El Cuarto Poder by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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—De todos modos, no hay duda que don Antonio le abrasó.

—Le abrasó—dice don Juan el Salado.

—Le abrasó—confirma don Benigno.

—Le abrasó—corrobora el señor Anselmo.

—Le abrasó completamente—resume, por fin, don Segis lúgubremente.

Lo que alteraba los ánimos una que otra vez, era la cuestión depichones. El señor Anselmo y don Benigno alimentaban pasióninextinguible por estos animalitos. Cada cual tenía su palomar, suscastas, sus procedimientos de cría, y sobre tales extremos se enredabana menudo en largas y vivas discusiones.

Los demás escuchaban gravementesin atreverse a decidir, subiendo y bajando el vaso del mostrador a loslabios con religioso silencio. El crimen de las Aceñas les disgustó,pero no causó en ellos la profunda desazón que en el resto delvecindario.

Al

cabo

de

cinco

o

seis

días

tornaron

a

sus

patriarcalescostumbres. Y era tal su valor, que la mayor parte de las noches dejabanolvidadas las armas en la tienda.

Serían las doce por filo de una, en que don Roque había rebasado contres cuarterones más la tasa de seis que ordinariamente se imponía,cuando las cinco columnas de la confitería de la Morana salieron enapretada cadena hacia sus domicilios. Cerraba la marcha Marcones, con elfusil al hombro.

El primero que se soltó fué don Segis, que vivía en unacasita de dos balcones, pegada al convento de las Agustinas. Después fuédon Juan el Salado. Después el coadjutor. Por último, el señor Anselmo,sacando la enorme llave lustrosa que le servía de batuta cuando dirigíala orquesta, abrió el taller donde dormía.

Quedó el alcalde solo con la fuerza de su mando. Dijo algo; pero lafuerza no le entendió. Comenzaron a caminar hacia casa, que ya no estabalejos. Mas antes de llegar a ella, don Roque, que soplaba y bufaba comouna ballena, e imitaba en lo posible la marcha jadeante y arremolinadade este cetáceo, se paró de repente, y pronunció en alta voz un largodiscurso, del cual no entendió Marcones más que la palabra ladrones,repetida bastantes veces. Miró el alguacil con sobresalto a todas partespor ver si veía alguno, preparando el fusil al mismo tiempo; pero nadaobservó que le hiciese sospechar la presencia de los forajidos. Tornódon Roque a usar de la palabra, si tal nombre merecía la regurgitaciónintermitente de una porción de sonidos extraños, bárbaros, lamentables,que infundían tristeza y horror al mismo tiempo, y Marcones pudo colegirentonces que su jefe deseaba que hiciesen una batida por la villa, enbusca de los criminales de las Aceñas.

Marcones meditó que la fuerza era escasa y mal prevenida para aquellaempresa; pero la disciplina no le permitió hacer objeciones. Además,nació en su pecho la esperanza de que los asesinos fuesen pocoaficionados a tomar el fresco a tales horas.

Y después de haberexaminado cuidadosamente las armas, emprendieron una marcha peligrosa altravés de todas las calles y callejas de la villa. En honor de laverdad, hay que advertir que don Roque marchaba delante como cumple a unvaleroso caudillo, con su revólver en la mano izquierda y el bastón deestoque en la derecha, exponiendo el primero su noble pecho al plomoenemigo. Marcones, agobiado bajo el peso del fusil y de los ochenta ydos años que tenía marchaba detrás a una distancia de seis pasospróximamente.

La noche era de luna, pero negros y grandes nubarrones la ocultaban amenudo por largo rato. Y entonces la escasa claridad de los faroles deaceite que ardían en las esquinas de las calles no bastaba a deshacerlas sombras que se amontonaban hacia el medio de ellas. Sarrió consta decinco principales, a saber: la Rúa Nueva, que desemboca en el muelle; lade Caborana, la de San Florencio, la de la Herrería y la de Atrás. Estascalles son largas, bastante anchas y paralelas entre sí. Los edificiosen general son bajos y pobres. Otras calles secundarias, en númeroconsiderable, las cruzan y las comunican. Además, en las afueras lesalen algunos rabos a la villa, donde han edificado suntuosas casas losindianos. Son lo que pudiera llamarse el ensanche de la población.

Al llegar la columna caminando por la calle de Atrás, cerca de la deSanta Brígida, oyó gritos y lamentos que la obligó a hacer alto.

—¿Qué es eso, Marcones?—preguntó el alcalde.

El anciano alguacil se encogió de hombros filosóficamente.

—Nada, señor; será en casa de Patina Santa.

—¿Y cómo se atreven esas pendangas?... Vamos allá, Marcones, vamos actocontinuo.

«Acto continuo» era una frase de la que usaba y abusaba don Roque.Simbolizaba para él la energía, la decisión, la rapidez de la autoridadpara remediar todos los daños.

Patina Santa era el gran sacerdote de uno de los dos templos del placerque existían en Sarrió. De vez en cuando salía por las aldeas comarcanasy traía las sacerdotisas que le hacían falta, que nunca pasaban decuatro. No había más gabinetes, y eso que dormían de dos en dos. Vestíanel mismo refajo de bayeta verde o encarnada, el mismo justillo sinballenas, la misma camisa de lienzo gordo, el mismo pañuelo de percalque cuando triscaban allá por los prados y los montes con los vaquerosvecinos. Patina Santa, como únicos símbolos del nuevo y elevado destinoa que la suerte les había llamado, colgaba de sus orejas pendientes deperlas y aprisionaba sus pies con zapatos descotados de sarga, loscuales eran bienes adheridos a la casa y servían para todas las que ibanllegando. Más adelante Patina, haciéndose cargo de que el mundo marcha yque las leyes del progreso son indeclinables, tuvo la audacia deintroducir en su templo los polvos de arroz.

Después compró unosmedallones de doublé para colgar al cuello con un terciopelito negro.Verdad que a todas estas reformas le estimulaba la competenciadesastrosa que le hacía Poca Ropa, el cual tenía su instituto en lacalle del Reloj, al otro extremo de la villa.

—¿Qué escándalo es éste?—gritó don Roque con voz estentóreaacercándose a la inmunda casucha.

Tres o cuatro muchachos que había en la calle huyeron como pajarillos ala vista del gavilán. Pero quedaban las palomas. Dos de ellas estaban ala puerta en camisa, las otras dos asomadas a las ventanas en el mismotraje. Las de la puerta quisieron retirarse a la vista del alcalde, peroéste las agarró con sus manazas.

—¿Qué escándalo es éste,...ajo?—repitió.

—Señor alcalde, nos han dado dos piezas falsas...—dijo una de ellas.

—No estáis vosotras malas piezas... ¡A la cárcel!

—¡Pero, señor alcalde!

—¡A la cárcel,...ajo, a la cárcel!—rugió don Roque.—Y

vosotras lomismo. Todo el mundo abajo. ¿Dónde está ese maricón de Patina?

¡Santo cielo, qué alboroto se armó allí en un momento!

Las niñas de la ventana no tuvieron más remedio que bajar, y Patina lomismo, todos en camisa, porque don Roque no admitió término dilatorio.No se oían más que gemidos y lamentos, y por encima de ellos la vozhorripilante del alcalde, repitiendo sin cesar:

—¡A la cárcel...ajo! ¡A la cárcel...ajo!

Las infelices pedían por Dios y por la Virgen que las dejasen vestirse;pero el alcalde, con la faz arrebatada por la cólera y los ojosinyectados, cada vez gritaba con más fuerza, aturdiéndose con su propiavoz:

—¡A la cárcel...ajo!.,¡A la cárcel...ajo!

Y no hubo otro remedio. El sereno, que se había acercado al escuchar losprimeros ajos, las condujo en aquella disposición a la cárcel municipal,en compañía de su digno jefe, mientras los vecinos, entre risueños ycompasivos, contemplaban la escena por detrás de los cristales de susventanas.

La autoridad de don Roque cerró por sí misma la puerta del palomar, ypuso la llave «acto continuo», bajo la custodia de Marcones. Despuéscontinuaron su marcha peligrosa.

No habían caminado mucho espacio, cuando en una de las calles másestrechas y lóbregas, acertaron a ver el bulto de una persona que seacercaba cautelosamente a la puerta de una casa y trataba de abrirla.

—¡Alto!—murmuró don Roque al oído de su subordinado.—

Ya hemostropezado con uno de los ladrones.

El alguacil no entendió más que la última palabra. Fué bastante para quese le cayese el fusil de las manos.

—No tiembles, Marcones, que por ahora no es más que uno—

dijo elalcalde cogiéndole por el brazo.

Si el venerable Marcones tuviese en aquel momento cabales sus facultadesde observación, hubiese advertido acaso en la mano de la autoridadcierta tendencia muy determinada al movimiento convulsivo.

El ladrón, al sentir los pasos de la patrulla, volvió la cabeza consobresalto y permaneció inmóvil con la ganzúa en la mano.

Don Roque yMarcones también se estuvieron quietos. La luna, filtrándose con trabajopor una nube, comenzó a alumbrar aquella fatídica escena.

—Phs, phs, amigo—dijo el alcalde al cabo de un rato, sin avanzar unpaso.

Oir el ladrón este amical llamamiento de la autoridad y emprender lafuga, fué todo uno.

—¡A él, Marcones! ¡Fuego!—gritó don Roque, dándose a correr condenuedo en pos del criminal.

Marcenes quiso obedecer la orden de su jefe, pero no le fué posible; elmartillo cayó sobre el pistón sin hacer estallar el fulminante.Entonces, con decisión marcial, arrojó el arma que no le servía de nada,sacó el sable de la vaina de cuero e hizo esfuerzos supremos poralcanzar al alcalde, que con valor temerario se le había adelantado lomenos veinte pasos en la persecución del ladrón.

Este había desaparecido por la esquina de una calle.

Pero al llegar a ella la columna pudo verle tratando de ganar la otra.

¡Pum!

Don Roque disparó su revólver, gritando al mismo tiempo:

—¡Date, ladrón!

Tornó a desaparecer: tornaron a verle al llegar a la calle de laMisericordia.

¡Pum! Otro tiro de don Roque.

—¡Date, ladrón!

Pero el forajido, sin duda como recurso supremo, y para evitar que algúnsereno le detuviese, comenzó a gritar también:

—¡Ladrones, ladrones!

Se oyó el silbido agudo y prolongado del pito de un sereno, después,otro, después otro...

La calle de San Florencio estaba bien iluminada, y pudo verse claramenteal criminal deslizarse con rapidez asombrosa buscando en vano la sombrade las casas.

¡Pum, pum!

—¡Date, ladrón!

—¡Ladrones!—contestó el bandido sin dejar de correr.

Dos serenos se habían agregado a la columna, y corrían blandiendo loschuzos al lado del alcalde.

El criminal quería a todo trance ganar la Rúa Nueva con objeto tal vezde introducirse en el muelle y esconderse en algún barco o arrojarse alagua. Mas antes de llegar a ella tropezó y dió con su cuerpo en elsuelo. Gracias a este accidente la patrulla le ganó considerabledistancia; anduvo cerca de alcanzarle. Pero antes que esto sucediese, elforajido, alzándose con extremada presteza, huyó más ligero que elviento. Don Roque disparó los dos últimos tiros de su revólver, gritandosiempre:

—¡Date, ladrón!

Desapareció por la esquina de la Rúa Nueva. Al desembocar en ella elalcalde y su fuerza cerca de la plaza de la Marina, no vieron rastro decriminal por ninguna parte. Siguieron vacilantes hasta llegar a dichaplaza. Allí se detuvieron sin saber qué partido tomar.

—Al muelle, al muelle; allí debe de estar—dijo un sereno.

Y ya se disponían todos a emprender la marcha, cuando se abrió conestrépito el balcón de una de las casas, apareció un hombre encalzoncillos, y se oyeron estas palabras, que resonaron profundamente enel silencio de la noche:

—¡El ladrón acaba de entrar en el café de la Marina!

El que las pronunciaba era don Feliciano Gómez. La patrulla, alescucharlas, se precipitó hacia la puerta del café, y entró por ellatumultuosamente. El salón estaba desierto. Allá en el fondo, al lado delmostrador, se vela a tres o cuatro mozos con su delantal blanco,rodeando a un hombre que estaba tirado más que sentado sobre una silla.El alcalde, el alguacil, los serenos cayeron sobre él, poniéndole alpecho los chuzos, el estoque y el sable. Y a un tiempo gritaron todos:

—¡Date, ladrón!

El criminal levantó hacia ellos su faz despavorida, más pálida que lacera.

—¡Ay, re... si es don Jaime, así me salve Dios!—exclamó un serenobajando el chuzo.

Todos los demás hicieron lo mismo, mudos de sorpresa.

Porque, en efecto,el forajido que habían perseguido a tiros, no era otro que Marínsorprendido infraganti, en el momento de abrir la puerta de su casa.

Hubo que llevarle a ella en hombros, y sangrarle. Al día siguiente, donRoque se presentó a pedirle perdón, y lo obtuvo.

Doña Brígida, suinflexible esposa, no quiso concedérselo, sin haberle soltado antes unabuena rociada de adjetivos resquemantes, entre otros el de borracho. DonRoque sufrió con resignación el desacato, y no hizo nada de más.

VI

que trata del equipo de cecilia

En la morada de los Belinchón habían comenzado los preparativos de boda.Primero, con mucha reserva, doña Paula hizo venir a Nieves la bordadora,y celebró con ella una larga conferencia a puertas cerradas. Después sepidieron muestras a Madrid. Pocos días más tarde, aquella señora,acompañada de Cecilia y Pablito, hizo un viaje a la capital de laprovincia, en el familiar de la casa. La fisgona de doña Petra, hermanade don Feliciano Gómez, que pasaba por la Rúa Nueva al tiempo de apearsedoña Paula y sus hijos, pudo observar que el criado sacaba del coche unaporción de paquetes, que se le antojaron piezas de tela. Bastó para quetodo Sarrió supiese que en casa de don Rosendo se trabajaba ya en elequipo de la hija mayor. Doña Paula, con tal motivo, tuvo unasofocación. Echó la culpa a Nieves. Esta protestó de que no había salidopalabra alguna de sus labios. Insistió doña Paula. Lloró la bordadora.En fin, un disgusto.

Pues que todo se había descubierto, nada de tapujos, y pelillos a lamar. Constituyóse en la sala de atrás, la que daba a la calle deCaborana, un taller u oficina de ropa blanca, bajo la alta dirección dedoña Paula, y la inmediata de Nieves. Se componía de cuatro oficialas,las dos doncellas de la casa, cuando los quehaceres domésticos se lopermitían, Venturita y la misma Cecilia. Era una juventud bulliciosa, ala cual, el trabajo activo no impedía charlar, reir y cantar todo eldía. La alegría les rebosaba del alma a aquellas muchachas, y sedesbordaba en risas inmotivadas, que a veces duraban larguísimo rato.Que a una se le caían las tijeras: risa. Que otra pedía la madeja delhilo teniéndola colgada al cuello: risa. Que se presentaba la cocineracon la cara tiznada, pidiendo a la señora dinero para la lechera: granalgazara en el costurero.

No solamente eran jóvenes y alegres las que cosían el equipo de Cecilia;pero además guapas, comenzando por su directora.

Nieves era una rubiaalta y esbelta, de cutis blanco y transparente, ojos azules claros,nariz y boca perfectas. Tenía veintidós años de edad, y un carácter queera una bendición del cielo. Imposible estar melancólico a su lado. Noque fuera decidora o chistosa; nada de eso. La pobrecilla tenía poco másingenio que un pez. Pero su alegría inagotable chispeaba en sus ojos detan gentil manera, sonaba en la garganta con notas tan puras, tanfrescas y argentinas, que como un contagio adorable se esparcía en tornosuyo. Era la única riqueza que poseía. Con el trabajo de sus manosmantenía a una madre paralítica y a un hermano vicioso y perezoso, quela maltrataba inicuamente cuando no podía darle lo que necesitaba paraemborracharse. Sus padecimientos, que para otra serían insoportables, laturbaban sólo momentáneamente. Por encima de ellos rezumaba muy prontola linfa de aquel divino y gozoso manantial que guardaba en su corazón.Gozaba también de una salud perfecta. Los únicos dolores que sentía eranen el costado izquierdo, después de reirse mucho.

Valentina, bordadora también, y también rubia, no era tan hermosa. Susojos más pequeños, su cutis menos delicado, la nariz un poco remangada,más baja de estatura. En cambio sus cabellos dorados eran rizosos y lecaían con mucha gracia por la frente; sus manos y sus pies más delicadosy breves que los de Nieves; y, sobre todo, tenía a menudo, casiconstantemente, un ceño, cierto fruncimiento del entrecejo que no era deenfado y prestaba

a

su

fisonomía

un

matiz

picaresco

extremadamentesimpático. Encarnación era costurera; moza robusta, colorada, mofletuda,de fisonomía vulgar. Entre los artesanos de Sarrió pasaba por la mejormoza de las cuatro: para el catador inteligente y refinado valía muypoco. Teresa, costurera también, era por su rostro una verdadera mora, yde las más oscuritas; el cabello negro como el azabache, los ojosrasgados y tan negros como el pelo, la nariz y la boca correctas. Pasabapor fea en la villa a causa de su color: en realidad era un hermoso tipooriental. De las dos doncellas de la casa, la una, Generosa, nada teníaque llamase la atención; la otra, Elvira, era una palidita, de ojosgrandes y entornados, muy graciosa.

Las artesanas de Sarrió no han entrado jamás por la ridícula imitaciónde las damas, tan extendida hoy, por desgracia, entre las de otrospueblos de España. Creían y creen estas insignes sarrienses, y yo meadhiero del todo a su opinión, que el traje y las modas adoptadas porlas señoritas no avaloran poco ni mucho sus naturales gracias; antes lasmenoscaban. Y esto es lógico. En primer lugar no están acostumbradas avestirse con tal sujeción o aprieto como los figurines exigen de sussubordinadas. Después, en las villas no hay quien corte con elegancia.Por último, el género tiene que ser de peor calidad, más pobre y másfeo. En cambio, ¿quién sobre el globo terráqueo, y aun sobre los otrosglobos que navegan por el espacio, compite con ellas en ponerse el ricomantón de la China floreado, anudándolo a la cintura por detrás? ¿Quiéndeja caer con más gracia, ni siquiera con tanta, los rizos del pelo porla frente en estudiado desgaire?

¿Quién se mueve con más garbo dentro dela giraldilla ni da con más elegancia un rempujón al señorito que sedesmanda, diciendo al mismo tiempo entre risueña yenojada?—

«¿Cristiano, usted es tonto, o se hace? ¡Mire que se va apinchar!» ¿Quién es capaz de cantar con más sentimiento y menos oído ala vuelta de una romería aquello de Aben-Hamet al partir de Granada

el corazón traspasado sintió?

No hay que dudarlo. Las artesanas de Sarrió, cuyos arraigados principiosestéticos son la admiración de propios y extraños, hoy sobre todo en quevan desapareciendo los caracteres, hacen bien en mantener suindependencia y en levantar la cabeza delante de las señoritasencopetadas de la villa. Porque (digámoslo bajo para que éstas no seenteren) la verdad es que son mucho más hermosas. Esto, sin ofender anadie en particular; líbreme Dios.

No hay viajero peninsular que alrecordarle a Sarrió no afirme lo mismo con más o menos energía, según laíndole de su temperamento. No hay inglesote de aquellos que atracan porunos días a la punta del Peón que al hablar allá en Cardiff o Bristol asus amigos de este spanish town, no comience por levantar mucho lascejas, abrir la boca en forma de círculo perfecto extendiendo haciaafuera los labios, y echándose hacia atrás en la silla noexclame:— ¡Oh, oh, oh! Sarrió the yeung girls very, very, verybeautiful!

Y cuando los ingleses lo dicen, ¡qué no diremos los españoles, y enparticular aquellos que hemos vivido tanto tiempo bajo su influenciabienhechora!

Las cuatro oficialas, y Nieves también, aunque ésta picaba más alto,pertenecían, pues, a esta famosísima casta de mujeres por cuyaconservación y prosperidad hago votos al cielo todos los días y aconsejoa todo buen católico que los haga. En los días de trabajo vestían depercal, mantoncito de lana atado atrás y pañuelo de seda al cuello,dejando al descubierto, por supuesto, la cabeza. Nieves, por excepción,traía al diario mantón de la China negro con fleco.

Acaban de ponerse al trabajo después de comer. El sol penetra por losdos balcones de la sala al través de los visillos. Para que no lesmoleste, las costureras se agrupan en uno de los rincones.

Teresa, lamás filarmónica de ellas, entona con voz suave y tímida un cantoromántico de cadencias tristes y prolongadas, a propósito para seracompañado en terceras. Y en efecto, Nieves no tardó en hacerle eldúo, como allí se decía. Las demás la siguen cantando, unas en primeray otras en segunda voz. De todo lo cual resulta una armonía asazmelancólica, de sabor romántico muy marcado. El romanticismo podrá huirde las costumbres y ser arrojado de la novela y el teatro; más siemprehallará un nido tibio y delicioso donde guarecerse en el corazón de lasjóvenes artesanas de Sarrió. Aquella armonía dura hasta que Pablito seencarga de desbaratarla lanzando repentinamente en medio de ella suvozarrón de carnero. Las costureras suspenden el canto y levantanasustadas la cabeza.

Después se echan a reir.

El bello Pablito, recostado en su butaca allá en otro rincón, se ríetambién con fuertes carcajadas de su gracia.

Desde que había comenzado a coserse el equipo de su Hermana, Pablitomanifestaba cierto gusto por la vida sedentaria que hasta entonces jamásse había observado en él. ¿Quién le había visto en los días de la vidadetenerse un minuto en casa después de comer? ¿Quién pudiera imaginarque se pasaba la mañana sentado en aquella butaca dando parola a lascostureras?

Nada más cierto, sin embargo. Hacía ya cerca de un mes queno salía a caballo ni en coche, y no pasaba en la cuadra más de una horatodos los días.

Piscis se hallaba consternado. Venía diariamente a buscarlo, pero envano.

—Mira, Piscis, hoy tengo que limpiar los estribos de plata, no puedosalir.—Mira, Piscis, tengo que ir a cobrar una letra por encargo depapá.—Mira, Piscis, la Linda está con torozón y no se la puede montar.

—Ya está buena—gruñía Piscis.

—¿Vienes de la cuadra?

—Sí.

—Bien... pues de todos modos hoy no puedo salir... Tengo una rozaduraaquí... salva sea la parte...

Algunos días Piscis entraba en la sala de costura, y sin decir nadaaguardaba sentado un rato, no muy largo casi nunca, porque abrigabavehementes sospechas de que las costureras se reían de él, y esto letenía sobresaltado y en brasas. Cuando le parecía llegado el momentooportuno, o porque observase síntomas de cansancio en Pablo o porcualquier otra circunstancia que no está a nuestro alcance, se levantabadel asiento y hacía una seña con la mano a su amigo silbando al mismotiempo. Y esto porque se entendían mucho mejor con silbidos que conpalabras. Ambos sentían aversión por el sonido articulado, sobre todoPiscis, y escatimaban su empleo. Mas a Pablito lo mismo le daban yapitos que flautas.

—Hombre, Piscis... ¡tengo una pereza!... ¿Quieres hacerme el favor deir a la cuadra y decirle a Pepe que le dé otra untura de aceite alRomero?

—Yo se la daré—respondía con semblante fosco Piscis.

—Bueno, Piscis, muchas gracias... Adiós... No dejes de venir mañana,¿eh?... Puede que salga a caballo.

Decía esto con gran dulzura y amabilidad, para desagraviarle.

Piscismascullaba unas «buenas tardes» sin volverse hacia los circunstantes, ysalía con los ojos torcidos, más feo y endemoniado que nunca. Al díasiguiente lo mismo. A pesar de la veneración que Pablito le inspirabaPiscis llegó a presumir que le gustaba una de las costureras. ¿Cuál? Superspicacia no llegaba a resolverlo.

Comenzaron de nuevo su cántico las jóvenes, pero al llegar a aquello de

Sólo

tú,

mujer

divina,

rezarás

una

plegaria

en mi tumba solitaria, etc.

Pablito soltó otro berrido estridente y atronador. Vuelta a la risa.Venturita se puso seria.

—Mira, Pablo, si has de seguir haciendo payasadas, más vale que tevayas con Piscis.

A su vez Pablito se pone fosco.

—Me iré cuando se me antoje. ¡Siempre has de ser tú la que todo lo echea perder!

Quería decir con esto el joven Belinchón, que sólo su hermana Ventura seempeñaba en desconocer el ingenio con que el cielo le había dotado. Yasí era la verdad. Todas las demás reían alborozadas, como si en vez deun berrido acabasen de escuchar un pasaje de Rabelais. Doña Paula, quesentía por su hijo primogénito admiración idolátrica, y al mismo tiempoguardaba cierto rencor a su hija por sus contestaciones, aunque sehallase grandemente pagada de su hermosura, vino en ayuda de aquél.

—Tiene razón Pablo. ¡Siempre has de aguar todas las fiestas!... ¡Jesúsqué criatura!... Lo que es el hombre que te lleve, algún pecado gordotiene que purgar.

En aquel momento apareció en la puerta de la estancia Gonzalo, quien sedobló como un arco para dar la mano a su futura suegra, a Ventura y aCecilia. Esta se puso seria. Sin volver hacia ellas la cabeza, advertíaque todas las costureras la miraban con el rabillo del ojo. Veía con elpensamiento el esbozo de sonrisa que se formaba en sus rostros.

Todos los días pasaba igual. Antes de llegar Gonzalo, las costureras secomplacían en dirigir, siempre que venía a cuento, alguna pulla a lanovia.

—Cecilia, ¿cuál de estas camisas te vas a poner el día de la boda?

Hay que advertir que algunas de ellas la tuteaban por haberse conocidode niñas. Es muy frecuente en los pueblos.

—Señorita, en estas sábanas tan finas se va usted a resbalar.

—No será ella sola la que resbale. ¿Verdad, Cecilia?

—¡Anda, picarona, que buen mozo te llevas!

—No lo llevará tan guapo Venturita.

—¡Quién sabe!—replicaba ésta.

Cecilia escuchaba estos dichos con la sonrisa, en los labios yruborizada. Desde que habían comenzado los preparativos de boda, susmejillas, antes tan pálidas, estaban casi siempre arreboladas. Estaanimación y el brillo que la felicidad prestaba a sus ojos, si nobonita, la hacían interesante y simpática. No hay muchacha que envísperas de casarse deje de serlo más o menos.

Cecilia era de condición reservada y silenciosa, sin dar por eso entaciturna. Ordinariamente no hablaba más que cuando le dirigían lapalabra; pero sus contestaciones eran suaves, claras, precisas. No erala nota distintiva de su carácter la timidez, que suele prestar soberanohechizo a las jóvenes. Mas en sustitución de esta cualidad, poseíanuestra heroína una serenidad dulce, cierta firmeza simpática en todassus palabras y ademanes q