El Deseo by Hermann Sudermann - HTML preview

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—Pero... ya está muerta—observó el señor Hellinger.

—Sí, ya está muerta—replicó su esposa juntando las manos.—

Yo no diré:alabado sea Dios, porque eso sería pecado; pero ya que el buen Dios loha decidido así, quiero por lo menos aprovechar y tratar de reparar lalocura de Roberto. Mientras estabas en El Águila Negra, bebiendo tuvino tinto, me puse nuevamente en campaña, trabajé, tomé nuevasinformaciones; ya no tiene más que elegir. Tiene a Gertrudis Lenzmann,con una dote de ocho mil pesos al contado, y otro tanto a la muerte desu padre; tiene a la chica Versen, todavía muy joven, es cierto, puesacaba de ser confirmada, pero esa tendrá aún más. Y

todavía me quedanotras tres o cuatro. ¿Pero qué crees que contesta a mis proposiciones?«Madre, dice, si vuelves a acometerme con eso, conseguirás no volver averme.» ¿Hase visto jamás? No faltaría más que una cosa: que, después deMarta, tomara todavía a su hermana, y entonces a su vieja y bondadosamadre no le quedaría más que morir. A propósito,

¿dónde se ha metidohoy la señorita? Son cerca de las nueve, y no se ha presentado todavía.Puede ser que en la casa de mi señor hermano, que tenía costumbrespolacas, cultivaran el hábito de quedarse en la cama hasta lasdoce—¡pero en una casa bien manejada como la mía, no habría que pensaren eso, Adalberto!

Yo sabré poner orden.

—No comprendo, mi querida Enriqueta, por qué me diriges los reprochesque son para tu sobrina.

—¡Si consintieras en no volver a tomarla bajo tu protección, Adalberto!Pero, naturalmente, ya yo no tengo derecho de decir nada: se medesobedece y traiciona en mi propia casa. Por otra parte, dentro de pocovoy a poner fin a todo esto. Hace un año entero que la tengo a mi lado,y ya comienza a ser perfectamente inútil.

—¿Pero acaso no trabaja de la mañana a la noche en cuidar la casa deRoberto? ¿Se pasa un solo día sin que vaya a la granja?

¡No seas taninjusta con ella, Enriqueta!

Ella le lanzó una mirada de compasión:

—Si no fueras tan niño, como lo has sido siempre, Adalberto, se podríaconversar contigo. Eso mismo es lo que comienza a parecerme peligroso¿ves? ¿Crees, entonces, que ella no tiene sus motivos para ir apavonearse todos los días en la granja y darse tonos de ama delante deél y de los sirvientes? ¡Oh! ¡Es muy lista, mi sobrina Olga! ¡Ya habráhecho todo lo que depende de ella para acostumbrarlo a la idea de que aella—sólo a ella—le toca de derecho el lugar de la muerta! Si no eseso ¿qué tendría que ir a hacer todos los días a la granja?

—Creo que el hijo de Marta justifica suficientemente su conducta.

—¡Naturalmente! ¡Naturalmente! ¡Cuántas cosas te hacen creer concuentos de nodriza! Ella sabe bien por qué lo hace y por qué ama a esepobre niño hasta comérselo a caricias: ¡conoce el camino que lleva alcorazón del padre!

—Pero tal vez no lo quiere—insinuó el viejo Hellinger.

Ella soltó la risa.

—¡Mi querido Adalberto! Cuando un hombre posee una propiedad a laspuertas de la ciudad, una muchacha pobre lo quiere siempre, y, si yo nopongo fin a todos estos manejos mostrándole la puerta, podría muy biensuceder que un día Roberto la tomara por la mano y nos dijera: «Ahora,papá y mamá, tengan ustedes la bondad de darnos su bendición.»

Pero,antes que ver una cosa semejante, Adalberto...

En el mismo instante, un gran ruido de pasos resonó en el vestíbulo; ycasi en seguida golpearon con fuerza a la puerta.

—¡Toma!—dijo la señora Hellinger.—He ahí uno que hace tanto estruendocomo un alguacil. ¡Todavía no estamos en ese estado, sin embargo!

Y con mucha suavidad, y mucha tranquilidad, dijo:

«¡Adelante!»

El viejo médico penetró en la habitación. Tenía el sombrero echado haciaatrás, la bufanda le colgaba de los hombros, y su pecho jadeaba comodespués de una carrera desenfrenada. Se olvidó de dar los buenos días yno hizo más que lanzar en torno suyo una mirada hosca e investigadora.

—¡En nombre del Cielo, doctor!—le gritó el señor Hellingerprecipitándose a su encuentro.—¡Nos embistes como un toro!

La señora Hellinger, al contrario, asumió su aspecto áspero y refunfuñóalgo como: «modales de fumadero.»

Cuando el doctor vio la tranquila mesa del desayuno y a sus amigos que,con la cara de todos los días, lo miraban con estupor, se dejó caer enuna silla con un suspiro de alivio. ¡Así, pues, la terrible cosa no sehabía realizado! Pero, un instante después, la ansiedad volvió aapoderarse de él.

—¿Dónde está Olga?—tartamudeó alzando los ojos hacia la puerta, comosi fuera a verla entrar en ese instante.

—¿Olga?—dijo la señora Hellinger encogiéndose de hombros.—¡Qué sé yo!Sin duda va a venir de un momento a otro; ¿es por algo urgente?

—¡Alabado sea Dios!—exclamó el doctor juntando las manos.—¡De modoque ya ha bajado!

—No, eso no—dijo la señora Hellinger.—La señora Duquesa se ha dignadodormir hoy un poco más.

—¡Dios del Cielo!—exclamó de nuevo él.—¡Y nadie ha ido a verla!¿Nadie sabe nada de ella?

—Doctor ¿qué te pasa?—gritó el viejo Hellinger que comenzaba ainquietarse.

Sin duda, el doctor se acordó en ese momento de la súplica que terminabala carta de despedida de Olga; comprendió que, de ese modo, su deseo derespetar la voluntad de la joven iba necesariamente a quedar sin efecto,e hizo un último y lastimoso esfuerzo para guardar el secreto.

—¿Qué me pasa?—balbució con una sonrisa dolorosa.—¡Pues nada! ¿Quéhabía de tener? ¡Mil millones!...

Y, en seguida, abandonando todo fingimiento gritó:

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Has permitido la espantosa desgracia! ¡La hasdejado de tu mano!

Y poco le faltó para dejar correr sus lágrimas; pero, reuniendo toda laenergía que quedaba en su cuerpo gastado, se enderezó recto como una I:

—Venid al cuarto de Olga—dijo,—y no os asustéis, cualquiera que seael estado en que la encontréis.

El viejo Hellinger palideció y su mujer se puso a gritar y sollozar: seaferraba al brazo del doctor y quería saber lo que había sucedido, peroéste no decía una palabra más.

Así subieron los tres la escalera que conducía al cuarto de Olga,mientras que en el vestíbulo los sirvientes se reunían y loscontemplaban curiosamente con los ojos muy abiertos.

Delante de la puerta de la habitación de Olga, la señora Hellinger tuvoun ataque de desesperación.

—Toque usted, doctor—dijo con un sollozo.—Yo no puedo.

El anciano tocó.

Nadie contestó.

Tocó una vez más y puso el oído en el agujero de la cerradura.

Siempre el mismo silencio.

Entonces la señora Hellinger se puso a gritar:

—Olga, querida hija mía, abre; somos nosotros, tu tío, tu tía, y tuviejo tío el doctor. Puedes abrir sin temor, querida mía.

El doctor dio vuelta al botón; la puerta estaba cerrada. Quiso mirar porel agujero de la cerradura; estaba tapado.

—¡Manda buscar al cerrajero, Adalberto!—dijo.

—¡No!—gritó la señora Hellinger, mandando de repente al diablo toda supena.—Yo no lo sufriré; no ha de suceder así: la vergüenza seríademasiado grande; yo no podría sobrevivirle.

¡Qué vergüenza! ¡quévergüenza!

El doctor le lanzó una mirada en que se leían el asco y el desprecio.Pero ella no le hizo caso.

—Tú eres fuerte, Hellinger—dijo.—Apóyate contra la puerta, quizáconsigas romper la cerradura.

El señor Hellinger era un coloso. Apoyó uno de sus robustos hombros enla tabla cuyas junturas, al primer esfuerzo, comenzaron a crujir.

—Despacio—le dijo su mujer.—Los sirvientes están en el vestíbulo.

—¡Idos a hacer algo en la cocina, montón de perezosos!—

gritó en laescalera su voz regañona.

Abajo se oyeron golpes de puertas. Un segundo empujón, y una de lastablas se partió por en medio; por la rendija, un rayo de luz se filtróen la semiobscuridad del corredor.

—Déjeme mirar por allí—dijo el doctor, el cual, esperando lo peor,había recuperado su serenidad y su sangre fría.

Hellinger arrancó algunas astillas de madera, de manera que, por laabertura, se pudiera ver todo el cuarto.

Frente a la puerta, a pocos pasos de la ventana, estaba la cama.

Lasobrecama arrojada a los pies formaba un montón blanco detrás del cualbrillaba la línea rubia de las trenzas de Olga; también se alcanzaba aver una parte de la frente, que resaltaba tan blanca como la sábana. Lospies estaban descubiertos; parecían haberse estirado en convulsionescontra la madera de la cama y después haber vuelto a caer sin fuerza.

A la cabecera, la ropa estaba cuidadosamente doblada en una silla; lasenaguas y las medias puestas las unas sobre las otras muy en orden, ysobre la pequeña alfombra del lado de la cama las zapatillas dispuestasde manera de poder deslizar en ellas los pies al levantarse.

Sobre el mármol de la mesa de noche, medio apoyado contra la lámpara,reposaba un libro, todavía abierto, como si se le hubiera dejado allíen el momento de apagar la luz. Sobre todo aquello parecía cernerse esapaz serena e indefinible que revela el alma pura de una niña. La queallí moraba se había dormido la víspera con una plegaria paradespertarse en la mañana con una sonrisa.

Cuando el doctor hubo hecho su examen en silencio, se apartó de laabertura.

—Pasa tu brazo por allí, Adalberto—dijo,—y procura alcanzar lacerradura. Ella la ha cerrado por dentro.

Pero la señora Hellinger, apretándose contra la puerta, suplicó agrandes gritos a «su querido tesoro» que se despertara y abriera ellamisma. Al fin, se consiguió apartarla y abrir la puerta.

Los tres se acercaron a la cama.

El rostro blanco como un mármol parecía mirarlos con sus ojos vidriosos,medio cerrados, en los labios una sonrisa extática.

La encantadora cabeza, de líneas firmes y nobles, se inclinaba un pocosobre el hombro izquierdo, y su abundante cabellera suelta sedesparramaba en brillantes rizos sobre el fresco pecho que la camisa denoche, desgarrada, dejaba en descubierto. El botón de nácar, al cual seadhería un jirón de tela y que se había quedado en el ojal, era lo únicoque indicaba que, antes de dormirse, la joven había debido ser presa deuna violenta agitación.

—Duermes, tesoro mío, dime que duermes,—dijo la señora Hellingersollozando.—Dime que no has hecho semejante afrenta a tu tía, a tuquerida tía que te ha criado y cuidado como a su propia hija.

Y, al mismo tiempo que hablaba, se apoderó de la mano lívida que colgabay trató de levantarla.

Su marido, más sensible, se había ocultado el rostro entre las manos ylloraba.

El doctor no se dejó llevar por la emoción. Había sacado de su bolsillosu estuche, y, rechazando a la señora Hellinger con un ademán apenascortés, se inclinó sobre el pecho que, con un movimiento brusco, habíadescubierto por completo.

Cuando se enderezó su rostro estaba mortalmente pálido.

—¡Una última tentativa!—dijo.

E hizo una rápida incisión horizontal en el brazo, en el sitio en queuna arteria se dibujaba en línea azulada en la blancura nívea de lacarne. Los bordes de la herida se apartaron sin llenarse de sangre; sóloal cabo de unos segundos, dos o tres gotas negras rezumaron lentamente.

Entonces el anciano arrojó lejos de sí el luciente bisturí, y con lasmanos juntas, luchando con las lágrimas, se puso a rezar un PaterNoster.

III

El mismo día, a eso de las doce, a través de los terrenos pantanosos quese extienden en varias millas al norte de Gromowo, un ligero carruaje deun caballo se dirigía hacia la pequeña ciudad.

Tan tupidas y pesadas que parecía que se las pudiera tocar con lasmanos, las nubes se extendían sobre la llanura. De trecho en trecho sealzaba en el aire cargado de vapor un nudoso tronco de sauce,completamente saturado de humedad, cubierto de gotitas brillantes,colgadas en largas filas de las desnudas ramas.

Las ruedas se hundían profundamente, en el barro del camino, que corríaentre las marchitas hierbas del lodazal, y el agua saltaba a cadainstante hasta la caja del coche. El que lo conducía poco se preocupabadel paisaje que lo rodeaba: sumido en sus pensamientos, permanecíasumido en su rincón, y sólo se enderezaba a ratos, cuando las riendasamenazaban escaparse de sus manos indolentes. Entonces se diseñaba laestructura poderosa de sus miembros, su pecho levantado se ensanchabacomo si fuera a hacer estallar la gruesa capa gris que lo encerrabadentro de sus pliegues.

Su estatura recordaba la del viejo Hellinger, quizá en mayor proporción,y el rostro también presentaba una semejanza que no podía engañar; perolas facciones, que en el padre habían conservado, hasta bajo loscabellos blancos, una amable dulzura, se habían acentuado en él enpliegues duros y graves que indicaban, al mismo tiempo que la altivez,un humor sombrío y siempre inquieto. Una barba rizada y desaliñadaenvolvía las mejillas bronceadas con sus vellos rudos y enredados, yadquiría en las extremidades de la boca un matiz más claro y caía sobreel pecho en dos puntas de un rubio apagado.

Era Roberto Hellinger, el propietario de la granja de Gromowo, elprometido de Olga.

De la felicidad que le había llegado la víspera, su frente no dejabaadivinar gran cosa. Sus ojos grises, medio velados, miraban fijamente alo lejos, y una arruga de inquietud le juntaba sin cesar las cejas. Eraque sabía que tendría todavía mucho que hacer antes de poder llevarse asu novia a su casa; largas horas de luchas penosas lo esperaban, y lavictoria misma no le llevaría más que inquietudes y tormentos. Volvía aver con el pensamiento los tiempos difíciles que había atravesado, y queapenas alumbraron algunos rayos de sol.

Hacía seis años ya que su padre le dejó solemnemente, en su condición dehijo mayor, la granja, la antigua propiedad familiar, para retirarse ala pequeña ciudad y llevar en ella una vida apacible y cómoda. Desde esedía comenzó su vida de miseria, pues desde entonces llevaba un yugo tanpesado, que sus mismos hombros de gigante amenazaban romperse bajo lacarga: todo lo que conseguía ganar con sus manos encallecidas, todo loque ahorraba en sus gastos personales, desaparecía absorbido por lasreclamaciones de los suyos. Y no podía quejarse; todo sucedía conformeal derecho más estricto, pues la herencia fue exactamente distribuidahasta el último centavo entre él y sus seis hermanos y hermanas—sinhablar de la reserva que habían estipulado para ellos los padres.

Cada teja de su techo y cada terrón de sus campos estaba empeñado; sobrecada espiga que maduraba estaban fijos los ojos desconfiados de sumadre, que vigilaba severamente para que los réditos no se atrasaran unminuto.

¿Acaso no estaba en su derecho? ¿Podía él exigir que lo quisiera conmayor cariño que a sus otros hijos? Sus hermanos tenían que seguir unacarrera, sus hermanas se habían casado, gracias a la dote; todos y todasfijaban en él miradas ansiosas y ávidas como en el autor y el sostén desu dicha.

¡Los réditos! Tal era la palabra aterradora que en lo sucesivo resonabaa toda hora, amenazante, en sus oídos, y por la noche le hacíadespertarse sobresaltado y llenaba sus sueños de visiones espantosas.

¡Los réditos! ¡Cuántas veces, por causa de ellos, se había golpeado lafrente con los puños cerrados! ¡Cuántas veces había corrido,obsesionado, atontado, a través de los campos fangosos, para escaparsede esa tropa de demonios chispeantes; cuántas veces, en un acceso deloco furor, rompió con el puño algún utensilio, arado o vara de coche,como si cualquier arma le hubiera parecido buena para combatirlos! Peroellos no le dejaban reposo; lejos de eso, le seguían con más tenacidad ymás de cerca, le chupaban más y más ávidamente, hasta la médula, todo elvigor de su juventud.

¿Y de qué le servía dominarlos, si alguna vez lo conseguía? A esa hidrale brotaban sin cesar nuevas cabezas. De trimestre en trimestre

sealzaba,

más

temible,

hinchándose

más

desmesuradamente ante sus ojosllenos de angustia, y dispuesta a precipitarse sobre él, a aplastarlocon el peso de su mole gigantesca.

Así se había arrastrado su vida de plazo en plazo, como la de uncondenado, desde el día solemne que fue alegremente celebrado y rociadocon vino y con champaña en El Águila Negra.

¡Si siquiera su madre se hubiera mostrado indulgente! Pero no leperdonaba uno solo de los espárragos que se habían reservado en laprimavera, ni tampoco el carruaje para sus paseos, en la época de lacosecha, cuando los caballos tienen tanto que hacer en los campos.

«Quien no quiere escuchar debe padecer,» era su máxima predilecta, y élnada escuchaba ¡oh! absolutamente nada. Con una palabrita, con un simple«sí,» habría podido poner término a todos sus tormentos, habría podidovivir hasta el fin de sus días en la abundancia y en la alegría; y queno quisiera pronunciarlo, por una obstinación estúpida e inconcebible,que todas sus diligencias para casarlo quedaran infructuosas, era lo quesu madre no podía perdonarle.

Dos años transcurrieron así. Entonces sintió que, si continuaba esaexistencia, iba forzosamente, tarde o temprano, a sucumbir del todo. Lavacilación, el temor, lo enervaban más y más: resolvió, pues, buscar unfin, y exigir del destino la parte de felicidad razonable que le habíanprometido la mirada leal de dos ojos azules y el silencio de dos labiospálidos.

Y llegó el día en que llevó como esposa bajo su techo a la amada de sujuventud, que hacía poco se había quedado huérfana y sin hogar.

Era un sombrío y triste día de noviembre; las nubes grises corrían en elcielo como siniestros pájaros. Temblorosa y muy pálida con su vestidonegro, la delicada y enfermiza criatura se suspendía de su brazo y seestremecía bajo las miradas con que la examinaban los extraños, en lascuales se mezclaban la compasión y el desdén.

Su suegra la había acogido con reproches e imprecaciones, y transcurriócasi un año antes que entre ellas se establecieran relaciones algotolerables.

Marta se había mostrado valerosa y activa, y había, no obstante su malasalud, trabajado de la mañana a la noche para poner en orden todo lo queun amo, largo tiempo soltero, había dejado ir a la deriva.

Y cuando, después de tres años de vida común, llena de paz y deconsuelo, el Cielo prometió bendecir su unión, ella no cesó, aunque suestado exigía los mayores cuidados, de ir y venir, arreglándolo ydirigiéndolo todo, en la cocina, en la bodega y en la casa. Casi parecíaque hubiera querido ganar así para su marido la dote que no había podidollevarle.

En tales circunstancias—dos días después del nacimiento del niño,—Olgahabía llegado de improviso a Gromowo. Roberto no la había visto desde eldía de su casamiento; y casi se asustó de su aspecto al verla dirigirsehacia él tan altiva, dura e impenetrable, tan maravillosamente se habíadesarrollado su hermosura.

¡Y esa mujer era la que ahora iba a ser suya! ¡Qué mundo desufrimientos,

sin

embargo;

cuántos

días

de

sorda

desesperación, ycuántas noches de horripilantes fantasmas habían transcurrido entreaquel día y el presente!

Roberto se estremecía; no quería pensar más en ello; ahora todo parecíaarreglado. La imagen transfigurada de Marta le sonreía apaciblementedesde arriba y lo bendecía, y, como una flor brotada de su tumba, ladicha parecía abrirse de nuevo para él.

Las torres de la pequeña ciudad se acercaban progresivamente; sedestacaban cada vez más detrás de los bosques de alisos. Un cuarto dehora después, el carruaje rodaba en la calle mal pavimentada.

Apenas Roberto hubo pasado la puerta de la ciudad, notó que a su paso lagente lo trataba de manera enteramente singular. Los unos lo evitaban,los otros levantaban su gorra con ademán torpe, y tan pronto comopodían, decentemente, se alejaban de él. Por el contrario, en todas lascasas por delante de las cuales pasaba, las ventanas se cubrían derostros que lo observaban gravemente y que, al ser saludados por él,desaparecían tímidamente detrás de las cortinas.

Movió la cabeza pensativamente; sin embargo, como su espíritu estabaocupado con la lucha a la cual se preparaba, no hizo gran caso deaquello y ya no miró ni a derecha ni a izquierda.

En la esquina de la plaza del mercado—en el sitio donde estaba antes lacasilla de impuestos—se hallaba la vieja ama de llaves del doctor:tenía las manos ocultas bajo su delantal azul y una cara de entierro.

Cuando el coche se acercó, ella le hizo seña de que se detuviera.

—¡Vamos, señora Liebetreu!—dijo él alegremente.—¡Al fin me encuentrocon alguien que no huye al verme!

La anciana alzó los ojos al cielo para no verse obligada a mirarlo.

—¡Ah, mi joven señor!—dijo, se le llamaba siempre el joven señor, paradistinguirlo de su padre, aunque hacía tiempo que había cumplido lostreinta.—El señor doctor ruega a usted que entre en su casa: querríahablar primero con usted, pues tiene algo que decirle.

—¿Es muy urgente lo que tiene que decirme?

La vieja se asustó; creyó que a ella iba a incumbirle el cuidado dedarle la penosa noticia.

—¡Ah! ¡Qué sé yo!—exclamó.—No me ha dicho más que eso.

—Bueno, salude usted afectuosamente a mi tío, y dígale que tengo quehablar primero con mis padres—él sabe de qué se trata—y queinmediatamente después iré a verlo.

La anciana murmuró algo, pero las palabras se ahogaron en su garganta.

El carruaje continuó su camino hacia la casa del viejo Hellinger,situada bajo la sombra de viejos y soberbios tilos, como bajo un dosel.Los vidrios de las ventanas le dirigían miradas amistosas; las lustrosastejas del techo brillaban; se sentía, como siempre, que ese techoabrigaba el reposo de una vejez rodeada de amplias comodidades. Ató sucaballo en la verja del jardín y subió con paso pesado y ruidoso lapequeña escalinata, a lo largo de la cual, en grandes tiestos, losásteres medio muertos bajaban lamentablemente la cabeza.

La campanilla hizo oír su ruidoso repique en toda la casa, pero nadie sepresentó a recibirlo. Arrojó su capa empapada por la lluvia sobre uno delos grandes cofres de roble en que estaban sepultados los tesoros de laropa maternal. Después entró en la sala, estaba desierta.

—Los viejos son muy capaces de estar durmiendo lasiesta—

murmuró;—creo que hoy será prudente dejarlos dormir.

Se dejó caer en el rincón de un sofá y miró a la puerta, pues esperaba,en sus adentros, que Olga hubiera visto su coche a la entrada, y bajarapara tenderle la mano.

No tardó en impacientarse. ¿Y si Olga había ido a la granja?

Pero no;ella sabía que él debía venir para hablar con sus padres.

Por fin se decidió: «Voy a ir a llamar a su puerta,» y se levantó.

Contuvo una sonrisa al estirar sus robustos miembros. Cuando, desde lavíspera por la tarde, había aspirado sin tregua a encontrase con ella,se sentía invadido, en el momento de volver a verla, por una especie deaprensión singular. Esa timidez, esa confusión que en otros tiempos seapoderaban siempre de él en su presencia, volvían a dominarlo. ¿Eraposible que hubiera tenido la víspera a esa mujer en sus brazos? ¿Y sise había arrepentido, si fuera a devolverle su palabra?

Pero en ese instante, toda su audacia se despertó. Abrió los brazos entoda su extensión, y, sonriendo a ese reflejo de felicidad con que loinundaba el recuerdo de las recientes horas, exclamó:

—¡Que haga la prueba! ¡Con estas mis manos la alzo y me la llevo acasa! ¡Puesto que Marta ha dicho «sí,» yo querría ver que alguien seopusiera!

Y de puntillas, para no despertar a sus padres, subió la escalera que nopor eso dejaba de gemir bajo su peso.

Delante de la puerta del cuarto de Olga, se detuvo estupefacto: veía laraya de luz que penetraba en el corredor por la rotura de la madera.

Tocó la puerta sin obtener respuesta: no obstante, entró.

*

* *

Un segundo después, la casa se conmovía hasta sus cimientos, como si eltecho se desplomara.

Los dos ancianos que se habían retirado a su dormitorio para recuperarlas fuerzas después de las horas dolorosas de la mañana, se levantaronespantados.

Llamaron a los sirvientes; pero éstos habían volado a hacer que laciudad no quedara por más tiempo privada de las últimas noticias deltriste acontecimiento.

—Sube tú—dijo a su marido la mujer, tan resuelta de ordinario.

Y, estremeciéndose, extendió la mano hacia el frasco de gotas deHoffman, que estaba siempre a su alcance. Era la primera vez en su vidaque tenía miedo.

Cuando el viejo Hellinger penetró en la habitación de arriba, elespectáculo con que se encontró le heló la sangre en las venas.

El cuerpo de su hijo yacía en el suelo, cuan largo era. Debía, en sucaída, haberse agarrado de los montantes de la parihuela sobre la cualhabían puesto a la muerta y arrastrado todo consigo, pues, sobre él,entre tablas rotas, el cadáver estaba extendido, en su larga camisa, consu rostro helado sobre el de Roberto, y los desnudos brazos sobre lafrente de éste.

En ese momento, Roberto recuperó el sentido y se enderezó.

La cabeza dela muerta se deslizó y golpeó el suelo...

—¡Roberto, hijo mío!—gritó el anciano precipitándose hacia él.

Este, con los ojos muy abiertos, paseaba en su derredor una miradavidriosa; parecía no haber vuelto en sí todavía. De repente descubrióuno de los brazos de Olga que, en el momento en que el cuerpo resbalabahacia un lado, se había atravesado sobre su pecho. Su mirada recorrióaquel brazo hasta el hombro, hasta el cuello, hasta el blanco rostro quesonreía fijamente.

Sostenido por los dos brazos de su padre, se levantó. Vacilaba sobre suspiernas, como un toro que ha recibido un hachazo.

—¡Por Dios, hijo mío, vuelve en ti!—exclamó el anciano tomándolo porlos hombros.—La desgracia se ha consumado.

Somos hombres, tenemos queresignarnos.

Roberto le lanzó una mirada tímida, desesperada, como un niño. Luego seinclinó hacia el cadáver, lo levantó y lo puso en la cama rechazandocon el pie la parihuela destrozada. En seguida se sentó junto a ella, ala cabecera, y maquinalmente enrollaba en su dedo índice un mechón de lasuelta cabellera.

El viejo comenzó a temer por la razón de su hijo.

—Roberto—dijo acercándose a él.—Tranquilízate, sal de aquí, conquedarte no le devolverás la vida.

El joven prorrumpió en una