se vio jamás hombre máserudito en aquellas materias ni que las tratasecon más profundidad. Su inteligencia lúcida habíapenetrado en todos los secretos del juego deprendas y sabía sacar de cada uno el partidoposible, extraer todo su jugo, según pedían lascircunstancias. Por ejemplo, cuando una señoritadebía contentarle, quedaba sordo instantáneamente.La joven se veía obligada a inclinarsemás y más, hasta que sus labios de carmínrozaban la oreja del capitán. Si quedaba condenadaa hacer el papel de esquina de la Puertadel Sol y, por consiguiente, a sufrir que le pegasencarteles en la cara, que se recostasen contraella, etc., etc., el profundo Núñez no soltabala presa en tanto que no pasease las manos portodas las regiones de su cuerpo. Pero cuando diomás claras muestras de su talento portentoso yde los vastos conocimientos que había logradoadquirir en aquel ramo del saber, fue al proponerque la señorita a quien acertase lo quetenía en el bolsillo quedase obligada a darle unbeso. Tal seguridad tenían todas de que nadaconseguiría, que no vacilaron en aceptar la proposición.Erró, efectivamente, al vaciar con elpensamiento el bolsillo de Carmelita, erró conFernanda, con María Josefa, con Micaela, y¡miren qué diablo! fue a acertar precisamentecon Emilita. Unas tijeras, un pañuelo, un dedaly tres caramelos. La niña se puso a gritar batiendolas palmas, toda nerviosa: ¡Trampa,trampa! El capitán, sereno, apacible, grandiosocomo un héroe de la antigüedad, rechazó aquellaimputación y demostró hasta la saciedad queallí no cabía trampa alguna.

—...A no ser—añadió sonriendo mefistofélicamente—queestuviera usted convenida conmigopara dejarme ver de antemano lo que teníaen el bolsillo.

La niña protestó aún más ruidosamente contraesta hipótesis indecorosa, se puso agitadahasta un grado incomprensible y, levantándosecon viveza, corrió al extremo opuesto de la sala,lo más lejos posible del capitán, como si éstefuese a tomar por la fuerza lo que de derecho lecorrespondía. Hubo quien se puso de parte de ella(las mujeres) y quien tomó partido por él (casitodos los hombres). Armose en la sala un zipizapede mil demonios. Todos hablaban, reían,chillaban sin acabar de entenderse.

Pero la quemás gritaba y gesticulaba era, como es fácil decomprender, la interesada.

Sin embargo, donCristóbal, viendo que aquello llevaba trazas deno concluir, y queriendo dejar a salvo la formalidadde su progenie, intervino en la disputacomo un dios majestuoso que extiende la diestrapara calmar las olas del mar embravecido.

—Emilita—pronunció con firmeza,—juego esjuego. Dale un beso a ese caballero.

Adviértase que no dijo «al capitán,» ni siquiera«a ese señor oficial.» Todavía sus labiosciviles repugnaban dejar paso a una palabra deorden exclusivamente militar.

—¡Pero papá!—exclamó la hija menor, rojaya como una amapola.

—¡Vamos!...—profirió con la diestra extendiday en la actitud más imperativa que pudo adoptarjamás un dios jubilado.

No hubo más remedio. Emilita, confusa y avergonzada,con las mejillas convertidas en dosbrasas, se acercó vacilante al heroico capitán dePontevedra, fértil en toda clase de astucias, yle rozó con el carmín de los labios la tierra amarillentade sus mejillas.

Mas hete aquí que, apenas lo hubo efectuado,saltó hecha un basilisco Micaela, la más irasciblede las cuatro nereidas que nadaban en lasprofundidades de la morada del Jubilado:

—¡Qué desvergüenza!... Esos no son juegosdecentes, sino suciedades... No me extraña deNúñez, porque los hombres ¿a qué están? Me extrañade tí, Emilita... Me parece que un pocomás de pudor y vergüenza no te vendrían mal...Pero ¡cómo la has de tener si los que tienenobligación de ponértela son los primeros en empujartea lo malo!...

Aquella sangrienta diatriba contra el autor desus días dejó a éste pálido y clavado al suelo.Hubo un instante de silencio embarazoso. Unanota tan destemplada les sorprendió. Sin embargo,todos se apresuraron a defender a Emilitay a protestar de la pureza y la perfecta inocenciade tales juegos. El argumento que más serepetía, y el que a todos les parecía incontrastable,era que, no habiendo malicia, aquello no valíanada, porque lo importante en estos asuntoses la intención. El beso ¿ha sido dado con intención?—decíauno de los pollastres más dialécticos.—¿No?Pues entonces como si no se hubieradado. Núñez asentía gravemente, un poco amoscadoy mirando de reojo a su futura cuñada.Pero ésta no se rendía a demostraciones tan evidentesy se obstinaba en pedir, cada vez conmayor violencia y más altas voces, un poco devergüenza para su hermana menor y unas migajitasde sentido para su señor padre.

Mas comoal cabo nadie se presentaba con estas cosas en lamano a satisfacer sus votos, no tuvo otro remedioque ir bajando el diapasón, hasta que al finsus coléricas protestas se fueron trasformandopoco a poco en murmullo sordo y amenazadorcomo el de los truenos lejanos. Y la tertuliarecobró su dulce sosiego habitual.

Pero quedó suspendido por aquella noche eljuego de prendas. Nuncita, de quien casi siemprepartían las grandes ideas, propuso que se jugasea la boba. No se sabe por qué, pero es locierto que este juego poseía particulares atractivospara la menor de las señoritas de Meré. Esindecible lo que se placía la ex-novia del tenientePaniagua cuando lograba encajar la boba a algunade sus tertulianas, la ansiedad y desasosiegoque se apoderaba de ella cuando la tenía en supoder y no lograba soltarla.

Paco Gómez tomóla baraja y sacó las tres sotas; pero sabiendo ladebilidad de Nuncita y queriendo, según sutemperamento, mortificarla un poco, hizo unaseñal a la que quedaba, y luego la fue manifestandoal oído a algunos de los tertulios. Resultadode esto fue que la boba iba casi siempre aparar a manos de la Niña, y allí se atascaba, sinque apesar de todos sus esfuerzos consiguiesedesprenderse de ella. Con esto, apesar de su apaciblenatural, se fue impacientando poco a poco.La tertulia reía y ella también, pero más con loslabios que con el corazón. Al fin, en un momentode cólera echó a rodar las cartas y declaró queno jugaba más. Carmelita, al ver aquel acto dedescortesía, intervino severamente, como siempreque se desmandaba.

—¿Qué arrebato es ése? ¿A qué conduce esatontería? ¿Qué dirán estos señores?...

Dirán, conmotivo, que no tienes educación, y que en nuestrafamilia no ha habido quien hubiera sabido enseñarte...¡A ver si coges las cartas ahora mismo!

—No quiero.

—¿Qué, qué dices, necia? ¡Tú, tú, tú eres tonta!...¿Se habrá visto una criatura más díscola?...Co... co... coge las cartas enseguida...

La cólera la hacía tartamudear, saliendo de suboca desprovista de dientes unos ruidos extraños.

—¡Hum!—gruñó Nuncita, torciendo el hocicocon mueca de mimo.

—¡Niña, no me enfades!—gritó su hermanamayor.

—¡No quiero, no quiero!—repitió aquella criaturaindómita con decisión.

Y al mismo tiempo se levantó de la silla yarrastrando los pies se fue a refugiar en el gabinete.

Mas su hermana la siguió inmediatamente enla actitud más severa y autoritaria que puedenadie imaginarse, dispuesta a corregir aquelprincipio de rebelión, que con el tiempo podríatraer funestas consecuencias. Oyose rumor dedisputa, sobresaliendo la voz áspera, irritada, deCarmelita; luego aquella voz se fue dulcificando,haciéndose persuasiva, razonadora, reprendiendocon suavidad. Llegó asimismo a los oídos de lostertulios el eco de un sollozo. Por último, alcabo de buen rato se presentó de nuevo Carmelita,arrastrando los pies todavía más que suhermana, con los ojos resplandecientes de autoridady el ademán majestuoso que conviene alos que necesitan dictar leyes a los seres que laProvidencia les ha confiado. Detrás venía la Niñaavergonzada, sumisa, con las mejillas inflamadasy los ojos llorosos. Sentose otra vez a lamesa y, sin osar levantar los ojos a su hermanamayor, que la miraba aún con cierta dureza,tom