El Cuarto Poder by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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—Buenas noches—repuso él mirándola extático, con cierta especie deembelesamiento que no pasó inadvertido para la niña.

Iba a retirarse, pero un sentimiento de coquetería la hizo volver desdela puerta y preguntar a Cecilia:

—¿Dónde has colocado el calzador? He tenido que venir con chinelas porno hallarlo...

Y al mismo tiempo mostró su lindo pie.

—Pues allá está, en el cajón de la mesa de noche.

—¡Si supierais qué sueño tengo!—dijo avanzando más y colocando unamano sobre la cabeza de su hermana.—¿Sabéis con qué se quitaesto?—añadió sonriendo.

Gonzalo la examinaba con atención. Era realmente una criatura perfecta.Cuanto más de cerca se la observase, más se admiraban las singularespartes de que estaba, dotada. La epidermis era suave y brillante como elraso, de un color rosa desvanecido; la boca húmeda y fresca, de labiosrojos un tanto grandes que descubrían al abrirse dos filas de dientesmenudos e iguales; los cabellos dorados, sedosos, abundantes. Su únicaimperfección consistía en la estatura. Si tuviera la de su madre nadiese atrevería a ponerle un reparo, exceptuando, por supuesto, sus amigas.

Notando que la examinaban, no acababa de marcharse. Daba vueltas enredondo para que se la viese bien por todas partes, adoptaba posicionescaprichosas, afectadas, dirigía preguntas impertinentes a su hermana,reía sin motivo, la cubría de besos y la sobaba sin consideración.

—Déjame, Ventura. ¡Qué retozona estás hoy!—exclamaba aquélla con sufranca sonrisa bondadosa, procurando desasirse.

—Vaya, vaya, a la cama—decía doña Paula.

—Voy.

Pero en lugar de irse se abrazaba de nuevo a Cecilia; la hacíacosquillas aprovechando cualquier movimiento para decirla al oído:

—¡Cómo estás gozando, picarona! No le eches esos ojazos, mujer, que levas a aturdir.—Adiós, adiós, señores—concluyó por decir en vozalta...—Y dejar algo para mañana, ¿eh?

—¡Qué tonta!—exclamó Cecilia ruborizándose.

Doña Paula y Gonzalo sonrieron. Este dijo en voz baja:

—¡Qué pelo tan hermoso!

Ventura lo oyó, y dijo sacudiéndolo:

—Es postizo.

Todos se echaron a reir.

—¿No lo cree usted?—preguntó con seriedad y acercándose.—Tire usted.Verá cómo se le queda en la mano.

El joven no se atrevió, y continuó sonriendo.

—Tire usted, tire usted—insistió ella volviendo la espalda ymetiéndole el pelo por la cara.

Gonzalo llevó la mano a él, pero no hizo más que acariciarlo.

—¿Qué, no se le ha quedado? Es que está muy bien sujeto.

Y salió corriendo de la estancia.

Un rato todavía duró el cuchicheo secreto. Se tocaron algunos puntos dela vida futura. Cecilia escuchaba a su madre disertar sobre lo quedebían hacer una vez casados, sintiendo un cosquilleo en el alma queapenas era poderosa a ocultar. Le había cogido una mano y se la apretabay acariciaba con intermitencias nerviosas. De vez en cuando la llevaba alos labios y se la besaba con fuerza. Doña Paula la miraba conenternecimiento y sonreía gozándose en la felicidad que inundaba elcorazón de su hija.

El reloj del comedor vibró, dando las doce y media. Gonzalo levantóseapresuradamente.

—¡Oh, qué tarde! ¿Qué dirá don Rosendo?

—Nunca se acuesta antes de esta hora—repuso Cecilia.

—Sí; pero ya sabes que emplea mucho tiempo en cerrar laspuertas—replicó doña Paula.

Cecilia calló. Gonzalo les dió la mano con efusión, prometiendo volveral día siguiente. Después pasó al despacho del señor de Belinchón paradespedirse.

La madre y la hija siguieron charlando en el mismo rincón sobre el mismotema, recibiendo la primera un sinnúmero de abrazos y besosapretadísimos.

—Esto no es para mí—decía con cierta expresión entre alegre ymelancólica.

—Sí, mamá, sí—replicaba la joven abrazándola con más fuerza.

IV

cómo los particulares de sarrió se congregaban en un recinto nombrado el«saloncillo», y lo que allí se platicaba.

Don Melchor de las Cuevas se levantó de la mesa, encendió un cigarro, ydijo, ofreciendo otro a su sobrino:

—Vámonos a tomar café.

Gonzalo quiso guardarlo en el bolsillo porque jamás hasta entonces sehabía autorizado el fumar delante de su tío; pero éste le retuvo elbrazo.

—Enciende, chiquito, enciende; ya has dejado de ser grumete.

El joven sacó un fósforo y se puso a dar chupetones al cigarro conemoción.

Salieron de la casa emparejados y bajaron lentamente por la calledisfrutando del bienestar voluptuoso que sienten las naturalezaspoderosas después de una comida abundante.

Parecían dos cedros gigantes,majestuosos, orgullosos de su altura. Y guardaban el mismo silencio queellos cuando no les sopla el viento. Las mujeres que trabajaban a laspuertas de sus casas los miraban con curiosidad tocada de admiración.

—¿Quién es el señorito que va con don Melchor?

—Mujer, ¿no le conoces? El sobrino; el señorito Gonzalo, que llegó ayeren la Bella-Paula.

—¡Vaya un real mozo!

—Como su padre don Marcos, que en paz descanse.

—Y como su abuelo don Benito—añadió una vieja.—¡Qué familia tan nobley campechana!

En las bocacalles por donde se descubría un cacho de mar, el señor delas Cuevas solía detenerse un momento para echar una ojeada escrutadora.

—Por ahora bonanza. Dentro de poco terral.

—¿Las ves?—dijo con expresión de triunfo al cabo de un instante.

—¿Qué?

—Las lanchas, hombre, las lanchas. ¡Cómo lo han olido!

—No veo nada,—repuso Gonzalo sacándose los ojos por columbrarlas en elhorizonte.

—Sigues como antes. No ves más que la sopa en el plato—

manifestó eltío sonriendo con lástima.

El café de la Marina hervía ya de gente. El rumor de las conversacionesy disputas, el campaneo de las copas, el choque de las fichas de dominócontra el mármol de las mesas, formaba un ruido ensordecedor. Estabasituado en una plazoleta que formaba la Rúa Nueva al desembocar en elmuelle, y una de sus fachadas miraba al mar. Reuníanse en él la mayorparte de los capitanes y pilotos que estaban en Sarrió de paso, y casitodos los que sin ejercer el oficio habitaban en la villa, con más losvecinos que sentían de un modo o de otro inclinaciones marítimas. Alatravesar por medio fueron llamados a gritos de diferentes mesas. DonMelchor era el hombre más popular, el más querido y respetado queentraba en aquel café. Fué necesario acercarse a saludar a unos y aotros, y presentarles a Gonzalo.

Aquellos lobos se extasiaron mirándole;le apretaban la mano hasta descoyuntársela, y le ofrecían con todas lasveras de su corazón una copa de ron y marrasquino. Cuando la rehusabahablando de subir a tomar café arriba, la tristeza más honda se pintabaen sus rostros curtidos.

Don Melchor tenía, en efecto, la costumbre de tomarlo en el Saloncillo.Este era un aposento del piso principal de aquella casa, que teníacomunicación con el café por medio de una escalerilla de hierro. Porella subieron al cabo tío y sobrino. Ya estaban reunidos los notablesdel pueblo, sentados en un diván corrido, con sendas mesillas japonesasdelante, donde cada cual tomaba su café. Por una de las puertas, quegeneralmente estaba abierta, se veía la sala de billar donde jugabansiempre las mismas personas rodeadas de los mismos mirones.

Cuando don Melchor y su sobrino entraron, se hablaba de un proyecto demercado cubierto para preservar de la intemperie a las pobres mujeresque vendían al raso legumbres y leche. Y

Gonzalo recordó que en ciertaocasión que subió a buscar a su tío antes de irse a Inglaterra, seestaba debatiendo el mismo asunto.

Los temas variaban poco en aquellaasamblea. La existencia de la villa se deslizaba tranquila y serena enmedio del trabajo cotidiano. Los únicos acontecimientos que sacudían devez en cuando su letargo, eran la entrada o salida de cualquier barcoimportante, la muerte de una persona conocida, una letra protestada, elempedrado de algunas calles, la avería de algún cargamento, el alijo deun contrabando, la limpieza del muelle.

Las mujeres y los muchachos estaban más socorridos de asuntos parasaciar el humano afán de novedades: la llegada de un forastero guapo yelegante (gran sensación entre las niñas casaderas), que Fulanitoacompañó a Margarita en el paseo por primera vez (¿por lo visto es cosahecha ya?), que Severino el de la tienda de quincalla deslomó a su mujerde una paliza (¡bien empleado la está por haberse casado con eseburro!...). El traje que Fulanita sacó el día de Nuestra Señora (dicenque vino de Madrid... ¡Qué Madrid, mujer, si yo misma se lo he vistocortar a Martina!). El baile de confianza que se dará el jueves en elLiceo. (No toca baile ese día.—Pagan el gasto los pollos a escote.) Losgraves varones que se reunían en el Saloncillo desdeñaban estos temas,aunque de vez en cuando, por excepción, picaban en ellos.

A algunos, a don Rosendo, a don Mateo, a don Pedro Miranda y al alcaldedon Roque, ya Gonzalo les había saludado la noche anterior. Pero estabanallí además Gabino Maza, don Feliciano Gómez, el ingeniero francés M.Delaunay, Alvaro Peña, Marín, don Lorenzo, don Agapito y otros cinco oseis señores, que se levantaron para abrazarle.

Don Pedro Miranda, de quien ya hemos hecho mención, era un hombre quepasaba bien de los sesenta, bajo de estatura y de color, las mejillasrasuradas, la cabeza monda y lironda, los ojos grandes y apagados, losademanes tímidos. Era el propietario territorial más rico de lapoblación y el representante genuino de la aristocracia por venir de unaantigua familia de terratenientes y no haber en la villa personatitulada que mejor la representase.

No daba, sin embargo, importancia aeste privilegio. Era hombre afable, modesto, que con todos los vecinosalternaba sin atender a su condición social, extremadamente servicial,siempre que no se tratase de dinero, y poco amigo de imponer su voluntadni contradecir a nadie. Pero si declinaba enteramente las preeminenciasdel nacimiento, en cambio era celosísimo de sus derechos de propiedad.Jamás se había conocido ni se conocerá un propietario más propietarioque don Pedro Miranda. Las instituciones de derecho vigente, las delderecho antiguo, las universidades, el ejército, la marina, laconstitución política y hasta la religión, no tenían razón de ser a susojos sino como elementos

que

de

un

modo

directo

o

indirecto

afianzabanaquellos derechos. La máquina asombrosa del Universo estaba formada parasustentar sus títulos indiscutibles al dominio pleno de los Praducos,caserío situado a media legua de la villa, y al directo que poseía sobreel de las Meanas, con un canon anual de ciento quince ducados. Estaconciencia clarísima de su derecho engendraba, no obstante, por excesode claridad, algunos conflictos. Venía un colono y le decía:—Señor;Joaquín el martinetero, ha cortado ayer las cañas del nogal que colgabansobre su huerta.—¡Pero el nogal era mío!—exclamaba don Pedroenrojecido súbito por la cólera y sorpresa.—Sí, señor... pero comocolgaban sobre su huerta...—¿Cómo se ha atrevido ese pillo a tocar enuna cosa que es mía, mía?

Inmediatamente entablaba un interdicto, ycomo es natural, lo perdía. De estos interdictos había perdido yaalgunas docenas en su vida, sin escarmentar jamás.

Don Roque de la Riva, alcalde constitucional de Sarrió, a quien hemostenido el honor de comparar, cuando por primera vez le vimos en elteatro, a un cortesano de Luis XV, o a un cochero de casa grande, no sedistinguía por la pureza de la dicción; antes era ésta tan atropellada yconfusa, que al interlocutor le costaba gran trabajo entenderle. Nosabemos si era en la boca o en la garganta o en la región de las fosasnasales, donde el señor de la Riva tenía a bien machacar y atormentarlas palabras; lo cierto es que salían casi siempre transformadas ensonidos

obscuros,

huecos,

caóticos,

completamente

ininteligibles.Particularmente después de comer, se hacía imposible conversar con él. Yesto, no por otra razón, según decían, sino porque don Roque solíaencargar a los pilotos amigos un vino del Rivero, tan exquisito, quenadie dejaría de beberlo, aun a riesgo de quedarse mudo. El jefesuperior civil de la villa salía todas las tardes de su casa solo, en laapariencia, en realidad gratamente acompañado. Su enorme faz rasuradaquería echar la sangre por los poros, concentrándose con preferencia enel lomo gigantesco de su nariz borbónica. Los ojos, con ramos de sangretambién, medio velados por no poder sufrir la gran pesadumbre de lospárpados, se espaciaban lentamente por todo el ancho de la calle,expresando un grado envidiable de bienestar físico. El paso grave,lento, vacilante, acusaba de igual modo una armonía perfecta entre susfacultades psíquicas y corporales. No le faltaba a don Roque paraalcanzar la bienaventuranza más que tropezar con un alguacil, obarrendero, o sereno, o picapedrero, con cualquier empleado, en fin, delmunicipio. Desde lejos lo columbraba, y sus párpados se levantabanrepentinamente, y las ventanas de la nariz se le abrían al olor de lapresa. Si ésta, olfateando al tigre, se pasaba a la otra acera, otrataba de esconderse, don Roque le llamaba con voz de trueno.

—¡Juan, Juaan, Juaaaan!

La víctima acudía bajando la cabeza.

—¿Has llevado el oficio a don Lorenzo?

—Sí, señor.

—¿Has dicho al secretario que dejase apartado el expediente delcementerio?

—Sí, señor.

—¿Has llevado las cédulas al pedáneo de San Martín?

—Sí, señor.

—¿Has ido a avisar a don Manuel que quite los escombros que tienedelante de su casa?

En fin, iba preguntando, hasta que el pobre alguacil contestabanegativamente.

Entonces, la voz de sochantre del alcalde se dejaba oir en toda lacalle, y aun en los confines de la villa. Sus ojos se inyectaban, y surostro apoplético llegaba a ponerse morado. Imposible entender lo quedecía, si no eran los ajos con que salpicaba el discurso, y aun éstoslos ahuecaba de tal modo, que sólo la jota se percibía con claridad. Lareprensión nunca duraba menos de quince o veinte minutos, el tiempoindispensable para desalojar la inmensa cantidad de ajos que se lehabían acumulado en el cuerpo desde la noche anterior. Así como haypersonas que por la mañana se meten los dedos en la boca para provocarla bilis, don Roque necesitaba indefectiblemente este desahogo paraquedar a gusto. No se le había oído jamás otra interjección, pero, encambio, de ésta poseía tal abundancia, que no le bastaba poner una acada palabra; a veces ponía dos o tres.

Los tenderos salían a la puerta a escucharle, pero sonriendo, sinsorpresa alguna, como acostumbrados de antiguo a este espectáculo.

—Don Roque hoy ha tirado de firme a los vencejos—le decía uno a otroen voz alta.

—Mira qué caso le hace Juan.

En efecto, el alguacil a cada vuelta en redondo que daba el alcalde, sellevaba el dedo pulgar a la boca y hacía la seña de empinar.

Don Roque prefería encontrar a un barrendero o picapedrero en elejercicio de sus funciones. Se acercaba a él cautelosamente por detrás,y le hincaba sus dedazos en el cuello.

—¡...ajo! so tuno, ¿qué modo de barrer es ése? ¿Te parece

¡...ajo! queyo te pago para que me dejes la mitad de la porquería entre las piedras?¡...ajo! ¿Es esto gratitud? ¡...ajo! ¿Es esto vergüenza? ¡...ajo!

A veces él mismo en el entusiasmo del discurso empuñaba la escoba y seponía a dar al barrendero una lección de su oficio.

Los tenderos, lospocos transeuntes que cruzaban por la calle y alguna señora que seasomaba al balcón con el ruido, soltaban a reir alegremente. Elbarrendero mismo, a pesar de su crítica situación, no podía reprimir unasonrisa viendo a aquel energúmeno con la levita remangada dando furiososy desconcertados limpiones al suelo.

—¡Así se barre!... ¡...ajo! (Golpe terrible de escoba.) ¡Así sebarre!... ¡...ajo! (Otro golpe.) ¡Así se barre!... ¡...ajo!

(Otrogolpe.) ¡Así se barre!... ¡...ajo!

Hasta que fatigado, sudoroso y a punto de caer a tierra con un derrame,le entregaba la escoba y recogía el bastón con borlas.

Desahogado de este modo su noble pecho de la copia de ajos que leembargaba, emprendía de nuevo su camino y llegaba al Saloncillo en unafelicísima disposición de cuerpo y espíritu.

Gabino Maza era hombre de unos cuarenta y cinco años de edad, oficial dela Armada, retirado antes de tiempo porque su carácter díscolo no podíasufrir la disciplina militar. De rostro moreno aceitunado, ojos pequeñosy vivos con ojeras constantes que pregonaban su temperamentoexcesivamente bilioso. Alto, seco, musculoso, la barba y el pelo de uncolor negro que daba en azul; los ademanes descompuestos siempre yviolentos; la voz indefinible, grave unas veces, otras, cuando seenfadaba, que era casi siempre que se ponía a hablar, chillona y aguda,de un falsete tan estridente que rompía los oídos. Disfrutaba de unapequeña renta y de un pequeñísimo retiro, con los cuales podía vivir yalimentar a su familia en Sarrió con el respeto de un caballeroacomodado. En la capital de la provincia le sería ya imposible.Disputador eterno, poniendo en cada disputa, por nimia que fuese, unacantidad de pasión y de violencia verdaderamente asombrosas; ganososiempre de llevar la contraria a cuanto se decía aunque fuese más claroque la luz del mediodía; de un pesimismo feroz y antipático para juzgara los hombres, a tal punto que no se dió el caso jamás de que creyesepuros los móviles de una acción humana, por noble y honrada queapareciese; rencoroso y vengativo hasta la locura.

Este hombre, sinembargo, no concitaba los odios del vecindario contra sí, como podíasuponerse. En las aldeas y villas, por el trato íntimo, largo yconstante de las personas, se penetra más en el alma de cada uno que enlas grandes poblaciones. Un trato superficial hace, en éstas, simpáticosa muchos hombres fríos, egoístas y hasta perversos. Los modalescorteses, las palabras afables, la sonrisa insinuante, proporcionan enseguida opinión de «persona agradable y decente». En provincia no valenada de esto. Al contrario, se desconfía de la amabilidad excesiva y,sobre todo, de la sonrisa dulzona; se le buscan a cada hombre lospliegues y repliegues del alma con el mismo cuidado y atención con queun disecador va palpando y poniendo a la vista con el bisturí todas lasfibras de la máquina corporal. Por donde son generalmente aborrecidosalgunos hombres que al forastero le seducen, mientras otros, duros,violentos, agresivos, suelen caer en gracia. El disimulo, que es eltalento de las naturalezas rudas y vulgares, no se perdona jamás enprovincia, quizá por ser el vicio predominante en todas las relacionessociales. Los genios vivos, los temperamentos exaltados, no causan temorcomo los «toros claros». Hay casi siempre en ellos un espíritujusticiero, que aunque exagerado y adulterado por la pasión, no acabade hacerles antipáticos. Además, como la violencia y la exaltación soncausa constante de sufrimiento, de malestar físico y moral, se juzga conrazón que los hombres de tal temperamento llevan en sí mismos el castigode sus demasías.

Gabino Maza no era aborrecido ni excesivamente amado. Los que tenían deél agravios, le murmuraban y evitaban su encuentro llamándole«envidioso» y «mala lengua». Los que no, se reían de sus exageraciones yle abocaban con gusto, sin profesarle gran afecto tampoco.

Otro de los personajes allí congregados era don Feliciano Gómez.Comerciante en géneros ultramarinos al por menor, poseedor al mismotiempo de tres o cuatro pataches y algunos quechemarines que hacían elcomercio de cabotaje por la costa cantábrica, aventurándose una que otravez los de más porte a llegar hasta Sevilla. De mediana estatura, lacabeza desnuda de cabellos en forma de pirámide, patillas que lellegaban hasta la nariz, la voz casi siempre enronquecida. Era hombredivertido, bondadoso, optimista. Estaba soltero y vivía con treshermanas de más edad, a quienes había hecho verdaderas señoras a fuerzade trabajo y economía. El pago que ellas le daban según pública voz, eratenerle dominado y sujeto como un niño, reprenderle agriamente lasfaltas más ligeras, y mortificarle y aburrirle por todos los mediosimaginables. No obstante, a él nunca se le oyó una queja de ellas.

El ingeniero belga, M. Delaunay, había llegado a Sarrió años atrás, conel objeto de beneficiar un coto minero de una poderosa compañía inglesa.La explotación no dió resultado. La compañía le retiró su comisión y elsueldo. Pero Delaunay, que poseía genio emprendedor y algún dinero, semetió sucesivamente en seis u ocho empresas industriales. Primero montóuna fábrica de papel; después otra de puntas de París; más tarde intentóformar un criadero de ostras; después fábrica de quesos y de hielo.

Porúltimo quiso aprovechar unas grandes marismas que había cerca deSarrió. Todas estas empresas habían fracasado, sin saber nadie por qué.Delaunay era inteligente, ilustrado, laborioso.

Conocía cada industriaque iba a ejercitar como el más competente maestro; encargaba losaparatos a Inglaterra, los montaba y los hacía funcionar felizmente,obteniendo productos muy aceptables. El achacaba sus caídas a la faltade vías de comunicación.

La

última

de

sus

grandes

empresas,

abortadaantes de nacer, le desacreditó más que ninguna otra. En una de susexcursiones por los alrededores de la villa, había visto próximos a unapequeña ría ciertos terrenos incultos que con poco esfuerzo podíanreducirse a cultivo. Túvolo en cuenta; levantó el plano. Pocos mesesdespués, cuando se vió forzado a cerrar la fábrica de hielo y despedir alos obreros, acordóse de las marismas y habló de ellas a don RosendoBelinchón, a don Feliciano Gómez y a dos indianos más para que leayudasen en su magna empresa. Replicaron ellos que era necesario verlas,y concertóse la excursión. Una mañana montados en sendos caballosemprendieron secretamente la marcha hacia la ría de Orleo, distantecuatro leguas de Sarrió. Al llegar cerca de ella dejaron los caballos ysubieron a pie una colina, desde la cual se oteaban las marismas. ¡Cuálsería la vergüenza y confusión de Delaunay al ver los terrenos queintentaba robar al mar, cubiertos de maíz, verdes y florecientes queeran una bendición de Dios!

En efecto, hacía más de seis años queestaban cultivados. Su equivocación nació de haberlos visto en diciembrecuando estaban descansando. Dieron la vuelta para la villa, y el sucesoprodujo en ella la risa que debe suponerse.

Quedó al cabo arruinado. Vióse obligado a vivir miserablemente. Pero,lejos de apagarse en su espíritu el furor de las empresas, encendióse enla pobreza con más ímpetu. De tal modo que no dejó un solo capitalistaen Sarrió a quien no tantease con el fin de embarcarle en alguna. Unasveces era un tranvía a la capital, otras un puerto de refugio o unosmuelles de madera, otras una gran fonda. Algunos indianos, pocos porcierto, por él seducidos, pagaron con algunos miles de duros suinocencia. El caso es que Delaunay era hombre de talento, estudioso,enterado muy bien de todos los adelantos de la ciencia y la industria.Imposible despreciarle sin cometer una injusticia.

El ayudante de Marina del puerto, Alvaro Peña, joven de treinta años,moreno, con grandes ojos negros y bigotes a lo Víctor Manuel, secaracterizaba por un odio profundo, implacable, al estado eclesiástico ya todo el que lo representase, aunque fuese su mismo hermano. Sin seraficionado en modo alguno a la ciencia o la literatura, poseía unabiblioteca bastante numerosa, compuesta exclusivamente de libros contrala religión y sus ministros. Estaba suscripto a tres o cuatro periódicosconocidos por sus opiniones anti-clericales, y se decía que desde hacíaalgunos años venía ocupándose en acumular datos para un libro quepensaba publicar con el título de La religión al alcance de todas lasfortunas, del cual varios vecinos conocían ya algunos fragmentos. Eraalegre, valiente, aficionado a cuentos y chascarrillos, donde siemprejugaba papel principalísimo algún cura o monja. No pronunciaba bien laserres.

Don Jaime Marín, propietario de cuatrocientas fanegas de pan, que con lacontribución equivalían a unas seis mil pesetas, sería un gran calavera,un licencioso, un monstruo de corrupción si no tuviese por mujer a doñaBrígida. Esta eminente señora había conseguido con una saludable energíaque su marido no arruinase a la familia y los echase a todos porpuertas. Antes que desbaratase su hacienda logró que se le privasejudicialmente de la administración de los bienes y se le encomendase aella. No es fácil representarse la firmeza con que doña Brígida empuñólas riendas de la casa. Ningún patricio romano tuvo jamás una idea másperfecta del sui juris, de los sagrados derechos que «la ciudad» habíadepositado en sus manos. Desde que esto acaeció, don Jaime, a pesar desus cincuenta y pico de años, pasó a ser en sus manos una verdadera cosa como previene la Instituta. En su condición de alieni juris hubo de sufrir la acción directa y constante de su dueño y señor, ysujetarse en un todo a su omnímoda voluntad. ¡Adiós cenas opíparas conmariscos y vino de Rueda en el café de la Marina! ¡Adiós caza de laliebre con Fermo el carnicero y Marcelino el tallista! ¡Adiós nochesseductoras de tresillo! ¡Tardes de paz y de dicha en el lagar deSebastián de la Puente, adiós! La inflexible señora depositaba en susmanos cada domingo tres pesetas; ni más ni menos. Era todo el caudal deque disponía durante la semana para sus vicios, salvo el fumar, que ellasubvencionaba, comprando los cigarros por sí misma. Cuando necesitaba unsombrero, ella se lo compraba; cuando un traje o unas botas, se avisabaal sastre o zapatero para que viniese a tomar las medidas. Hasta se leimpedía ir a la barbería, por temor de que se gastase los dos reales.Venía el barbero a afeitarle los sábados.

Por cierto que, con poca oninguna consideración, el rapador de barbas llegaba algunas veces a lasnueve de la mañana, cuando don Jaime estaba durmiendo.

—¿Qué hago?—preguntaba a doña Brígida.

—Aféitele usted—contestaba la severísima señora.

El barbero, obedeciendo la consigna, se acercaba, le embadurnaba la carade jabón y le despojaba bonitamente de las barbas sin que don Jaime sedespertase más que a medias.

Echaba otro sueño, y al despertarse deveras solía decir a la criada que le servía el chocolate:

—Hoy es sábado; que llamen, al barbero.

—¡Tonto, borricote, incapaz de sacramentos!—contestaba su dulceconsorte desde el gabinete.—¿No ves que estás afeitado ya?

—¡Pues es verdad!—decía el buen señor palpándose la cara.

En un principio solía pedir a sus amigos o conocidos del café algúndinero para jugar al tresillo, y bebía al fiado en el café; pero al pocotiempo ni los amigos quisieron darle nada, ni el