El Maestrante by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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—¿Cómo?... ¿Qué tiene que ver?...—dijo conmal disimulada turbación.

También Amalia se turbó. Sus pálidas mejillasse colorearon.

—Hemos estado murmurando de tí. ¡Quétraje te hemos cortado, chico!

—Aquí Manuel Antonio—profirió Amalia—decíaque era usted el perro del hortelano.

—No; tú eras quien lo decías.

Otra de las particularidades de aquél era eltutear a todo el mundo, grandes y chicos, señorasy caballeros.

—¡Yo!—exclamó la dama.

—¿Y por qué soy el perro del hortelano?...Sepamos.

—Pues decía Amalia que ni querías comertela carne ni permitir que la coma D.

Santos.

—¡Vamos! ¿Quieres callarte, embustero?—dijola señora, medio irritada, medio risueña,dándole un pellizco.

—¿Qué se habla de D. Santos?—preguntó uncaballero muy corto y muy ancho, de faz mofletuday violácea, acercándose al grupo.

El conde y Amalia no supieron qué responder.

—Se decía que D. Santos tenía pensado llevarnosun día a su posesión de la Castañeda ydarnos un banquete—manifestó Manuel Antoniocon desparpajo.

—No; no era eso—repuso el hombre rechonchocon forzada sonrisa.

—Sí tal. Amalia sostenía que no eras capazde llevarnos a pasar un día a la Castañeda.

—¡Pero, hombre, tú te has empeñado en ponermehoy colorada!—dijo aquélla.

—Porque soy un buen amigo. Como te veopálida estos días... Bien puedes creerlo, Santos,yo tengo mucha mejor idea de tu esplendidezque la mayoría del pueblo... No conocéis bien aD. Santos, les digo muchas veces a los que sostienenque a tí te duele gastar el dinero. SiD. Santos no gasta, no obsequia a sus amigos,no es por avaricia, sino por indolencia, porqueno se le presenta ocasión. El hombre es tímidode suyo y no es capaz de proponer banquetes nigiras; pero que otro le apunte la idea, y veréiscon qué gusto la acepta...

—Gracias, gracias, Manuel Antonio—murmuroD. Santos con la risa del conejo.

Se le conocía el gran temor y molestia quele embargaban. Como muchos de los indianos,apesar de ser inmensamente rico, tenía famade avariento, y no injustificada.

Había llegadopocos años hacía de Cuba, donde cargandoprimero cajas de azúcar y luego vendiéndolasse enriqueció. Vino hecho un beduino, sinnoticia alguna de lo que pasaba en el mundo,sin saber saludar, ni proferir correctamente unadocena de palabras, ni andar siquiera como losdemás hombres. Los treinta años que permaneciódetrás de un mostrador le habían entumecidolas piernas. Marchaba tambaleándose comoun beodo. El color subido de sus mejillas eratan característico, que en Lancia, donde pocaspersonas se escapaban sin apodo, lo designaronal poco tiempo de llegar con el de Granate. Enmediode su miseria le gustaba dar en rostro conlas riquezas que poseía. Edificó una casa suntuosísima;trajo mármol de Carrara, decoradoresde Barcelona, muebles de París, etc. Y,sin embargo, apesar de las sumas cuantiosasque en ella gastó, al saldar la cuenta del clavero¡se empeñaba en que descontase del peso el papely las cuerdas en que venían envueltas laspuntas de París!

Cuidadosamente había idoguardando en un rincón tales despojos con eseobjeto. Así que terminó la casa, ocupó el pisoprincipal y alquiló los otros dos. Y empezó sumartirio, un martirio lento y terrible. Las criadasy los niños del segundo y tercero fueron sussayones. Si sentía fregar los suelos del segundo,poníase de mal humor: la arena desgastaba elentarimado. Si veía rayado el estuco de la escalerapor la mano bárbara de algún chiquillo, sele encendía la cólera y murmuraba palabras siniestrasy amenazas de muerte. Si escuchabacerrarse una puerta con violencia, aquel golperepercutía dolorosamente en su corazón: las bisagrasse desencajaban, todos los pestillos seechaban a perder. En fin, con tal sobresalto vivía,que le acometió una pasión de ánimo y comenzóa decaer visiblemente. Un su amigo tanmiserable como él, pero más vividor, le aconsejóque dejase la casa y se trasladase a otra. Asílo hizo, tornando a la posada que le había albergadomientras construyó el palacio.

Pero faltaba a D. Santos el complementoobligado de todos los que se enriquecen cargandocajas de azúcar en América: le faltaba contraermatrimonio con una mujer de categoría,joven o vieja, fea o bonita. Ninguno de sus colegasaceptó jamás por esposa a una menestrala.Granate no podía ser menos que ellos. Al contrario,teniendo más dinero que ninguno, lo naturales que les aventajase en anhelos poderosos.Y fue a poner sus ojos redondos y encarnizadosen la joven más linda, más rica y más encopetadade la ciudad: en Fernanda Estrada-Rosa nadamenos. El suceso causó admiración y risa en elvecindario. Por muy alta idea que en Lanciatuviesen del poder del dinero, nadie imaginabaque fuese poderoso a realizar semejante empresa.¡Casar a la joya de la provincia con este osocolorado! A la niña le produjo pasmo e indignación.Luego lo tomó a broma. Luego volvió aindignarse. Después tornó a reírse. Por fin se fueacostumbrando a que Granate la festejase yhasta encontró cierta satisfacción de amor propioen recibir sus agasajos y en darle toda clasede desprecios.

Pero él no cejaba. Con la tenacidaddel abejorro que se empeña en salir por uncristal y se estrella cien veces contra el obstáculo,las calabazas, los desdenes y hasta las burlasno le hacían retroceder más que momentáneamente.Al día siguiente volvía como si tal cosaa romperse la cabeza contra el desprecio de laorgullosa heredera.

Pensaba sinceramente queel verdadero obstáculo para el logro de sus afanesestaba en el conde de Onís. Confesábase queFernanda sentía algún interés por él, o mejordicho por su título, y se propuso ir a Madrid ycomprar a peso de oro otro para ponerse a la alturade su rival. Luego le dijeron que el Papalos daba más baratos y cambió de proyecto.Mientras tanto se vengaba odiando de muerte algallardo conde, y burlándose, cuando la ocasiónse presentaba, de su vetusto y deteriorado caserón.El conde poseía una gran riqueza en tierras,pero sus rentas no podían compararse a lasdel opulento Granate.

—Y si no, ya veréis el día que se case, ¡quécambio en la población!—prosiguió Manuel Antonio.—Tendremosbanquetes a diario y bailesy giras campestres...

—¡Pero si a Fernanda no le gustan los bailes!—exclamóEmilita Mateo, que bailaba conPaco Gómez y daba la espalda al grupo.

—Yo no he hablado para nada de Fernanda,niña—repuso el marica en tono severo.

—Pensé que, tratándose de matrimonio y deD. Santos, eso se sobrentendía.

—Pues no sobrentiendas más y aplícate a bailarcon Paco, porque, según mis cálculos, durarácinco minutos.

Paco Gómez era un joven flaco, flaquísimo,alto hasta tropezar en el dintel de las puertas,con una cabecita menuda como una patata, elrostro tan macilento que parecía, en efecto, caminarpor el mundo con permiso del enterrador.Y con estas propiedades corporales el espíritumás humorístico de la población.

—¡Ole mi niña!—exclamó poniéndose en jarrasfrente al marica.—Lo único por lo que sientomorirme es por no ver más estos seres preciosos,encantadores.

Al mismo tiempo le cogió con dos dedos labarba.

Ya sabemos que Manuel Antonio no podía sufrirtales juegos de manos delante de gente.

—Vamos, pajalarga, quieto—exclamó poniéndoseserio y rechazándole.

—¿Que no eres precioso? Pero, hombre, ¡sieso salta a la vista!... ¡Miren ustedes qué boca!¡miren, por Dios, qué caída de ojos!... ¡miren quénacimiento de pelo!

Y quiso de nuevo tocarle la cara; pero ManuelAntonio lo rechazó con ímpetu dándole un fuerteempujón.

—¡Caramba, qué severo está hoy Manuel Antonio!—dijoel conde de Onís.

—No importa—repuso Paco Gómez dejandoescapar un suspiro.—Manos blancas no ofenden.

En aquel momento le tocaba hacer una figuradel rigodón y se alejó con Emilita.

María Josefa, que bailaba más lejos, se acercóun instante con su pareja, que era un tenientedel batallón de Pontevedra.

—¡Vamos, D. Santos, no sea usted cruel!¿Por qué no va usted a hacer compañía a Fernanda,que está allí sola?

En efecto, la amiguita de la rica heredera habíahallado pareja para el baile.

Fernanda sesentó y permanecía seria y pensativa.

—Sí, sí; debes ir, Santos—manifestó ManuelAntonio.—Repara que la chica ha dejado unasilla vacía a su lado... No puede insinuarse demodo más claro.

Al decir esto hizo un guiño al conde. Ésteconfirmó tales palabras.

—Yo creo que es hasta un deber de cortesía...

Granate le echó una mirada torva y preguntósordamente:

—Pues entonces, ¿por qué no va usted a sentarsea su lado?

—Por la sencilla razón de que ya no tenemosnada que hablar... Pero usted es otra cosa.

—Entendido, señor conde... No soy un niño—murmurócon mal humor.

—Aunque no lo sea usted por la edad—dijoAmalia interviniendo oportunamente para evitarrozamientos,—lo es por la franqueza y espontaneidadde sus sentimientos, por la frescurade corazón que otros con menos años no tienen.Los niños aman con más sencillez y vehemenciaque los hombres.

—Pero los hombres hacen otra cosa más heroica...¡Se casan!—dijo Paco Gómez, que yaestaba de nuevo en su sitio con la pareja.

—Hay ocasiones en que tampoco se casan—manifestóManuel Antonio haciendo una imperceptiblemueca por donde Paco pudiese colegirque estaba pensando en María Josefa.

—Bueno—replicó aquél dándose por enterado.—Perohay que convenir en que algunas vecesse necesita para ello un heroísmo superior ala naturaleza humana.

La solterona, que las cogía por el aire, leclavó una mirada rencorosa y maligna.

—¡La naturaleza humana!—exclamó con displicencia.—Lanaturaleza humana presenta algunasveces formas tan estrambóticas que hastael heroísmo sería ridículo en ellas.

Paco Gómez, sin desconcertarse, comenzóa palpar su rostro con ademanes cómicos, fingiendouna muda resignación que hizo sonreíra los presentes. Amalia, para cambiar esta peligrosaconversación, exclamó:

—¡Miren, miren cómo D. Santos se aprovechade nuestra distracción!

En efecto, el indiano se había levantado ensilencio de la silla y, sorteando las parejas debaile, fue solapadamente a sentarse al lado deFernanda. Ésta le dirigió una mirada fría yapenas se dignó responder a su saludo ceremoniosoy ridículo. La faz rubicunda de Granateresplandecía, no obstante, como la de un diosseguro de su omnipotencia. Con las manazasanchas y cortas apoyadas sobre las rodillas, elcuerpo doblado hacia adelante y la cabeza levantadahasta donde le permitía la grosura delcerviguillo, sonreía beatamente enseñando unafila de dientes grandes y amarillos.

Propúsose,como siempre, ser espiritual, y dijo:

—¿Ha visto usted qué ventrisca corre?

La joven guardó silencio.

—Ahora no importa nada—prosiguió—porqueya están todos los frutos recogidos; pero sihubiera caído antes, no nos deja ni una castañani un grano de maíz; ¡je, je!

Granate sintiose feliz al emitir esta idea, a juzgarpor la expresión de placer que brillaba ensus ojos.

—Pero aquí no hace frío, ¿eh?... Yo no lo tengo,¡je, je!... Al contrario, siento un calor... Seráporque los ojos de usted son dos calofer... caroli...

Otra vez todavía acometió la palabra caloríferossin lograr dar cima a la empresa.

Para disimularsu impotencia fingió un golpe de tos. Surostro violáceo adquirió cierta semejanza interesantecon el de un ahorcado.

La hermosa, que tenía los ojos clavados en elvacío, volvió la cabeza hacia su adorador, le miróunos instantes con expresión vaga, distraída,como si no le viese.

Levantose de pronto y sealejó sin decir palabra para sentarse enfrente.El indiano quedó con la misma sonrisa estereotipadaen el rostro; la mueca petrificada de unsátiro. Pero al volver la vista al grupo que acababade dejar, viendo una porción de ojos risueñosfijos en él, se puso repentinamente serio ymohíno.

—¡Qué partido tiene este Granate entre laschicas bonitas!—exclamó Paco Gómez.—Ya selo decía yo el otro día. «Usted no necesitabapara nada ir a América habiendo mujeres ricasen el mundo. Usted tiene la fortuna en la fisonomía.»

—Mira, condecito, ahora debes ir tú a sentartea su lado. Ya verás cómo no se levanta entonces—dijoManuel Antonio.

—Sí, sí, debe usted ir, Luis—apoyó María Josefa.—Vamosa ver una cosa curiosa, a decidirsi está o no enamorada de usted. ¿Verdad, Amalia,que debe ir?

—Sí, me parece que debe usted sentarse a sulado—dijo la dama. Su voz salió apagada ytemblorosa.

—¿Cree usted?—preguntó el conde, mirándolacon fijeza.

—Sí; vaya usted—replicó la dama con perfectaserenidad ya, huyendo su mirada.

—Pues usted me permitirá que la desobedezca.No quiero exponerme a un desaire.

—¡Qué importan los desaires a un enamorado!...Porque usted, por más que diga, está enamoradode Fernanda... Se le conoce a la legua.

—A la legua será, porque, lo que es de cercani pizca—manifestó Manuel Antonio.

Y María Josefa y Emilita Mateo y Paco Gómezconfirmaron con su risa la especie.

Amalia insistió. Efectivamente, Luis lo disimulababien; pero como, por más esfuerzos quese hagan, siempre queda un cabo suelto, un resquiciopor donde sale la luz, ella había adivinadohacía ya mucho tiempo que el conde, en loprofundo de su corazón, guardaba recuerdo muygrato de Fernanda.

—Atiendan ustedes: hace algunos días se leocurrió a Moro decir que tenía dos dientes postizos.No pueden ustedes figurarse cómo se pusoeste hombre... Por poco le pega...

—No tanto, no tanto—manifestó el condesonriendo avergonzado.—Me expresé con ciertaviveza porque me enfadan siempre las injusticias.

—¡Oh! Las exaltaciones en estos casos sonsospechosas. Cuando no se siente interés por unapersona se la defiende con menos calor... ¡Caramba!¡Nunca le vi tan irritado!

Ya puede deciresa niña que tiene un campeón valiente dispuestoa romper lanzas por ella.

La dama apuró la broma. No se hartaba deapretar al conde, como si quisiera dejarle convictode su amor por Fernanda. Apesar de lasonrisa benévola que animaba su rostro, habíaciertas extrañas inflexiones en la voz que nadiemás que una sola persona podía apreciar enaquel momento.

Pero el rigodón había terminado, y el grupose aumentó considerablemente con varias parejasque fueron allegándose. Fuéronse algunos,vinieron otros; al cabo, la señora de la casa sehalló rodeada de gente nueva. Bailose otro vals yotro rigodón. Las doce sonaron al fin en el granreloj de la catedral. Y como los jóvenes se empeñabanen no desbandarse, apesar de la costumbretradicional de la casa, Manín, por ordende D.

Pedro, apareció en la puerta del salón,abrazado al lío de los abrigos de las señoras.Ésta era la señal de despedida que el señor deQuiñones daba a sus tertulios.

No era muy cortés,pero nadie se enfadaba. Al contrario, se recibíasiempre con algazara, como una bromagraciosa.

Después que todos fueron a estrechar la mano,del maestrante, formose un grupo enmedio delsalón. Amalia, en el centro de él, despedía a susamigas besándolas cariñosamente. Estaba páliday sus ojos inciertos despedían miradas febriles.Al estrechar la mano del conde volvió la cabezahacia otro lado, fingiendo distracción; se laestrechó con fuerza tres o cuatro veces para infundirleánimo. Bien lo necesitaba el pobre caballero.Estaba tan demudado y tembloroso queAmalia pensó que iba a caer desmayado.

En apretado haz salieron los tertulios a lospasillos y bajaron la gran escalera de piedra suciay húmeda. Un criado les abrió la puerta dela calle.

—¡Ay! ¿Quién habrá dejado aquí este canasto?—dijoEmilita Mateo, que tropezó la primeracon el estorbo.

—¿Un canasto?—preguntaron varias damasacercándose a él.

—Algún pobre que andará por ahí dormido—manifestóel criado, que aún no había cerrado lapuerta.

—No se ve a nadie—dijo Manuel Antonio, querápidamente había registrado el portal.

La curiosidad excitó muy pronto a una de lasdamas a levantar el paño que tapaba el canastillo.Inmediatamente dejó escapar el grito consabido,el que soltó ya hace tantos siglos la hijade Faraón al ver flotando por el río el célebrecanastillo de Moisés.

—¡Un niño!

Momento de estupefacción y de curiosidad enlos tertulios. Todos se abalanzan, todos quierencontemplar al mismo tiempo al expósito. Porquenadie duda un momento que aquel niño sehallaba allí expuesto intencionalmente. Paco Gómezlevantó el canasto, lo destapó por completoy fue exhibiendo a sus amigos el infante dormido.

Estalló una tempestad de exclamaciones.

—¡Angelito!—¿Quién habrá sido la infame?...—¡Pobrecitode mi alma!—¡Qué corazones dehiena, Dios mío!—¡Miren qué hermoso es!—¿Habrámucho tiempo que lo han expuesto?—Estaráaterida la criatura.—Paco, déjeme ustedtocarlo.

El canasto fue rodando de mano en mano. Lasdamas, interesadísimas, palpitantes de emoción,depositaban tiernos besos en las mejillas del reciénnacido, de tal modo que al instante consiguierondespertarlo.

De aquel montoncito de carne rosada salió undébil gemido que hizo vibrar de lástima a todoslos corazones. Algunas señoras vertieron lágrimas.

—Subámoslo, por lo pronto, para que se calienteun poco.

—¡Sí, sí, subámoslo!

Y otra vez el resonante grupo se lanzó al patioy a la escalera de la mansión de los Quiñonesllevando en triunfo el canastillo misterioso.

Amalia estaba enmedio del salón inmóvil ypálida cuando se abrieron de nuevo las puertas.D. Pedro había sido trasladado ya a su alcobapor Manín y otro criado. Aquella nueva y repentinairrupción pareció sorprender mucho a laseñora de la casa.

—¿Qué ocurre? ¿qué es esto?—exclamó convoz alterada.

—¡Un niño! ¡un niño!—gritaron varios a untiempo.

—Acabamos de encontrarlo en el portal—manifestóManuel Antonio, que ya se había apoderadodel canasto, presentándolo.

—¿Quién lo ha dejado ahí?

—No sabemos... Es un expósito. ¡Mire usted,por Dios, qué hermoso, es Amalia!

La señora le contempló un instante con marcadafrialdad y dijo:

—Acaso alguna pobre lo habrá dejado pararecogerlo enseguida.

—No, no; hemos registrado el portal. La calleestá desierta...

La criatura a todo esto empezaba a chillar,agitando con incierto movimiento sus puñoscrispados, que parecían dos botones de rosa. Lacompasión de las señoras volvió a romper en exclamacionesapasionadas. Todas querían besarloy calentarlo contra su seno. Por fin, MaríaJosefa logró apoderarse de él, lo sacó del canastoy envolviéndolo con el paño con que veníacubierto, lo acarició tiernamente. Un papel sehabía desprendido de las ropas de la criatura alsacarla y había caído al suelo. Manuel Antoniolo recogió.

—¿Lo ves, Amalia? Aquí está la madre delcordero.

El papel decía en gruesos caracteres, trazadosal parecer por tosca mano: «La madre desdichadade esta niña la encomienda a la caridadde los señores de Quiñones. No está bautizada.»

—¡Es una niña!—exclamaron algunas señorasa un tiempo.

Y en el acento con que dejaron escapar estaspalabras no era difícil de advertir cierto desencanto.Se habían acostumbrado a la idea de quefuese varón.

—¿Qué misterio será éste?—preguntó ManuelAntonio, mientras una sonrisa maliciosa de curiosidadvagaba por su rostro.

—¿Misterio? Ninguno—manifestó con ciertadisplicencia Amalia.—Lo que se ve claramentees una pobre que quiere que le mantengan a suhija.

—Sin embargo, hay aquí un no sé qué de extraño.Yo apostaría a que son personas pudienteslos padres de esta niña—replicó el marica.

—¡Adiós! ¡ya se nos va Manuel Antonio al folletín!—exclamóla dama con una risita nerviosa.—Laspersonas pudientes no dejan a sus hijosenvueltos en estos andrajos.

En efecto, la niña venía cubierta por unostrapos miserables y una manta raída y sucia.

—Despacio, Amalia, despacio—apuntó Saletacon su voz clara, tranquila.—Yo he recogidoen el portal de mi casa, hace ya muchos años,hallándome en Madrid, un niño que venía envueltoen muy toscos pañales. Al cabo de algúntiempo averiguamos que era hijo de una elevadísimapersona que no puedo nombrar.

Todos los ojos se volvieron con sorpresa haciael magistrado gallego.

—Una elevadísima persona; eso es—prosiguiódespués de una pausa, con el mismo sosiegoimpertinente.—Bien fácil era, por cierto, adivinarlofijando un poco la atención en los rasgosde su fisonomía, enteramente borbónicos.

El estupor de los circunstantes fue profundo.Se miraron unos a otros con una leve sonrisaburlona que, como de costumbre, Saleta parecióno advertir.

—¡Atiza!—exclamó Valero.—¡Abra uzté elparagua, D. Zanto!

—El niño se murió a los dos meses—prosiguióimperturbable Saleta.—Por cierto que cuandolo llevamos al cementerio se unió a la comitivaun coche que nadie supo a quién pertenecía.Yo lo conocí porque lo había visto en lasCaballerizas reales, pero me callé.

—¡Ya ezcampa!—murmuró Valero.

—Bien, Saleta, ya nos contará usted de díaeso. Por la noche tales cosas espeluznan—manifestóel marica de Sierra guiñando el ojo alos otros.—Lo que hay que pensar ahora, Amalia,es lo que se va a hacer con esta niña.

La dama se encogió de hombros con indiferencia.

—Phs... no sé... La dejaremos esta nocheaquí. Mañana le buscaremos una nodriza quequiera tenerla en su casa... porque en ésta, a laverdad, es un trastorno.

—Si usted no quiere tenerla en casa, yo meencargo con mucho gusto de ella, Amalia—dijoMaría Josefa, que estaba un poco apartada paseandoa la niña y arrullándola para hacerlacallar.

—No he dicho que no quería—manifestó conviveza la dama.—Recogeré esa niña, porquetengo más obligación que nadie, ya que me laconfían... Pero, como usted comprende, parahacerlo necesito contar con mi marido.

Los tertulios aprobaron estas palabras con unmurmullo.

Justamente se presentaba Manín preguntandode parte de D. Pedro qué significaba aquel ruido.Se le explicó. El señor de Quiñones se hizotrasladar de nuevo en su sillón con ruedas a lasala; vio a la niña y se interesó extremadamentepor ella.

Inmediatamente declaró que no saldríade su casa, ordenando a un criado que alamanecer fuese en busca de nodriza.

Por lo pronto se trajo a la criatura leche y téen un frasco con pezón de goma; se la abrigócon más y mejor ropa. Los tertulios presenciaroncon cariñoso interés estas operaciones. Lasseñoras lanzaban gritos de entusiasmo; se lesarrasaban los ojos de lágrimas al ver el ansiacon que la mamosa niña chupaba el pezón delfrasco. Así que se hartó, despidiéronse todos denuevo, no sin depositar antes cada uno un besoen las mejillas de la pobrecita expósita.

El conde de Onís no había desplegado los labiosen todo este tiempo. Se hallaba retraído entercera o cuarta fila, siguiendo con ojos desusto los cuidados que a la criatura se prodigaban.Y trató de irse con disimulo sin nueva despedida;pero Amalia le detuvo con alarde deaudacia que le dejó petrificado.

—¿Qué es eso, conde, no quiere usted dar unbeso a mi pupila?

—¡Yo!... Sí, señora... no faltaba más.

Y pálido y trémulo, se aproximó y puso suslabios en la frente de la criatura, mientras ladama le contemplaba con sonrisa provocativa ytriunfal.

III

La cita.

Esta fue la tercera noche en que elconde de Onís apenas pudo cerrar losojos. Nada más natural que en lasdos anteriores estuviese agitado, calenturiento;pero ahora, ¿por qué? Todo se había resueltocomo apetecía. La empresa se había llevado acabo con felicidad. No le restaba más que dormirtranquilo sobre su triunfo. Sin embargo, noera así. Apesar de su figura robusta y gallarda,poseía el conde un sistema nervioso excesivamenteimpresionable. La más ligera emociónturbaba su espíritu, le inquietaba hasta un gradoindecible. Tal exquisita sensibilidad le veníapor herencia y también por educación. Su padre,el coronel Campo, había sido un hombreconcentrado, sensible, de una susceptibilidadtan delicada que le hizo mártir en losúltimos años de su vida.

Todo el mundo recordabaen Lancia el interesante y conmovedorepisodio que cerró aquella vida caballeresca.

El coronel mandaba las fuerzas de defensa deuna plaza en el Perú cuando la insurrección delas colonias americanas. La plaza fue tomadapor los insurrectos de un modo insidioso y porsorpresa. Un malvado denunció al coronel anteel gobierno de Madrid como culpable de traición,aseverando que se hallaba en connivenciay sobornado por el enemigo. Con harta precipitación,sin examen imparcial de los hechos ysin tener presente la brillante hoja de serviciosdel conde de Onís, el rey le privó de su empleoen el ejército y de todas las cruces y condecoracionesque poseía.

Bajo el peso de aquella horribleinjusticia, el pundonoroso militar quedó anonadado.Sus compañeros le arrancaron la pistolaen el momento de atentar a su vida. Acompañadode su fiel asistente y de un primo se trasladódesde Madrid, adonde había venido a defenderse,a Lancia, donde le esperaba su esposa y suhijo de corta edad. La vida de familia fue unsedante para la terrible llaga abierta en el corazóndel soldado. Pero aquel bravo, que tantasveces había desafiado la muerte, no tuvo valorpara soportar las miradas y la curiosidad de susconvecinos. En vez de rebelarse contra la injusticiaque se le había hecho, en vez de tratar deconvencer a sus paisanos de su inocencia, lo queno le hubiera costado gran trabajo, porque todosestimaban su carácter y conocían su valor,lleno de vergüenza, como si realmente fuese criminal,huyó las miradas de la gente, se retrajoa su casa, y solo paseaba por la huerta que detrásde ella se extendía, cercada de alta y deterioradatapia.

El palacio de los condes de Onís merece especialmención en esta historia. Era un edificioantiquísimo, el más antiguo de la ciudad enunión de algunos restos de la primitiva basílicaque aún quedaban en pie. No se habíasalvado otra cosa del horroroso incendio queen el siglo XIV había destruido la población.Su aspecto más era de fortaleza que de mansión.Pocas y estrechas ventanas cortadas porcolumnas de piedra, distribuidas caprichosamentepor la fachada; una pared lisa de piedra,ennegrecida por los años; algunos agujeroscuadrados cerca del techo, a guisa de aspilleras;una gran puerta de medio punto reforzada congrandes clavos de acero. Por dentro era inmensay tenía más alegría. El patio ancho, más anchoque la calle. Por la parte trasera la luz del mediodíabañaba sus ventanas. Los árboles de lahuerta metían las ramas por ellas, sirviendo defresca cortina para templar sus rayos. El conjuntode aquel vetusto caserón ofrecía misterioy encanto singulares para los lacienses dotadosde imaginación, en especial para los niños, únicosseres que conservan, en nuestra edad prosaica,la fantasía despierta. Su fachada, si es quetal nombre puede darse a aquella lisa pared conpequeños huecos tirados a granel, daba a la callede la Misericordia, una de las más céntricas dela ciudad. Una de las ventanas, quizá la másancha, enfilaba la calle de Cerrajerías, y por ellase veía la catedral a lo le